martes, 27 de agosto de 2013

Vivir en la Historia

Sólo hay una cosa que importa en esta vida: ser santo.
Graham Greene, El poder y la gloria


Homo homini lupus, es la frase de Plauto.

Rosseau creyó en la inocencia original de los hombres; es el estado el que ha deformado la verdadera esencia del ser humano. Siglos de antigua hambre; rabiosos perros sobre la tierra; cadenas y muros.

La idea de la inocencia inherente al ser humano fue la bandera de del romanticismo y de la mayor parte de las vanguardias: en el ser humano hay una esencia que los límites se han encargado de violar y pervertir. Romper esos límites es volver al tiempo antes de que los evangelios y las normas destruyeran al jardín olvidado.

La “infame idea del pecado original”, de la perversidad innata de los seres humanos, dijo Andre Breton, ha convertido al ser humano lo que es. Por ello la entrada en la Historia, con sus guerras, sus hambrunas, sus miserias, sus horrores, no es sino parte de un primer error: el de haber creado reglas y leyes. De ahí los imperios, las civilizaciones.

Nada de esto es falso. Es verdad que sólo cuando el ser humano entró a la Historia, el desfile de locuras se apodera de él: contagia sus histerias, sus enfermedades lo arrastran a llevar a otros, a salvarlos para la muerte que llevan dentro. Nace el salvador, el puro… y las leyes, el orden; la negación de la naturaleza.

Pusilánime, el ser humano se inventa un universo a su medida, triste sombra de aquello que no puede entender: todo. Y a todo quiere dominar: solo bajo la bota del tirano es donde no existe el miedo. Prefiere ser sometido por un jefe que enfrentarse de nuevo al miedo de lo inhumano.

Sin embargo, me duele decirlo, no comulgo con esos admirables apóstoles del romanticismo. No creo que el hombre sea bueno por naturaleza ni que exista en el mundo inocencia.

Fuera de los niños que están antes del lenguaje, todo lo humano es apetito por el poder. Un poder que usa sólo para someter al mundo.
Hoy encuentro más razón en el mito infame del Génesis; en las imágenes de la separación de Dios de los hombres que cuentan los africanos;  en el universo como una gradual ruina que culmina con nosotros, como aseguran las tradiciones hindúes. No hay destino bueno en este mundo.

El ser humano, en cuanto adquiere razón, está ya aquejado por el miedo por todo lo que le rodea. Sólo un ser con consciencia puede sentir ese abandono: ese saber (o creer) en su condena: la soledad, el aislamiento; la muerte.

Y todos los hombres viven ese sentimiento; desde los que pintaron las cuevas de Altamira hasta los que escriben las cartas solitarias al anochecer. No hay otro destino. Y no hay otro comienzo que el miedo. El miedo a la vida misma; a la muerte, a todo lo que nos rodea porque eso no es nosotros.

La naturaleza del ser humano no es trascender ese miedo sino convertirlo en energía para vengarnos del universo todo: para poseerlo, para subyugarlo; para ser subyugados. El que es sometido también está en búsqueda del poder: de un poder con rostro que lo posea. Poseer o ser poseídos; es la necesidad del ser humano.

Si en su estupidez y petulancia el ser humano se ha llegado a creer “dueño” del cosmos lo ha logrado menos por su inteligencia que por su cobardía y su ambición. No es de sorprender que el primer acto del hombre sea la palabra: merced a ella nos apropiamos del mundo, lo categorizamos, creemos darle orden. Y la palabra es poder, el poder es dominación y la dominación es posesión.

No hay fin en esta farsa: no, porque nunca termina el miedo; estamos solos. Moriremos.

Ese es el abismo. Pero si no fuera por la pedantería de nuestro yo, no hubiéramos sido capaces de levantar civilizaciones: intentos de convertir a ese universo en nuestro. Intentos vanos porque el universo es siempre otro: lo que vemos al abrir los ojos, el aire, el cielo, el fuego, nuestros amigos, hermanos, amantes.

No hay sociedad perfecta, no hay inocencia en este mundo porque no hay ser humano sin conciencia.

Por supuesto, hay grandes diferencias entre las civilizaciones. Unas, tachadas por la petulancia moderna de “primitivas” no intentan extender los dominios de sus leyes sino hasta ciertos puntos. Una sabiduría antigua les dice que intentar conocerlo todo es vano y peligroso; hay todavía respeto (ignorancia y superstición diría un occidental) al universo: se sabe de la existencia de lo indecible.

Ello no quiere decir, por supuesto, que dentro de sus límites, su ansia de poder disminuya. No. No hay sociedad inocente en este mundo porque los hombres son una búsqueda de poder para disfrazar su miedo. Dentro de los límites que su arrojo ha “conquistado”, la violencia y la búsqueda de humillar a lo que posee es propio de todo ser humano. Incluso los niños después del habla (el habla es el nacimiento del ser) gozan al ejercer su poder con seres vivos más pequeños.

Es verdad lo apuntado por los anarquistas: la violencia es fruto del miedo y de la ignorancia. Pero el anarquismo, optimista, creyó que el poder viene de otros. No, el ansia de poseer y ser poseído es inherente a la miseria del ser.

Algunos pensadores la tomaron con Dios. Visión insensata: un dios humanizado, un dios de poder, un dios de castigo y recompensa. No: es a los dioses a los que tememos, al mundo desconocido, pero el perro de presa no está allá, sino dentro de nuestra cobardía. La ignorancia es no saber que esto es así: tememos al abismo, cuando los verdaderos grilletes que nos atan nos los hemos puesto nosotros. Y no existe llave para abrirlos en el mundo humano. Resulta siempre más fácil culpar a un soberano (Dios, la naturaleza, la entropía, la evolución, los malditos ricos, los poderosos) que admitir nuestra cobardía: la libertad es una condena para el que no se atreve a confrontarse con el abismo. Por eso la búsqueda del poder es también búsqueda de ser dominados: para no ser responsables de nuestras acciones.

No es que el occidental no haya visto al abismo ni mucho menos que haya trascendido ese miedo. El  “progreso” no es sino una forma de decir que hemos elegido un camino más ambicioso y a la vez más insensato: Occidente pretendió llevar la civilización al mundo. Ordenarlo, darle una forma humana.

Prometeo es la imagen de Occidente: aquel que roba el fuego a los dioses y lo da a los hombres en un acto de amor… y de estupidez. Un orgullo desproporcionado y una caída en la que nos llevamos a toda la humanidad. Definitivamente la tragedia (y la sabiduría griega lo advirtió desde el inicio: el hybris) es el sino de Occidente.

No hay sabiduría en Occidente: hay técnica; hay la ambición de darle un arden al mundo, de arrastrarlo en la caída, de redimirlo.

Creemos que mediante esta presunción seremos capaces de darle orden al mundo (en toda cobardía se asoma la moral, y en toda moral la ignorancia). Y es mediante ella que no sólo no hemos disminuido la violencia y el horror, sino que lo hemos multiplicado: la solución fue el contagio de nuestros males al mundo todo.
¿Es entonces que no hay inocencia en este mundo? No. ¿Es que la gran aventura romántica fue estéril, que vivimos presos de una triste farsa?

No lo creo.

Hasta este momento he señalado que no existe inocencia en este mundo. Que no hay ninguna sociedad perfecta ni ser humano puro.

Pero, ególatras que somos, es posible hasta este punto hacer un juicio sumario al universo. Como los pensadores gnósticos, neoplatónicos, Sade y hasta los cristianos, pensaremos que el mundo es una sucesión de sombras y errores.

Ese juicio es moral. Eso es, de nuevo, humano. Es creer que somos lo más importante en el universo; que nuestras miserias son todo lo existente.

¿Hay crimen entre los animales?, ¿hay relaciones de poder entre las plantas? Hay, claro está, un flujo de energía; relaciones de depredación. Pero esto está más allá del bien y el mal. El tigre no odia a la gacela como la planta no es humillada por el mono al comerla. Sólo un ser con conciencia puede temer… y odiar. Hablar de mal o de bien en la naturaleza es una lamentable antropomorfización: el orden de lo existente (de existir) es un orden inhumano, que no se atiene a sus apocados límites.

No existe el mal en la naturaleza: no existe la depredación por odio, placer o ignorancia; no existe la búsqueda del poder por sí mismo.

El mito del Edén no habla de una sociedad perfecta, sino de un estado anterior a lo humano. La consciencia, y con ella, el lenguaje, fueron el momento en que fuimos separados del jardín de la inocencia: es imposible volver. Nunca hallaremos el Paraíso porque vivimos en él, pero estamos ciegos a su existencia: lo moralizamos, le tememos, lo despreciamos.

No es posible regresar a esa inocencia original; olvidar siglos arriba. Aquello es inhumano por definición: mundo de dioses y árboles; de demonios y manantiales.

No sé si sea posible escapar a la condena humana. La solución, apunto, de cualquier manera no es la simple irracionalidad. No es el regreso a lo animal, porque tal regreso es imposible. El ser humano está condenado a saberse; a la consciencia y al miedo.
Su respuesta es la violencia y el terror. Cuando se vive con miedo, es necesario ejercer miedo en los otros.

La irracionalidad (mejor dicho, el intento de irracionalidad; tal cosa es imposible) en seres como nosotros, apocados, necesitados de compañía; gregarios y cobardes, es la búsqueda de un orden, de un líder. La irracionalidad, el poner en paréntesis a la libertad por nuestro miedo inherente a ella, lleva a la Historia de nuevo: la Historia y el fascismo. La brutalidad de un dios humano que se sirve de idiotas asustados y entusiastas.

Razón no es técnica. No es tampoco ciencia. Razón es la capacidad de imaginar y a la vez, de criticar. Hacha y punzón; para derribar el orden y levantarlo de nuevo. Para crear.

No sé si sea posible escapar a la condena humana. Lao tse, señaló un camino: la reconquista de la inocencia no está más allá del conocimiento sino dentro de él. Un pensamiento más allá de las palabras; que trasciende a las palabras. Un conocimiento como una risa. Un conocimiento como poesía que se crea, levanta, muere y nace de nuevo.

Nietzsche, que ha sido confundido con un teórico de la irracionalidad, señaló también que la ruptura de los límites humanos no está antes sino después de la libertad. Sólo la libertad, la individualidad, la pluralidad, el juego.

Ignoro si alguna vez haya inocencia en los seres humanos. Sé que están los niños antes del habla; están los santos. Aquellos que ven belleza en el dolor: en SU dolor… y en su placer. Todos somos todo.


No sé si la inocencia puede ser reconquistada. Sé que sólo hay una cosa importante en esta vida: intentarlo.



César Alain Cajero Sánchez
Jardín interior


Todos la vieron entrar a su casa esa mañana. Nadie esperaba lo que iba a suceder.

En el mundo hay hierbas, arbustos árboles con frutos y flores, pero nadie esperaba lo que iba a suceder.

El primer día pasó como todos los días. Ella canturreaba una melodía en el baño mientras los vecinos colgaban la ropa recién lavada. La casa se llenó de mediodía con ella sentada en el balcón, a la sombra de un copudo árbol donde florecían en cantos las alondras. La noche pasó sin mayor novedad, salvo, acaso, una diminuta semilla que germinaba en sus cabellos.

Una semana pasó sin mayor novedad; dos, tres semillas adornaban su cabeza. Pero ya también en sus mangas nacía algo. Una trinitaria, un brezo, quizá apenas el chicalote con sus garras como raíces.

La entrada se clausuró al mes. Pesados baobabs, recuerdo de un príncipe, cercaron la puerta de la casa; nadie los vio germinar en esa noche de los cuerpos. Pero ahí estaban ya en la mañana, reventando el muro frontal de la casa ya inhabitable.

Pronto la higuera y el matapalo rodearon los muros con su abrazo de amante enloquecido. Dentro, la orquídea y el vigoroso aroma de la menta compartían espacio con los colores intensos de la flor de la pasión.

Fuera, el bebedizo de las brujas, la belladona, compartía sus muros con aquel primo, remedio de los amores, el toloache, con sus espumas, últimas esperanzas. También aquel sueño en blanco de mil noches; la amapola, con su sonrisa roja de putilla insomne, hacía gestos obscenos a quienes pasaban.
Ella vio crecer en sus pies las blancas y tibias raíces que al cabo de unos días luchaban ya por hundirse en el suelo. Ella no hizo nada por liberarse de ellas. Sólo puso en orden algunos asuntos pendientes y sirvió una taza de té de un albo jarrón, grabado en azul con las letras que uno recibió en una cueva de Arabia.

Una vio convertida su sala de estar poco a poco en un jardín, un prado, una selva; una noche donde todas las estrellas se acercan y están al alcance de los pájaros.

Ella sintió crecer en sus manos alas como sarmientos y de un manotazo vio volar a todas las aves del mundo.

Fuera, los niños veían trepar a la buganvilia por los muros, veían descascararse las paredes, que se iban pintando de los colores de cien y cien flores.

Muchos dijeron que la casa estaba embrujada; otros, que en ella se había cometido un crimen de pasión que era mejor callar ante los niños; otros aseguraban que la antigua dueña había perdido todo su dinero y que ahora los vagos se metían ahí a fumar marihuana plantada entre esa espesura.

Por dentro, el ruido de los insectos, como una caída de semillas, como el loco aleteo de la lluvia, apenas alteraba a la mujer que ya hacía casi un año había tomado su último alimento. Un viento venido de todos lados hizo caer el techo de la casa, y con ello entró el sol; la fronda cubrió la parte superior y a sus pies el café, la cica; la hortensia de verano, la lágrima de niño; la noche cubierta en gotas de sudor y gritos.

Su rostro casi había desaparecido cuando la lluvia dibujó en sus ojos lágrimas y el musgo tierno creció por todo aquello alguna vez cubierto de ropas.

Y llegó el tiempo de las secas y los hombres hablaron de un temor que los rodeaba. No faltó quienes dijeran que Dios hizo las casa para los hombres y no para los árboles; tampoco quien arguyera las leyes del municipio que prohibían la felicidad a menos que se tuviese dos brazos y dos piernas, y trabajo. Los menos hablaron del peligro para la decencia y de la presencia de vagabundos —quienes a decir verdad, también temían ese rincón de la ciudad. Todavía menos hablaron de que hemos sido expulsados de ese jardín desde hace siglos, y que no se ha presentado el recurso de amparo con formalidad.


Armados de picos, machetes y fósforos, rompieron los muros que los separaban del jardín; vieron entonces el lugar lleno de una luz de mil insectos y en las flores una lágrima. Uno de ellos comió de los frutos que salían de la cabeza de la mujer y, sin darse cuenta de la identidad de la joven, la decapitó de un tajo.

Otros continuaron con la tarea: destruyeron ramas, arrancaron raíces, mancillaron flores. Al final prendieron fuego al lugar y lo dejaron, expulsados por las llamas.

Al día siguiente, no encontraron ningún esqueleto calcinado; sólo el cuerpo intacto de una mujer, como dormida, y entre sus manos una simiente apenas.

Un hombre guardó la semilla en su bolsillo. Al llegar a su casa la dejó sobre una mesa.

Nunca volvió a pensar en ella.


Pero su hija las tomó para jugar a la lotería.



César Alain Cajero Sánchez, o sea yo.
Confesiones de alguien que creció en los ochenta


Mientras hojeo los nuevos libros de Español lecturas que la SEP dio en entregar para este ciclo que viene, me doy cuenta que el contenido ha cambiado de forma completa. Nada queda de la edición y selección que se preparó en los setenta y ochenta y que, con cambios en el diseño del libro se mantuvo hasta hace poco (debo decir que el diseño de los noventa, con Trino en "Juicio a un taco", por ejemplo, fue mejor que la que me tocó).

No sabía que estaban preparando nuevos libros de lecturas para la educación primaria. Hoy los veo y, de entrada, debo reconocer que su diseño es algo original, aunque a mi gusto un poco deprimente. Colores apagados enmarcan dibujos y collages cuasi surrealistas (hoy que el estilo surrealista ya es marca registrada de la publicidad) aunque encontradas con una estética de punk victoriano (es en serio): imágenes como de fotocopia, letras en collage, aunque con mucha iconografía del siglo XVIII y XIX.   
             
Ahora, los contenidos.

En la introducción se nos advierte que los contenidos fueron cambiados totalmente para acercar al lector a la literatura viva, es decir, a la que se hace hoy en día. Con esto, dicen, esperan hacer más accesible a los infantes (me encanta esa palabra) el mundo de las letras.

Con toda la miel posible y los lugares comunes que tal idea rezuma, me cae que sí quisieron o aparentaron seguirla. No de otra manera me explico que en los libros que he revisado aparezcan Estela Maldonado Chávez donde antes estaba Oscar Wilde, Enrique Lepe García donde antes estaba Anderson Imbert, Ignacio Padilla donde estaba Cortázar.  La cantidad de escritores mexicanos, además, es abrumadora, aunque para que no se me acuse de parcialidad, advierto que sí hay algunos pocos textos de fábulas clásicas, por ahí se deja ver Gutierre de Cetina y hasta Manuel Acuña.

Así y todo, se advierte enseguida que en la selección de textos hay una absoluta noción generacional y nacionalista. Más del 80% de los autores publicados son mexicanos que nacieron después de los años sesenta. La mayor parte de ellos, además, poco conocidos para el gran público. Tan sólo del crack encuentro a Ignacio Padilla y a Pedro Ángel Palou. También advierto que, con excepciones, a diferencia de la edición inmediatamente precedente, una buena parte de los textos sí fueron pensados para un público infantil o juvenil. Algo que no debe de extrañar del todo, si pensamos que en aquel entonces (década de los setenta) la literatura infantil y juvenil era un nicho muy pequeño, cuando hoy es uno de los que mantiene vigentes a muchas casa editoriales (los adultos la neta no leen).

La calidad de estos textos va de lo sinceramente malo a lo aceptable e inclusive bastante bueno, pero no dejan de inquietarme algunas cosas.

Primero: el criterio de selección fue evidentemente generacional. Si en el anterior había cierta presencia de los narradores del Boom, junto con clásicos universales; ahora como ya dije hay una preponderancia de los nacidos después de los 50 y 60. ¿Cuál es la idea de esto?, ¿un niño puede entender mejor un texto como “Rita la punk” (libro de sexto año) que a Oscar Wilde?, ¿por qué la inmensa mayoría (un 95% a lo menos) de los escritores seleccionados son mexicanos?, ¿nacionalismo?, ¿o será que Carmen Boullosa conecta mejor con nuestros valores mexicanos?

No malinterpreten, no estoy juzgando la calidad de los autores ni de los textos (hay de los muy malos a los realmente buenos), sino a la necesidad de usar sólo escritores mexicanos. Respecto a la división generacional, me parece natural, pero quitando cuatro textos que por ahí he visto, ¿por qué usar sólo a escritores de determinadas generaciones, dejando de lado, por decir algo a por lo menos seis décadas del siglo XX?

No celebro a los nuevos libros de texto; sinceramente me parece un desacierto eliminar totalmente las selecciones anteriores (el problema de la edición anterior es que en realidad muchos textos no eran accesibles para niños). Tal vez sea algo generacional: probablemente en algunos años esas lecturas también sean consideradas clásicas y alguno de esos autores sea lo que hoy es García Márquez (aparecían fragmentos de Cien años de soledad en las antiguas ediciones). 

Quizá simplemente soy un viejo amargado (pero de chocolate amargo).



  César Alain Cajero Sánchez




*Para ver algunos de estos nuevos libros, seguir estas ligas:

Y por si alguien no recuerda los libros de primaria hechos en los setenta (aunque no vienen ni los de quinto ni los de sexto, con diferencia los mejores):

jueves, 15 de agosto de 2013

Listas y antologías
(¿vas al super o a la comer?)


Debo confesarlo: soy un lector adicto a las listas de “lo mejor”; un hijo del Top ten de MTV; del canon de Bloom.

También sé que en realidad esas listas no sirven de nada. Que Bloom diga que hay que leer a Shakespeare no va a hacer que la gente deje de comprar a Dan Brown.

Estoy consciente de que tales listas no son en absoluto confiables, y aunque en varias de lo que va del siglo digan que Roberto Bolaño es la maravilla, no dejo de pensar que las suyas no son más que novelas entretenidas (con todo lo que conlleva esta palabra), bien escritas, con una estructura más o menos original, que dan la ilusión de “peligro” a una juventud aletargada, nostálgica de ser rebelde.

¿Entonces, qué es lo que me gusta de estas listas? La pregunta es válida y en realidad fácil de responder: las listas en estos tiempos del fast food  representan lo que a principios de siglo las antologías. La creación de una tradición, la negación de otra y la oportunidad de dialogar (aunque sea a sombrerazos y aunque sea con ejaculatio praecox).

La ya mítica Antología de la poesía mexicana  moderna que vale lo que Cuesta, moldeó los gustos de toda una generación y de una manera u otra segregó como curiosidad desde entonces a los estridentistas de la poesía mexicana. Igualmente condenaron in saecula saeculorum a Nervo al baúl de las abuelitas. No es este el momento de debatir si los que firmaron esa antología fueron justos con Maples Arce  o Nervo; pero su importancia fue decisiva en esos tiempos en que la comunidad intelectual era más bien pequeña.

Años después, la última antología poética trascendental, Poesía en movimiento, por su parte fue otro paso hacia la idea de tradición que, para bien o para mal, compartimos en la actualidad. Después de ella, la comunidad literaria mexicana se dispersó y no ha vuelto a existir un consenso que forme una tradición discernible.

Esto no es necesariamente malo: frente al monopolio de la cultura que es la capital del país y la focalización en dos o tres grupos de intelectuales (perdón por usar esta desagradable palabreja); han surgido en todas partes de México interminables grupos y tendencias que a veces se enfrentan, otras se alían y las más de las veces se ignoran.

Ése ha sido, sin embargo y a despecho del pluralismo, un camino sin salida. No sólo no han desaparecido los pequeños grupos de poder, sino que ahora se han multiplicado. Y la presencia del arte (y de los intelectuales, con la excepción del sabio de la Portales q.e.p.d.) se ha opacado de la escena pública. Sus reyertas ya tampoco son sobre cuestiones ideológicas o estéticas, sino por figurar en el presupuesto. Una situación que nunca antes se había vivido, pero que refleja perfectamente a nuestra actualidad. Nadie cree en el arte ni le importa; nadie propone una alternativa a la ideología occidental (ya no somos inocentes, se escucha). Lo que vale es ver quién saca más lana del presupuesto gubernamental.

Las antologías anteriormente citadas no sólo sirvieron para establecer una tradición visible frente a la cual tomar posiciones y criterios (ahora que cualquier borrachín que garrapatea cosas como “Aquí/ le digo a la vieja/ que me vale madre la lavativa/ que me puso ayer mientras/ leía a Rimbaud/ una temporada en el infierno/ es mejor que tus manos enguantadas” se dice poeta maldito), también crearon un ambiente de enfrentamiento y discusión.

Ese es el punto de una antología, según dijo Paz: “la herencia no es un sillón, sino un hacha para abrirse paso”. Es decir, la tradición fundada no es para detenerse ahí, sino para subvertirla, cuestionarla, conocerla y rehacerla.

Sin Poesía en movimiento y las acres pugnas que ésta produjo, es probable que hoy Jorge Cuesta estuviera totalmente olvidado. El ambiente que produjo esta antología tanto a favor como en contra de muchas exclusiones cimbró a la por lo común (hoy es peor) complaciente comunidad intelectual. Con frecuencia somos testigos de cómo obras deleznables son aclamadas por un grupo de amigos; como escritores valiosos son olvidados (por ejemplo, Neruda, es curioso como de un rato a esta parte, su huella cada vez es menor; ya nadie lo lee, o al menos no lo acepta en público). La negación de la tradición heredada y de las antologías que lo establecen es fecunda, pues generan discusión. Y sin enfrentamiento, se llega a la esterilidad.

Hoy lo que esteriliza, caso quizá único en la historia del arte occidental, no es el monopolio de un grupo, sino la atomización completa de la sociedad. Todo es válido porque nada lo es; en realidad, el arte les vale madre. O para decirlo con Nietzsche: “en ningún otro tiempo se ha charlataneado tanto sobre arte y se lo ha tenido tan en menos”. Sus palabras son proféticas: ya vivía los inicios de la academización que nos contamina; por suerte él sólo conoció al teórico; no al poeta teórico, quien es peor todavía.

Además de ello, las antología (al igual que el premio Nobel, según lo reconoció Borges) son motivo de interés. Nos recuerdan clásicos perdidos, nos refrescan la memoria de los faltantes; nos invitan a conocer a una obra (buena o mala) que de otra manera no estaríamos al tanto. Son un movimiento; algo que tanta falta hace en este tiempo en que cada quien se encierra en sus casas y sus pequeños absolutos (hoy más que nunca, paradójicamente: la posibilidad de comunicación ofrecida por internet se convierte en la posibilidad de estar siempre en contacto con nuestro grupito, sin tener que enfrentarnos con el exterior).

Las listas no son antologías, pero son lo más cercano a ellas en estos tiempos en que en pos de lo políticamente correcto se evita a toda costa jerarquizar (las antologías hoy son en realidad catálogos inmanejables). Encienden los ánimos, provocan polémicas por los excluidos y los incluidos. Despiertan al público apático. “De vez en cuando hay que tirar una bomba”, dijo Villaurrutia. Nada más cierto: hay que levantarse, criticar, conceder, dialogar, conocer.

El problema: las listas por su mismo carácter carecen de lo que nos ofrecían las antologías: una mirada a la obra antologada. Criticarla de primera mano; conocerla.

Otro problema, éste debido a nuestra misma época: ¿qué importancia tiene un listado cuando el próximo mes se verán otros dos?, ¿qué posibilidad de diálogo hay en lo efímero? Laurel todavía levanta ámpulas, ¿quién recuerda el listado de libros del New York times review de hace un año?

Es una lástima que hoy por hoy sea casi imposible una lectura profunda como la de hace cincuenta años. El afán por la novedad, por lo inmediato nos lo impide. Tal vez esto sea  culpa, debo decirlo, de la forma en que internet —el verdadero zapping sin control remoto— ha forjado a los nuevos lectores quienes creen que comprometerse es dar “me gusta” y escribir poesía, enviar un tweet. Todo debe ser rápido y que no me haga levantarme de mi asiento.  Y las listas que hoy provocan polémica mañana serán olvidadas.

Por eso es que prefiero al papel y a las revistas tradicionales. Permiten la lectura lenta, profunda y sin interrupciones (a las que no soy ajeno: mientras escribo esto, escucho a The Cure, reviso una polémica sobre arquitectura y sepa la madre qué más mamadas).

Pero incluso en estas revistas hay muestras de lo que escribo: el mes pasado, en Letras libres, hicieron una crítica del libro de Raúl Zurita con interminables loas a este poeta que, debo reconocer, no conozco. No hubo una sola cita, sólo evocaciones de cómo Zurita se quemaba los ojos, se atormentaba y demás parafernalia mamona. Pero de poesía, nada. Digo, si vas a comparar un libro (y con ventaja) con el Canto general  al menos deberías poner algo aparte del epígrafe “Yo en cada letra cago sangre, ¿me entiendes?”, el cual, como no soy proctólogo, me deja frío.

Pero supongo que la obra no vale, sino los comentarios que a su alrededor se hagan.
¿O no es así?



César Alain Cajero Sánchez
Poesía: El olvido de la negación
Víctor Manuel Mendiola
(tomado de Nexos, Noviembre del 2007)

La nueva poesía mexicana titubea entre la vivacidad y la zozobra. Esta vacilación probablemente obedece a los cambios que ha sufrido el arte contemporáneo, en donde los vehículos tradicionales  de creación han sido sustituidos, por lo menos de manera parcial,  por nuevos materiales y, por tanto, por nuevas actitudes y prácticas (por  desgracia ya no oficios), cuyas características principales son la reproducción y la facilidad en el intercambio y sustitución de imágenes. Pero esta incertidumbre también se origina en otra clase de ausencia: la crítica.

¿Qué sucede en el mundo de nuestra nueva poesía? Por un lado, observamos un auge creciente (visible de manera clara desde que Gabriel  Zaid elaboró la Asamblea de poetas jóvenes1 tanto en el número de autores  y libros de poesía publicados como en la aparición y desaparición de revistas y pequeñas editoriales independientes dedicadas a editar este género literario; por el otro, advertimos cómo los grandes editores ven cada día con mayor desconfianza la publicación de la nueva lírica y cómo en las revistas y suplementos de orden intelectual y cultural la poesía ha dejado de ocupar un lugar central para convertirse en un sitio de relleno. Habría que añadir que para una buena parte del lector selecto que crea opinión, para “la gente de abolengo”2 —como la llamó José Gorostiza—, la poesía ha dejado de ser una actividad intelectual imprescindible. Ya no es un campo de reflexión necesario, el sitio donde los conflictos fundamentales de la lengua y el pensamiento adquirían una expresión aguda y total y se ha convertido en un lugar de refinamiento sin ninguna trascendencia. Da la impresión de que está en juego un balance de movimientos opuestos: conforme aumenta el número de poetas y libros de poesía, en esa misma proporción pero de manera invertida disminuyen los lectores de la misma y la atención crítica sobre ella.

¿Qué revela esta regla de proporciones inversas? ¿Escribir poesía se ha vuelto fácil? ¿Los lectores se han vuelto exigentes, difíciles? ¿Hay un practicismo poético que ha colocado a la escritura por encima de la lectura? ¿Esta dualidad muestra que el énfasis sobre la cantidad condena a un género literario a la pérdida de calidad? ¿La abundancia no debiera ser el camino de la depuración y la riqueza? ¿O esta situación contradictoria es sólo la señal de un problema que observamos que pasa aquí, en las publicaciones, pero que sucede allá, en otra parte, en el mundo de la lectura y en las condiciones de su realización?

Esta ambivalencia no es fenómeno exclusivo de México. También ocurre en otros lugares del mundo. Con variantes la podemos observar en Estados Unidos. En los últimos cincuenta años, bajo el impulso de los programas de licenciaturas y diplomados de poesía y la “academización” de los poetas, el número de autores que escriben poemas y los publican creció, pero no aumentó el número de lectores y tampoco el interés de los periódicos y de las casas editoriales, es decir, los sitios donde la sociedad expresa su interés. La poesía dejó de ser un bien de la comunidad y se convirtió en un pequeño compartimiento más de la cultura norteamericana. Un ghetto. Un ghetto escolar de mayor o menor grado. Todo lo contrario de lo que Whitman pensaba que debería suceder cuando decía que “para tener grandes poetas, debe haber también grandes públicos”. En 1992, hace quince años, el poeta y crítico Dana Gioia en su libro ¿Puede importar la poesía? escribió: “Hoy la poesía americana pertenece a una subcultura. Una parte no menor de la corriente principal de la vida artística e intelectual ha comenzado a ser la ocupación especializada de un grupo relativamente pequeño y aislado. Poco de la frenética actividad alcanza alguna vez a salir del grupo cerrado”.3
 
Gioia muestra que al mismo tiempo que hay una proliferación de miles de nuevas colecciones en verso publicados cada año, alrededor de diez mil lecturas, más o menos doscientos programas de escritura creativa, miles de graduados como poetas profesionales y ejércitos de maestros nacionales y extranjeros encargados de sostener este mecanismo, un poeta sólo alcanza la fama —cuando la alcanza— en el círculo de los otros poetas de su comunidad escolar y no en el público lector en general.

¿Qué es lo que llevó a la poesía norteamericana y a la poesía mexicana a esta situación en la que se ha generado un divorcio entre el escritor y el lector? Parte de la explicación la podemos encontrar en los vislumbres de Edmund Wilson y José Gorostiza. El primero, en 1934, en su ensayo ¿Es el verso una técnica muerta? sostenía —como subraya Gioia— que desde el siglo XVIII el verso había perdido valor y que la eliminación en el interior del poema de la narrativa, la sátira, el drama, la historia y la ciencia y su concentración exclusiva en el universo lírico había perjudicado a la poesía y beneficiado a la prosa, que sin remilgos se apropió de esos recursos. En el mismo sentido Gorostiza por esos años había señalado: “La poesía ha abandonado una gran parte del territorio que dominó en otros tiempos como suyo… El diálogo, la descripción, el relato, así como otras muchas maneras de la poesía, […] se ha ido a engrosar los recursos del teatro y de la novela”.4

A este proceso de purificación o empobrecimiento —según la postura que adoptemos frente a este gran cambio en el interior de los géneros— podríamos añadir que la eliminación de los recursos que fueron propios de la poesía durante siglos y su concentración en las propiedades específicamente líricas ha generado otras “depuraciones” (exclusión de la música, de la composición y del sentido) y una bipartición en la que la poesía ha estado debatiéndose desde la revuelta romántica contra la razón y sobre todo desde su refundación a principios del siglo XX al interior de las vanguardias en la nueva embestida contra la realidad: la idea de que la poesía es una elaboración del sentimiento o, en el lado opuesto, la construcción de una invisible arquitectura verbal que sólo tiene justificación en sí misma, excluyendo en mayor o menor medida la hondura intelectual y dejando en manos de la narrativa la exploración de los laberintos tanto de la realidad psíquica como de la física. Esta dualidad se ha transformado a lo largo del tiempo en distintas contradicciones —en tiempos de Heinrich Heine se planteó como la alternativa o Schiller o Goethe, lo que significaba o moral o arte—. Lo característico y lo que las une a todas ellas es el hecho de que la significación a finales del siglo XX se ha desgastado en fórmulas rudimentarias en muchos casos de la poesía comprometida, confesional, coloquial, del antipoema y de la experiencia o se ha tornado con frecuencia en una decoración sofisticada pero inútil en el caso de la poesía de la imaginación, el neobarroco, la poesía no referencial del silencio y del lenguaje. Da la impresión de que el doblaje al infinito y acrítico de los procedimientos creados por los grandes poetas del siglo pasado hubiese llegado a un punto muerto y que los epígonos de los epígonos de los epígonos (los “poetas críticos”) están cumpliendo más que con un rito sagrado sostenido por una minoría iniciada, con el castigo del teatro del absurdo de una repetición vacía.

En estas condiciones, ¿qué ha pasado con la crítica? ¿Por qué ésta no ha explicado de un modo cabal la ruptura entre escritor y lector? ¿Por qué ha aceptado pasivamente la inercia prevaleciente? ¿Por qué no ha explicado las diferencias entre los poetas que se formaron en la primera mitad del siglo XX, cuando la poesía era una actividad reducida pero admirada por su alto grado de elaboración y expresión humana, y los que crecieron en la segunda parte, cuando la difusión de la literatura se volvió un proceso académico —en Estados Unidos— y una actividad de talleres institucionales —en México—? ¿La degradación del oficio de la poesía en una práctica espontaneísta, embozada en la arbitrariedad y en supuestos lenguajes crípticos, no debiera ser un motivo de inquietud? Y, en este punto, uno no puede dejar de preguntarse, ¿esta ausencia crítica en la poesía no es una ausencia crítica en otros planos de la literatura? ¿En el cambio e hibridación de los roles entre los géneros, en la posición mixturizada pero dominante de la novela sobre no sólo la poesía sino el ensayo, el teatro y el cuento, no se estará expresando otra clase de limitación de nuestro tiempo?

Esta carencia es un vacío crítico y ha sido expresado en distintos momentos de inconformidad, pero uno de los episodios reveladores de esta insuficiencia fundamental surgió a los pocos meses de haberse publicado Poesía en movimiento,5 cuando Paz se percató de que la selección casi no había despertado las opiniones a favor o en contra que en un auténtico ambiente crítico habrían surgido, aunque después con el tiempo se convertiría en la antología más citada. Como se puede ver en las Cartas cruzadas6 entre Octavio Paz y Arnaldo Orfila, la legendaria antología implicó un arduo trabajo pero no llevó a un debate ni a una revisión de la poesía mexicana. Cosa que era indispensable si pensamos que la nueva selección era una respuesta a la antología de corte académico de Antonio Castro Leal y proponía un cambio de punto de vista con respecto a la visión moderna pero a la vez distante, universalista y tradicional de los Contemporáneos. Con algunas inconsistencias, Poesía en movimiento apostaba por una radicalidad: la radicalidad de lo moderno. En la carta que Paz escribió a Orfila, fechada el 28 de febrero de 1967, después de proponerle la creación de una nueva serie de ensayos al estilo de la colección Libertés editada en París por Pauvert, expresa vehemente: “Lo urgente es reestablecer el derecho a la crítica,  fomentar la falta de respeto y, en suma, abrir la ventanas para que circule un poco de aire fresco”.7

Al final de esa misma carta, Paz se queja: “¡Qué pobre la crítica sobre Poesía en movimiento!”.8 En la respuesta de Orfila del 20 de marzo de 1967, aceptando la idea de la nueva serie de ensayos, comenta: “Como hecho concreto observa usted la pobreza de la crítica sobre Poesía en movimiento, fenómeno que se repite para toda obra de creación o de investigación que se cumpla, a la que se le hace el vacío más absoluto cuando más valiosa resulta. Es deplorable observar el silencio con que se reciben esfuerzos cumplidos tras muchos años de trabajo”.9

En las siguientes misivas, Paz continuó desarrollando la idea de una nueva colección para “... publicar la literatura de combate de todos los tiempos y de todas las tendencias" hasta que un año más tarde, el 5 de abril de 1968,  al explicarle Octavio Paz a Arnaldo Orfila tanto la importancia de la lamentable desaparición de la revista de Emir Rodríguez Monegal, Mundo Nuevo, como insistirle en la necesidad redoblada de la creación de una nueva revista (la que sería más tarde Plural) y recordarle su coincidencia con el lúcido y decisivo artículo manifiesto de Carlos Fuentes, La palabra enemiga, Octavio Paz llegó al fondo de la cuestión formulando el sentido de la crítica que debería guiar a la nueva revista y sobre todo a la nueva literatura: “Pensamos que nuestra revista debe ser, ante todo, crítica. Esta palabra abarca lo mismo la esfera del pensamiento que las del arte, la literatura, la política y la sociedad. Revisión crítica de las ideas que vivimos; examen riguroso —lo cual no quiere decir mezquino: todo lo contrario— de la literatura y el arte que hoy se hacen en América Latina y en el mundo; crítica de las estructuras sociales y políticas; crítica de la realidad de nuestro continente, incluso la literatura de creación, tal como yo la concibo, es crítica; no hay creación sin negación, sea de lenguaje o de la realidad a que éste alude”.

¿Qué significa "fomentar la falta de respeto" y qué quiere decir que no hay creación sin negación? ¿Qué significa poner en el centro de cualquier hecho literario la "palabra enemiga" que Carlos Fuentes había concebido de un modo tan claro y penetrante para la literatura de esa inflexión histórico-política pero también literaria que fue para todos el año de 1968? Significa el pronunciamiento imperioso y apasionado de que el verdadero pensamiento y la verdadera creación literaria surgen en el desacuerdo y en el choque de intereses, en la capacidad de decir no a lo que parece sólido y respetable, en la libertad enorme de poner el acento no en la comodidad, la camaradería y la complicidad sino en la diferencia y en el ejercicio riguroso de la negación para arribar si no a afirmaciones nuevas, sí, por lo menos, auténticas y asumidas de manera plena. Tomar como señal la palabra enemiga significa que el mejor camino para pensar y escribir —si se trata de dilucidar— es la reunión de los contrarios, la mayor cercanía posible con quien está precisamente en la otra silla, en el lado opuesto con declaraciones encontradas que nos turban. El proceso de creación y la creación de entendimiento no son actos hospitalarios. Quien diga que la crítica es un acto acogedor, seguro y amistoso, o no entiende la crítica o la falsea por conveniencia y compromisos adquiridos. Vive en la órbita de la redacción de estrategias culturales, no del ensayo. La crítica es una diferencia que se acaba volviendo en sus mejores momentos un gran sentido contrario. En esta visión, inhospitalaria, en donde está en juego tanto la creación de ideas como de obras (Víctor Hugo afirmó: “La poesía completa está en la armonía de los contrarios”), importan mucho más, por decirlo de este modo, no los que quieren estar juntos en una celebración de lo que ya sabemos hasta el cansancio sino los que se separan con buenas o malas maneras y no están a gusto y sólo pueden citarse en el terreno de un duelo de dudas, analogías y ecuaciones.

El problema es que en la poesía y, en buena medida, en la literatura mexicana de hoy en día dominan la comodidad, la camaradería, la complicidad bajo la forma de intereses de grupo (esto vale plenamente para la poesía) o en una forma más light pero no menos arreglada bajo la forma de proyectos editoriales (esto vale más bien para la narración). Es significativo que las casas editoriales ya no envían libros a las redacciones y prefieren armar sus propias mesas de presentación de novedades, donde ya sabemos que la evaluación siempre será más o menos positiva. Aunque es mal indicio que los editores hayan renunciado a los envíos y a la posible crítica, esto es comprensible y sería un problema soluble si los críticos ejercieran su capacidad. Pero no es así. Advirtiendo esta deficiencia, hace cuarenta años, Orfila pensaba: “... la crítica en México es lamentable en términos generales porque no hay gente que quiera dedicarse a ella con seriedad y responsabilidad”.11 Pero sí hay gente dispuesta a la aprobación y al festejo —podríamos añadir nosotros—. La mayor parte de los autores que se autonombran o se dejan nombrar con ese título consideran de manera deliberada o ciega que su responsabilidad principal es la afirmación y, en esa medida, no son críticos o no son leales consigo mismos y con su oficio. Su actuación casi siempre consiste en la reafirmación de los valores ya conocidos o emergentes, aprobados por la minoría selecta y por las figuras de culto, y en la defensa condescendiente o comprometida de la  palabra amiga, es decir, de la palabra de los autores que forman parte de su círculo. A muchos de estos “críticos” con frecuencia los oímos decir con satisfacción: “Yo sólo escribo de los libros que me gustan”, como si no fuera una tarea igual de apremiante y en muchas ocasiones hasta perentoria, en términos intelectuales, hablar de lo que no nos gusta y como si en lo que nos agrada no hubiera fragmentos e ideas dignas de cuestionamientos y dudas. A diferencia de lo que reclamaba Octavio Paz, en la poesía mexicana prevalecen las buenas maneras. Sale a la luz un libro dentro de la poesía de lenguaje y el crítico que representa y defiende el punto de vista del “artefacto verbal” (desde Mallarmé hasta Perlongher, pasando por Haroldo de Campos) se apresura a hablar de la imposibilidad de rebasar una literatura craqueada que se fagocita a sí misma. Estos críticos pretenden darnos cuentas de vidrio (significantes, intertextualidad, “transversiones”, los Concretos...) como la última novedad. Aparece una colección de poesía solemne sensitiva, en prosa o en un supuesto verso, de la naturaleza y del poeta emocionado y —lo mismo— salta la valoración positiva de la expansión y fragmentación telúrica (invocando de Perse a Becerra). Nada acerca del peligro de la nueva cursilería abstracta. Se publica una serie de piezas donde predomina una degradación lírica a favor del lenguaje de todos los días y —otra vez— se interpone el testimonio del valor del habla. Se omiten los riesgos de la reproducción del lenguaje coloquial y del hueco verbal ruidoso. Un libro interesante o de plano significativo de la nueva poesía mexicana pero que exigiría un acercamiento crítico a través de las chispas iluminadoras de la negación para establecer sus luces y sus sombras, las puertas que abre y las que cierra, sólo es sometido al veredicto aprobatorio de una disección académica o cuasi académica. Textos “críticos” que nos cuentan una por una, en un rosario abreviado o interminable, las bondades y los aciertos del libro y de los que salimos cansados, sabiendo lo que medio ya sabíamos desde el principio, que hay tal vez un libro con valor.

¿Qué pasa con los críticos, en general, y con los críticos de poesía, en particular? ¿Por qué han renunciado a la negación? ¿Por qué han puesto a un lado esa herramienta que sirve no sólo para cuestionar lo que no nos gusta sino también para indagar más a fondo y mejor lo que nos entusiasma? ¿Por qué han preferido el género de las introducciones cansinas? La razón de esta conducta tal vez provenga del hecho de que el crítico ha renunciado a su condición más valiosa: la soledad. La crítica es un acto solitario. Si esto es verdad en otros planos de la vida intelectual, lo es todavía más en el ámbito de la literatura. Un crítico literario verdadero no es el vocero de un partido, de un club, de un centro de estudios, de una revista o de una persona. Un crítico es un hombre aislado. Un escollo. Sus opiniones vienen de un mundo separado y cada vez que las lanza lo dividen más; lo llevan no a una proximidad sino a una lejanía. Tiene sus autores execrados pero sabe que en ellos está la fuente de su claridad. Guarda una actitud atenta hacia sus argumentos. Tiene sus autores favoritos pero siempre forcejea con ellos. No es su apólogo. Cuando el crítico acepta volverse portavoz de cualquier persona moral o social, cuando fomenta única y de un modo exclusivo el respeto, cuando se inscribe por la razón que sea en el culto a la personalidad de un gran poeta o de un escritor con talento y poder, esencialmente comienza a dejar el análisis y la búsqueda de lo que hace que funcione o no una obra. Deja de ser un crítico. Su tarea se vuelve ampliar influencias, darle fama a su autor, pero no comprender el más y el menos de una escritura —si lo es— original.

La poesía mexicana siempre ha representado una de las partes más lúcidas de la vida literaria e intelectual de México, tanto en su dimensión creativa como en su papel de discurso crítico. La poesía ha jugado este papel por su elaboración compleja del lenguaje y por la comprensión en ella o desde ella de nuestra realidad. Lo que la cultura le debe a López Velarde en la formulación de caracteres y conflictos es incalculable. Lo mismo podríamos decir de la aportación de Alfonso Reyes y de todo el grupo de Contemporáneos. Y ni qué decir de Octavio Paz. En y desde la poesía, el autor de "Piedra de sol" abordó los temas fundamentales de nuestro tiempo. Eso fue posible precisamente porque él comprendió, junto con Carlos Fuentes, en un momento tan intempestivo como apasionado de la literatura mexicana, que la creación es sobre todo conflicto. Quizá podríamos decir que la mejor poesía implica contradicciones insospechadas (en ese sitio “a tu nopal inclínase el rosal” como descubrió el autor de "Suave patria") y que por ello la mejor poesía lleva al entendimiento de nuestro lenguaje y de nuestro mundo desde las contradicciones.

1Zaid, Gabriel, {Asamblea de poetas jóvenes en México}, Siglo XXI Editores, México, 1980.

2Ramírez, Edelmira, {Gorostiza, José, Poesía y poética}, México, UNESCO, 1988, p. 146.

3Giogia, Dana, {Can poetry matter?,} Graywolf, Estados Unidos , p. 1.

4Labastida, Jaime, C{artas cruzadas, Octavio Paz / Arnoldo Orfila}, Siglo XXI, México, 2005, p. 150.

5 Paz, Octavio, {Poesía en movimiento}, Siglo XXI Editores, México, 1966.

6 Labastida, {op. cit}

7 Paz, {op. cit}., p. 127.

8 {Ibíd}., p. 137.

9{Ibíd}., p. 130.

10{Ibíd}., p. 131.

11{Ibíd}., p. 137.


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