martes, 12 de junio de 2012


Los nuevos credos

 

Nada más natural en nuestra sociedad que el ateísmo; nada menos existente. Vivimos en la búsqueda de sentido; de reglas y órdenes. Vivimos en búsqueda de un camino único, de una verdad a la que entregarnos.


Es verdad; a partir del siglo XVII el ateísmo se ha perfilado como una nueva religión. Una tan feroz, escrupulosa y fanática como aquellas de las que se dice enemigas. Una religión misionera, evangélica; dispuesta a acabar con todo aquel que descrea de sus principios; una que aboga por lo bello, bueno y verdadero. La nueva utopía en la tierra; aquella donde el orden ha nacido de sí mismo.


El ateísmo como toda religión tiene una ley y una moral. Como toda moral es punitiva: sus principios están basados en ideas inamovibles; en juramentos de fe. Desconfía del cuerpo y de los instintos tanto o más que las religiones monoteístas; propone un mundo perfecto logrado a través de la razón y el orden; a través de las reglas y de las cadenas que ese orden nos revela.


Resulta cuando menos sugestivo constatar que los argumentos que el ateísmo esgrime en contra de las religiones provienen de los códigos morales que esas mismas religiones impusieron. La religión “es mala”; Dios “no es bueno”; hay que “evolucionar” hacia el “bien”. Ni siquiera escritores como Sade escapan al maniqueísmo. La moral al revés de Sade no sale de los esquemas de las religiones abrahámicas; aterrado por el “mal” que rige la existencia y la “hipocresía” de los otros moralistas, sus novelas son el tiro por la culata a la Ilustración y al cristianismo. No rompe sus moldes: los invierte. En Sade las nociones de bien y mal permanecen firmes, simplemente considera que el principio original es el mal. De ahí sus obsesiones (y su genial monotonía).

Es una mentira que la sociedad moderna sea más libre que anteriores. Sintomático es que los siglos posteriores a la Ilustración (que he de repetir marca el nacimiento del mundo moderno) son aquellos en donde la moral judeocristiana se distinguió por su ferocidad. La época victoriana esgrimió esos valores ya no en nombre de un Dios, sino de una civilización y unos principios que se pretendían racionales: verdaderos y únicos. La moral occidental no cambió: fue presentada, entonces, como natural; como producto de la civilización y la evolución

Paradójicamente épocas anteriores no habían despreciado al cuerpo y a las pasiones. La religión, a pesar de lo que se ha pensado, no es sinónimo de moral. No hay nada más carnal que la pasión de Jesucristo; nada menos espiritual que las costumbres hindúes. La religión es una encarnación y en ella aparece tanto el llanto como el deseo; el jadeo y la risa.

Se ha acusado a las religiones de no ser racionales; denuncia cierta, pero falaz porque ninguna religión pretende nacer de la razón sino trascenderla. Cierto es que vivimos atados a la tradición cristiana que para permanecer viva tuvo que crear una magnífica teología. El pacto de occidente entre razón y revelación consiguió sobrevivir por más de mil años sobre una base a la vez fastuosa y frágil.

Pero nos creemos más avanzados y libres que hace mil años. Hemos perdido la sensibilidad para los himnos y la risa del carnaval. Nuestras pasiones ya no estallan, sino que languidecen ante una moral que no ha perdido su fuerza. Dos morales encontradas: la del judeocristianismo y aquella otra, espejo de ella misma, que exhibe pecados y los disfraza de libertades. Nuevos fariseos; nuevos dioses atados a las mismas paredes; a las mismas cárceles.

La religión en tanto institución nace como una fuerza social. La idea burguesa de nación es ahora aquel error por el que nos sentimos parte de algo; es por esa idea por la que podemos renunciar a la libertad. Sacrificarnos; no sentirnos solos. La religión en gran parte ha perdido esa fuerza que antiguamente le daba validez porque ya nos hemos convertido en esclavos de otras máscaras. Ser salvo significa en nuestro mundo sacrificarnos y sabernos parte no de un imperio celeste, sino de una sangre y un suelo.

Como toda institución social, las religiones han sido fuente de unión; han creado civilizaciones. Asimismo, han establecido reglas y cárceles. No han sido ni serán nunca las únicas ortodoxias encargadas de castigar la libertad; sin embargo, pocas otras instituciones han hecho correr tanta sangre. Sólo las ideologías modernas han llevado su feroz moral a tal grado: el matrimonio nos trajo el adulterio y la neurosis; el trabajo, la desgana y el castigo del círculo eterno. Con las Instituciones, sean religiosas, sociales o ideológicas, creamos nuestras cadenas. Incapaces de aceptar la pluralidad y el caos, los hombres buscamos verdades. Las distintas fes y creencias no han sido sino pretextos para buscar un orden. Para mejor someternos; usar y ser usados.

Lo que pretendemos olvidar es que nuestra civilización reposa en los mismos principios de todo mundo anterior. Pretendemos conocer el orden universal y tener el derecho si no la obligación de establecer ese nuevo reino; de hacer ver esa nueva verdad. No por nuestro bien, sino por el del universo todo. Para ello la espada y el libro de fe no son ya suficientes; ahora tenemos el arma de fuego y la fuerza de los medios de comunicación. Una misión por la que vale la pena sacrificarse; una verdad que no se puede tocar con las manos.

Prohibimos la libertad porque la libertad es una condena. No es a la esclavitud a lo que tememos: es al azar. La esclavitud es la condición natural del hombre siempre que no se dé cuenta de su condena. República de ciegos es la mejor utopía; rendirse a un enemigo desconocido; República de filósofos siempre que éstos hayan alcanzado la Verdad y con ello, unas nuevas cadenas para ellos y para todos.

No es extraño que estas cadenas no se hagan patentes; que el mundo nos parezca el único posible. Vivimos en él: creemos en él. Nos ofrendamos diariamente en él y por su causa. Sólo a través de sus leyes y de sus caminos podremos alcanzar la verdad; el bien que nos han prometido. La felicidad que nadie conoce pero que confiamos estará allí. La esperanza y la forma de soportar el valle de lágrimas es que los que nos sigan también habrán de conocer el purgatorio. Su condena es nuestra alegría; los trabajos futuros y su sangre redimen la nuestra. Ellos también conocerán la Verdad.

Pocos mundos más morales que el nuestro. Un  universo en donde el placer y la pasión se han convertido en medidas de higiene; en donde el descanso y el arte son necesarias pérdidas de tiempo; en donde todo aquello que no esté movido por el poder ha de ser desechado. Las propias rebeliones modernas se ajustan a esos patrones: reivindican al dinero, a la fuerza, al trabajo... No escapan de esos límites; ostentan esa nueva moral; tan vieja como nuestro mundo. No es una ley ajena al cristianismo, sino su misma hija ilegítima. Pero no es ya el alma y el reino del cielo los que justifican la miseria, sino el dinero y el poder de esta tierra los que mandan a nuestras sumisiones.

El cuerpo no se ha liberado; él mismo se ha convertido en un vehículo de esa nuestra verdad: se ha convertido en fuerza y sólo eso. Se ha convertido en instrumento que hay que vender o politizar, no gozar. La vida debe convertirse en poder y de ese poder nacer nuevos trabajos.

El espacio para la risa, el arte y el placer que escape a esos modelos es un camino equívoco. Si el mundo medieval tenía al carnaval y su pérdida de límites; la parodia moderna es la pornografía y con ella un nuevo negocio. No la ausencia de límites, sino la utilización de ese impulso para convertir aquella pasión en parte de la misma maquinaria; industria de la higiene.

Finalmente, los hombres han aceptado a los falsos dioses; al dinero, a la fama, la fortuna; el futuro que nunca han de tocar. Para un mundo como éste es imposible entender que lo sagrado no es sinónimo de institución; lo cual es tan absurdo como juzgar al amor por el matrimonio. Juzgan aquella sensación indescriptible por la institución que la usa como pretexto para crear una base social. Pretenden legislar lo que nació libre. Algo común en el hombre: hacer monumentos de lo eterno, aterrado por nuestra finitud, y, con ello, acabar con la libertad; sofocar aquello que ha nacido.

El ateísmo juzga a lo sagrado en nombre de la moral moderna y es incapaz de recordar que no puede moralizarse al absoluto. Al igual que las pasiones, la sensación de lo sagrado nace de una fuente que no es ética, sino vívida. Lo sagrado no es una explicación, sino una sensación y como tal no es moralizable. Es aquello que no puede ser explicado ni verbalizado; aquello que escapa a la idea de bien y mal.

Es aquella mañana en que se vio amanecer el fuego; es aquel instante en que las estrellas y la luna en un pozo hablaron sin hablar; es aquel beso no buscado que por un momento nos dio la vida sin entender. Es el llanto de la vida que muere y de la vida que nace; esa sensación indescriptible. Una fe que no se explica, que se siente y se vive. El hombre que canta a mitad de la noche; que escucha hablar al árbol; que siente en sus labios a la lluvia; que goza el cuerpo de sus dioses; que sufre la sangre de aquel instante. El hombre y la lluvia de signos que todo dicen y no dicen nada; el canto.
 
Para un mundo basado en la moral, el nuestro, lo sagrado no sólo es inexplicable, sino peligroso. Ya el primer hombre verdadero, Platón, había censurado al cuerpo y a sus pasiones. Al arte y a los dioses. Ya la Iglesia en cuanto institución había prohibido y encarcelado a los místicos; ellos pregonaban la creación erótica del reino de los cielos. Una moral propia; una moral no impuesta. Una libertad que acepte otras libertades. No pueden crearse leyes ni morales de las sensaciones. 

Pedimos inclusive de esa iluminación la forja de otras cadenas; la edificación de nuevas cárceles. El hombre no busca la libertad: anhela que alguien le diga lo que debe hacer. La República de ciegos; hormigas tan sólo, la sociedad perfecta.

Sólo de la esclerosis de la libertad; sólo de nuestra necesidad de orden puede nacer la moral y la institución. Sólo de esa cobardía nacen las Iglesias y de esas iglesias nace nuestro mundo. Nuevos credos que seguir.

Para un mundo como el nuestro en el que la Verdad es única —la nuestra—, que debe ser impuesta; algo como esos instantes inexplicables debe ser exterminado. Sabernos hombres tan sólo; saber que nacemos para usar y para ser usados.


 César Alain Cajero Sánchez

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