domingo, 10 de abril de 2016

Octavio Paz, nuestro contemporáneo

Octavio Paz, nuestro contemporáneo


César Alain Cajero Sánchez


¿Cuáles son las características que hacen que un autor sea aceptado por sus contemporáneos? Yo diría que en México, en primer lugar, se espera que se mantenga en un nivel de subordinación ante las ideas de los demás. Que sus ideas y palabras no estén en contra de la opinión general de sus colegas artistas o pensadores. La disensión es aceptable, pero sólo bajo ciertas reglas y disfraces: mientras más epidérmica sea una rebelión más aplaudida será en el mundo actual y en nuestro país. Es un asunto de acomodo con las clases no sólo intelectuales (universitarias o no), sino con las reglas no escritas dentro de la esfera política y, cada vez más, con el mercado.

En la modernidad, además de la obra, la figura pública de un escritor, las simpatías o antipatías que ella despierta por sus opiniones políticas (en el siglo XX) o por su imagen social (en las últimas décadas) resulta importante para que los lectores se acerquen o no a sus textos. Nuestros contemporáneos pueden cobijar o desestimar a un autor basándose menos en su obra que en la imagen que de él se forman.

Sin embargo, mientras la obra de un autor no se haya convertido en un monumento —ya por su calidad, ya por la distancia con el autor— o se encuentre olvidada en la paz de los sepulcros —por su falta de interés o por los vaivenes de la fama editorial— puede medirse su validez y vitalidad por los malestares que provoca en los lectores bienpensantes (de una tendencia u otra).

De todos los escritores mexicanos, de quienes menos se habla es de los poetas. Es natural: nadie lee poesía. Por otra parte, hasta mediados del pasado siglo, la mayoría de ellos se mantuvieron alejados de la política o en un oscuro lugar de servidor público[1]. En la primera mitad del siglo sólo Jorge Cuesta se atrevió a analizar y criticar la esfera pública. Ello le valió décadas de ostracismo que, en un momento dado, se convirtieron en su contrario: una admiración súbita de personas que, sin embargo, siguen sin leer en verdad su obra.

Ni Sabines ni Pacheco; ni Lizalde ni Aridjis, a pesar de que algunos de ellos manifestaron ideas políticas, provocan polémica en ese sentido. Asimismo, muy pocos dejarían del lado la obra de Sabines por haber militado en el PRI o juzgarían la obra de Aridjis basándose en su (loable) trabajo como activista ambiental.

De esta manera, no he podido sino sorprenderme toda la vida por el nivel de polémica (y más: ojeriza) que se le tiene a uno de los más importantes poetas mexicanos: Octavio Paz.

Es verdad que la obra de Paz, tanto poética como ensayística, me ha acompañado desde que lo descubrí al salir de la secundaria. También es cierto que a pesar de mi admiración por gran parte de su poesía, hay aspectos de algunos de sus libros que no terminan de gustarme[2]. Gran parte de su ensayística, de la misma forma, está entre mis libros de cabecera desde que por la misma época, ebrio de poesía y anhelos, leí El arco y la lira. Ello no obsta para reconocer sus errores políticos (la mayoría de los cuales aceptó) ni ciertas manías en su trato diario y frente a otros miembros de la comunidad intelectual.

Así y todo, no puede dejar de sorprenderme que más de 15 años después de su muerte sea tan difícil una lectura de su obra que no levante discusiones. Tan sólo en el último año se vieron polémicas a su alrededor debidas, por un lado, a su cesación de labores (digámosle así para quedar bien con tirios y troyanos) debida al 2 de octubre; y, por otro lado, debido a los festejos alrededor del próximo centenario de Elena Garro.

A diferencia de otros autores, las diatribas contra Octavio Paz no llegan de un sólo lugar ni se quedan en un aspecto de su obra. El estar en contra de su figura o de sus opiniones políticas basta para condenar toda su obra. Es común escuchar cómo después de que se ha hablado de su relación con algún escritor con el que no se llevaba muy bien (o si se llevaba bien incluso; como con Revueltas o Huerta) se pasa a decir que su poesía no vale nada. También es normal decir que sus ideas carecen de toda validez porque en alguna ocasión aprobó la política de tal o cual personaje.

Por un lado, el lector de a pie se resiste a leerlo. La figura de Paz ha sido rodeada de respeto y solemnidad. Se le juzga un autor “difícil” y abstruso. Juicio curioso si consideramos que autores de otros países lo admiran precisamente por su claridad y sencillez de exposición. Es verdad: su prosa ensayística no usa neologismos ni se remite a fórmulas académicas tan socorridas en el siglo XX. El ritmo de sus ensayos fluye naturalmente y, a pesar de tocar temas muchas veces novedosos y en otras poco socorridos fuera de los ámbitos filosóficos, sociológicos o literarios, es posible leerlo con gusto y no pocas veces con emoción. El arco y la lira es uno de los libros que más impresión provoca a los incipientes escritores tanto como La llama doble puede llegar a hacer conmoverse al más cínico.

De la misma manera, su obra poética, a pesar de tener momentos realmente difíciles (y a mi gusto, poco afortunados) alcanza momentos de claridad y belleza poco usuales en la poesía de nuestro idioma. “Piedra de sol” es un monumento de nuestra lengua frente al cual no desmerecen poemas de otros libros del autor, quizá no monumentales y definitivamente menos conocidos, pero dueños de una belleza terrible. Recuerdo ahora ese hermoso fragmento de “Pasado en claro” donde habla sobre su padre:

“Del vómito a la sed,
atado al potro del alcohol,
mi padre iba y venía entre las llamas,
por los rieles y durmientes
de una estación de moscas y polvo,
una tarde juntamos sus pedazos,
yo nunca pude hablar con él
lo encuentro ahora en sueños,
esa borrosa patria de los muertos,
hablamos siempre de otras cosas.”

No hay en estos versos la cacareada “dificultad” u “oscuridad” que muchos le imputan. Tampoco veo en ella (todo lo contrario) falta de emoción. Es verdad: se trata —en esta parte de la poesía de Paz— de un estilo desnudo; más en común con la poesía del extremo oriente, pero la sensación se muestra y, lo que es más importante, se revive de manera cumplida.

Me parece que en esta actitud ante Paz se esconde un rencor contra la imagen que años de educación han legado a los estudiantes mexicanos. El laberinto de la soledad, que en su momento fue uno de los ensayos más osados y propositivos del pensamiento mexicano (junto a Postdata, su continuación) en gran parte ha perdido su poder de polémica al ser convertido en un libro de texto que se da a leer a los estudiantes sin apenas más preparación que la presentación de Octavio Paz como una figura importante del pasado. La conversión de Paz en estatua y la petrificación de su pensamiento en esos niveles han impedido el diálogo y lo han convertido en piedra de toque a la cual se le rinde veneración pública, pero desdén en privado. Así, para estos lectores, repasar sus páginas no implica una conversación con su pensamiento, sino el acatamiento aterrado de un rito (cuando no un suplicio, como todo aquello que se hace por obligación). De esta manera, pasan de una lectura rápida y aterrorizada a una indiferencia o animadversión ya no sólo a la obra ensayística de Paz, sino también a su poesía, que identifican con la solemnidad de una estatua de parque donde se cagan las palomas y duermen los viejitos.

Paradójicamente, los lectores universitarios, y entre éstos, los académicos con mayor recurrencia, lo desprecian por razones contrarias. No han sido pocas las veces en que hemos oído desestimaciones a sus ideas por su “falta de rigor”, que en estas esferas se confunde con la proliferación de citas y con un vocabulario que puede optar tanto por el uso de neologismos y una apariencia de discurso “técnico” como por su contrario, la verborrea con apariencia sibilina que esconde un discurso pocas veces valioso.

Es verdad: la ensayística de Paz no recurre al uso de citas. Dentro de sus muchas páginas, a pesar de las muchas remisiones a obras, ideas y frases de otros autores, pocas veces encontraremos una cita en el sentido estricto. Esto es visto dentro de los pasillos de las academias universitarias (“casas de citas”, decía Paz de ellas) con horror.

No trato de desestimar la importancia de citar fuentes y de mostrar de dónde han salido las ideas mostradas en un texto (algo que es cuestión de integridad intelectual[3]), sino de señalar lo absurdo que resulta desestimar la validez de una obra intelectual por proponer un punto de vista nuevo. Todo pensamiento tiene fuentes, pero a la vez, todo aquél que sea verdaderamente valioso habrá de proponer una nueva senda. Repudiar un pensamiento por no apoyarse en citas es tan inadmisible como aplaudir a un plagiario intelectual. Y ambas cosas son comunes hoy en día.

Por su parte en el lenguaje que hoy día se aplaude en los ámbitos académicos se confunde la claridad ensayística con la divagación oscura y dizque creativa que confunde poesía con palabrería y a ésta con profundidad. “Es profundo porque no se entiende”, parece ser una de las consignas de cierta parte de la intelectualidad de nuestros días.

Otra parte de la Academia aboga por el uso de un lenguaje desnaturalizado, donde proliferen las fórmulas pseudocientíficas o pseudomatemáticas. Un tipo de escritura que se pretende semejante a la de los papers de las ciencias duras. Una muestra más de la desconfianza en el lenguaje por parte de aquellos que, se supone, lo estudian y otro ejemplo de la desconfianza de las humanidades frente a las ciencias. Una desconfianza que deriva, por una parte, en el lenguaje oscuro que anteriormente he aludido y por otro, en la grosera imitación (que hace pensar en el positivismo) de códigos que no pueden ser trasladados al estudio humanístico.

La ensayística de Paz no deriva en ninguna de estas formas de escritura, contra las cuales se manifestó en varias ocasiones. Esto ha sido respondido por los autonombrados eruditos con desdén a su obra debido a lo que llaman “falta de seriedad”.

Así, el lector de pie no se acerca a Paz por considerar su prosa “académica” y los lectores instruidos en la Academia la mayor parte de las veces lo descartan por su falta de “fundamentos serios”. Su poesía, sin embargo, se la llevan entre las patas estos caballos.

Ahora podemos llegar a la parte final, aquella que creo es la fundamental para entender el mal nombre de Octavio Paz entre los lectores de este país. Y es que su obra sigue causando problemas, que su figura es demasiado incómoda para aquellos lectores que están convencidos de haber descubierto la verdad en una secta, partido o ideología (que es decir, casi todos).

Aunque el mismo Paz tuvo en su vida convicciones políticas apasionadas y, sobre todo, ideas de mundo (el amor y la poesía, las más notables), mantuvo con aquellas ideas que consideraba valiosas y cercanas a él, un diálogo polémico. Desde la tradición socialista (lo que lleva a aquellos llamados “de izquierda” a catalogarlo como un autor de “derecha”), hasta aquellos que reclaman continuidad en la política y la estética “latinoamericana”, muchos de los cuales lo acusan de “cosmopolitismo ciego de izquierda”.

Esto va aunado a la imagen pública de Octavio Paz como el autor mexicano más activo internacionalmente y a aquel que decidía el destino de un autor dentro de su país. Su personalidad lo llenó de numerosos enemigos dentro de México y todo aquel que no conseguía ser publicado o tenía escasa suerte en el mercado editorial lo culpaba de su situación. Esta escasa simpatía entre gran parte de los escritores de las generaciones más recientes va aparejada a la difusión de una leyenda semejante entre los lectores más jóvenes, quienes lo ven (es complicado decir que lo leen) como un autor difícil, amargado, crítico y malqueriente. Hoy, en que los "intelectuales" buscan agradar a su nicho de lectores; en que los escritores se cuidan de no entrar a la discusión de los grandes temas, pareciera que alguien como Octavio Paz no tiene lugar.

Sin embargo, la dificultad y la polémica ante la obra de Paz evidencia algo más: que ella sigue estando viva. El diálogo de su voz con nuestro mundo sigue siendo válido. Octavio Paz sigue siendo contemporáneo de nuestro mundo y sus palabras siguen incomodando porque no hemos sido capaces de trascender sus críticas. No hemos podido separarnos de su figura porque no hemos sido capaces de responder sus cuestionamientos, los cuales continúan incomodándonos. El mundo en el que vivió y en el que pensó Octavio Paz a lo largo de su vida no es el mismo que hoy vivimos, pero su diálogo con él preludia los temas que hoy agonizan entre ciertos grupos intelectuales y preludian otros que hoy sufrimos. La mezquindad ante el medio ambiente, el olvido del presente, el trato del cuerpo como una cifra de cambio... No es ya la ideología la que mueve estos comportamientos sino, como al final de su vida Paz vislumbró, el mercado. Y el presente se ha convertido en un instante de goce efímero: la degradación de los sueños de la poesía moderna.

Octavio Paz: el autor que más odios, polémicas y disgustos provoca; aquel cuya obra permanece más viva, de cuya influencia no hemos salido. El autor que sigue siendo nuestro contemporáneo.





[1] Digo oscuro por estar lejos de la discusión pública. La labor de algunos de ellos es encomiable dentro de puestos encumbrados de la administración pública. En las últimas décadas muchos poetas han seguido engordando los ejércitos de la burocracia gubernamental (o universitaria), pero desde puestos cada vez más subordinados. Inclusive autores que se presumieron “revolucionarios” o “proletarios” tuvieron acomodo en el sistema político; ya en la época del PRI como partido único o en la partidocracia que vivimos.

[2] Hace unos meses precisamente escribí un largo ensayo sobre su poesía (desde aquella que más me gusta, a aquella que considero fallida) que publiqué en varias partes en este mismo blog.

[3] Y de la que paradójicamente muchos autores carecen, tanto dentro de las academias como fuera de ellas. El plagio ya no digamos de ideas, sino de textos completos, es una triste realidad en la comunidad intelectual. Esto es más grave y menos perceptible si pensamos que al ampliarse el número de obras impresas, aumenta también la dificultad de reconocer los plagios. Afortunadamente, existen herramientas informáticas que permiten descubrir este tipo de actividades. Sin embargo, muchas veces a la señalación de estas prácticas sigue el ostracismo a quien las descubre: se ha roto una regla de la intelectualidad moderna: el respeto, el guardar las formas de la comunidad (o hacerlo fuera de las formas sancionadas).
Me gusta el Metro


César Alain Cajero Sánchez


Me gusta el tren metropolitano; me encanta el “metro”, como lo llamamos los amigos de siempre.

Me gusta desde que, a los cinco o seis años, lo utilizaba con toda mi familia para ir a Chapultepec y de ahí a casa.
 
Ya al salir de la preparatoria ocupé el metro para ir a Ciudad universitaria: los murales de Copilco; la terminal en Universidad; las multitudes en Centro médico.

No recuerdo qué es lo que me gustaba del metro cuando era niño, pero no era el apretujamiento ni la cantidad de retrasos cuando hay muchos usuarios. He sufrido como cualquiera que pasen 10 minutos en una sola estación en los horarios más concurridos mientras lucho por no ser aplastado.

A pesar de ello, no concuerdo con quienes hablan del miedo al constante crimen dentro de sus instalaciones. En mis más de veinte años de usuario (más de la mitad de ellos en solitario) nunca me han asaltado ni he presenciado un robo dentro del vagón ni en sus pasillos.

No dudo de la presencia de carteristas dentro del metro que, aprovechándose de las multitudes, saquen el dinero a las personas. Es que no me ha tocado sufrirlos (lo que quizá se deba a mi aspecto andrajoso). En los paraderos de las estaciones del metro tampoco he sufrido asaltos (como sí, frecuentemente, en algunas líneas de autobuses suburbanos y citadinos).

Pero mi gusto por el metro no viene de su (relativa: cada quien habla de la feria por cómo le va en los caballitos) seguridad ni mucho menos de su confiabilidad (aunque nunca se detiene, sí que he vivido esas mañanas en la línea 9 en que resulta imposible llegar menos de una hora a destiempo a un lugar). Me gusta el metro porque, como no hay nada que hacer, resulta una maravillosa sala de lectura si uno cuenta con un asiento.

Mientras fui a la Universidad leía cuatro o cinco libros a la semana (hoy apenas si llego a uno o dos). Esto no sólo se debía a la disponibilidad de las obras, sino a las dos y pico horas diarias que pasaba en el metro.

He intentado hacer lo mismo en camiones y autobuses, pero aunque también puede leerse en ellos, no hay nada como el metro para estar a solas y concentrarse en la lectura.

Hablar de soledad en el metro puede parecer paradójico, pero en realidad en medio de tantas personas es cuando más solos nos encontramos. Es muy difícil concentrarse en una sola persona cuando viajamos en el metro; observar el paisaje (de lámparas blancas y azules en la oscuridad y de anuncios y multitudes en las estaciones) resulta absurdo… En el metro se vive un paradójico silencio retumbante que favorece la lectura.

Amo el metro porque, como no le interesas a nadie (salvo a los vendedores de golosinas e ideologías que son fáciles de ignorar en general) es perfecto para leer a gusto.

Cada tanto los gritos del promotor del Machetearte o el estruendo de los vendedores de discos con bocina integrada interrumpen la lectura, pero pueden ser conjurados mediante unos audífonos.

Otra del metro es que, si vas acompañado, las pláticas en él suelen ser mucho más dinámicas que en el auto u otros transportes. El ya mentado silencio del metro así como la soledad que en él se vive se llevan bien con los trayectos en compañía.

En el caso de no llevar libro ni compañía, siempre queda escuchar música (desafortunadamente, por obvias razones, no radio)… o echarse una pestaña.

¿Quién no se ha quedado dormido en el metro y quién no ha pensado en las mañanas en esos trayectos de veinte minutos que pueden añadirse a las horas de sueño?

Si nos toca la mala suerte de ir de pie, definitivamente la posibilidad del sueño queda cancelada y la plática resulta un tanto menos disfrutable.

Muchos me dicen que tampoco es ya posible leer; sin embargo, más de cinco años en la Universidad atestiguan que, acomodándose correctamente, sí que es posible leer. Por supuesto, no faltarán las bestias que se pitorreen de quien va leyendo en semejantes apretujones, pero siempre será preferible ello a verles las caras a personajes que, por mirarlos, se enojan. Recomiendo para esas ocasiones una revista: son más manejables y la brevedad de sus textos hacen posible una lectura fragmentaria que se lleva más con las inevitables distracciones de la gente saliendo y entrando en estampida al vagón (estampidas que son poco importantes cuando vas sentado, pero que te llevan de un lado a otro cuando te toca en suerte ir de pie).


Me gusta el metro porque mientras que en un auto hay que poner atención al camino, en el metro se puede platicar a todo dar; me encanta el metro porque si encuentras una de sus estaciones, así estés en la zona más ajena de la ciudad, puedes llegar a salvo a casa… Amo el metro porque aun si vas muy lejos, en mitad de ese laberinto de paradojas (silencioso a mitad del ruido de las máquinas; solitario a pesar de los miles de usuarios) se puede leer a gusto, cosa que cada vez es más difícil en esta ciudad. Y en este mundo.

Sobre la forma en la literatura  César A. Cajero Podemos definir en este momento y provisionalmente a la literatura como aquella...