martes, 12 de junio de 2012


Iglesias

 

Calles después de la catedral y del turismo, justo en el polo opuesto a donde me alojo, se encuentra otro mercado; el mercado viejo. El ambiente es el mismo que en cualquier otra plaza: frutas, piratería, música de moda y ropa llena de imitaciones de marcas extranjeras.
Al igual que en otros mercados, los campesinos llegan con costales de duraznos, mangos y ciruelas. Lo único diferente es que todos ellos hablan tzotzil; marchantes y vendedores. Un hombre a gritos me conmina a probar un remedio para la vista cansada mientras alarga su brazo mostrándome una sustancia azul en un vaso transparente.

Tres mujeres se animan a probar la panacea. Si no fuese por la manera en que3 están vestidas, podría estar en la Merced (y hay un barrio llamado la Merced en San Cristóbal; y una avenida Insurgentes). Llevan blusas y chales tzotziles —bordados con dibujos de flores oscuras. Ríen y aprueban la medicina.

En muchas posadas de San Cristóbal anuncian viajes diarios a San Juan Chamula. “Mistery & adventure in indigenous towns”, “meet a real aztec town”. Los precios varían de los 500 pesos (40 dólares) a los 1500 (110 dólares).

A unos metros del mercado se encuentra el paradero del transporte a San Juan Chamula. El pasaje es de 10 pesos.

Mientras voy en el camino, abro la ventana. El aire es frío. Algunas mujeres cubren su rostro.

Ayer, después de la bendición de los ramos, caminé por la catedral de San Cristóbal. Cuadros de la Pasión y estatuas de santos. Una imagen de Ecce homo al lado de un turista que la mira, sonriente y confundido.

Detrás del altar principal hay mucha iconografía. Alrededor de una placa, algunos hombres se postran. No es hasta este momento en que me entero que murió Samuel Ruiz. Una mujer de negro, con dos niños de la mano, llora.

En el interior de otra iglesia están tocando guitarras y arpas. En el suelo arden velas y un niño agita el sahumerio. Un hombre ofrece refresco. No hay un solo altar; en cada uno de los rincones hay un grupo de personas orando. La oscuridad solo es rota por la luz que entran de unas pequeñas ventanas.

Al lado de la presidencia municipal está el mercado. La parte exterior es para los turistas; artesanías, postales. El interior y el primer piso es distinto: un mercado algo solitario. Quesos, frijoles, fruta; calcetines y relojes. En las escaleras veo un puesto de piratería con algunas películas dobladas al tzeltal y al tzotzil, todas ellas religiosas.
 
Al día siguiente, en otra iglesia muy distinta, entran grupos de personas con ramos en la mano. Todo el interior está repleto de flores. Los muros blancos reflejan la luz de la tarde y las luces de los enormes candiles. No hay ceremonia: una enorme fila se ha formado para ir a ver al Señor del Juicio. Las flores limpiarán los pecados.

Afuera hace frío. Algunos venden manojos de manzanilla, tomillo y muchas flores que desconozco.

Empieza una misa. No hay cambios, la fila se mantiene y sigue avanzando lentamente.
Esa misma iglesia, en un día diferente; una mujer con sus dos hijas. Las tres con el vestido y el chal bordado.

Las dos niñas corretean por la iglesia. Ríen. El golpe de sus pasos hace rechinar la duela.



 César Alain Cajero Sánchez
 Abril, 2011, San Cristóbal de las Casas





Encuentros

A las once de la mañana lo encontré. Un poco abotagado; un poco envejecido. Pero la misma barba y las camisas sport de colores pastel.
 
Lo conocí en el último año del bachillerato. Íbamos a la misma clase: lectura y apreciación de textos literarios. Una clase que cursé en tres ocasiones; dos de ellas deserté; la última, me sacaron.

Propuso la lectura de Saramago —por su consejo ya habíamos leído a Cortázar y la Invitación al nixonicidio de Neruda. Una vez terminado ese libro, ya no volví a esa clase.
Hablaba mucho de Cuba.

Teníamos una amiga mutua; él dejó de verla al entrar a la universidad; yo estuve varios años enamorado de ella.

Admiraba a Fidel Castro y a la Revolución cubana; hablaba de luchar por los pobres y de acabar de una vez por todas con el gobierno.

Antes de entrar a la iglesia de San Juan Chamula lo vi salir junto a un grupo de turistas. Primero no lo creí: durante todo este tiempo he creído ver a personas familiares una y otra vez sólo para después comprobar mis errores.

Pero era él. Lo saludé y me reconoció de inmediato.

Varias veces nos habíamos encontrado en CU a pesar de que él iba a Ciencias y yo en la facultad de Filosofía y Letras.

Desde la última vez que lo vi habían pasado dos o tres años. Estaba entonces frente a la facultad de Economía esperando a su novia.

Como en anteriores ocasiones, su saludo fue apurado y algo frío. No dio señal alguna de querer platicar, más bien nervioso y nada asombrado. Su mujer salía también de la iglesia a medias emocionada pero con mucha prisa. 

Ella, maquillada de un fuerte color morado alrededor de los ojos; de vestido negro y tacones.

Venía en un grupo desde San Cristóbal. La posada donde se alojaba hacia tours hacia varios pueblos indígenas. Tenía que apurarse, pues su guía los instaba a ir rumbo a Zinacantán.

Asegurándole que estaba seguro nos veríamos, me despedí mientras corría rumbo a un transporte turístico.

De regreso a San Cristóbal esa noche me senté como todos los días frente a una iglesia en el barrio de la Merced, intentando inútilmente escribir algo.

Mientras caminaba de regreso al hotel, y veía la parte trasera de la presidencia municipal lo volví a reconocer.

No fue mucho más lo que hablamos, parece que siempre está de prisa. Su mujer, por su parte, no dijo nada en absoluto.

¿Qué pasó? ¿En qué andaba? ¿Maestro dónde? Ah. No, yo vine en un bisness. Ahorita voy a sacar dinero. Pero qué haces. ¿Para el gobierno? Ah, yo les estoy haciendo un proyecto. Al rato vamos a un barecillo. No, nosotros tampoco vamos a tomar tanto. Aquí, enfrente del kiosco. A las diez. Sale, nos vamos.

Mientras salía de una tienda con mi supuesta cena (una sopa instantánea y un bolillo; no tengo para más hoy) meditaba si sería buena idea ir al kiosco. Ni llevaba demasiado dinero ni la cerveza es mi fuerte. Por otro lado, llevaba meses sin hablar con nadie más allá de lo inmediato (miento, antes de las vacaciones platiqué un poco acerca de Neruda).

A las nueve cuarenta decidí ir a tomar un  par de cervezas. Tardé poco menos de media hora en llegar al kiosco principal. No había nadie.

Decidí esperar un poco, saqué de mi mochila Los hijos del limo que había encontrado en la biblioteca de Emiliano Zapata. Mientras leía acerca de Blake, una pareja tzotzil hacía cuentas (reconocí de inmediato los números mayas: chap’ej; uxp’ej) mientras los niños corrían por el parque. Uno de ellos se acercó con desconfianza, pero luego decidió ignorarme y reía divertido de las inmóviles fuentes que se encuentran en la parte anterior de la presidencia municipal.

Una de sus hermanas aventó al niño y salió del agua completamente empapado. 

Regresé al hotel a eso de las once. Este hotel se encuentra casi al lado del mercado municipal y es más barato todavía que el que había usado anteriormente. No tiene televisión, pero no importa.

Desde que llegué me había llamado la atención un letrero y una puerta bloqueada que se encontraban en mi habitación. Esta era la primera vez que me acercaba a mirarlos con atención.

Indudablemente esta puerta conduce a una habitación aledaña, pero no hay sonido alguno ni pista de por qué lo habrán cerrado. Bastaría con una patada para pasar del otro lado, pero no tengo intenciones de hacerlo.

Me acuesto pensando en lo que dice el letrero: “Este no es el baño, cochinos” “Aprende a escribir, PENDEJO” y “Culitos sabrosos”. Me pregunto quién será el que no sabe escribir y que cosa es la que hará tan apetecibles a esos culitos.


 César Alain Cajero Sánchez
 Abril, 2011, San Cristóbal de las Casas


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