sábado, 31 de mayo de 2014


   Vivir en las palabras




Hace unos días fui a la Ciudad Universitaria a ver al maestro Huberto Batis.

No había estado presente en su clase desde hacía un par de años, y aún en ese entonces sólo por una hora.
 
Recordaré ahora aquel otro viernes en que entré por primera vez a su clase. Era entonces un salón ubicado en el sótano de la Facultad de Filosofía y letras. Y la sorpresa ante el lugar, pues para mí la palabra “sótano” invocaba entonces telarañas, humedad y revistas viejas mientras que el lugar en el que me encontraba era una plaza pequeña, aledaña a la biblioteca, con una fuente y bancas en varios puntos estratégicos donde, tiempo después, me acostumbré a ver pasar a la gente en las pausas de las lecturas.

En clases anteriores ya había conocido a un señor de la tele muy buena onda; a una señora que llegaba tarde pero que impartía ocurrentes clases sobre la cultura española; a varios maestros de los que les gusta llevar orden y control. Todo muy bien, muy mono y muy… pues así.

De repente, en esa clase, un hombre mayor, de traje, se presentó y comenzó a lanzar improperios contra todo escritor que recordaba (y muchos que no conocería sino por su boca meses después). Antes de él, no había conocido a ninguna persona que hablase de los escritores que yo leía con veneración con semejante desparpajo. Como si fuesen sus amigos de fiesta; como si los conociese desde la más temprana juventud.

La impresión era justa.

Chismología I llamaban otros maestros —envidiosos— a la estrambótica clase de Huberto Batis, donde lo mismo podías enterarte de las peleas de borrachera entre Octavio Paz y Juan Rulfo que de las maneras correctas de citar. La capacidad de Batis de pasar de la anécdota más vergonzosa a los datos duros del análisis literario era pasmosa. En esa clase las palabras (y otras cosas más) volaban. No era el vuelo grácil de las aves, empero, sino un remolino que sacudía el espacio y el tiempo, que revolvía el pasado con el futuro y más allá.


Batis pasaba de una anécdota a otra con una sorprendente facilidad y con la misma habilidad pasmosa, recuperaba el hilo original de su arenga. En esa clase no se perdonaba a nadie: fluían las anécdotas sucias, las lacrimógenas, las historias ante las que no se podía evitar la risa.

Pero a diferencia de lo que hasta aquí parece, la clase de Huberto no era relajo y chacota. Muchos se sentían en ese entonces intimidados, pues Batis podía preguntarte personalmente sobre un personaje de la cultura mexicana; sobre una figura retórica; sobre un teórico literario; sobre una obra del arte y la literatura universales. Si le respondías, pasabas —de momento— la prueba; si no, debías enfrentarte a una reprimenda a la que muchos temían como al ogro de los cuentos.

Personalmente, nunca le tuve temor a Huberto. Si es verdad que para entonces (y seguramente a sus ojos, para ahora), no sabía mucho de literatura mexicana, sí sabía yo lo mínimo necesario en literatura universal. Por otro lado, sus chocarreras reconvenciones no me parecieron nunca humillantes, con más de que muchos las catalogaran como ataques directos a la personalidad de la sana y recatada juventud. Pocas veces le he temido a las palabras.

Al terminar aquel primer año sin duda la huella de Huberto había calado hondo en mí. A pesar de mi natural recogimiento, había perdido la carga de provinciano respeto a la palabra escrita. Sabía ahora que se podía escribir como se habla y más todavía: que se puede hablar como se escribe.

El siguiente ciclo, Huberto tomó un año sabático. Me enteré que era el primero que pedía en mucho tiempo, aunque ni entonces ni ahora he indagado las razones (y si lo hice, mi alzhéimer —como diría él— las borró de mi sistema).

A su regreso, algo había cambiado. La clase siguió con la dinámica usual (y que, me aseguran los pedagogos, es tan funesta para las mentecitas infantiles como la mía): una cátedra del tipo antiguo, con Huberto revelando, hurgando en los recovecos de la cultura mexicana del siglo XX. Sin embargo, las increpaciones directas a los estudiantes ya no eran habituales en ella. Para los que lo conocieron en esa época, su clase era aquella donde lo escuchabas hacer pedazos a escritores reconocidos, pero donde podías hacer gala de una ignorancia galopante sin que apenas importase.
 
Es muy posible que el Huberto Batis que yo conocí no fuese tampoco ese ser legendario,  amo y cancerbero de sábado, que fustigaba la redacción y ortografía de sus colaboradores. No recuerdo a ese gigante rabioso que recibía con un maquinazo como sí conocí al otro Huberto, el que leía cuidadosamente tus textos y los corregía, a pesar de ser penosos borradores sin apenas trabajo encima.

Huberto debe recordar cómo en uno de los últimos cursos que tomé con él (asistí a cada taller que daba desde que entré y hasta que salí de la Universidad, y lo seguiría haciendo si no fuese porque me es físicamente imposible) me comentó que uno de sus errores había sido hacerse amigo de varios alumnos.

En efecto, en ese entonces varios muchachos se habían acercado a él como pocos de mi generación lo habían hecho (ni siquiera yo me cuento entre ellos; como muchos sabrán, soy precedente de autista). Sin embargo, en sus clases, estos muchachos estaban más atentos al repaso de otras materias; de los trabajos de otras asignaturas y de varias lecturas. Así, mientras un evidentemente ya cansado Batis departía en su asiento —ya no se levantaba durante toda la clase como lo vi yo en mis primeros años—, sus alumnos estaban interesados en “clases donde sí reprueban si no se estudia”.

A pesar de todo, tal vez debido a mi natural sino, tampoco conocí a ese otro Huberto del que posteriormente supe, que llevaba a sus alumnos a su departamento a continuar la plática y hasta adoptaba para compartir su calostro (él entenderá el chiste lácteo). Las veces que llegué a ir a sus habitaciones, platicamos un rato y eso fue todo.

Estos últimos años han sido de pérdida y enfermedad para el maestro Batis. Después de terminar la carrera y recibirme, partí a un largo viaje en el que todavía estoy embarcado. En mis constantes regresos a la ciudad procuré asistir a alguna clase toda vez que me era posible.

Algunos compañeros me habían comentado ya entonces sobre el deterioro en la salud de Huberto. En efecto, cuando hace unos meses lo vi fue la primera vez que lo pude calificar en una plática con el adjetivo “cansado”. Se lo dije entonces. Esta última ocasión, la impresión se acentuó. Pero creí que ya no era necesario repetírselo.

Nada más entrar, escucho la voz inconfundible de Huberto leyendo. Se trata de la clase del lunes de Teoría literaria. Platón, Aristóteles, Horacio.

Me siento en una de las bancas más próximas al maestro, quien sigue enfrascado en la lectura. Hay un silencio que me parece imposible en estas aulas. Ojeo el salón: cinco, tal vez seis alumnos en un curso en el que normalmente asisten quince. Sólo uno o dos parecen prestar oídos a lo que ahí se dice. La mayoría lee, con una libreta de apuntes a la mano; otro escuchan música con los ojos cerrados; aquel cotorrea con su compañera en voz casi inaudible.

No los culpo del todo: Batis parece abstraído a todo lo que lo rodea. No hace las típicas correcciones al texto que lee, tampoco aprovecha para derivar su lectura a alguna observación personal. No increpa a los alumnos ni se mueve de su asiento en forma alguna.
 
Lo que dice me interesa personalmente: lee sobre las ideas estéticas de Platón y desde hace mucho tengo interés en ese —a mi punto de vista— genial error que significó la estética platónica, del que no nos hemos podido recuperar.

Sin embargo, me pregunto si los alumnos que están ahí entienden el texto. En la carrera no hay apenas sino una introducción muy básica a la Filosofía y mucho menos a la discusión estética. Ningún profesor que imparta Teoría literaria en la carrera hace apenas vínculo alguno con la estética, con todo y que sean los filósofos los que iniciaron la Teoría de la literatura. A decir verdad, la mayoría se interesan por el estructuralismo y poco más. Lo que, para ser honestos, es lo que se espera hoy día de ellos: que brinden herramientas para el análisis formal. Y así, hasta el aburrimiento.

Sabía que Batis iniciaba con los griegos. Varias veces lo escuché decir que nadie ha podido superar la Poética aristotélica, lo que no deja de ser verdad.

Sin embargo, están en los últimos meses del ciclo y veo que no han avanzado demasiado. Batis lee y los alumnos apenas lo miran. Cuando lo hacen, lo ven como a un ser extraño, venido de otro mundo.

Después de una pausa, Huberto me mira. Lo saludo con una seña.

En otra pausa aprovecho para hacer algunos señalamientos a lo que plantea la lectura. Y entonces es de nuevo la clase de Batis. Hablamos del texto, comentamos lo que nos parece. Huberto increpa a una muchacha acerca de la estética griega. Luego sobre si le parecen atractivos físicamente los dioses griegos; luego, deriva a los dioses mesoamericanos. Batis comenta algunos pareceres y, lamentablemente para mí, la clase acaba entonces.

Siempre en la clase de Batis aprendo algo, reflexiono sobre algo. Una de las muchas cosas que aprendí con él es que el conocimiento puede ser jovial. Más todavía: que puede ser una pasión.

Lo que sigue es muy breve. No platicamos mucho sobre lo que pienso hacer en mi inevitable regreso a la ciudad. Conseguir un trabajo, supongo; dar clases; retomar proyectos que he retrasado pero que considero urgentes. Él, por su parte, me comenta que los muchachos nuevos no leen a Platón, que saben muy poco. Culpamos a la Lingüística, a la indiferencia a las letras. La verdad no sé mucho ya sobre cómo se encuentre la facultad. Algunas impresiones recibidas en mis últimas visitas me deprimen, pero es solo nostalgia, tal vez. Fueron de mis años más felices aquellos, pero tal vez sólo estaba enamorado o drogado o las dos cosas. Después de todo, alguna vez creí al paraíso en forma de una biblioteca.

Dejé sólo a Huberto en el salón para ir por la silla de ruedas. Mi particular salazón —muy parecida a la que aquejaba a Pedrito en la inmortal A toda máquina—provocó que quien siempre lo recoge para llevarlo a su auto, no se presentase. Además, la burocracia universitaria (la cual no puedo atribuir a arcano alguno) exige una credencial para recoger una silla de ruedas.

Al regresar, el salón está vacío salvo por su portafolios. Pienso entonces en secuestradores, en combustiones espontáneas, en el hombre que fue jueves (aunque es lunes) y demás. Casi veinte minutos después, aparece Huberto.

Regresa del baño —a unos 60 metros, de ida y vuelta. Mientras lo llevo a su auto me cuenta que los alumnos de cursos anteriores en la evaluación al personal académico lo califican de "momia viviente".

Mientras lo veo alejarse en su auto, me pregunto qué pasará en estos estudiantes que no comprenden que a la clase de Huberto Batis hay que ir con distintas expectativas que a las demás. Si lo que quieres es un plan pedagógico encaminado a la consecución de determinadas competencias (cháchara muy del gusto de los pedagogos), saldrás mal parado. Aunque de un tipo aparentemente tradicional, su clase entra en calor cuando empieza el diálogo. Basta un poco de interés, mostrar dudas, señalamientos o divergencias para que de ahí parta todo. Sin eso, lo que sucederá es lo que ya relaté anteriormente: Batis leyendo y es todo.

Si conocieran a Batis, sabrían que ese hombre que califican de momia puede enseñarles algo más valioso que todas las evoluciones de una palabra latina: a jugar con la literatura porque es demasiado valiosa para dejársela a los que la analizan como en mesa de operaciones. Para los taxidermistas, Batis es un brujo que regresa la vida a esas palabras.

No necesitas estar de acuerdo con todo lo que dice. Personalmente no concuerdo con muchos de sus juicios respecto a Jorge Cuesta u Octavio Paz, por decir algo. No confío en juicios estéticos basados en la biografía. Sin embargo, Batis enseña algo más: que los escritores son seres humanos. Y que su vida determina sus obras. Que la literatura es algo vivo. Y que es posible vivir en las palabras.


Huberto las ha vivido durante todo este tiempo.



César Alain Cajero Sánchez

Sobre la forma en la literatura  César A. Cajero Podemos definir en este momento y provisionalmente a la literatura como aquella...