lunes, 24 de febrero de 2014

Pura bukanitas del sellito rojo


En los últimos meses he estado expuesto a mucha música popular en cantinas, juergas y bares. Entre armonías de tambora, sombreros texanos y botas vaqueras, he visto videos y escuchado muchas canciones al parecer muy sonadas entre la tropa.

Mucho ha cambiado desde que escuchábamos a Nirvana, los Doors o los Pixies. Escuchar también a Willie Colón, Grupo Niche o, bastáramos, Pedro Infante o los Barones de Apodaca es ya también una proeza.

No me alarma que mis gustos juveniles ya no se sigan. De hecho, quiero suponer que incluso en aquella época, no solía coincidir con la mayoría de personas. La penetración de la música norteña en todo el territorio mexicano data de bastantes años atrás.

Dejaré mis nostalgias para otro momento al igual que una serie de ideas que me rondan acerca de la forma en que México se convirtió en el país de la furia musical.

Lo que quiero abordar en este momento es algo que maduré mientras escuchaba una curiosa melodía en la que un personaje gordo (como casi todos los gruperos) asegura que se la pasa en las playas, las discos y los malecones. Una idea que refiné enterándome de la existencia de un tipo que dice estar agradecido con el de arriba (¿?) porque lo liberó de la pobreza, la cual, maldita, es su enemiga. Un concepto que fui puliendo mientras otro personaje confesaba que lo suyo es gozar y despreciar a los dólares, las viejas, la coca y el perico.

Lejos, muy lejos, quedan las canciones acerca del hijo del pueblo, las del amor de pobre y demás. Hoy lo que rifa en la canción vernácula (como por otro lado en la imagen del hip-hop comercial) es que unos tipos gordos presuman tener hartas cosas.

No es de sorprender, y hacia esto derivaron mis reflexiones: la forma en que evolucionó  la cultura occidental nos lleva naturalmente a este mundo donde poseer es la medida de todo valor.

¿Cómo llegamos a esto? El camino, para los que gustan de líneas rectas, no me parece excesivamente tortuoso.

Creo que la idea hegeliana de la enajenación es en esto clave.

Resumiré, añadiendo algunas observaciones personales: el nacimiento de la conciencia humana es la primera negación consciente del espíritu. El ser humano sabe que no-es aquello que lo rodea. Se define no por lo que es, sino por lo que no-es. Ni árbol ni animal ni sol ni río; ni Dios ni bestia.

Sin embargo, la conciencia humana es individual, no social. No somos una sociedad de hormigas. Y esa es quizá la falla en nuestra estructura. Pensamos: sabemos que somos y no somos al tiempo.

El hombre no se piensa como el “ser humano”; no se concibe como una especie. No piensa en esa forma: la conciencia le dice que es un individuo, que tiene un nombre, un nacimiento y una muerte. Que su destino es único.

No importa en este momento si esto que siente el ser humano concreto, el individuo, es verdad o tan sólo una vana ilusión. Lo importante es que lo siente. Y al sentirlo, es parte de su realidad.

Al saber que él es único, sabe que los otros, sus semejantes, no son él, y que hay una barrera infranqueable entre él y los otros. Está solo.

No únicamente ha sido expulsado de la naturaleza. Es un solitario incluso ante los otros, sus semejantes. El ser humano está a la deriva. Una pausa entre dos eternidades; uno entre miles de desconocidos.

El lenguaje, y, con él, la sociedad, su creación, son una cura a esa herida que separa al hombre de los otros. En la sociedad, el ser humano se siente parte de los demás. La nación, la religión, la comunidad, la familia, la raza. Todas estas, y otras miles, son maneras de encontrar a los otros, de reconocernos en ellos.

Pero la cura no es total. El lenguaje deriva en el silencio. Y el silencio lleva a la pregunta: ¿quién eres?

¿Conocemos en verdad a las personas que nos rodean? ¿Sabemos quiénes son, qué desean, qué piensan y sienten? Conocemos tan sólo las palabras que ellos nos dicen. Pero, ¿cómo saber que ellas señalan la verdad? Más todavía, ¿cómo saber que lo que ellos dicen es lo mismo que nosotros entendemos?

Yo digo noche y cada uno de nosotros evocará una noche particular: la suya; la que le ha tocado vivir. El hombre; los hombres.

Vivimos entre fantasmas que tocamos y que, al tocarlos, se desvanecen.

La cuestión la mayor parte de las veces no se formula con urgencia.  En la vida cotidiana, damos por sentado el sentido de las palabras; la verdad de lo que creemos ser “el mundo”. Pero eso es porque en realidad los que nos escuchan no nos parecen en verdad importantes. No importa, por ejemplo, que yo al decir “noche” piense en un cielo estrellado y en una luna menguante mientras otro piense en esa penumbra gris de las ciudades y aquel otro evoque al mar oscuro golpeando en una ciudad amurallada. La palabra “noche” nos basta. Tenemos un sentido primario, muy esquemático si se quiere, pero que para los motivos que buscamos, basta y sobra. No es necesaria la verdadera comunicación.

Empero, cuando aquella persona a la que nos dirigimos realmente es importante para nosotros, sabemos que las palabras no alcanzan. No me refiero con esto necesariamente (o exclusivamente) a la persona amada, aunque en este caso es patente esta situación. Ante la muerte, por ejemplo, tampoco sabemos qué decir. Hablar con alguien que acaba de perder a un ser querido es uno de los momentos más difíciles si esa persona es en verdad alguien importante para nosotros. Para los demás hay frases hechas, hay convenciones, pero para aquellas otras personas no queda más que el silencio. Cualquier palabra es una palabra de más. Y querer expresar nuestro sentimiento siempre será un reflejo pálido; un instante inútil.

Es en esos momentos, es ante esas personas a las que realmente les damos un rostro, a las cuales les debemos lo que somos y lo que seremos, cuando el mundo estable en el que vivimos se derrumba.

La tragedia es que es con esas personas con las que verdaderamente necesitamos las palabras. Son esas las únicas personas a las que quisiéramos poder hablar, conocer. Son esas personas las que nos hacen conocer la soledad. Son esos momentos cuando necesitamos una puerta fuera de nuestra cárcel.

Es la paradoja: aquellos con los que compartimos nuestra vida; los que nos dieron nuestro rostro son al mismo tiempo aquellos que han de dejarnos solos.

El miedo a la muerte no es tanto al término de nuestro ser, sino el miedo de ser arrojados a la soledad.

Se dice mucho que el muerto ya no siente, que los que se quedan son los que sufren. Un lugar común que esconde mucho más de lo que parece.

El dolor de perder a una persona que queremos es saber que esa persona nos ha abandonado indefectiblemente. No hay marcha atrás en el tiempo. El miedo a morir es miedo a saber que aquellas personas que tanto amamos han de seguir sin nosotros; que el mundo continuará su curso sin nosotros. Que no somos nada y nunca lo hemos sido.

Que el mundo se desvanezca es triste; más lo es que aquello que amamos esté condenado a dejarnos.

Lo más terrible de la idea de la muerte no estriba sólo en el dejar de ser; sino en la soledad que por ello queda desenmascarada. Si los demás siguen sin nosotros; si nosotros seguimos sin ellos, es porque en realidad nunca han sido parte de nuestro ser. La muerte representa la soledad en su estado más amargo.

El no a la muerte es a la vez, la negativa al tiempo y al cambio. A la vida.

El ser humano busca permanecer, busca dejar de estar solo. La permanencia sin los seres que amamos y conocemos es también una condena.

Una de las salidas a dicha zozobra es la negación dialéctica, término con el que Hegel designa a un proceso mucho más fácil de comprender de lo que parece.

La salida a la cárcel del ser es precisamente negar esas barreras al negar el ser de los otros. Esto sucede porque, como antes expuse, los otros no son nosotros. Aquella persona de la que depende mi vida es un ser individual, que existe independientemente de mí y que, al saberlo, me ha dejado solo. Al saber lo que no-somos, sabemos que fuera de esta cárcel que es el yo, está un infinito del que nada conocemos.

Aprehender a ese otro que está fuera de nosotros es la cura a la soledad. Atraparlo, hacerlo parte de nuestro ser. Devorarlo, asimilarlo… o ser devorados. Conocer al otro y que seamos inseparables. Es anhelo de eternidad; y el anhelo de eternidad es anhelo de salvarse del tiempo y de la soledad.

El vértigo del amor culmina en el silencio. El hambre de ser con otro; de ser en otro culmina en la duda y la desesperanza.

Ante ese terrible desasosiego, la vía negativa que Hegel explora con penetración espléndida está abierta. Para evitar esa sensación de soledad, lo más viable consiste en negar la presencia del otro que, en potencia, podría abandonarme.

El deseo, si lo concebimos como el ansia de poseer, es, aunque parezca paradójico, la búsqueda de negar al otro. De negarlo porque la posesión implica la sumisión. Y el sometimiento sólo es posible si antes negamos la libertad. Poseer es devorar; es convertir al otro en complemento de nuestro ser; instrumento de nuestros deseos o de nuestros llantos.

Al poseer lo deseado, evitamos la posibilidad de la soledad pues se entiende que aquello que nos pertenece no es sin nosotros. Esto es; es incapaz de dejarnos solos pues sólo existe en relación a nuestro ser. Más todavía: al hacerlo parte de nosotros, el deseo se extingue: no deseamos lo que es parte de nosotros, sino precisamente aquello que se nos rehúsa. Doble negación; negamos la realidad independiente de aquello que deseamos y negamos el deseo al poseerlo.

La tragedia circular de este proceso no se nos escapa; tememos a lo otro pues todo lo desconocido es capaz de herirnos. Y tememos aún más a aquel otro que amamos porque la herida provocada por su ausencia es aquella por la que nos abandona la vida: el tiempo. La cura que presenta Hegel estriba en negar la realidad de aquello otro fuera de nuestro ser. La negación se cumple al poseer al ser deseado. El deseo, pues, se cumple y el ser, saciado de sí, se encuentra en sí mismo.

Pero si se niega al ser deseado, entonces el deseo desaparece y nada ha cambiado. Negar al otro, someterlo, consiste no en derribar los muros de la cárcel, sino en hacerlos más grandes. El proceso vuelve a iniciarse.

Arrojados al mundo, desolados, descubrimos temblando al otro que, sabemos, refrenda nuestra soledad. Para evitar que nos abandone, lo sometemos. Sin embargo, al someterlo, lo negamos y al hacerlo, volvemos al abandono.

Esto ocurre, según Hegel, una y otra vez. En esto consiste el proceso dialéctico que, aparentemente infinito, va ensanchando al ser hasta que sus límites coincidan con los del cosmos. Cuando la criatura deje de serlo y alcance la negación final, donde el sí y el no se equivalgan, plenos de sí.

El desarrollo descrito me parece atinado, así sea escéptico de las conclusiones. No veo por qué la negación habría de detenerse en algún momento ni por qué la síntesis “final” no habría de generar a su vez su antítesis. Es decir; no veo por qué en algún momento el deseo habría de satisfacerse, como no sea fuera del tiempo; en un estado donde la muerte aparezca sin que ya existan los otros.

Para que el deseo desaparezca se requeriría que el ser haya asimilado todo. Pero en ese caso (desenlace que me parece poco verosímil), miserable milagro, ha quedado solo en medio de la nada. No hay ya nada fuera de él por lo que el tiempo se ha detenido. Es, pero al mismo tiempo ha dejado de ser.

Otra posibilidad es que en cierto momento, el ser desaparezca sin percibir que todavía hay otros objetos de deseo (y, bajo está lógica, de dominación), o que dichos objetos hayan dejado de poseer atractivos. Es una lógica que corresponde a la de Sade, en donde el disoluto posee, pero no desea; donde la impotencia y la concupiscencia son ya equivalentes pues se es indiferente a todo. En ese caso, no sólo se ha escapado de la soledad; se ha escapado de todo. El ser no ha triunfado: se ha extinto, esclavo de sus posesiones, inerte.

Lo mismo, pero en forma recíproca puede decirse del sometido. Amo y esclavo son partes del mismo juego dialéctico y a ambos los animan los mismos propósitos. El que es esclavo en forma voluntaria,  al negar su yo, niega la división entre él y aquel que lo posee. Se concibe como objeto: se ha transformado en objeto.

El impulso a la humillación y a la dependencia no brota de un origen distinto al apetito de posesión: es su espejo. El que se somete también desea la unión, pero la busca al ser poseído. Al negarse a sí mismo, se ha salvado de la soledad. Se ha transformado en parte de aquel que lo domina. Un estado de estúpida bienaventuranza que no nos es desconocida: obedecer, convertirse en instrumento, es confortante. Escapamos a la soledad, escapamos también a la responsabilidad.

Pero en este caso, también caemos en la contradicción: al negarse, el que ha sido sometido niega al tiempo, pero niega también su existencia. Ilusión vacua: el objeto no es el ser que lo posee: es un objeto. Y su existencia ya no es deseable, sino baladí. Ha perdido ser: se ha, literalmente, deshecho de sí mismo. No es sino ruido vacío de significado para nadie. Y menos todavía para sí mismo.

El que posee niega el ser del otro y termina encerrado en sí mismo; estéril. El que es poseído busca negarse a sí mismo y al negarse, desaparece, es objeto entre los objetos; in-significante. En ambos casos, el ser se calla.

Entre estos dos polos oscila la cura a la soledad. El poder y la sumisión.

Marx introduce en este punto al dominio de la materia, que para él es la negación fundamental. No se equivoca, con más que Hegel ya lo hubiera previsto: el primer paso en esta dialéctica es la negación del universo en su conjunto: sólo así es posible poseerlo. Nietzsche, apóstata de Hegel, no escapa tampoco a la lógica del amo y el sirviente, que formula en términos distintos (aunque no se me escapa que Nietzsche camina en distintas y muy divergentes sendas).

Desconozco si el proceso de negación descrito hasta ahora es inevitable en el ser humano. Constato, no obstante, que no tengo noticia de sociedad alguna, antigua o moderna, en donde no esté presente de una forma o de otra. La lógica de dominación no descansa en época, civilización o lugar alguno.

Existen quienes aseguran que este impulso es innato en los seres humanos; que somos una especie depredadora del medio y de la sociedad misma. Con todo lo terrible que esta idea pueda parecerme, no puedo negarla sin bochorno. En tanto que conscientes de sí (antes de eso, tal conducta no se manifiesta), ya la gran mayoría de los infantes se deleita con la apropiación de otros seres vivos. Goza con la tortura, con el poder de devastar lo que somete.

Otros razonan que eso se debe a que los seres humanos han sido criados en una sociedad donde la posesión y la sumisión son las actitudes preponderantes ante el universo.

No estoy seguro de cuál de las dos partes sea la verdadera; indudablemente la cultura moderna occidental exalta la lógica de la fuerza y el dominio. Es un ideal que nos rodea desde el nacimiento. Sin embargo, que en otras sociedades tales tendencias también estén presentes mina los fundamentos de esta idea.

Me inclino a creer, empero, que se trata en realidad de ambas cosas. Y procedo a explicarme.

Sin importar la cultura en la que hemos nacido, la escisión entre el hombre y el mundo; entre el hombre y los hombres, es inherente a nuestra condición.

Ante lo que nos rodea respondemos con miedo: aquello que está fuera de nosotros, exterior a esa realidad inexplicable que llamamos el “yo”, nos aterra. Antes del deseo de dominio; antes incluso de la sensación de soledad, nos sabemos arrojados al mundo. Ese es el primer sentimiento del que es consciente el ser. Descartes partió del “soy”. No se equivocaba, aunque cabría agregar “no eres lo que soy”. Y lo que está fuera de esa construcción real o imaginaria, su mera existencia, nos atemoriza.

El universo todo, pusilánimes y apocados, es para nosotros fuente de dolor. Y ante el miedo, la actitud natural del ser humano, por la propia conciencia, es explicarse ese miedo; explicar la existencia de aquello otro.

La primera forma de apropiarse del universo es el lenguaje; el lenguaje en tanto logos ordena y explica. Explicar corresponde a iluminar aquello que nos atemoriza, conocer equivale a poseer con el entendimiento. El conocimiento desinteresado, como alguna vez se llamó a la ciencia o a la filosofía no es sino una ilusión hipócrita. Una ilusión que encubre el miedo que preferimos callar.

En efecto, nuestra sociedad encuentra su base en el proceso de dominación, pero, por principio, toda civilización entraña ya una dominación artificial sobre el medio… y sobre los hombres. En el lenguaje, como padre de la sociedad y por tanto de las relaciones de poder, ya están los gérmenes del Estado: esto es, de la estructura de poder creada para reglamentar la conducta del ser humano ante sí mismo, ante la sociedad y ante el universo todo. Continuemos y no se nos escapará que en el Estado, por más pequeño que sea, por más en germen que se encuentre, ya late la semilla del totalitarismo pues lo primero que se somete es a la realidad misma a un orden que no es el del universo (si es que éste posee orden), sino el del pensamiento humano. Y dado que el ser humano es un ser social —fuera de la sociedad, apunta Aristóteles, el hombre es una bestia o un dios—, la situación parece de entrada inevitable.

Por ello considero que, en efecto, ya en el origen del animal hombre se encuentra la lógica del sometimiento. Nace ya en esa tautología terrible.

Empero, debo apuntar que resulta cuando menos digno de interpretar por qué si esto es así, nunca antes de este momento histórico tal proceso había llegado a amenazar la existencia misma del ser humano en tanto especie.

Con esto no me sumo a la insoportable cauda de predicadores del “fin de los tiempos” y del “peor de los mundos posibles”, no: señalo una realidad que no enjuicia al presente. No creo que el miedo, los dolores o las incertidumbres modernas sean peores que en pasados siglos. Tampoco creo que en ese sentido hayamos “adelantado” nada ni que esto sea posible. Señalo que, eso sí, es la primera vez que parece posible que arrastremos en nuestra caída (inevitable en su forma individual, tal vez) a la especie toda, e incluso, según algunos jactanciosos de las ruinas, a la misma vida del planeta. Aunque añado, aunque no es el momento de abordar este punto, que esto último me parece poco probable.

Precisamente esta pregunta me sirvió como base para pensar que aunque la lógica de dominio y servidumbre se encuentra en el ser humano mismo (y por tanto, en toda sociedad), es verdad también que ha sido formada por nuestra civilización moderna occidental.

Explicaré mis palabras: me parece que la pulsión de dominio ya preexiste y que es común a todos los seres humanos. Sin embargo, el hombre no nace constituido de manera integral. Continuamente se está construyendo. Y uno de los ejes de esa construcción se llama cultura. Esta de alguna manera es la que pone límites, encauza y frena esa ominosa propensión.

Puede parecer paradójico que señale esto de la cultura cuando anteriormente hice un juicio negativo de la civilización y del Estado (en ciernes o ya constituido). Pero quisiera separar, así sea de manera artificial, cultura de civilización. No todo lo que produce la civilización es cultura, si bien toda civilización nace de una cultura establecida.

Con cultura en este ensayo me refiero a las distintas actitudes que el ser humano toma ante el mundo que lo rodea, ante sus semejantes y ante sí mismo; con civilización me referiré a la forma en que esta cultura cristaliza en un código más o menos concreto: una praxis y al mismo tiempo un sistema, al menos en potencia. La cultura de los indios americanos, la del huichol, por ejemplo, comprende su forma de concebir al cosmos, a la naturaleza, a los miembros de su comunidad y a los otros. Es una visión integral. Empero, a lo largo del tiempo, esa visión ha cristalizado de maneras distintas; en distintos códigos y prácticas, de acuerdo a sus condiciones históricas (aunque la frase sea occidental, no encuentro otra más exacta). Otro ejemplo: los diversos pueblos mayenses a pesar de tener una base cultural más o menos compartida, a lo largo de su territorio y del tiempo han formado distintas civilizaciones. No es lo mismo la sociedad teocrática guerrera de los mayas clásicos que los de los actuales mayas de Yucatán, tampoco la de estos últimos y la de los lacandones (con todo y su palmario parentesco lingüístico) por más que entre sus cosmovisiones culturales haya continuidad.

Por cierto, no considero que los pueblos nómadas carezcan de civilización —ni siquiera de Estado en tanto autoridad y mando—, sino que la suya se despliega de otra manera y la jefatura es mucho más flexible y laxa. No hay pueblo alguno que desconozca del todo la lógica de dominación puesto que la vida en sociedad exige reglas y éstas se aplican, por más benignas que sean, de manera punitiva, lo que exige una jefatura, así sea relativa y débil. Ello, empero, no significa que las civilizaciones sean iguales ni que sea ni posible ni provechoso hacer una tabula rasa a todas ellas, como advertiré a continuación.

No niego, además, la imbricación más que orgánica entre cultura y civilización, señalo algunas diferencias que me servirán para establecer mi argumento.

Si la lógica de dominación es inseparable del ser humano (porque todo ser humano es consciente y la conciencia trae consigo el sentimiento de aislamiento), su cultura determinará en qué manera ese instinto habrá de encauzarse y qué límites tendrá. Se despliega en la cultura una serie de valoraciones acerca de lo justo y lo indebido; lo posible y lo improbable; lo asequible y lo inalcanzable; lo sagrado y lo profano. Advierto que esto lo expongo aquí con fines prácticos en una muy esbozada lógica binaria que aunque efectiva, en realidad es mucho más sutil y sus concepciones varían considerablemente de cultura a cultura.

Bien, en la mayoría de estas culturas, el impulso de dominación ha sido encauzado dentro de ciertos límites. No se niega (tanto sería negar al ser humano), sino que se controla y lleva a determinados cauces. Se señalan sus fines.

De alguna manera lo mismo hace la cultura occidental: es lícito poseer y dominar; es ilícito, en cambio, que ese dominio ponga en peligro la vida de alguno de los involucrados.

Sin embargo, en el caso de la civilización occidental, desde hace cientos de años se empezaron a expandir esos límites por la forma en que evolucionó el pensamiento de su cultura. Los filósofos griegos defenestraron a los dioses y, con ello, despoblaron al universo. Éste dejó de ser un territorio arcano, digno de respeto, temor, admiración o fascinación y se convirtió en objeto. Además, el platonismo separó de manera tajante al cuerpo del alma y consideró al primero inferior o pernicioso. Empero, la idea griega dejaba de lado la noción de utilidad en el sentido moderno: el universo era escala en la contemplación de las formas eternas según Platón; según Aristóteles, camino y formador indispensable del conocimiento.

El monoteísmo abrahámico, la otra fuente de donde abreva occidente, aunque no hace en un principio la separación radical del cuerpo y el espíritu, sí ha desacralizado a la naturaleza. Dios no es naturaleza: Dios es imagen del hombre y es cultura. Al mismo tiempo, uno de los mandamientos de ese Dios es humanizar al mundo: poblarlo, nombrarlo, conocerlo; dominarlo.

El cristianismo medieval fue un compromiso entre el monoteísmo judío y la filosofía griega, pero introdujo un tercer término: la encarnación. Además, con todo lo criticable que pueda ser la actitud de la Iglesia cristiana medieval, la propagación de la fe cristiana no fue sectaria, sino sincrética. No aniquiló los antiguos cultos y visiones; los atrajo y absorbió siempre y cuando no negasen la verdad evangélica.

La cultura no se uniformó ni desaparecieron del todo los antiguos cultos y visiones sobre la naturaleza: se integraron en un tenso y a veces forzado equilibrio. Un equilibrio que descansó en un absurdo para la mentalidad filosófica griega: la de un mediador; la de un dios que es espíritu y que, sin embargo, es al mismo tiempo, carne.

Con la modernidad y la caída irrevocable del dios encarnado, occidente puso fin a ese límite y a ese equilibrio.

Algunos, no sin cierta razón, considerarán que con la llamada secularización de la sociedad (que no de la cultura, al menos no enteramente) se rompieron las barreras que impedían el progreso del ser humano. Es verdad, si llamamos progreso a la dominación del medio por el hombre. Es verdad no tanto (o mejor, no sólo) por las trabas a la investigación científica o a la crítica a las verdades dogmáticas que imponía la Iglesia, sino porque al negar la verdad del dios creador, se niega de una vez todo vestigio de lo sagrado en la creación. Si para Santo Tomás —siguiendo a Aristóteles, quien palió la dicotomía platónica— el universo de lo visible era una escala en la contemplación de lo divino y a través de sus criaturas se percibía la gloria de Dios; para el moderno, al no haber Dios, el universo se ha convertido tan sólo en cifra desnuda de sentido. El sentido lo hace el ser humano: verdadero dios hecho carne, la humanidad da sentido al cosmos al explicarlo y dominarlo; dos disfraces de la misma lógica: las cosas deben su valor a la posibilidad de explicarlas, aprovecharlas; poseerlas.

En otras palabras, el Occidente moderno ha roto con todas las barreras que frenaban la explotación del medio: para él explotar es precisamente lo que da razón de ser al mundo. Y al hombre.

Esto no significa, subrayo, que otras civilizaciones no aprovechen el medio ni que el impulso a apoderarse de él sea en ellas inexistente. Toda sociedad sojuzga a la naturaleza, establece un orden distinto al del cosmos. Ordena, categoriza, valora; impone[1].

Empero, establece límites a tal dominio. La cultura occidental ha roto cualquiera de esos límites porque para ella el valor supremo es precisamente el poder. El poder y el dominio.

No es tiempo de discutir si los límites que otras culturas establecen al dominio sobre el medio son fruto del temor irracional; a un conocimiento heredado por sus antepasados o a una sabiduría inconsciente. Lo cierto es que hoy descubrimos que estos límites no eran desatinados. Mitos como el de los dueños de la tierra en Mesoamérica o imágenes como el de las diosas de la cosecha señalan sucesos que hoy los científicos formulan con un lenguaje distinto: el complejo y delicado equilibrio en la naturaleza; las consecuencias de alterar dicho equilibrio. El continuum entre lo animado y lo inanimado, entre el hombre y la naturaleza.

Si pasamos del ámbito natural al social, advertiremos que la forma en que Occidente trata a la naturaleza es análoga a la que mantiene con los seres humanos.

En este caso, los occidentales solemos vanagloriarnos de nuestros valores sociales. «Al menos en eso», solemos repetirnos, «sí hemos avanzado respecto a otras civilizaciones».

En efecto, en Occidente no hay sacrificios humanos, tampoco lapidaciones,  linchamientos rituales o castigos corporales excesivos. O, al menos, no son bien vistos.

Acepto de buen grado que ese tipo de ferocidad está ausente en Occidente. El crimen pasional, ritual o “irracional” es censurable en una sociedad que se mide con la lógica de la utilidad y del poder. En otras palabras: si esos crímenes nos parecen reprobables es simplemente porque son cometidos en nombre de unos valores que no compartimos, que nos parecen ilusorios. Porque no derivan en ningún provecho.

En cambio, cuando el asesinato de miles se justifica en nombre de la razón; de la nación o del progreso (todos ellos, máscaras del verdadero dios: el poder), no nos alarma de la misma manera. El despido de miles de empleados, arrojados a la indigencia y a la impotencia, en nombre de las variables económicas del mercado incluso nos puede parecer saludable. Para una sociedad que venera al poder, la única manera de valorar lo bueno y lo malo es en razón de la utilidad. Lo “bueno” es lo que nos permite aprovechar más, aumentar las ganancias; conservar el poder sobre el mundo; sobre los hombres.

Si pasamos del ámbito público al privado, la cuestión no es menos sino más evidente. El “mejor” es aquel que posee más; el mejor es el que tiene más poder. La hombría (y cada vez más, la femineidad) se mide por el número de conquistas del individuo. Lo mejor no es lo más durable ni lo más útil ni lo más bello, sino lo más caro o lo más abundante.

¿Por qué amamos poseer? Porque con ello validamos que tenemos más poder que los demás y que, en consecuencia, nuestro poder los subyuga.

Pero aunque lo parezca, esto no sólo aplica en la esfera de las relaciones políticas y económicas. La forma en que concebimos a nuestras parejas sentimentales es otra (donde la forma de dominación a veces alcanza formas brutales). La valoración intelectual y en ocasiones hasta artística puede fácilmente ser expuesta en estos términos (el mejor artista es el que más ha expuesto su obra; la obra intelectual se mide en razón de tener más ediciones o mayor alcance).

En otra esfera, el fetichismo por ciertos objetos (desde el oro hasta los artículos de lujo como el mentado bukanitas) estriba en que uno pude poseerlos y otro no. Esto lleva al deseo; el deseo, a la relación entre sometido y dominador. Al tener lo que otros no pueden establecemos una relación erótica de signo negativo por una ecuación elemental. Deseo conlleva relación física y psíquica; esa relación en este contexto lleva a otra: el deseo da poder sobre el otro. Y a través de ese poder, lo negamos.

Al final, el mundo moderno encarna de manera patente, aunque frívola, la lógica de posesión-servidumbre de Hegel. Todo es objeto, incluyendo a nuestros semejantes, y nuestra manera de valorar está en razón de los objetos que podemos poseer.

Paradójicamente (de nuevo siguiendo las observaciones iniciales sobre Hegel), si medimos nuestra significación a partir de aquello que podemos poseer, terminamos debiéndole nuestro ser a éste. Somos creación de nuestras pertenencias; sus esclavos. Culmina en lo que antes llamé un solipsismo sadiano y en su miseria: quien domina, al ser indiferente a los objetos que posee, acaba atado a esos objetos.

¿De qué manera se puede calificar a alguien o algo que es originado por objetos? Objeto entre objetos, el que posee y el sometido terminan siendo lo mismo. Son objetos entre los otros objetos: in-significantes.

La ferocidad occidental no es ritual ni pasional; es lógica; es objetiva. Pero, objetos entre otros objetos, somos usados, explotados y desechados con la misma premura. Y con la misma indiferencia.

Es hipócrita ya glorificarnos de nuestra civilización. Acaso no hemos descubierto en cuanto a relaciones humanas sino otra forma de depredación, menos ostentosa en lo general, pero en más efectiva (porque en este texto no quise recurrir a las evidencias trilladas de las guerras, holocaustos, campos de concentración y demás “progresos”).

Insisto: con esto no pregono una supremacía de otras culturas sobre la occidental. Entrar en la Historia es presenciar un desfile de fenómenos; de crímenes. Una civilización sin jefes y sin siervos es ajena a los seres humanos precisamente porque la lógica del amo-esclavo es natural a la conciencia; es una salida —falsa, si se quiere— a la soledad, a la alienación. Lo que sí señalo es que la crítica a Occidente es una tarea inaplazable dado que la lógica seguida por ésta, la civilización que en este momento parece triunfante en todo el mundo, descansa en un equívoco que nos afecta a todos. Las consecuencias de su actitud ante la naturaleza son intolerables ya. Por no hablar de la degradación que ha traído a las almas; a las relaciones humanas, a las ciencias (reducidas a agentes para la consecución del poder) y a las artes (convertidas en objetos de apropiación en esta lógica).

¿Es posible escapar de la vía señalada por Hegel; la que afirma a partir de una negación inicial? No lo sé. Me parece que en tanto seres humanos, es imposible desprendernos de ella del todo. La respuesta estaría más allá de los hombres: en el santo o la bestia: antes o después del lenguaje.

Pero entonces ya no hablaríamos de hombres. Ése es un camino que al mismo tiempo me admira y me aterra. Me admira porque creo que es una labor que cada hombre debe intentar al menos: es la culminación quizá nunca posible (y eso sí, siempre cambiante) de esa construcción que llamamos vida. Me aterra porque nunca faltarán iluminados que pretendan redimir al mundo imponiendo por la fuerza sus verdades: ingenieros de almas.

De cualquier manera, ¿hay por lo menos otra manera de relacionarse con el mundo y con los hombres en tanto que seres humanos? A pesar de pecar de optimista, creo que sí[2]. La vía negativa no es la única, así sea la que, al parecer, entraña menos riesgos y más recompensas (aunque se nos revelen como ilusorias). La contemplación no siempre lleva al deseo de posesión, sino también al anhelo de comunión.

La comunión y la posesión se asemejan en aparecer como relaciones que el ser establece con lo otro, pero las diferencias terminan ahí. En la comunión ya sea estética, religiosa o filosófica (que, probablemente, tienen un origen común) está ausente el deseo de poseer y en cambio, surge el reconocimiento; el asombro ante el mundo y ante lo que se presenta como una identificación del ser en el otro; en lo otro. Una identificación efímera, probablemente, pero que en cierta manera da realidad en esos breves instantes a nuestra existencia.

La ciencia misma, lejos de ser una esclava del mundo occidental, nació también de esa admiración ante el cosmos, si bien la ideología de nuestro mundo ha convencido a muchos que explicar los mecanismos equivale a poseer la llave del ser y la han sometido al poder.

La comunión puede manifestarse como arte, mística, rito, fiesta, amor, erótica. Es la respuesta a la vía negativa aquí expuesta, su otra cara: un sendero que todas las civilizaciones han mantenido abierto y que explica que no todo en la historia haya sido matanza y desdicha. Un sendero que, esa es su tragedia culmina en un instante para después desvanecerse. No niega al tiempo: lo descubre: vive en él y lo re-presenta.

Pienso que el diálogo entre estas dos vías apenas esquematizadas en este ensayo ha dado fecundidad a las civilizaciones y culturas. El rito sirvió para unir lo que la sociedad separaba; la fiesta, el carnaval, la locura sagrada, fueron formas de una lógica que mantuvo la salud de todas las sociedades. En Occidente, la fiesta medieval fue la otra cara del adusto cristianismo; a la implacable y repugnante ley moral de las iglesias cristianas se le contrapuso el amor del crucificado; a las castas en la India, los amores de Krishna y Radha; a las feroces teocracias guerreras mesoamericanas, la diosa terrenal, la madrecita, que recibe y absorbe; a Confucio, Lao-tse. A la razón depredadora; la risa y el asombro.

La nostalgia es inevitable, pero pretender reestablecer alguno de esos diálogos antiguos es imposible y en ocasiones, peligroso. Los totalitarismos nacen de epifanías del pasado o del futuro. Además, muchos de dichos diálogos nos son enteramente lejanos. No se puede revivir a Dios, señaló Nietzsche.

Lo que sí creo posible (aunque tal vez sea una esperanza infundada) es reiniciar ese diálogo: encontrar nuevos límites, percibir lo sagrado y respetarlo. La belleza lleva a la veneración; la veneración, al respeto. Si, como nos dice la ciencia moderna (y, antes que ella, los poetas), todo está en constante comunicación tanto biológica como físicamente, entonces las verdades míticas de nuestros antepasados eran ciertas. No podemos revivirlas, pero sí traducirlas a nuestro lenguaje actual: recrear lo sagrado en cada instante.

Éste, creo, será en todo caso una visión interna; individual. ¿De qué sirven las campañas en favor de la ecología, de la democracia y de la tolerancia en un mundo obsesionado con el poder? El gobierno, la educación, los medios, hipócritamente pregonan estos valores cuando en la práctica siguen venerando y publicitando al dios del poder que produce dividendos jugosos. ¿A quién puede sorprender que cientos en nuestro país o en cualquier otro veneren a las armas (símbolo de poder) o al dinero (poder socializado). ¿A quién, que una generación vea en el narcotráfico o la violencia una forma válida de ser “importante”, si se pregona que fuera del poder y el dinero nada hay realmente válido y real? Que la pobreza, la generosidad, el respeto propio o a los otros son sólo palabras huecas sin nada valioso. El cambio no vendrá, si viene, de los gobiernos, sino de los individuos.

Este cambio cultural, de darse, por supuesto cristalizará en una civilización (es inevitable, el ser humano es social y como dije al principio de este ensayo, no puede negar la situación de dominio). La tarea, sin embargo, es crear una sociedad lo más justa que podamos, lo menos represiva que nuestra imaginación alcance. Inevitable es que en ésta aparezcan nuevos crímenes e iniquidades (los hombres son falibles). Hay que juzgar a todos los paraísos en la tierra y las utopías históricas (el paraíso, en todo caso, es un instante tan sólo; siempre un instante). Juzgarlos, no negar el valor presente en ellas; su generosidad. Como no hay sociedad perfecta, lo único posible es mantener presente la única forma de censurarla, de re-crearla, de corregirla (sin un término, sin una perfección; movimiento): la crítica y la imaginación.

La sociedad es invención, pero está fundada por los hombres que son creación y crítica. Hay en ellos, además, más que la colectividad. Es imposible escapar a ella, pero nuestra vida, nuestra verdadera vida, es ajena a la sociedad. Es un instante bajo la sombra, el camino; un cuerpo, una sonrisa en las mañanas. Es ese instante que llega y se desvanece.

Es ese el camino que cada uno debe recorrer. Un camino sin término y quizá sin punto final. El de la libertad, el más peligroso de todos. El camino de construirse[3].

Un camino que libremente los seres humanos habremos de elegir. Los seres humanos u otro ser que tome las riendas donde las dejamos.






[1] Ello explica por qué al contacto con Occidente, muchas culturas sucumben. Ninguna de ellas es enteramente ajena a la lógica de dominación del medio y de los hombres. Habían establecido límites a la explotación de la naturaleza, pero las naciones occidentales violan una y otra vez dichos límites al parecer sin las sanciones previstas. El capitalista tira el bosque sagrado y los espíritus no lo castigan; rompe las leyes de pureza y no parece afectarle en lo más mínimo. Viola impunemente las leyes conocidas. Si no más sabio, sí parece más poderoso. Y, así, su poder es digno de envidia; su forma de ser, imitable. Hoy, cuando las consecuencias de dicha explotación están a la vista de todos, podría ser el momento en que se revaloricen los conocimientos y prácticas de estas culturas. Lamentablemente, los medios son más poderosos que la reflexión, el análisis o la tradición y, a pesar de todo, las maneras occidentales, que han mostrado estrellarse contra un muro, siguen siendo el modelo universal, tanto para los políticos en turno y para las grandes masas, como para los mismos pueblos de culturas hoy minoritarias. Es natural: la educación (que sigue, a pesar de todo, siendo eurocéntrica), las misiones religiosas (que prometen con la conversión una “mejor vida”; curiosa inversión de los términos religiosos tradicionales en Occidente) y sobre todo la televisión imponen el mensaje de nuestra sociedad: tener es lo único que vale; el poder es la medida del valor.

[2] Un dato interesante es que aunque las relaciones de poder en efecto son universales; no lo son las valoraciones que de ellas se siguen. Por ejemplo, la mayor parte de los pueblos nómadas no valoran la posesión de objetos que conciben no como dignos de ambición, sino como cargas que hay que evitar en la medida de lo posible. Pongo este ejemplo porque cristaliza en una cultura y civilización; no se trata de ejemplos individuales: de palabras de filósofos o santos. Ni Thoreau ni Lao-tse ni Diógenes ni San Francisco de Asís: una colectividad. Eso muestra que ni el ser humano ni sus sociedades están enteramente constituidos.

[3] Alguna vez, emocionado, lo dije con otras palabras “lo único que vale en esta vida es ser santo”. No me desdigo, uso otras palabras para evitar que se interprete esto como un llamado a la vida religiosa entendida esta dentro de una Iglesia. Santidad, creo yo, es un término que se refiere a otra cosa ajena a las instituciones: a participar del cosmos; a participar de lo sagrado.

domingo, 2 de febrero de 2014

De lo inevitable


Incapaces de pensar fuera de los límites de nuestra civilización, tendemos a juzgar como naturales e inevitables nuestras creencias.

Esto no es sorprendente: el universo humano, la cultura en la que nacimos, nos rodea fatalmente. La cultura no es para el que vive en ella ni una construcción hueca ni una idea del mundo ni una estructura vacía. Es el universo: tan real o más que el suelo que pisa pues merced a ella da sentido a todo lo que le rodea.

Los occidentales nos ufanamos de la "verdad" de nuestra ciencia y valores; del "progreso" frente a un mundo de mitos y miedos. Una idea más cándida que real: la vida fuera del mito, fuera del orden que éste da al mundo es imposible, tanto sería un mundo sin lenguaje. Nuestros mitos tienen nombres distintos: ciencia, política, verdad.

No es distinta la actitud de otras culturas: el hombre medieval sabía que la verdad había sido ya señalada y que ahondar el conocimiento de ella era la única libertad.
También es natural que nuestras certidumbres nos parezcan el pináculo de la condición humana (cuando no divina o natural). Es el mundo en el que nacimos, y nos es habitual considerarlo el único posible.

Frente a otras formas de concebir la realidad, reaccionamos con pesada indulgencia, disimulada repulsión o violencia franca. Aquellos otros son seres imperfectos, lisiados o, en el peor de los casos, antagonistas. No hay sociedad humana que desconozca estas actitudes. Occidente no inventó la exclusión de los otros, acaso le dio un rostro más grotesco y reconocible.

El monoteísmo y la idea de verdad única son posibles causas del rostro terrible con que Occidente se ha dado a conocer; un rostro que, hay que decirlo, es el nuestro. Todos, casi sin excepción, somos hijos de Occidente. Ni China ni la India ni Japón son hoy ya reconocibles sin la cultura que adoptaron de Europa sus élites.

Sin embargo, no hay que menospreciar a otras culturas: el verdugo ya los habitaba. La Verdad plural de la India no se opone a nada salvo a aquello que esté fuera de su visión del mundo. El mundo fuera del Imperio celeste no es propio de humanos. El nombre de "bárbaros" no lo inventó la modernidad. Tampoco el de chichimecas.

Lo que en verdad distingue a una cultura de otra es la forma del castigo a la diferencia. Las culturas mal llamadas "primitivas" en general adoptan el ostracismo; un mal muy menor si lo comparamos con las hogueras, los holocaustos, la segregación por clase, raza, "educación" o "ley kármica". Del ostracismo uno puede rehabilitarse; no de ser negro, de pertenecer a una cultura distinta o de ser un "fuera-casta". No del asesinato ni del crimen de estado.

De todas las culturas, ninguna mostró tal ferocidad contra los otros como la occidental. Heredera de un Imperio y de una religión de verdades únicas y universales, la modernidad perfeccionó la matanza.

El espectáculo de los dos últimos siglos habría de borrar el optimismo de los que todavía creen en progresos. Se pregona que hemos aprendido de nuestros errores, que si bien la modernidad trajo al imperialismo y al racismo más depurado, también permitió la crítica y el diálogo acerca de las verdades monolíticas de pasado.

Dos argumentos pueden oponerse a esa visión optimista.

Buda criticó a la sociedad hinduista hace más de dos mil años, creando una ética que nada tiene que envidiar (tal vez sí al contrario) a la del "moderno" más "progresista". San Francisco de Asís realizó una crítica política y social que cimbró a una Iglesia reacia a cualquier cambio. Akbar mostró que el Islam puede abrirse a otras visiones de mundo a pesar de su discurso integrista.

Para qué seguir: la crítica no nació con la modernidad. Ni Sócrates ni Lao-tse hablaron inglés.

Es posible argumentar que esas personalidades fueron excepciones: que hoy la discusión y la apertura son cosa común. La democracia alcanza, pues, a la crítica intelectual. Hoy todos analizamos y sopesamos todo.

A eso puedo contrastar el segundo argumento antes anunciado.

En efecto, la modernidad permitió la crítica de las verdades aceptadas como irrefutables. Pero su crítica se detiene ahí. Critica lo que está fuera de ella. No es algo distinto a lo que hace cualquier otra civilización: critica aquello en lo que no cree, lo cual no es sorprendente. Critica las verdades de una religión en la que ya no cree; de unas civilizaciones que no son las suyas; de un sistema político que ya está en decadencia.

¿Qué hubo y hay discusión en Occidente? No más que en el Medioevo, sólo que los términos y los motivos han cambiado. Se dirá que aquellas eran discusiones sin un fondo real; parloteo infructuoso sobre engaños. Tal vez, pero esas palabras fueron la sangre de una época, tan reales e importantes como las que nos obsesionan. Y la idea de discusiones más "reales" sólo nos revela qué tan encerrados estamos en nuestro mundo, del que nos es posible salir: para nosotros, sólo nuestros problemas son importantes, sólo ellos merecen ser atendidos.

No niego con esto que la modernidad se haya criticado a sí misma. Heidegger, Camus, Marx o Nietzsche son algunas de las personalidades que pusieron en crisis —siguen haciéndolo— los supuestos del mundo moderno. Sin embargo, no estoy seguro que estos heterodoxos sean relativamente muchos más que aquellos que llegaron a poner en duda las verdades de otras épocas. Tampoco es seguro que todos ellos hayan criticado los fundamentos mismos de todo el edificio de la modernidad. Marx, por poner un ejemplo, centró su feroz análisis en la economía y, supletoriamente, en la política, que él consideró el problema esencial de la humanidad. Sin embargo, dejó intactos los valores surgidos del Siglo de las luces: la adoración del poder, de la agresión, de la máquina y del llamado "progreso". Para él, como para todos los occidentales, el hombre es un ser que se apropia del medio por la violencia.

Ignoro si esa hambre de dominación es la condición humana original, o si tal condición siquiera existe; es indudable, en cambio, que es la civilización occidental la que no sólo ha sancionado, sino que ha endiosado como virtud al poder sobre los otros. Un ídolo a veces encubierto, otras expuesto en su rostro más aterrador.
Pero me salgo del propósito de este breve ensayo. Retomemos.

Es verdad que la civilización occidental generó a sus propios críticos, algunos más perspicaces que otros, empero ninguno de estos ha tenido apenas repercusión en la forma en que los hombres de estos siglos han vivido (lo que no puede decirse de, digamos, Buda o Lao-tse). Ni Kierkegaard ni Wittgenstein son apenas conocidos fuera de unos cuantos círculos. Y los escritos de aquellos otros que han conseguido un público más amplio han sido mutilados de todo aquello que no concuerde con la ideología moderna. Nietzsche ha sido usado para justificar una doctrina de la violencia racial y Marx como inspirador de una mascarada de represión apenas sin parangones en la historia universal.

A decir verdad, la discusión de las premisas básicas de todo el mundo occidental es apenas existente. El ciudadano común nunca se pregunta si lo que la sociedad sanciona como correcto es válido o no. Es el mundo en el que vive y eso le basta.
Con esto no quiero decir que para que un cuestionamiento sea válido es necesaria su popularidad. No es así, aunque las grandes convulsiones de la historia siempre han sido provocadas por el pueblo.

No me refiero con esto a que las ideas que las hicieron nacer fueran populares (algo que en ciertos casos, es imposible de saber), sino a que primero fueron interiorizadas por la población en general. La Revolución del neolítico no fue obra de un grupo de revolucionarios profesionales. La caída del mundo antiguo era un hecho consumado en el clima de la época.

No se trataron, por supuesto, de cambios armados ni de tiempos de proclamas populares. Los verdaderos grandes cambios no son precedidos de ese tipo de movimientos. Al decir que los grandes cambios fueron provocados por el pueblo me refiero a que hubo primero un cambio en la mentalidad de la mayoría de los individuos. Un verdadero cambio de época; el clima intelectual había sido transformado en la mente no de las élites, no de los intelectuales: en todos.

Tampoco quiero decir con esto que estos cambios no hayan tenido un origen. El advenimiento del cristianismo fue debido a varios factores, pero hubiera sido imposible sin la personalidad de Jesucristo (existiese o no, lo mismo da).

No importa si los cambios fueron espontáneos o inspirados (apenas si debo añadir que nunca o casi nunca dirigidos) por algún personaje o grupo. Lo que nos atañe es que la forma de ver el mundo ya era caduca en la época toda.

Hay signos en nuestra época de tal cansancio de los viejos modelos. Las pasiones que encendieron la vida de los dos pasados siglos están en crisis. Sobre todo, la política se encuentra desprestigiada. De la idea de Revolución como se concibió por la modernidad hemos pasado a reivindicaciones particulares o al acomodo dentro de la esfera burocrática.

Esos signos, empero, no anuncian algo nuevo. Hasta ahora no hay nada que suceda a los pasados mitos. Tampoco hay rebelión o desobediencia. Hay frustración y conformidad. El mundo ha perdido su brillo. O, mejor: a decir verdad, nunca lo tuvo. Esa es la verdad y hay que aceptarla.

Una parte —muy minoritaria— de la población ya no cree en los viejos mitos, pero los acepta como irrevocables. Ha perdido el ímpetu y la sangre.

Por otro lado, la inmensa mayoría de las personas simple y llanamente nunca han cuestionado los valores de la sociedad.

La televisión, el cine, la música popular, las instituciones estatales y académicas propagan esos valores. No hay espacio público, y apenas si privado, para la crítica de la ideología dominante. Atrévase alguno a ventilar esos temas en alguna discusión y lo tildarán de loco, si no lo mirarán con infinita deferencia.

Ni siquiera en los espacios académicos es frecuente el cuestionamiento a los valores surgidos de la modernidad. La mayoría de los universitarios da por hecho el mundo en que vivimos. La idea de que la imagen de lujo, poder y comodidad que aparece en los anuncios de televisión y en las películas de cine es deseable por sí misma es aceptada sin cuestionamientos.

Me refiero a los estudiantes y académicos de ingeniería, medicina, arquitectura, derecho, pero también los de filosofía, artes, ciencias, literatura.

De cualquier manera, la población universitaria frecuentemente se asume como crítica. Sale a las calles, opina en redes sociales, vota por el candidato de "izquierda", apoya la defensa del petróleo y de la soberanía nacional.

Es lo que se espera de ella, es su lugar en el orden del mundo.

Pocas veces, empero, se pregunta por qué es deseable el "desarrollo", la "modernización" que, piensa, se logrará con el petróleo. No le es posible mirar desde fuera del modelo que doscientos años han impuesto.

No es capaz de mirar fuera de los partidos políticos, de las coordenadas de izquierda, derecha, centro; presidentes, diputados, representantes.

Nunca cuestiona la idea de que poseer más es vivir mejor. Y que eso constituye la felicidad.

En fin, menos todavía cuestiona la idea de nación. Asume que el bien encarna en algo que es llamado "nuestro país".

O tal vez sí lo hace —no lo sé— pero en su vida diaria actúa como si no lo hiciera.
Gabriel Zaid escribió recientemente un artículo en donde hace una cronología de los hitos que han resultado "favorables a la vida humana" (que, apunta, es tal vez una manera de definir el progreso).

No discuto la existencia de tales hitos, tampoco soy el indicado para hacer correcciones cronológicas. Lo que sí apunto es que en primera instancia, la idea de "progreso" tiene una carga semántica que Zaid elude mentar directamente: la de perfeccionamiento.
La noción de un mundo que va mejorando y del cual somos el pináculo es quizás la más popular en la historia de la humanidad. Esto resulta natural, pues como he intentado mostrar, nos resulta increíble que nuestro mundo no sea sino uno entre muchas posibilidades. Menos todavía considerar que este universo que hemos creado no tenga alguna lógica secreta.

Anteriormente he escrito que hablar de progreso en el mundo natural es injusto, ya que si bien se puede señalar un innegable proceso de creciente complejidad, la existencia de éste no debería ser causa de sorpresa. Que lo complejo venga de lo simple resulta casi un axioma, aunque a veces un mecanismo (por llamarle de alguna manera) biológico precisa, por razones de adaptación, simplificarse.

La complejidad no es mejor: es más compleja. Ni lo más complejo es más eficiente ni se adapta necesariamente mejor. Tampoco es más bello ni más bueno ni más verdadero (recordando los clásicos griegos). Por otra parte, lo simple tampoco puede ser calificado con estos términos. Todo depende de un universo con múltiples y cambiantes situaciones.

Los mismos biólogos (y no entremos al terreno de la ontología: ¿por qué es mejor lo vivo que lo inerte?, ¿lo existente que lo inexistente?) aceptan hoy que la evolución, ese caballito de batalla de los creyentes en las sectas "científicas", no implica mejoramiento, sino cambio. Adaptación a unas condiciones que resultan completamente aleatorias y que no es posible calificar en forma ninguna. ¿Es mejor el mamut o el elefante? Ninguno: se adaptaron a distintos ambientes.

Tampoco el ser vivo más adaptable (el cual frecuentemente no es más, sino menos complejo) es mejor que los otros, pues en condiciones particulares, esa adaptabilidad supone una desventaja.

Las cucarachas, la hormiga de fuego, las ratas y los humanos somos actualmente las especies más exitosas (especies, no géneros ni familias) y pensar que el progreso del cosmos —que es adonde gran parte estos pensamientos se dirigen— lleva a nuestra existencia es una reducción un tanto cuanto irritante.

El antropocentrismo que conlleva esta idea puede llevar a las nefastas conclusiones que ya conocemos. Las religiones abrahámicas condenan al mundo o lo consideran parte de un camino que lleva al hombre, suma del cosmos. La segunda parte de esta noción no carece de belleza, pero con frecuencia va asociada a la primera: si somos la corona de la creación, somos sus dueños y amos. No la flor y el fruto, sino la bota y la cadena.

Por otra parte, hay una trampa de hecho en considerar el camino del cosmos como una línea que lleva al hombre. No sólo implica relegar todos los eventos que puedan parecer un "retroceso" o un aplazamiento de la meta a la que se supone va dirigido el tiempo, sino olvidar los innumerables accidentes que condujeron a nuestra existencia. Es olvidar la extinción del Pérmico, las sucesivas glaciaciones y eras volcánicas; la desaparición de organismos que habían prosperado y sido la "corona" de la creación por millones de años...

Que con pericia se puedan seleccionar momentos que lleven a hacer pensar que el cosmos mismo fue evolucionando para hacer posible nuestra existencia no resulta extraordinario. De la misma manera podríamos hacer converger la historia natural en el surgimiento del más pequeño artrópodo. Todo lo existente es la suma de todo lo que ha existido. Un milagro y al tiempo una nonada.

El destino es otro nombre del azar.

Más reciente e ignoro si más peligrosa es otra noción que surge cuando abandonamos el terreno natural y el ser humano, la Historia con mayúsculas, hace su aparición: la de que los valores y certezas de nuestra civilización moderna son mejores que cualesquiera otros.

Si en el campo de lo natural, la selección de "avances" resulta cuando menos caprichosa, esto se torna más deficiente y debatible cuando de la historia humana se trata.

En este caso no se puede hablar siquiera de una creciente complejidad. No queda ese recurso, pues todas las sociedades son tan complejas y simples como quiera verse, dado el caso. Ni en lenguaje ni en valores ni en materia artística hay apenas diferencia entre distintas civilizaciones en cuanto a grado de complejidad o en el más resbaloso asunto de la calidad, si es que se puede medir esto.

Los admiradores de la técnica (a la cual disfrazan del nombre equívoco de "ciencia", que no es lo mismo), gustan de contrastar los "logros" de nuestra época con otras y con los de otras civilizaciones. Señores del átomo, creadores de las computadoras, del chip y de las telecomunicaciones, sin duda hemos "avanzado".

No niego los descubrimientos de la ciencia. Al contrario, apunto que su método de observación junto con la enorme curiosidad que, dentro de su campo, poseen muchos científicos, ha ensanchado las posibilidades de la imaginación (y a pesar de lo abstracto de gran parte de su producción, también de los sentidos). Absurdo sería no reconocer que la ciencia médica ha conseguido ayudar a millones de personas en todo el mundo.

Lo que sí apunto es que esos conocimientos necesariamente son integrados dentro de una visión de mundo. En el caso de occidente, el de un universo inerte que es, de hecho, espacio para el uso humano, que carece de valor si no es el de explotación.

Un conocimiento objetivo es imposible porque inevitablemente traducimos el universo a términos humanos. Más todavía, a términos de nuestra cultura.

¿Por qué Occidente descubrió constantes naturales (llamémoslas así para simplificar) mientras otras civilizaciones no? Simplemente porque tales conocimientos resultaban significativos en su noción de mundo.

El método científico fue sistematizado por Occidente, pero miles de años de observación y experimentación dieron una gama muy amplia de conocimientos a las distintas culturas que ha creado el hombre. Unos conocimientos que, hay que subrayar, les eran significativos en su entorno y para su forma de concebir al universo.

¿Cómo hablar de progreso (como mejoramiento) después de los dos pasados siglos? Más eficiente se ha hecho la maquinaria de destrucción; han aparecido formas de alienación desconocidas en otras épocas (otras, no lo dudo, han desaparecido). Cada sociedad genera su propio infierno.

¿Y qué decir de la idea del progreso como la creación de "un espacio favorable a la vida humana"? Más adecuado sería quizá decir "favorable a la vida humana tal y como la concibe Occidente" porque en términos ecológicos no estamos precisamente en el mejor momento para el animal hombre. Eso para no entrar en victimismos sociales, políticos o culturales. Quizá en otras épocas vivían con temores iguales o más grandes que los que hoy nos aquejan, pero ello no implica que la soledad, el miedo o el malestar hayan desaparecido de nuestro horizonte. Tampoco que sean más llevaderos.

Occidente ya no vive bajo el temor de una conflagración de clanes rivales (o tal vez sí, sólo los llamamos de otra manera), pero la violencia desatada por el crimen organizado, por el Estado o por la simple incertidumbre de la soledad no son menores. En ese sentido poco o nada hemos avanzado… y dudo que siquiera sea deseable que progresemos.

El mundo de hoy indudablemente es más favorable que otros a nuestra forma de vida… Una verdad incuestionable por el simple hecho de que nuestro modo de vivir fue creado por el mundo que hemos construido.

¿Es concebible un mundo distinto incluyendo los conocimientos científicos que hoy tenemos? No veo por qué no. Se trata simplemente de una forma distinta de interpretar estos hechos.

Hace poco leí una entrevista en donde un neurólogo afirma con gran precisión que ninguno de los conocimientos de los mecanismos neuronales niega la noción de alma. No la niega porque en esta noción no hay nada que objete que ésta pueda manifestarse mediante determinado proceso biológico. Los mecanismos no explican al ser; describir no es descubrir lo que es de la misma forma que los mecanismos biológicos de un árbol no explican la belleza de este bosque ante mí. La realidad es en sí misma.

En este sentido es paradójico que uno de los pensadores que inauguró el pensamiento occidental, Kant, haya preludiado su evaluación. Todos hablan de él como del filósofo de la razón, pero olvidan que la Crítica es precisamente eso: una crítica. Kant afirma que todo conocimiento de la realidad será una reconstrucción humana. Y una, además, condicionada por nuestra cultura. Una sabia lección para aquellos que olvidan que las cosas en sí, nos son ininteligibles pues las hemos de ver en relación y desde nuestro mundo.


¿Ello implica que ningún conocimiento es real? No. Implica, en todo caso, que ese conocimiento siempre ha de ser reinterpretado y que nuestra interpretación no es superior a la de otras culturas. No se trata de negar al mundo; se trata de negar la presunción de que el universo gira en torno al hombre; a una forma de entender lo humano.


César Alain Cajero Sánchez

Sobre la forma en la literatura  César A. Cajero Podemos definir en este momento y provisionalmente a la literatura como aquella...