lunes, 30 de marzo de 2015

Cuentos, frases, inclusive algún pensamiento de verdad


Cumpleaños

 Y cuando el cumplió 2 539 años alguien tuvo a bien decirle que nadie es inmortal.





Descubrimiento

Margarita fue feliz hasta que descubrió que su vecino tenía otro dios que no era el suyo. Entonces, su dios murió de envidia.


Cinco sentidos

Podemos saber cualquier cosa; ¿pero como conocer aquello que es nada?



Ya lo dijeron en Kill bill


Ninguna imagen de la muerte mejor que la de un pez fuera del agua; sólo superada por la de un hombre libre de verdades. Sólo que eso no puede imaginarse, pues nunca se ha visto. Jamás.





César Alain Cajero Sánchez
La brújula y el sextante



Durante los últimos trescientos años aquello que se consideró la intelectualidad de las sociedades occidentales hizo del escepticismo (o de lo que entendía por tal) su marca de nacimiento.

Con esta palabra, la mayoría de la gente “educada” entendía la incredulidad ante las creencias religiosas. Es verdad: con pocas excepciones, a partir de la Ilustración, la nuestra fue una época que osciló entre el ateísmo furioso de las derechas e izquierdas por igual a la posición más bien indiferente del agnosticismo.


En realidad este escepticismo no fue nunca tal. Hoy nos es posible ver en el espectáculo de los pasados siglos una luz de demencia y fanatismo con pocos parangones con otras épocas.

Las pasiones furiosas del fanatismo y de la credulidad a toda simetría adoptaron nuevas formas. Los desfiles fastuosos de la política; las iglesias disfrazadas de ciencia, las mitologías vestidas de ideas; en verdad hablar de siglos de escepticismo es complicado ante las matanzas y las imposiciones hechas en nombre de la “verdad”.

A apenas unos años del derrumbamiento de muchas de esas simétricas alegorías la necesidad de “verdad” no ha desaparecido: la necesidad vence a la evidencia.

No deberíamos sorprendernos de esta fatalidad: al ser humano le es más necesaria la presencia de un sentido a su existencia que el mismo pan.

El universo tal como se nos presenta es una serie de estímulos sensoriales en principio sin orden ni razón. La sucesión temporal no implica una dirección como la continuidad espacial no implica un orden.

En tanto seres conscientes, empero, somos incapaces de vivir ante ese caos (o mejor dicho: aquello que se nos presenta como tal). La conciencia —ese único aspecto de permanencia, ese único asidero que tiene el individuo— exige también que el universo se presente como una continuidad de ella misma. Esto es: si existe un orden que podemos llamar “yo”, este orden no pude ser contiguo al caos: detrás de ese caos debe existir una razón: una mente o una forma estable que lo ordene.

La primera forma de ordenar ese caos es el lenguaje. No hay ser humano posible sin ese primer orden inherente a la misma conciencia[1]. Nuestros lenguajes aparecen con una lógica bien estricta y con una estructura bien definida desde sus orígenes. Este orden, sus reglas, puede cambiar, pero nunca desaparecer: sin él, se perderían los dos motivos de ser de todo lenguaje: organizar al mundo y permitir la comunicación.

No es casual que hasta la fecha hagamos coincidir falazmente el nombrar el mundo con el explicarlo. Cuando no somos capaces de entender algo que se nos presenta, tanto la religión como la ciencia como la ideología se prestan a ponerle un nombre y así hacer entrar aquello desconocido a un orden. Las palabras, claro está, son totalmente convencionales puesto que, por ejemplo, daría lo mismo llamar a la relación que occidente llama “velocidad” de otra manera, con otro orden de sonidos. Sin embargo, para el hablante común (y para la sociedad y, por supuesto, para el orden académico), existe una forma “correcta” de llamar cada cosa. Y en esa forma está incluido su sentido último. En la escuela secundaria se nos recalca, por ejemplo, que esa relación entre distancia y tiempo se llama velocidad y con eso se pretende haber “explicado” lo que es.

El lenguaje forma aquello que llamamos cultura. De la misma manera (y de hecho de forma mucho más estrecha) que las grandes civilizaciones son imposibles sin una escritura que valide su existencia, la sociedad humana misma es imposible sin lenguaje.

Es ese primer orden del universo, esa manera en que los seres humanos brindamos un sentido a través de un instrumento con una lógica propia, el que construye los mitos que lo suceden: sus hijos. Ya en él se encuentra el germen de la “verdad” porque la verdad del mundo humano está en su manera de someter al universo a su lógica. Una “revelada” a través del verbo.

Sin embargo con la creación de la cultura; con la posibilidad de comunicarnos, aparece un nuevo desasosiego: los otros.

El lenguaje, a pesar de su eficacia, dista de ser perfecto. No hay posibilidad de la comunicación completa. Detrás de cada palabra está el silencio y detrás de cada silencio se encuentra un rostro desconocido: el de nuestros semejantes. La boca es una herida por la que se nos va la vida: por la que conocemos la soledad y la muerte. La sangre que por ella brota son las palabras.

La necesidad de encontrar un sentido a nuestra existencia no ha sido salvado con el lenguaje: en realidad éste ha hecho evidente la soledad humana. Es necesario usar el lenguaje para superar esa paradoja porque el hombre es los hombres: no somos sin nuestros semejantes, pero son ellos también los que nos arrojan a la soledad. ¿Cuál es la respuesta?

Dos soluciones se ofrecen: trascender el lenguaje o construir con él un espacio, un mundo, hecho específicamente para que el hombre lo habite.

La civilización humana es la respuesta a la segunda posibilidad. Creación del hombre, para existir necesita reunirse en torno a una verdad: aquella que el lenguaje le revela.

Las grandes revelaciones religiosas fueron en las culturas antiguas el centro de su sistema. El lenguaje se vistió de trascendencia y así salvó al universo de caer en la falta de sentido. Convirtió la experiencia de la belleza y de lo sagrado en un orden.

En los pasados siglos la idea de la trascendencia de un principio superior revelado por la religión declinó. Empero, una civilización sin una verdad que la unifique es imposible.

La doctrina de la trascendencia de la razón tiene raíces muy antiguas. Ya Platón (y antes, Arquímedes) hablaba de las ideas como los hijos inmortales del ser humano. El cristianismo, a su vez, se vistió de los ropajes de la filosofía griega para mantener un tenso equilibrio entre ambas experiencias trascendentes. Sin embargo, ya con la Ilustración la imagen del universo trascendente mediado por la religión se había agotado.

En los fundamentos de la ética cristiana ya podía encontrarse, empero, la nueva imagen de la trascendencia: si el mundo fue hecho para nombrarlo y para redimirlo a través de nuestros actos, entonces la razón se encuentra en la acción humana. Nombrar el mundo ya no es sólo sojuzgarlo: es salvarlo para nosotros y para sí mismo.

Así, el espectáculo de las grandes ideologías y de sus verdades tiene el mismo fundamento que el de las grandes religiones, así como también sus grandes limitantes: la idea de “verdad” sólo es posible con su contrario: la falsedad. Y con las evangelizaciones también aparecen las matanzas. Con los salvos nacen también los apóstatas y los parias.

Estos han sido llamados de diversas maneras: gentiles, paganos, burgueses, razas inferiores, proletarios, infieles, tercermundistas… Cada creencia engendra a sus enemigos y a aquellos que deben ser convertidos. Hace la diferencia entre quienes, dichosos y salvos, poseen esa verdad y quienes no: unos son poseedores de la salvación y los otros, de la condenación debido a su ignorancia, falta de fe, pecado capital contra el mito central o simplemente por una tara genética.

Con el fin de siglo, muchos hablan del fin de las doctrinas trascendentes y la lucha por la pluralidad.

Algo murió con la caída del “socialismo real”, es cierto. Sin embargo, me temo mucho que no se trata de la necesidad humana de someterse a una verdad.

Lo que aparentemente murió fue la trascendencia de la ideología. Aunque todavía hay ecos de los sueños de cambio abanderados por una doctrina política o una filosofía de la liberación, estos han sido desplazados por la aparición del mercado como un ente trascendente.

Muchos hablan de un “neoliberalismo” usando los viejos términos de la época de las ideologías. Sin embargo, en realidad aquella doctrina que enarbolaba a la democracia y al juego de las ideas críticas no es sino un disfraz retórico de la realidad del mercado, donde sólo hay un juez (y no es la libertad de pensamiento): la posesión material: la sublimación del poder en la figura del dinero.

Para el dios moderno, la libertad sólo se concibe como tal si se trata de la libertad de poseer. Las diferencias de clase, raza, cultura e inclusive de religión parecen triviales porque todo está subordinado a la razón de mercado. La pluralidad que enarbolan quienes aplauden el orden actual sólo existe si aquello que gobierna dicha pluralidad es el mercado. Toda ideología, arte, cultura, religión o filosofía está sujeta a las leyes del mercado. Inclusive aquella que, aparentemente, se manifiesta en su contra es aceptada siempre que no ponga en crisis los cimientos del mercado.

Por supuesto, esta nueva trascendencia no es aceptada por todos los espíritus.

Aquellos que han sido criados en las instituciones que dieron forma a la época que nos precede o que por razones culturales no encuentran satisfactoria la idea de la reducción del mundo humano (y del universo mismo: todo tiene un precio y un valor en la bolsa) al mercado, no pueden menos que añorar otras verdades.

No se equivocan con esto: el dinero no posee trascendencia en tanto su poder es transitorio. Tiene figura, tiene ritos, tiene sacerdotes y escrituras, oráculos y herejes, pero no tiene más sentido trascendente que su mismo poder impersonal. Reduce todo a una verdad impersonal y a una tabla de valores estéril: carece de la posibilidad de comunión.

Esto no parece de importancia para el hombre de nuestro tiempo porque la misma dinámica de la economía le impide detenerse en una carrera donde la única meta es la posesión y la dominación.

La ética protestante del trabajo señalada por Weber se encuentra en esta sociedad con la ontología del instante cuyo albor ya había sido presagiado en el siglo pasado.

Tristemente, la consagración del presente, despojada de su potencial revolucionario por los mercaderes, dejó de ser una práctica subversiva. La lógica del mercado encontró en esa lucha por una mayor libertad personal, por la defensa del placer y del instante, un filón riquísimo.

Una sociedad que hace del placer instantáneo su único interés se corresponde perfectamente con un mercado que produce para el consumo. Cuyo único interés es la producción.

Una sociedad donde el tejido social se ha roto, donde el individuo se encuentra solo y cuya única meta es la consecución de emociones placenteras encuentra en la mitología moderna (amante de la producción; del poder sublimado o franco) su plenitud.

La misma lógica de la sociedad actual, con su entronización de lo efímero, del espectáculo del ahora y de la producción del mercado hace que sea imposible el pensamiento. El anhelo de trascendencia no ha sido cumplido: se ha embotado por el vértigo del consumo.

Empero, basta un instante, un momento de crisis para advertir la vacuidad del mundo en el que vivimos.

Por ello, no me sorprende la cantidad de personas en busca de una verdad trascendente que llene esa falta (verdadera falta de ser) que aqueja a nuestra sociedad.

En el pasado inmediato, la ideología respondía a esta búsqueda: la gran pasión del siglo XX fue la política. La lucha crítica de las grandes ideas del mundo está lejos: las discusiones en este sentido no han desaparecido pero la lucha de ideas se ha evaporado en el espacio público y ha sido sustituida por un amorfo reflejo: la gritería, el sinsentido de la opinión visceral.

No son pocos los que buscan su verdad en la discusión política que ha pasado de la idea de mundo a la de vecindad: sus problemas se limitan a la política doméstica, de acarreos, votos y nacionalismos pueriles. No es que esos problemas (en un país como el nuestro, jamás) dejen de ser importantes: es que la crítica ha sucumbido a los fanatismos de coyuntura. ¿Cuál es la crítica hoy, por decir algo, al zapatismo —ese movimiento que en su momento aglutinó a la llamada “izquierda”? Que no está dentro de las reglas políticas nacionales: dentro de la coyuntura política con la que el ciudadano (que hoy, con el auge de las redes sociales se ha transformado en “opinador” visceral) se siente identificado y cómodo.

Para ponerlo en palabras más simples: la discusión política ha dejado de buscar (ya no hablemos de imaginar o siquiera sugerir) distintos modelos al imperante: se contenta con proponer reformas restringidas a un sistema ya incuestionado. Con cambios en el gabinete, con la llegada de un gobierno “honesto”; con la desaparición de los “corruptos”, se piensa que todo se arreglaría. No es de sorprender la manifestación del nacionalismo más grosero y de la retórica más reaccionaria en todos los partidos existentes.

La otra gran verdad de los siglos que nos preceden (y a través de la cual la mayor parte de las ideologías buscaron legitimarse) es la del progreso del conocimiento. Tanto el positivismo como el marxismo, tanto el liberalismo de derecha como el fascismo buscaron legitimidad al ponerse el mote de “científicos”. Como si la palabra significase algo más que un método y una suma de conocimientos objetivos: como si existiese un “mejoramiento” progresivo a través de ese mantra.

No me interesa dilucidar si tal progreso existe. Ese tema lo he abordado en otros ensayos. Lo innegable, eso sí, es que esta idea y la fe que se puso en ella es la que ha moldeado en gran parte nuestro mundo. Sería imposible la existencia de un mundo como este en el que  vivimos si tal creencia no hubiese existido. Y no me refiero con esto a la terrible realidad antes descrita, sino a las nuevas formas de comunicación, a las tecnologías en la medicina y la ciencia toda. Es nuestro mundo, para bien o para mal (creo que para bien, con todos los reparos que en anteriores ocasiones he señalado y mi poca fe en el dichoso “progreso”).

Así y todo, aquella fe militante que en ella ponían, por ejemplo, el positivismo o el marxismo, se ha ido borrando con el pasar del tiempo. No confiamos en la ciencia: la usamos. Más que en la ciencia (o mejor dicho, en una versión vulgarizada de la ciencia contemporánea, la cual ronda en realidad cuestiones que ponen en duda la misma forma de pensar moderna), se confía en la técnica. Y no se le imagina ya como la “redentora” del género humano (a la manera, por ejemplo, de Marx), sino como fabricante de artificios de distracción. Consumidores de placeres instantáneos, esperamos que la técnica digital produzca el nuevo aparato que nos dará horas de felicidad hasta que otra nueva la sustituya.

A lo más que llega el optimismo moderno es a suponer que el atolladero en que (señalan los mismos científicos) nos ha metido nuestro estilo de vida será remediado por un deus ex machina surgido de algún laboratorio de técnicas modernas. No para cambiar el mundo moderno: para continuarlo y así continuar la triste fiesta de la sociedad contemporánea: consumir, poseer, desechar…

Tal fe no ha desaparecido, ha mutado: los creyentes modernos en la ciencia[2] no esperan que cambie a la humanidad ni que la libere. Esperan que la perpetúe y a lo que, piensan, la ha hecho posible: la sociedad de consumo moderna.

No hablemos de las artes en este momento. Su situación, con excepciones brillantes, resulta sombría.

La ciencia (mejor dicho, la técnica) y el arte hoy, con salvedades, no son más que piezas del mercado. Unas más redituables que otras.

Si hubo un momento en que la filosofía sólo fue una ancilla de la teología como la poesía lo fue de la religión, entonces hoy con mucha más justicia puede decirse que todo está subordinado al mercado.

El arte durante los tres pasados siglos, a partir del romanticismo, fue la cara oculta de occidente; aquella que con más tesón cuestionó la mitología central de occidente. Razón crítica e imaginativa, pasión de ojos abiertos. Resulta triste, aunque explicable, cómo el mercado se apoderó de aquello que cuestionó los fundamentos del mundo moderno con tal tesón.

La estética de la ruptura que llegó a su punto máximo durante el auge de las vanguardias históricas pronto devino en una estética de lo efímero. La consagración del presente y de la espontaneidad, con la conformación a lo largo del siglo pasado del mercado del arte a nivel masivo, se convirtió en un perfecto negocio. Por un lado, la obsesión con lo nuevo empataba, libre del filo crítico que mantuvo al inicio, con el sistema de producción fabril. Por otro, el gradual despojo de las aristas que presentaban una idea de mundo distinta al del mundo moderno en favor de sus rasgos más superficiales representó el descubrimiento de un mercado hasta entonces sin explorar. La imagen de “rebeldía” y de “insatisfacción” es buen negocio y canaliza el descontento de manera relativamente inofensiva y saludable. Que los “artistas de vanguardia” sean hoy patrimonio de las universidades y academias o de los grandes consorcios de marketing (cuando no de ambos) es ilustrativo a este respecto[3].

Sin embargo, la gran verdad ausente durante el periodo moderno, aquella que durante la gran parte de la historia humana ha sido su eje de mundo —la religión— ha vivido en los últimos años un resurgimiento sin precedentes.

No es que durante los pasados siglos la religión haya dejado de tener importancia: es que el mundo moderno la hizo en gran parte a un lado, como algo que poco a poco dejaría de existir, desplazada por nuevos modelos de verdad. Una supervivencia del pasado que, en caso de no desaparecer del todo, quedaría sólo como un recuerdo despojado de importancia fuera del rito ejecutado de manera maquinal: absorbido por las nuevas liturgias de la política.

La religión, se pensó a partir del siglo XVII, primero entre los ilustrados y posteriormente entre más y más ciudadanos de los países occidentales, había dejado de tener la importancia en la vida cotidiana que tuvo en épocas precedentes, sobre todo entre los sectores más educados de la sociedad. Ciertamente en los sectores menos favorecidos educativamente, así como en muchas culturas que quedaron fuera del área de influencia de Occidente, conservó su importancia ancestral, sin embargo, desde cierta perspectiva razonable parecía que poco a poco el peso de su influjo era considerablemente menor año tras año.
 
La educación científica, laica, fortaleció la formación de mitos modernos (que tampoco han dejado de tener peso, así no hayan tenido un resurgimiento semejante): la nación, la idea de raza, de clase, de la ideología o de una versión vulgar de la ciencia. Así y todo, desde hace algunas décadas, el renacer de la fe religiosa —si bien primordialmente, aunque no de forma exclusiva, por religiones emergentes, nuevas o presuntamente reformistas— es un fenómeno palpable y que no es ajeno a las clases educadas en la cultura formal ya mencionada.

Las razones de este renacimiento de la fe religiosa no son distintas a las ya señaladas. El mundo moderno carece de una razón trascendente; su razón de ser no es capaz de llenar ese vacío con todo a que en gran parte el mercado ha demostrado capacidad de llenar los momentos en que tal falta se puede hacer presente.

El ser humano no puede vivir sin verdad, sin algo a lo que aferrarse que dé razón de ser a su existencia y al universo todo. Una verdad sin trascendencia resulta sólo un sucedáneo triste, aunque confortable. El dios del mercado ha mostrado ser efectivo para una época como la nuestra (como la ideología llenó el vacío en la modernidad), pero todavía apenas un sustituto de la religión.

Si en el pasado el mito (es decir, lo sagrado) murió de Filosofía, podemos decir que, en gran parte, las ideologías liberadoras desfallecieron por la Historia. No ha habido historia que pruebe que el mercado no sea efectivo; tampoco hay todavía una crítica que alcance a mostrar ante el mundo su vacuidad. Hay, en cambio, la angustia que conlleva esa falta.

Ante esta situación, que no tiene escasas semejanzas con la Roma de la decadencia, se ha optado por la trivialidad. O, en los individuos más sensibles, por la adopción de aquellas verdades trascendentes del pasado inmediato, lejano o por doctrinas ajenas a la tradición occidental.

¿Considero perniciosa dicha actitud? No necesariamente. La considero un síntoma de la falta constitutiva del mundo en el que vivimos. Tampoco soy capaz de juzgar del todo la pertinencia de ninguna de estas verdades, sobre todo de las religiosas (la creencia por definición no se puede medir con la lógica). Sin embargo, si no puedo en verdad juzgarlas desde ese punto de vista, sí puedo señalar que la forma en que se presentan dichas verdades (tanto las ideológicas como las religiosas…) no es, a despecho de sus creyentes, en absoluto novedosa.

Si algo es posible decir de todas las “grandes verdades” que Occidente (y podríamos decir que la humanidad) ha producido es que contra lo que dicen sus apologistas, por definición separan en lugar de unir. Distinguir entre la “verdad” y lo “falso” en esos terrenos es separar al salvo del cismático. Todo aquel que se sabe en posesión de la verdad sólo puede reaccionar frente a aquel libre de su salvación con el desprecio, la evangelización o la violencia. Esto es verdad no sólo para las religiones (las más atacadas en la época moderna), sino para las ideologías, para los vulgarizadores de la ciencia y en general para todo aquel que se sienta “salvado”.

Pero hay más: en el mundo moderno, con el ocaso de las ideologías, se dice que la solución está a la mano: la pluralidad hace tabula rasa con todas las creencias y verdades. Esto es mentira. El neoliberalismo (o mejor dicho: la mitología del mercado) no libera al hombre de la “verdad”, tal libertad es inaguantable para el ser humano: lo enfrenta al abismo. Lo que propone, en cambio, es una coexistencia campechana: el mercado permitirá cualquier creencia que no provoque problemas (aun sí es en apariencia “contraria” al mercado mismo) y lo tratará de la misma manera que las demás. Si no afecta a las ganancias, su existencia es compatible y sana.

El desprecio por el mundo moderno de muchas creencias ideológicas y religiosas que existen hoy (cómo no sentir ese desprecio si sus creyentes se les acercaron por ese motivo) no evita que sus prácticas tengan apenas relevancia para el mundo del mercado. Esto por una razón simple: su respuesta no es crítica; es visceral.

La crítica implica no sólo poner en crisis el orden impuesto, sino también el propio.

Y esto es lo que la “Verdad” no puede hacer sin dejar de ser lo que es. Un creyente no duda: cree. De la misma manera no puede ver al otro (sea este, el mercado, el ateo, el agnóstico o el creyente en otra vía de salvación) sino como un idiota, un enajenado o un enemigo. No ve en él al hombre ni a sus motivaciones.

Como no es capaz de verlo, no es capaz de criticarlo.

De la misma manera como no es capaz de criticarse ya. Nunca más.

No es casual que en estos días uno sea capaz de encontrar a personas que en un momento del día juran por Jesucristo y al otro por la Ciencia. Y que un momento después hable a favor de un político “salvador”. Estas “verdades” que en un momento fueron incompatibles hoy ya no lo son pues a la vista de estos salvos lo que importa es la verdad: su verdad. Mejor dicho: algo que los haga sentir en posesión de la verdad. Frenéticos por vivir, por pensar, por opinar; la “verdad” los ha hecho libres. ¿Libres?

Escudo, red; castillo, mazmorra; la “verdad” nos defiende lo mismo que nos confina. Espada de dos filos; muestra al enemigo y destruye al otro dentro de nosotros mismos. Y todo eso sin ningún peligro para el mundo dominado por el mercado puesto que una reacción visceral no representa ningún peligro para una sociedad que piensa todo sólo en términos de ganancia y efectividad.

No puedo criticar las creencias: puedo señalar que cuando se cierran a la crítica y al diálogo han dejado de ser fecundas. Puedo señalar que toda creencia (toda; no sólo las religiosas) ha terminado siendo una cárcel.

El mercado no es la última verdad: es sólo aquella que ha mostrado la capacidad de mejor adaptarse a una época frenética. A la necesidad de sentido y dirección. Brújula y sextante en un mundo sin estrellas.




César Alain Cajero Sánchez





[1]¿Fue primero la conciencia o el lenguaje? No hay hasta ahora ninguna respuesta satisfactoria. No parece existir forma en que la conciencia se manifieste si no existen las palabras con qué nombrarla (la sensación probablemente existe, pero no hay manera de formularla) y tampoco parece posible que existan las palabras tal y como las concebimos de no haber conciencia que les dé un sentido tan complejo como el de nuestras lenguas.

[2] Y vuelvo a aclararlo, porque a pesar de tantos ensayos al respecto parece no quedar claro: me refiero a los divulgadores de la ciencia, no a los verdaderos científicos, los cuales son mucho más moderados y centrados. Con excepciones, no han hecho de aquello que conocen una “verdad” incontestable, quizá precisamente por saber de ella y de sus limitantes por principios.

[3] Sin embargo, aunque el arte fue una pasión constante en los siglos pasados, nunca o casi nunca se presentó como una “verdad” en el sentido occidental del término. Ciertamente muchos de sus protagonistas hablaron o intuyeron una idea de “nuevo sagrado”, pero por sus mismas características, estaba muy lejos de la idea occidental de la verdad única, monolítica y salvadora.

domingo, 8 de marzo de 2015


El Perro Celestial

Émile M. Cioran


No puede saberse lo que un hombre debe perder por tener el valor de pisotear todas las convenciones, no puede saberse lo que Diógenes ha perdido por llegar a ser el hombre que se lo permite todo, que ha traducido en actos sus pensamientos más íntimos con una insolencia sobrenatural como lo haría un dios del conocimiento, a la vez libidinoso y puro. Nadie fue más franco; acaso límite de sinceridad y lucidez al mismo tiempo que ejemplo de lo que podríamos llegar a ser si la educación y la hipocresía no refrenasen nuestros deseos y nuestros gestos.

 «Un día un hombre le hizo entrar en una casa ricamente amueblada y le dijo: “Sobre todo, no escupas en el suelo”. Diógenes, que tenía ganas de escupir, le lanzó el lapo a la cara, gritándole que era el único sitio sucio que había encontrado para poder hacerlo.» (Diógenes Laercio.)

¿Quién, después de haber sido recibido por un rico, no ha lamentado no disponer de océanos de saliva para verterlos sobre todos los propietarios de la tierra? ¿Y quién no ha vuelto a tragarse su pequeño escupitinajo por miedo a lanzarlo a la cara de un ladrón respetado  y barrigón?

Somos todos ridículamente prudentes y tímidos: el cinismo no se aprende en la escuela. El orgullo, tampoco.
    
Menipo, en su libro titulado La virtud de Diógenes, cuenta que fue hecho prisionero y vendido y que le preguntaron qué sabía hacer. Respondió: «”Mandar”, y gritó al heraldo: “Pregunta quién quiere comprar un amo”.»

El hombre que se enfrentaba con Alejandro y con Platón, que se masturbaba en la plaza pública («Pluguiere al cielo que bastase también frotarse el vientre para no tener ya hambre»), el hombre del célebre tonel y de la famosa linterna, y que en su juventud fue falsificador de moneda (¿hay dignidad más hermosa para un cínico?), ¿qué experiencia debió tener de sus semejantes? Ciertamente la de todos nosotros, pero con la diferencia de que el hombre fue el único tema de su reflexión y de su desprecio. Sin sufrir las falsificaciones de ninguna moral ni de ninguna metafísica, se dedicó a desnudarle para mostrárnosle más despojado y más abominable que lo hicieron las comedias y los apocalipsis.

«Sócrates enloquecido», le llamaba Platón. «Sócrates sincero», así debía haberle llamado. Sócrates renunciando al Bien, a las fórmulas y a la Ciudad, convertido al fin en psicólogo únicamente. Pero Sócrates -incluso sublime- es aún convencional; permanece siendo maestro, modelo edificante. Sólo Diógenes no propone nada; el fondo de su actitud y la esencia del cinismo están determinados por un horror testicular al ridículo de ser hombre.

El pensador que reflexiona sin ilusión sobre la realidad humana, si quiere permanecer en el interior del mundo y elimina la mística como escapatoria, desemboca en una visión en la que se mezclan la sabiduría, la amargura y la farsa; y, si escoge la plaza pública como espacio de su soledad, despliega su facundia burlándose de sus «semejantes» o paseando su asco, asco que hoy, con el cristianismo y la policía, no podríamos ya permitirnos. Dos mil años de sermones y de códigos han edulcorado nuestra hiel; por otra parte, en un mundo con prisas, ¿quién se detendría para responder a nuestras insolencias o para deleitarse con nuestros ladridos?

Que el mayor conocedor de los humanos haya sido motejado de perro prueba que en ninguna época el hombre ha tenido el valor de aceptar su verdadera imagen y que siempre ha reprobado las verdades sin miramientos. Diógenes ha suprimido en él la fachenda.

¡Qué monstruo a los ojos de los otros! Para tener un lugar honorable en la filosofía, hay que ser comediante, respetar el juego de las ideas y excitarse con falsos problemas. En ningún caso el hombre tal cual es debe ser vuestra tarea. Siempre según Diógenes Laercio:

«En los juegos olímpicos, habiendo proclamado el heraldo: “Dioxipo ha vencido a los hombres”, Diógenes respondió: “Sólo ha vencido a esclavos, los hombres son asunto mío”.»

Y, en efecto, los venció como ningún otro, con armas más temibles que la de los conquistadores; él, que no poseía más que una alforja, el menos propietario de los mendigos, verdadero santo de la risotada.

Tenemos que agradecer el azar que lo hizo nacer antes de la llegada de la Cruz. ¿Quién sabe si, injertada en su desapego, una malsana tentación de aventura extrahumana le hubiera inducido a llegar a ser un asceta cualquiera, canonizado más tarde y perdido en la masa de los bienaventurados y del calendario? Entonces es cuando se hubiera vuelto loco, él, el ser más profundamente normal, porque estaba alejado de toda enseñanza y toda doctrina. Fue el único que nos reveló el rostro repugnante del hombre. Los méritos del cinismo fueron empañados y pisoteados por una religión enemiga de la evidencia. Pero ha llegado el momento de oponer a las verdades del Hijo de Dios las de este «perro celestial», como le llamo un poeta de su tiempo.

El país de la furia musical


Es verdad, sé que tan egregia revista ya no existe, que hay una canción de Soda stereo con un nombre similar y que los Ángeles azules junto a la “Tesorito” son la nueva moda entre la juventud alocada. Sin embargo, fuera de modas del momento quisiera reflexionar sobre un fenómeno musical que atraviesa nuestro país en todos sus rincones.

Me refiero, cómo no ha de ser, a la música de “corridos”, banda, “norteña”, grupera o como sea que le digan[1].

No pocos pensarán que esta música ha estado presente en la vida de los mexicanos de todo el país desde siempre. No es de extrañar: llegó de unas décadas para acá de manera arrolladora y de la misma manera se apoderó de los gustos musicales de prácticamente toda ciudad, pueblo o colonia perdida de este risueño país.

Todavía a finales de los años ochenta la penetración de este tipo de música era, aunque constante, todavía menor si la comparamos con otros ritmos.

Lejos están los días del rock de los hoyos funkys de la periferia de la Ciudad de México en los años ochenta. Lejos esa deprimente bronca entre el rock y los ritmos que en ese entonces llamaban “tropicales” por ser los reyes de la fiesta de hace 30, 40 años. Más lejos todavía se encuentra el rey del mambo en los centros de espectáculo. Ya mejor ni hablemos de la música ranchera o de, peor todavía, la riquísima tradición musical de este país cada vez menos plural que es México.

Debo aclarar desde ahora que en realidad aunque es verdad que no soy muy apegado a este tipo de música (el sonido bajo de la tambora hace que en mis oídos todo me suene parecido, en cambio hay canciones norteñas que sí me agradan), tampoco tengo nada en contra de ella en lo particular.

El primer motivo que me anima a escribir sobre ella es entender cómo se fue colando a todos los lugares posibles.

Para los años sesenta y tempranos setenta, la música que dio origen a los actuales ritmos de moda estaba en gran parte confinada al norte del país. En efecto, todo el norte del país tenía una gran tradición de corrido (distinto aunque, claro, emparentado con los corridos de otras regiones) y de músicas europeas aclimatadas a nuestro país (como la polca o el chotis).




También es cierto que ya existía cierta presencia de esta música en otros estados. La música de banda de viento y los ritmos norteños más tradicionales encontraron terreno fértil en Oaxaca, el centro de México y estados del bajío, sin embargo, no era ni con mucho un fenómeno comparable a lo que en esos años representaban el rock o la música “tropical”.

Es cuando menos falaz el afirmar como lo hacen algunos que hay una continuidad entre la música ranchera y la de banda. Con esto no niego que haya quien guste de ambos géneros ni que quienes hacen este tipo de música no hayan escuchado u homenajeado a los intérpretes rancheros. Lo que quiero decir es que musicalmente hay poca relación entre ambas aparte de que ambas son cantadas en español. Ni en los instrumentos que usan ni en sus tonos ni ritmos hay apenas influencia. Y aunque existieron (y existen) conjuntos que lejanamente remiten a la lírica tradicional de la canción ranchera, también podemos encontrarle parecidos en ese rubro a los blues o al tango.

El corrido sí tiene puntos en común al grado que resulta poco imaginable la música grupera sin la existencia del precedente del corrido norteño. Indudablemente a partir de la Revolución este género recorrió el país y se refundó a lo largo de los campos de batalla y en las esquinas donde descansaba la tropa. El corrido: ese género lírico-narrativo que cuenta las penas, aventuras y esperanzas de quienes lo componen. Si hemos de conocer la historia de un país como el nuestro, nada mejor que acudir a su música popular y, entre estas, el corrido ha demostrado ser una de sus expresiones más manifiestas y constantes.




Sin embargo, hay que recordar que la tradición del corrido dista de ser únicamente del norte. Desde mucho antes hay un cancionero del bajío, del centro e inclusive de regiones del sureste. Así y todo, hay que aceptar que para fines de los años cuarenta, una de las formas más conocidas de éste era el corrido norteño, con su instrumentación de acordeón y bajosexto.

El origen de aquel primer recorrido de la música del norte posterior a la Revolución la encuentro en la experiencia de los braceros. El viaje de los mexicanos de todo el país a los Estados Unidos durante los años anteriores al medio siglo dio pie a que se escribieran muchas historias. El paisaje de los inmensos desiertos y el sonido de aquellos grupos en las paradas del viaje quedaron grabados en la mente de quienes emprendieron la marcha.

Esto lo confirmo con las experiencias de los sobrevivientes de aquellos días, quienes, aun si de diferentes partes de la república, recuerdan los corridos norteños de antaño, esos ritmos que años después popularizarían agrupaciones y solistas como Carlos y José, Cornelio Reyna, los Rebeldes de Teherán, Ramón Ayala o los Cadetes de Linares.




Imagen caricaturizada y simpática del norteño: el Piporro que en aquellos años cantaba y daba el taconazo.

No fue sino hasta los primeros años ochenta que surgió el entonces llamado “movimiento grupero” que, aunque con evidente ascendencia en aquello grupos, eran definitivamente otra cosa.

¿Qué pasó entre los lejanos cuarenta y los años ochenta?

Primero, el arraigo de los grupos directamente norteños en el gusto de las clases populares de centro y parte del sur del país. Sin este precedente, quién sabe si fuese posible la situación actual.

Después, ni qué dudarlo, la influencia del rock en la instrumentación electrificada de los grupos que estaban gestándose. Poco se ha escrito al respecto, pero de entrada, gran parte de la frontera norte —mismo espacio donde crecieron los músicos gruperos— fue durante los sesenta el lugar donde aparecieron la mayoría de los grupos de rock “chicanos”. El sonido no influyó del todo, pero sí la instrumentación, así como la búsqueda de un sonido más producido.

Por supuesto, determinante fue la gran cantidad de bandas “románticas” (muchas de ellas provenientes de antiguos grupos de rock, como Peace & love o Los pasteles verdes) y su lírica; tan alejada de la canción norteña tradicional.



Finalmente, el ejemplo musical de grupos “tropicales” como los de Mike Laure, Rigo Tovar o Chico Che, quienes combinaron su música con una imagen que remitía a los grupos de rock con gran éxito. Esto, además, apoyados tanto en las baladas “románticas” tan de moda en los setenta como en la música bailable más desenfadada.



Ninguna de estas tendencias es “grupera” como tal, sin embargo, todas ellas fueron los antecedentes más notorios de esta música que más que “norteña” debería llamarse “fusión del norte”, pues incorpora los instrumentos y la parafernalia del rock a los ritmos de la música tropical y la lírica y tonos de los grupos de balada “romántica”; todo ello mezclado con la música, esa sí, proveniente de las múltiples tradiciones del norte.




Todo esto, sin embargo, no explica el cómo estos ritmos llegaron a lo largo de los años ochenta y noventa a convertirse para muchos dentro y fuera del país en el ejemplo máximo de la música mexicana.

Creo que la respuesta a cómo se arraigó el gusto por esta música debe buscarse en una situación muy parecida a la de los años cuarenta si bien más desesperada.

Los ochenta, con las terribles crisis económicas, vieron el disparo del siempre existente fenómeno de la migración a los Estados Unidos. Los miles de mexicanos que emprendieron el viaje a aquellas tierras conocieron de primera mano a los grupos que hacían sus primeras presentaciones y que poco a poco conformaron lo que en los noventa se llamaría “movimiento grupero”.

Ya del otro lado de la frontera, ya de regreso a sus comunidades, ellos fueron el vehículo ideal para la popularización de esa música. La experiencia compartida del viaje para los que llegaban a los Estados Unidos, la unión en torno a todo lo que sonase “mexicano”; la identificación con las canciones que —sobre todo en esos años— hablaban de las experiencias vividas al ir en búsqueda del “sueño americano”. Por parte de los que habían regresado estaba el aura de fábula de aquel recién llegado y de sus gustos; el prestigio que el “éxito” del llegado posee; la sensación de escuchar de los labios de los cantantes una historia que algún día habrían de pasar.

Como toda música popular, el motivo preponderante de su éxito se debió a poder reflejar la vida de miles de personas. Más que el rock —que ya para mediados de los noventa iba de salida en el gusto popular—, que el hip-hop —tan lejano entonces—, que las baladas —ya desfasadas— o que la tradicional música popular de sus regiones —con la que ya no se reconocían al perderse la comunidad y disgregarse culturalmente— era esa música con la que se identificaban.

La carrera arrolladora de la música grupera arrancaba a mediados de los ochenta y durante la década de los noventa empezó superando primero a la música popular de las diversas regiones del país. Primero, como es natural, llegó a los estados con mayor tradición migratoria, como partes del Bajío y Oaxaca. Desde ahí a prácticamente todos los estados, incluyendo, por supuesto, incluso a aquellos donde tradicionalmente había poca migración, como Chiapas o Yucatán.

Tardó un poco más en entrar al centro del país, sobre todo a la capital. El proceso, empero, aunque un poco más lento, fue seguro. Ya para la primera mitad de los noventa, aquellos roqueros empedernidos de los suburbios que en su momento maldijeron tanto a la música disco como a la cumbia y la música “tropical”, taconeaban sabroso con la ciertamente mítica estación La Zeta. Esta situación es patente en graciosas canciones como la también mítica “El ranchero rocanrolero”.




La forma como este género acaparó espacios insólitos para toda música “vernácula” —digámosle así, aunque el término no se le aplica del todo— mexicana popular desde los días de éxito de la canción ranchera es de admirar. En breve tiempo los medios le dedicaron gran espacio tanto en radio como en televisión; asimismo, de pronto fue aceptada por clases medias y medias altas.

Si a mediados de los noventa era novedoso escuchar en el Re de Café tacvba una canción que jugueteaba con este tipo de música o en El Silencio de Caifanes la incorporación de la tambora, hoy lo extraño sería que en una fiesta pongan rock si no están muy borrachos.




¿Esto es malo? No veo que sea así. Ciertamente los gustos han variado mucho desde que estaba en la secundaria, pero supongo es natural (lo que no evita que haya sido una mala jugada haber nacido en la época en que el rock dejó de ser música popular después de cuarenta años).

¿Por qué los grandes consorcios televisivos y radiofónicos, así como la renuente y clasista industria de la música (entonces todavía poderosa) apoyó este movimiento si se habían horrorizado por el rock, la cumbia, la salsa y otras músicas populares apenas años antes?, ¿cómo fue que las madres de clase media vieron bien que sus hijos bailasen con ella cuando hubieran preferido morirse antes que verlos agitarse al son de Rubén Blades?

Una respuesta es que esta música dejaba y deja muchas ganancias. Pero no es la única (durante los setenta otros ritmos las produjeron).

Aventuro (sí, todo este ensayo son conjeturas: hay que esperar al musicólogo que emprenda la aventura de narrarlo con un conocimiento más firme) que se debe al cambio en las letras que para entonces había ocurrido en estos grupos.

Si bien los conjuntos que podemos considerar antecedentes directos para el apogeo de esta música, particularmente los Tigres del norte, habían escrito canciones de amor, una buena parte de sus corridos iban dirigidos, como es natural en este género, a la narración de la vida cotidiana. El viaje a Estados unidos, el hambre; los sinsabores de la vida del norte del país (con los que tantos mexicanos, no sólo de esos lugares, pueden reconocerse) fueron los temas favoritos de aquellos grupos. Y una novedad (que no lo era tanto): la narración de la estela de narcotraficantes.

La primera generación popular de lo que ahora sí puede llamarse música grupera (y no norteña) en realidad no tiene tanto de la lírica-narrativa del corrido y sí de las baladas  y la música "tropical" setenteras. Los Bukis o Los Temerarios, por decir algo, en sus inicios en realidad resultaban casi indistinguibles de aquellos. Ni en instrumentación ni en letras ni en imagen (que era una apropiación de lo que hacía el rock en los setenta también) parecían diferenciarse gran cosa.




Con los fines de los ochenta, los grupos de este tipo de música se integran y reconocen como pertenecientes al norte del país (los grupos de baladas eran de todo el país y aun del extranjero) y adoptan un disfraz que todavía opera: ropas de colores encendidos o metálicos, sombreros stetson, botas picudas y parafernalia más texana que en verdad mexicana[2]. Por mucho que se le haga, el grupo probablemente más popular en los últimos ochenta y primeros noventa, Bronco, tenía de música norteña y, sobre todo, de su lírica, apenas la apariencia y algunos instrumentos.

La difusión de la música norteña coincide en gran parte con este cambio en las letras: de narrativa cotidiana a baladas pegajosas. Al mismo tiempo, de forma bien aprendida de Chico Che o de Rigo Tovar, en otros momentos los grupos insistieron en los aspectos bailables de sus ritmos. Así nació, por ejemplo, la quebradita. Si bien escuchar a los Cadetes de Linares resultaba cuando menos raro, no lo era bailar con la peculiar adaptación de “La culebra” de Beny Moré o sollozar con “Adoro”.




Ya instalado el género grupero en el gusto de la mayoría de los mexicanos y con él, de la parafernalia “norteña” (botas, sombreros texanos y demás), se convirtió en el medio por el que se advierten los cambios que ha vivido la sociedad de nuestro país.

En esto reside mi otro interés por el género.

Ya lo mencioné: la música popular es aquella que mejor refleja los intereses de la gente que la escucha.

Por ello no deberían sorprendernos los cambios que desde los noventa ha sufrido este género tanto musicalmente como en sus letras.

No abordaré los cambios musicales que sobre todo estriban en cierta (relativa) deselectrización de buena parte de los grupos importantes, así como la emergencia de las bandas de viento. Lo que sí me interesa es cómo las letras sobre el viaje migratorio han ido desapareciendo y siendo sustituidas por el llamado “narcocorrido”.

Ciertamente las baladas, sobre todo las acompañadas por instrumentos de viento (y para compensar, con cantantes que parecen haber sido inflados por uno de esos pulmones) siguen teniendo gran público. La música de banda “romántica” es probablemente aquella que tiene más seguidores entre todo tipo de personas que se acercan a esta música. Con todo y eso, poco a poco los narcocorridos han ido aumentando su público. Lo que al principio era sólo una narrativa de los hechos cotidianos pasó a convertirse en propagandista de la vida y las hazañas de estos verdaderos héroes populares.




No tengo referentes más exactos del culto a la violencia a la que ha llegado nuestra sociedad que algunas canciones de “movimiento alterado”. Tampoco se me ocurre con qué música del pasado comparar tal obsesión.

Los corridos revolucionarios podrían desde cierta óptica reaccionaria estar loando a “criminales” sanguinarios (“el Atila del sur”, “el Centauro del norte”…) pero no narraban sus acciones con tal júbilo casi fiestero. Para encontrar algo semejante sólo se me ocurren las fantasías gore del black metal. Pero estas son eso: fantasías fantoches y sus escuchas por mucho que quieran aparentar lo contrario están conscientes de ello.




Recientemente ha habido otro cambio que me parece todavía más ilustrativo: de cantar las “hazañas” de estos sujetos se ha pasado a ilustrar de manera entusiasta su estilo de vida. Uno que hace de la ostentación material su interés.

Con esto se ha logrado algo importantísimo (y para mí, por demás ilustrativo): ganar penetración más allá de la emergencia del narcotráfico. La realidad sobre el tráfico de droga nos es conocida a todos los mexicanos, pero no todos estamos directamente bajo su cultura. Tampoco es un fenómeno que recorra con la misma fuerza todo el país, mucho menos otros. Sin embargo, con este último cambio en sus letras, la música grupera, refleja mejor que ninguna en México la obsesión del mundo moderno y por extensión, del mexicano: la ostentación del poder.

Hay mucha distancia entre las letras de los corridos revolucionarios, donde se atacaba a las clases dominantes y se pedía justicia al pueblo, y las que hoy se escuchan en los bares. También hay gran distancia entre estas y las letras de José Alfredo Jiménez, “El hijo del pueblo”. Un mundo las separa todavía de aquellas que narraban la aventura del hombre de campo por la frontera en busca de una vida mejor.

En las canciones de moda se alaba a la riqueza por la riqueza misma; se aplaude la ostentación. Inclusive muchas de sus baladas han cambiado los términos. La figura presente desde el medioevo de la “señora” y su “siervo” enamorado han cedido ante la de aquel que duerme con mil amantes y gasta el dinero en botellas y “viejas”. Aquel que presume lo que puede hacer.





Si la música popular es la que ilustra los anhelos de las personas y si es verdad que hoy día la música más popular en el territorio mexicano es la fusión norteña (y yo creo ambas cosas), hay que escuchar muy bien lo que tiene que decirnos. No es un fenómeno exclusivo de nuestro país: en todo el mundo la música que más escuchas tiene es aquella donde se enaltece el dinero, el poder y la sumisión de los otros (y sobre todo, de las otras).

No es toda la música actual, sin duda. Tampoco toda la música de este tipo es la que describo. Empero, sí es la que hoy es más popular.




Alguna vez escuché el comentario de un entusiasta de los rodeos y la música grupera quien decía que él iba pues era mexicano y amaba la música y tradiciones de este país. Entonces pensé que probablemente no sabía que los rodeos son una tradición más bien minoritaria y en realidad propia de los Estados unidos: que no sabía que México es muchos méxicos, con innumerables y muy ricas tradiciones musicales.

Hoy no estaría en desacuerdo del todo.

El México que cantaron los soneros, los músicos de arpa, de marimba o de guitarra eléctrica está cada vez más lejos. No sé si los dichosos rodeos sean tan populares; sé, eso sí, que las letras de la música más popular hoy reflejan de manera perfecta lo que es nuestra sociedad.




Y la sociedad de todo el mundo.




César Alain Cajero Sánchez





[1]Entrecomillo porque en realidad no es lo mismo “norteño” que “corridos” ni en realidad es lo mismo que banda ni que lo que ahora se da en llamar de esta forma, que es más bien música de fusión proveniente del norte.

[2] Me entero de la existencia de bandas como Cuisillos que adopta disfraces de indios nómadas. Parece ser una especie de homenaje a las culturas indígenas, aunque es curioso que sus disfraces tengan más en común con los indios de películas de vaqueros que con la mayor parte de culturas mexicanas (aunque es verdad que hubo indios con esas características en el extremo norte). También es verdad que actualmente hay sobre todo solistas que son más afectos a la ropa de trabajo.

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