sábado, 26 de enero de 2013

Los caminos y la noche


 Los caminos y la noche



  Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas -traduzco: a leyes inhumanas- que no acabamos nunca de percibir. Jorge Luis Borges, "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius"
 
Tal vez el Azar no sea sino el nombre secreto del Destino. Por eso todos nacemos solos.

Sólo se puede luchar contra los dioses cuando conocemos sus designios; cuando el futuro existe irrevocablemente. El presente es un enigma constante. Para nosotros, todo es fruto de un golpe de dados, de un juego sin sentido. Sólo cuando vemos atrás queremos encontrar constantes, un fundamento a la vida. Si lo encontramos, ese camino se convertirá en el propio. No nos equivocamos del todo al considerarlo así: todo lo fortuito tiene algo de milagroso y todo lo predestinado es algo que se va descubriendo. Sólo que ese camino no es único —el mismo para todos—, sino una frase secreta que sólo adquiere significado para un hombre; un verso lanzado a la distancia y que nadie conoce; que sólo uno vive.

Si algún sentido tiene esa herida que llamamos tiempo, es inútil buscarlo en la historia del hombre. Ya nos es imposible conocer a los oráculos y toda la soberbia del género humano no lo librará de lo desconocido. Los intérpretes del futuro se contentan con predecir glorias y catástrofes sin rostro: multitudes que nadie verá, pues la multitud es ciega y muda.

Si algún sentido tiene esa bella evocación que llamamos tiempo, es un absurdo querer descifrarlo. Sólo los dioses son conscientes del porvenir y ello no los libra de ser arrastrados por él. El conocimiento del futuro –si fuese posible- sólo aumentaría la angustia, pues nada puede detener el agua de los amaneceres. Vivir es una condena y al tiempo un milagro imprevisto.

Sólo el pasado nos parece guardar algún sentido, eso se llama nostalgia. Por eso al mirar atrás creemos hallar un plan secreto que parece guiar cada instante. Si fuésemos capaces de contemplar cada vida, no sería difícil ver en ella un caos y al tiempo una poderosa melodía que cambia. Todo es casual y todo es necesario.

Inútil resulta buscar una razón de ser a ese inmenso coro. A esa representación enorme —hermosa y terrible— no es posible oponerle los fantasmas de la salvación. Si esa razón existiese, los simples hombres seríamos incapaces de verla en su totalidad; no somos sino fragmentos errantes. Aun cuando un dios terrible nos permitiese ver por un instante ese vértigo, sólo podríamos responder con las lágrimas, el silencio y la carcajada del santo. No hay palabras para esa visión.

Quizá nuestro sino no sea motivo de tristeza. El enigma nos arroja a la angustia, pero también nos brinda lo inesperado. Un dolor vivo y una iluminación súbita    —esas sonrisas de la historia— son siempre preferibles a la estepa de ya saberlo todo. El alma no conoce, siente. Y esa imagen es el asombro.

Los caminos van encontrándose sin que nadie se dé cuenta. Lejos de la vista de los hombres va formándose una vida, una patria, un deseo. Esa seguridad con que va fundándonos el tiempo es nuestra historia, un discreto milagro que se entrelaza con otros versos y notas hasta formar el asombro que llamamos mundo. La música es tan secreta y poderosa que si la queremos descubrir sólo podremos percibir un vértigo y un caos.

Azar es la palabra que da nombre a lo inmotivado, a lo fortuito, a aquello que no tiene razón de ser. Visto así, el universo no tiene motivo; ser es una casualidad insignificante entre dos infinitos inertes.

Si el cosmos no es más que una extravagancia de la nada, ¿qué podemos decir de nuestras vidas, de cualquier vida? El tiempo se desgarra y descubrimos que no somos sino una consecuencia aleatoria de casualidades. No hay principio, no hay redención, no hay sentido. Nada existe sino como presuntuosa ilusión: sin tiempo ni forma.

El Destino es irrevocable, es la angustia de saberse impotente y solo; el Azar es inexplicable, incontrolable; es la desesperación. Nadie puede conocer el futuro sino como una llaga que se forma al vivir; todo es cambio; el universo se derrumba sin posibilidad de conocerlo: ni el Azar ni el Destino pueden explicarse.

Sin embargo, si el cosmos se va derrumbando, también ese cambio indetenible forma nuevos mundos. El Azar no se puede predecir y en un mundo de pequeños prodigios inesperados, todo es posible. La melodía no puede detenerse y en cada momento aguarda el asombro. Toda casualidad tiene algo de milagroso. Como no hay ningún plan detrás del Azar, tampoco ninguna obligación. Todo va formándose por vez primera –y por última ocasión- en un baile que en secreto se entreteje y que sin darnos cuenta descubre al más antiguo canto. No hay motivo para la canción.

Tal vez el Azar no es sino el nombre secreto del Destino. Todos nacemos solos y en nuestras pequeñas vidas sufrimos el milagro. Al vivir,  los azares se entrelazan y forman aquello ignoto; lo que nunca conoceremos es esa música inmotivada. Esa alegría y ese dolor que somos todos: hombres y bestias; árboles que son dioses.

Hay fe y temor. Sólo en esos momentos en que estamos entre el sueño y el despertar; entre la vigilia y abrir los ojos a un cuerpo; sólo en esos momentos escuchamos, sentimos, una lejana y poderosa música. Y nadie puede detener los amaneceres.

Ésta es la condena, ésta la redención.
César Alain Cajero Sánchez

domingo, 6 de enero de 2013

Contra el tiempo



Contra el Tiempo




Los odios y las miserias han sido las mismas en cualquier época. Sólo los inocentes, los hipócritas y los embaucadores pueden seguir hablando de progreso.

El hombre, no importa la época en que viva, siempre se ha visto aterrado por la muerte y el tiempo que, inmisericorde, atenaza sus instantes. Los elementos que lo amenazaban en el principio de la historia, en la Grecia antigua o en el Renacimiento son los mismos que en nuestros días. Nacer es una caída y la enfermedad o la miseria afectaron lo mismo a los ciudadanos de Roma que a los hombres del Siglo de las luces.

Llorar por la horrible época que nos ha tocado vivir y ver en ella el fin de los tiempos es la negación al humor, un endiosamiento egoísta de nuestros errores. ¿Es que se sufre hoy más que durante las pestes medievales?, ¿es comparable el terror que nos atenaza –dicen- con el que debieron sufrir los refugiados durante los bombardeos sobre Londres?

Hay un tipo de personas que hace del miedo su profesión, que goza señalando que cada vez el mundo está más lleno de dolor y angustia. Al escucharlo uno no puede evitar sonreír ante su candidez y las expectativas de su moral. Un tiempo donde no exista sino abundancia es un sueño de tumba. La vida no excluye el dolor y pretender huir de él –el sueño de todo moralista- es dirigir los pasos a la muerte. Sólo ella es tranquila. Y justa.

Si frente a los tiempos antiguos no encontramos nuestro mundo mejor, ¿qué nos hace pensar que en un futuro –próximo o lejano- las cosas habrán cambiado? Ni la tecnología nos ha salvado de la soledad ni toda la filosofía del mundo nos habrá de elevar por encima de las pasiones que, desde el Gilgamesh, han cantado los poetas.

Algunos vuelcan sus esperanzas en la gran solución ofrecida por los pensadores adventicios. Así, el origen del mal se encuentra en las relaciones de poder, en las construcciones humanas. Cambiar el sistema político o económico equivaldría a llegar a la bienaventuranza.

Pero toda época es perfecta y depravada. No hay mayor felicidad en un sistema o en otro. Las relaciones entre los humanos pueden ser más libres y tolerantes, pero el dolor del hombre no desaparece jamás. Todo aquel que piense que con un cambio político la miseria del ser humano habrá sido resuelta, no puede ser tomado en serio. Asimismo, toda esperanza puesta en un absoluto, sea la ciencia o la moral, debe ser comprendida y mirada con humor. El progreso no anula nuestros miedos ni nuestra soledad. Al menos la religión nunca quiso ser lógica.

Si nuestro bienestar no ha cambiado ni nuestros terrores son distintos, sí podemos decir que la fachada ha variado infinitamente. Claro, la muerte provocada en la guerra o frente a un ordenador es la misma, sin embargo ya no hay cantos, maldiciones ni letanías. La soledad del hombre en los campos o en el tedio de la ciudad es la misma. Sólo cambian los telones de fondo.

Así, si los terrores de hoy nos parecen más llevaderos –ah, el optimismo ahora- es porque hemos  perdido aliento lírico y nadie puede cantar tal cantidad de anónimas desventuras. No hay un Homero de la mediocridad. Y la época moderna, si no más desventurada o dichosa, sí ha producido a un hombre más cobarde y apocado. Un tiempo de vates profesionales, burgueses o revolucionarios, el nuestro.

El error de todo el progreso ha sido creer que hay mayor humanidad en una época que en otra; creer que nuestra razón avanza -¿hacia dónde?- es el privilegio del más pueril optimista y del más timorato estudioso.

Si nuestro tiempo ha triunfado sobre una enfermedad, otra surge para ocupar su lugar. Si el hambre ha sido abatida en un sitio, surge en otro al momento. Si una tiranía ha sido derribada, ya surgen las semillas de la nueva ortodoxia. De la misma manera, si pretendemos llorar por la terrible situación que nos ha tocado vivir, no hace falta sino ver hacia atrás un poco para comprender que desde siempre ha existido la miseria. Y la soledad. No hay cura para la angustia.

Pero olvidamos que el hombre no vive en esa opereta que llamamos Historia. Muy pronto el espíritu ilustrado ha sido cegado y, aturdido por ese desfile de ropajes que ella constituye, cree que eso es lo real. Le está vedada la vida de los hombres.
 
Ya sea en la dictadura del siglo XX o bajo la tiranía de Tiberio, el ser humano ha sufrido. Pero, salvo algunos períodos señaladamente aciagos, no vive en ese tiempo, sino en el suyo. Existencias menores, pequeños milagros. En verdad los dioses hablan en voz muy baja.

La existencia pasa de lado la Historia. Se necesita un tipo de hombre cobarde y medroso para que la ella ocupe el lugar de la Vida. Nosotros conocemos a ese tipo de hombre.

Los individuos luchan, tienen miedo, sufren de soledad y angustia. También ríen, cantan, juegan, aman. Y todo lo hacen en sus propios instantes, a las orillas del Tiempo. Viven.

Sólo la pompa de las academias y de los historiadores es capaz de producir un ser lo suficientemente muerto para creer en las mentiras de la Historia. Una persona que pretenda ser objetiva y que hable con suficiencia de “modos de producción”, “capacidades ideológicas”, “adelantos científicos” o “verdades relativas” es alguien que no ha sido tocado por la existencia. Ante la muerte y el deseo todo se homologa: todo es presente. Y ese presente no es el Tiempo de los demás, sino uno que canta en voz muy baja: el nuestro.
La Historia no canta: analiza. Y nuestra época no produce poetas, sino políticos.

Ese es nuestro telón de fondo. Casi en silencio, los dioses siguen cantando.



César Alain Cajero Sánchez

Sobre la forma en la literatura  César A. Cajero Podemos definir en este momento y provisionalmente a la literatura como aquella...