lunes, 17 de diciembre de 2018


Literatura e interpretación


César A. Cajero Sánchez

¿Qué sucede en el caso de la literatura? Podríamos en un primer momento ubicarla en lo que en la primera parte de este ensayo llamé “artes contemplativas”. En efecto: concebimos la obra literaria como un todo integral que ha sido forjado por el autor y que experimentamos pasivamente, que no tiene un "intérprete" visible.

Por supuesto, en el arte literario sólo difícilmente podemos hablar de un intérprete que actúe frente a un público, como en el caso de la música o la danza. Hay, sin embargo, nexos ya muy evidentes con este tipo de artes. No es necesario hablar del más obvio: el de la dramaturgia; está también la unión intrínseca y casi indisoluble entre la lírica y la música, así como aquellas historias que han servido como principio de diversas obras coreográficas. Existe un continuo entre las diversas artes.

A pesar de esto, podríamos decir que, sin tomar en consideración para este trabajo a los cuentacuentos y a los declamadores, la literatura se entiende en los tiempos modernos como un arte que se experimenta de manera individual, sin un intérprete manifiesto.



Una vez más es necesario recordar que esto es cierto sólo desde el punto de vista más evidente. En el caso de la literatura —inclusive en la moderna, en una cultura donde se privilegia al texto escrito—, sí debe haber alguien que “le dé cuerpo y forma material a lo que no son más que indicaciones en un papel”. Alguien que reviva esas palabras y las recree; las haga de nuevo presentes. Ese alguien, por supuesto, es el lector.

Aunque ya anteriormente hemos expuesto que tanto la arquitectura como las artes plásticas y el cine requieren de una interpretación y recreación —dado que no hay arte si no hay quien lo padezca[i] —, en el caso de la literatura, la experiencia de esta recreación, la lectura, es más consciente que en el caso de otras artes. No leemos como al pasar —o al menos no es lo normal fuera de un contexto de lectura por obligación—; no tomamos una obra literaria y leemos sus páginas por mero descuido. Siempre hay ya una intención consciente de convertirnos si no en intérpretes (no usaríamos esa palabra), sí en lectores.

El lector de una obra literaria moderna, para serlo, debe ser también necesariamente intérprete activo de la misma. Es decir, debe convertir los signos escritos en palabras físicas y revivir esas palabras, recrearlas. No puede ser tan sólo espectador ante la obra artística. Esto es verdad en todo arte que es padecido (es decir, en todo arte que es), pero podríamos decir que, por las características de su evolución, la literatura es el puente en el continuo entre artes como la arquitectura y la pintura, y aquellas como el teatro y la música. Exige una lectura conscientemente activa, participativa.

Las características de la lectura de una obra literaria, de su interpretación, no son distintas de las de otras formas artísticas. Cada lectura recrea a las formas que de otra manera son únicamente signos en un volumen. Para ello, esos signos se transforman en palabras, es decir, en ondas sonoras que contienen con una carga semántica definida, que encierran un concepto o enlazan de determinada manera conceptos. En cierto sentido, la literatura se acerca de manera primaria a la música: también ella usa los sonidos de una manera armónica (toda lengua hace uso de las armonías vocálicas) para expresar sensaciones, sólo que la expresión sonora de la literatura es sólo vocálica, mucho más restringida, y acotada por el sentido del lenguaje. Todo lenguaje encierra un sentido conceptual, y la literatura no puede eludirlo (aunque sí jugar con él, tenderle trampas, trascenderlo).

A su vez, en lo que anteriormente señalé como una restricción de la literatura frente a la música hay también una apertura de posibilidades. La palabra no sólo abre la significación conceptual del ser humano: es su frontera. No hay nada que el ser humano pueda pensar fuera del lenguaje. Es a través de éste como nos apropiamos del mundo y creamos sus imágenes. La literatura no sólo permite expresar sensaciones, sino también aludir y reinventar al mundo al que ha dado forma ese lenguaje que es la materia y creación de la misma literatura. Permite crear un mundo: darle forma e imagen. Una característica que lo acerca a todo arte visual.
 
Esta imagen, sin embargo, tiene un límite si lo comparamos frente a las artes visuales: se trata de una recreación mental. Cuando las palabras de la literatura aluden a una forma visual, ésta es absolutamente subjetiva. No hay una forma física real. Podríamos decir que la imagen se ha vuelto concepto, pero erraríamos: el concepto se distingue por la posibilidad de comunicarlo; es razón. La imagen mental es sensual e intransferible.

En el caso de la narrativa, donde la formación de imágenes es más palpable, podemos tener un mínimo de acuerdo de lo que representa la imagen literaria, precisamente el contenido de las palabras. Sin embargo, fuera de ello, no hay un control acerca de lo que éstas despertarán en cada persona.

Esta limitante respecto a las artes plásticas, de nuevo, es aprovechada porque permite no sólo el juego con dicha subjetividad, sino por la posibilidad de crear imágenes imposibles de expresar visualmente en nuestra realidad. Una suerte de imágenes que descansan únicamente en el sonido: una recreación mental de visión, sonido y sentido. Es el caso, en la poesía, de versos como “Sur la lampe qui s'allume/ Sur la lampe qui s'éteint/ Sur mes maisons réunis/ J'écris ton nom”. Una vez más, la literatura en este caso representa un continuo entre las distintas artes[ii].

Lo que hace esto posible es que la palabra hablada, que es la materia del arte literario, se manifiesta ante todo como un sonido armónico y, a la vez, ese sonido remite a una realidad física, sensual o mental que experimentamos. La palabra establece un sentido y expresa una sensación. Da forma a un mundo mediante una imagen sonora (o al contrario: debido al mundo nace esa imagen sonora, lo mismo da). La palabra no elude al concepto: lo integra. En la literatura no se puede separar una cosa de la otra. No hay sentido sin sonido ni sonido sin imagen.

Por ello, cada elemento físico de la obra literaria —exactamente igual a lo que pasa en la música, la pintura, la arquitectura o la danza— es insustituible. Cada sílaba de la obra remite a una armonía sonora, ésta a una imagen, y ambas, a una recreación mental que el lector realiza al reinterpretar el texto, es decir, al leerlo. Como en toda realidad, esta lectura será personal e inalienable, pero para que ésta nazca, debe existir una forma física: la palabra, ese punto de origen de donde parten las distintas lecturas. Cada palabra, cada sonido, la clave armónica que es el lenguaje.

No es posible abstraerla[iii] pues el arte de la palabra regresa a las fuentes del lenguaje, donde éste no disuelve la realidad en un concepto: la hace presente.

Así cada lectura es la re-presentación de una realidad, su creación.



[i] En el sentido original de “padecer”, proveniente del pathos.

[ii] Repetiré que esto no la hace ni mejor ni peor, sólo distinta. Las posibilidades sonoras de la música son infinitamente más ricas, y la vivacidad de la imagen plástica es muchísimo mayor.

[iii] Me refiero a que no se puede abstraer el sentido sin perder a la obra como la totalidad que es, no a que sea imposible y mucho menos a que esté prohibido. Sin embargo, es importante recordar que esas abstracciones, no son sino un acercamiento parcial (toda abstracción lo es, aunque tendemos a olvidarlo), nunca algo más que ella.


martes, 27 de noviembre de 2018


Arte, forma y sentido

César Alain Cajero Sánchez


Recientemente me llamó la atención una polémica alrededor de la validez de alterar el texto de una obra literaria y, de esta manera, reinterpretarla a la luz de una nueva perspectiva.
Muchos de los temas de la citada polémica no me interesan —o no tanto—, sin embargo, un aspecto poco atendido de ella me da pie para escribir sobre un tema que considero fundamental en los estudios literarios y, más todavía, de toda creación artística. Cuál es el sustento de la obra de arte; su forma o aquello que quiso decir: su contenido.
Sin entrar en detalles, podemos decir que con la más reciente discusión algunos defendieron la libertad del lector de reinterpretar la obra —reescribirla en este caso— en pos de otorgarle nuevas significaciones mientras otros mantuvieron una actitud de respeto casi sagrada ante el texto literario tal y como fue escrito. En estas páginas quisiera acercarme a una dilucidación de esta y otras cuestiones relacionadas.


Forma e interpretación


Toda obra de arte ante todo es una forma física. La música se manifiesta como una serie de vibraciones sonoras melódicamente reguladas —sonidos armónicos sin un significado conceptual directo—; la danza, como los movimientos de un cuerpo humano con un ritmo y flexiones característicos —que pueden o no estar acordes a una pieza musical—. Por su parte, la arquitectura se aparece como el diseño material de un espacio para hacerlo habitable y despertar ciertas sensaciones y condiciones —al igual que la escultura, se trata de un arte que trabaja con la materia.

La literatura es el arte de la palabra, del lenguaje, entendiendo este último como las vibraciones sonoras que los humanos armonizamos y que tienen un significado conceptual, el cual puede ser representado —o no— mediante símbolos gráficos que remiten directamente a su original hablado.

Por otra parte, también es cierto que todo arte necesita ser interpretado, no solamente por aquel que lo plasma en su forma definitiva, sino en muchas ocasiones de manera manifiesta por un ejecutante y siempre —de manera por lo general sobrentendida e inconsciente— por quien lo percibe como obra artística. No olvidemos la etimología de la palabra interpres interpretis: el mediador entre la obra y el hombre; entre la idea —la idea platónica; no lo que hoy concebimos con ese nombre— y su realización física.

A saber: existen algunos tipos de arte que una vez que se han plasmado por vez primera, adquieren su forma física definitiva e inalterable. Es el caso de la pintura, la escultura, la arquitectura o el cine. La forma en que el artista —que en este caso es el mismo ejecutante— las ha concebido es aquella que los demás la conocemos siempre y cuando la obra permanezca y seamos capaces de percibirla. Esto es cierto y podemos convenir en ello con algunas distinciones que se discutirán más adelante.

Por otro lado, hay otros tipos de arte que se repiten en el tiempo, que se construyen o pueden ser capaces de construirse de forma recurrente. Es el caso de la música, la danza y el teatro.

Si es cierto que estas artes ya han sido establecidas de una manera particular por aquel que las concibió por vez primera, el creador, en forma de una partitura, una coreografía o un texto dramático, también es cierto que es posible —y en su forma más vívida, por así decirlo, es necesario— representarlas de manera recurrente. Para esto necesitan de uno o varios intérpretes que re-presentan aquella obra original. Le dan cuerpo y forma material a lo que no son más que indicaciones en un papel. Por ellos el arte se recrea y toma forma.

En el caso de estas artes —que por el momento podríamos llamar interpretativas en contraposición con aquellas que podemos llamar por el momento contemplativas—, aquellos que las representan se consideran asimismo artistas. No porque sean —o no siempre— creadores, sino porque en la interpretación presentan matices que no estaban como tal en el texto original. Al darle forma, le brindan tonos que sólo ellos eran capaces de brindar.



Esta ejecución es una traslación de los signos del papel al mundo físico que a la vez que respeta y honra al original, lo reinterpreta.

Sin embargo, esta distinción sólo es útil de manera esquemática. No es verdad completamente que aquellas artes que hemos llamado contemplativas se mantengan ajenas a la reinterpretación.

El caso más visible es el de la arquitectura: para que la obra arquitectónica exista es necesario que sea habitada. Que el ser humano la ocupe y recorra. Ya la idea del creador ha tomado esto en cuenta y sólo se concibe de esta manera. Cada vez que caminamos por una obra arquitectónica, somos parte de ella y la estamos reinterpretando a la luz de nuestra experiencia.

Dicha experimentación de la obra y su subsecuente recreación sucede, asimismo, con la pintura y la escultura: cada vez que la observamos revivimos sensorialmente, reinterpretamos la obra (incluso de manera fisiológica, en nuestro cerebro) y la recreamos según nuestro horizonte cultural. A pesar de que muchas veces sobrentendemos este proceso, está presente siempre que contemplamos una obra artística.

Si considero posible la esquematización y división que antes esbocé es porque en el caso de las artes interpretativas, la sociedad en su conjunto considera a aquel que reinterpreta la obra un artista y en los otros casos, no —aunque algunos teóricos los consideran participantes del objeto artístico.

Lo anterior podemos atribuirlo a dos factores.

En el caso de los intérpretes de la música, el teatro o la danza, adquieren una disciplina, entrenan ciertas habilidades para desarrollar un lenguaje que no es accesible desde el principio a todos. Algo análogo a aquello que dominan los creadores. El músico no sólo conoce la notación de este arte, sino que es capaz de traducirlo para los legos a su forma física final.

Por otra parte, estos intérpretes representan ante un público (así éste sea tan sólo ellos mismos). El papel de aquel que experimenta la obra de manera sobrentendida —mejor que “pasiva”; y mejor la idea de experimentador que la de simple “receptor”— no desaparece en ningún caso. Una obra de teatro, una pieza musical o una coreografía siempre se interpretan ante un público que participa de manera sensorial de la obra, que la reinterpreta de forma subjetiva y más o menos sobrentendida.

Empero, esta idea de “interpretación” no es la única que se maneja en las artes. Existe también esa otra acepción que entiende esta palabra como “explicar o declarar el sentido de algo”. Una idea de hacer visible aquello que ha estado escondido al intelecto. Mismo origen del sentido de la Ilustración y del Siglo de las luces. La antigua metáfora de la luz de la razón.

Aunque este concepto es posterior, tiene un mismo origen etimológico y un sentido similar. El intérprete es aquel que funciona de mediador entre la forma física (apariencia) y la idea (racional); entre forma y mensaje. Se trata de una especie de inversión respecto a la concepción que antes hemos establecido.

Para llegar a esta forma, fue necesario pasar de la idea que todavía aparece en Platón —pero cuyo origen es anterior a él— a aquella que con él nace. Pasar de una forma casi espiritual —y que prexiste al ser humano— a una racional —que es formada por él. La primera se manifiesta a través de una epifanía; la segunda se construye o descubre por una meditación razonada[i]. Es el paso del mundo trágico al filosófico.

A pesar de que con mucha frecuencia se confunda la interpretación racional con el fondo o el sentido último de la obra de arte (al grado que hay quien afirma que, de no hacerse la lectura interpretativa, no la hemos comprendido), me parece que no existe una verdadera oposición entre ésta y la experimentación formal, vívida. La gran mayoría de los teóricos coinciden, en diversos grados y sentidos, en que en el caso del arte la experiencia ante la forma es ineludible: forma es fondo.

La experiencia aludida se manifiesta directamente de una manera física, emocional. No puede eludirse, como ya se dijo, la confrontación directa, corporal y concreta. Es imposible aquilatar o siquiera acercarnos a ésta mediante una paráfrasis o una descripción[ii]. Esto es tan evidente como el imaginar que alguien pretenda describirnos una sinfonía o una pintura en lugar de permitirnos escucharla o verla. El arte reside en ese momento en que el individuo, se encuentra con la obra; la siente y recrea o vislumbra, por un momento acaso, esa suspensión del ánimo, anamnesis, epifanía.

Ello, sin embargo, no implica, como ya se mencionó que la interpretación racional se contraponga con la anterior. Una no impide la otra, de la misma manera, por ejemplo, en que conocer racionalmente el mecanismo científico de los procesos naturales no evita que nos maravillemos ante un amanecer en esta tierra. La lectura intelectual no es necesaria —aunque tampoco es del todo eludible, por fortuna ni siquiera en el arte. Puede abrir nuevas formas de percibir el mundo y el arte porque amplia nuestro horizonte, y el arte se integra a nuestra visión, a aquello que conocemos, hemos sentido, vivimos. La apreciación será sin duda diferente, quizá más rica o más sofisticada, pero no más intensa porque la obra artística no elude a la razón: está antes y después de ella.

A partir de este momento, a menos que así lo señale, siempre que esté hablando de interpretación, me referiré al encuentro físico con la obra de arte, a su padecimiento[iii] y cuando llegue a referirme a la interpretación racional o intelectual, usaré los adjetivos señalados.





[i] Aunque en la palabra “descubrimiento” se mantiene el carácter de la revelación epifánica, el sentido es distinto. Mientras en la epifanía aparece detrás del velo un hecho sagrado, en el segundo se supone que se está descubriendo una razón que compagina con lo que los humanos entendemos con este nombre.

[ii] Por supuesto, no olvido la écfrasis, las recreaciones o las traducciones a otros lenguajes artísticos, pero de darse una verdadera translación, se trata de otra obra: nunca de la misma. Más adelante explicaré el porqué de esta idea que ahora expongo.

[iii] Nuevamente: padecimiento del original pathos. Incluso el sentido que actualmente le damos me parece interesante, un padecimiento como un mal, una enfermedad, en este caso, un mal sagrado.



lunes, 17 de septiembre de 2018


Nos vemos luego, maestro

César A. Cajero Sánchez


“Nos vemos al rato, maestro” decían mis alumnos en la secundaria Benito Juárez, del Conafe, en Tabasco, al terminar la limpieza del salón. Luego llegaba Mauricio, con una jarra de pozol y Armando pasaba frente a la escuela para comprar un sobre de café. “Hasta luego”, decía al ir de regreso a su casa mientras yo acomodaba la silla bajo el tamarindo, esperando a las niñas de primaria que llegarían pronto para hacer su tarea.

Hoy en día continúo dando clases, aunque la mayoría de mis alumnos —a diferencia de los de entonces— no conozcan la i ni por lo espigada. Y ahora, en estas últimas semanas, me ha dado por recordar el primer día que me presenté como profesor ante un grupo.

Un año antes, la doctora Alicia Correa (si alguien tiene alguna manera de contactarla, dígame) me había pedido ayudarla en su último año de cátedra en la Facultad de Filosofía y Letras, antes de que el alzhéimer la dejase sin recuerdos, pero aquello había sido sólo apoyarla a recordar nombres, fechas, títulos de libros... A partir de ese día, a petición de Huberto Batis, tomaría su lugar por algunos meses en la clase de Teoría literaria mientras él se atendía en el hospital.

Esa mañana llegué a la Facultad de Filosofía y Letras por las Islas. Subí las escaleras y vi a Huberto peleándose con un montón de periódicos que llevaba en la cajuela de su auto. Sacudía el portafolios de piel que yo le conocí siempre, pesadísimo y lleno de diarios, suplementos, revistas y trabajos de alumnos. Lo ayudé a bajar sus cosas mientras mi espalda comprobaba una vez más el peso del maletín, no fuese a olvidarlo.

La clase era a las 10 de ese miércoles. Yo acababa de terminar todos mis créditos el semestre anterior y escribía mi tesis (de teoría literaria) con el mismo Huberto y con Guillermo Sheridan como asesores. Nunca tomé con el primero formalmente la clase que iba a dar, pues él se fue de año sabático cuando me tocó cursarla. Sin embargo, asistí los siguientes dos años como oyente. Tal vez por eso me escogió a mí para tomar su lugar. O porque era el que estaba más a la mano ese día.

Como sea, después de firmar, subimos las escaleras hasta el primer piso. Me dio su maletín nuevamente porque iba a pasar al baño. Escuché a un par de alumnos salir a trompicones. Nunca supe el porqué de su presurosa salida; sólo escuché la voz de Huberto gritar “pinche agua” dentro del lugar.

Ya en el salón, no había nadie todavía. Únicamente una pareja que practicaba striptease sin música salió cuando Huberto los empezó a animar con aplausos. 

Mientras se van, voltea a decirme “tan bueno que se estaba poniendo y nos lo echan a perder los cabrones”.

Unos veinte alumnos entran. No conozco a nadie. Dos o tres llevan audífonos.

Huberto se sienta en la silla del profesor y me indica con un dedo que me acomode en un lugar al lado de la puerta. Seguramente se arrepintió, alcanzo a pensar.

«Hoy empiezan sus clases. Ustedes pensarán que qué chingón maestro tienen. Y tienen razón, pero se chingaron. Yo no voy a poder venir unos meses, así que aquí los dejo con Cajero, a ver qué puede decirles de Teoría literaria. Y ya me voy a sentar porque se me está enfriando el café.»

Pide ayuda para llevarse sus papeles, me palmea la espalda. “Órale, pendejo, diles lo que ibas a contarles”. Me levanto y ocupa mi lugar.

“Para empezar por el principio, que es el natural comienzo de todas las cosas”, cito… y me lanzo a hablar de Aristóteles y Platón.

Dos o tres veces los alumnos me preguntan por bibliografía y me quedo mudo. Tartamudeo, sin los datos precisos, y miro aterrado al profesor, quien está leyendo un periódico. Uno de ellos alza la voz y pregunta, impaciente, “¿Y la bibliografía, pro-fe-sor?”. Separa cada sílaba, socarrón.

Los alumnos se enfurruñan y después de unos minutos, cinco o seis se levantan de sus asientos y se van.

Al terminar la clase, veo salir a todos. Me han dejado la lista donde anotaron sus nombres. Mientras la leo y me pregunto cómo se llamarán quienes dejaron la clase, escucho la voz de Huberto.


«¿Y así quieres dar clases? Si serás pendejo. ¿Ahora cómo le voy a hacer? ¿Por qué no le respondiste al cabrón ése? Así me voy a quedar sin alumnos.  De verdad que no sabes ni hacer eso. ¡No puedes ni dar una pinche clase en tu vida! ¡Quién me metió en la cabeza que puedes hacer siquiera eso bien!»

Toma sus cosas y sale del salón, colérico. Yo ya no sé dónde esconderme. Sé que todo ha terminado.

«Bueno, entonces nos vemos el miércoles.»

¿Qué? — musito a la voz que me habla desde fuera del salón.

«Que nos vemos el miércoles. Tengo que venir a firmar para que des clase.»

«¿Por qué no le respondiste al cabrón ése?  Lo hubieras mandado a la chingada. De todas maneras se la pasó toda la clase con sus pinches audífonos ¿No te diste cuenta? Nunca escuchó nada de lo que decías. El güey no tiene idea de quién es Aristóteles y quería que le hicieras la tarea.»

«Bueno, Cajero, déjate de pendejadas. Nos vemos luego.»

Y se calla.

Nos vemos al rato, Huberto. — musito.

Nos vemos luego, maestro Batis.


domingo, 9 de septiembre de 2018


Una multitud en silencio

César A. Cajero Sánchez


A pesar de que hay diversas estéticas que conviven de diferentes maneras en la época actual —por las mismas características de ésta y del cese de las rupturas—, se puede decir, esquemáticamente, que existen dos tendencias que, aunque aparentemente son contrarias, coexisten no sólo en el tiempo, sino en una misma obra y un mismo creador.

Mientras una disposición del espíritu contemporáneo lleva a los creadores a acercarse a los discursos propios de la academia, la herencia del romanticismo es todavía muy reciente para que desaparezcan del todo las maneras de los recientes siglos, si es que alguna vez dejan de estar presentes. La figura del artista atormentado, la vocación revolucionaria del arte; todos aquellos estereotipos superficiales —más no por ello necesariamente falsos— continúan presentes en la imaginación de los lectores y de la mayoría de los artistas.


Sin embargo, como se ha tratado de exponer a lo largo de estas páginas, el mundo en el que se desarrolló el arte moderno ha ido desvaneciéndose, y con él, la razón de ser del artista romántico. No es que la sociedad actual haya superado las contradicciones de aquella que nos precede, sino que éstas se manifiestan de una manera distinta. El abandono de los ideales sociales de la modernidad no resuelve la disputa que los artistas modernos tuvieron con aquella. Sin embargo, esos artistas ya no existen. Los que hoy trabajan y crean han sido modelados por una nueva sensibilidad: la de un mundo después de las ideologías. No es que las contradicciones de la sociedad moderna desapareciesen, sino que la misma sociedad es distinta y asimismo, lo es el significado de aquello que pretende colocarse frente o al margen de ella.

Si esto es verdad, entonces no alcanza a entenderse por qué una parte no escasa de los creadores contemporáneos pretende reproducir ideas y formas propias de la convulsión moderna más reciente: la de las vanguardias y aquello que les siguió.

Es evidente que, en la actualidad, muchos grupos y artistas individuales parecen una continuación directa —podríamos discutir si anacrónica— de los ideales de la vanguardia o de sus más preclaros continuadores en la segunda mitad del siglo. Esto no es un secreto y ellos mismos se exhiben de esa forma. Palabras como “dadá”, “generación beat”, “surrealismo” e “infrarrealismo”, con sus respectivas figuras representativas, están todavía en boca de muchos jóvenes creadores.  Ello por no mencionar toda la bohemia y parafernalia alrededor de los movimientos juveniles de las décadas pasadas, con el rock and roll, la contracultura y la idealización de sus respectivas formas de actuar y de vivir.

Sin embargo, a pesar de esta idealización —que no sé si llamar nostalgia pues evita los sentimientos pasivos y se dirige a una recreación activa de dichos movimientos—, aquello que generan estos movimientos es algo muy distinto a lo que ocurría en décadas y siglos pasados.

Comparemos tan solo con la contracultura: la penúltima metamorfosis del espíritu romántico y aquella que masificó sus presupuestos y aspiraciones.

Podemos entrar en una discusión acerca de los alcances de la contracultura generada por los movimientos juveniles y de su diferencia con aquellos que se crearon a partir de una conciencia política en la misma época —si fueron similares, si tuvieron una matriz común o si sólo coincidieron azarosamente en el tiempo—, sin embargo, ello no es importante en este trabajo. Podríamos también señalar qué tan reales o profundos fueron sus ideales, pero, de nuevo, tampoco resulta importante en este momento.

Lo crucial es si resulta posible encontrar una diferencia entre estos movimientos y aquellas —más acotadas— tendencias que parecen tanto continuación de ellas como del arte moderno que, se especula con bases, fue su matriz original.

Señalemos en un primer momento que las dimensiones de los movimientos contraculturales se han estrechado. No solo no ha aparecido una de estas tendencias en casi tres décadas, sino que las previas solo perviven en grupos cada vez más pequeños de personas, si es que acaso vale la pena decir que todavía son funcionales.

Menciono esto último porque los movimientos contraculturales nunca se definieron hasta ahora como un grupo de jóvenes que escuchan un tipo de música en particular y usan una vestimenta que los caracteriza. Eso ha existido desde siempre. Lo que los distinguía era la conciencia grupal de encontrarse en contra de ciertos principios de la sociedad en que se movían y proponer —o ser parte de— una sociedad alterna. La música, por supuesto, los agrupaba y definía, pero el sentido de la contracultura era más amplio… o pretendía serlo.

Olvidemos la música popular y demás nostalgias. En la actualidad siguen existiendo tendencias juveniles —música, vestimentas, modas y actitudes— que sobresaltan a los adultos, pero nada como una conciencia grupal que los conglomere alrededor de una idea diferente de comunidad. En algunos casos específicos, incluso se trata de una celebración de aspectos sancionados por la sociedad de consumo global.

Nada de esto es de sorprender: la modernidad puso su interés en las relaciones entre los individuos, y sus excesos tendieron a la colectivización, con la pérdida del ser humano individual. El mundo en que vivimos pone su interés en el individuo, con lo que la socialización no resulta crucial. Los grupos se han hecho más pequeños, y lo que los une, más evanescente. Por ello la multitud de tendencias entre los individuos: todo le está permitido al individuo siempre que consuma. Incluso la rebelión ante los principios de la sociedad parece sancionada porque esta misma puede convertirse en un objeto de consumo. Aquel que se salga de estos patrones, no es perseguido de la misma manera que en la modernidad (obviando las sociedades todavía cerradas): simplemente deja de existir. No es que la sociedad se haya rendido ante el individuo, sino que el individuo está inmerso en aquella sociedad que prescinde de cárceles y látigos; que ofrece lo que le piden a cambio de la presencia: la del consumo.

¿Es esto pernicioso? ¿Es acaso deseable? No lo sé. Señalo simplemente la tendencia hacia un mundo feliz en el que no me reconozco del todo.

Por su parte, si algo resalta en el trabajo de los más recientes autores es que no hay una estética o una idea que los una. De la misma manera en que ya no hay una ideología o un símbolo que aglutine a la sociedad, la comunidad artística se ha disgregado en diversos segmentos, cada uno de los cuales defiende su particular coto de acción y que carece de vínculos significativos con otros creadores.

No es que la existencia de grupos poéticos sea algo nuevo y tampoco lo es la polémica entre los mismos: lo es la cantidad ingente de estos grupos, la naturaleza de sus proyectos y la forma en que se dan las polémicas que llegan a ventilarse.

La mayoría de las agrupaciones poéticas de la modernidad provienen de una idea de la poesía: la del romanticismo. Tanto surrealistas como dadaístas, tanto los Contemporáneos como los Estridentistas, compartieron una misma idea de la poesía: aquello que los separaba era la manera en que esta idea debía plantearse en la realidad, sin mencionar diferencias de carácter y personales, que nunca dejarán de existir. Por otra parte, amén de la extensión de estos grupos, los cuales abarcaban a una cantidad numerosa de creadores, también es de considerar la amplia huella que dejaron entre aquellos que no se declararon directamente pertenecientes a una estética. Pablo Neruda, por ejemplo, no fue en estricto sentido “surrealista”, sin embargo, fue tocado por aquella estética; en México, el pintor José Clemente Orozco, perteneciente a la Escuela mexicana de pintura, tiene ineludibles deudas con el expresionismo.

La huella profunda de aquellos movimientos estéticos y la amplitud de los grupos que a su alrededor se formaron se explica en parte debido al clima existente durante la época moderna, donde existía una comunidad intelectual más bien reducida y con fuertes vínculos entre sus miembros. La mayoría de creadores se conocían entre sí y estaban al pendiente de sus respectivas obras e ideas. Son contados los casos de creadores que se hayan mantenido al margen de la discusión estética e intelectual con sus contemporáneos.

Al mismo tiempo, la actividad artística se encontraba directamente relacionada con la sociedad, o al menos pretendía estarlo.

No es que en ese momento las multitudes estuvieran al pendiente de la creación literaria o que la cultura se encontrase al alcance del gran público. En lo absoluto. El divorcio entre la sociedad y el artista comienza mucho antes del siglo XX y las vanguardias representaron un paso más en la separación de ambas esferas. Lo que sí es incontestable es que la mayoría de las escuelas poéticas pretendieron hablar por la sociedad o acercarse a ésta. Tal actitud se debe a la idea romántica tanto del arte del pueblo como de la noción de la poesía como detonador del cambio social, de la Revolución misma.

Asimismo, se puede apuntar que, debido al tamaño de la comunidad letrada, existían mayores vínculos entre aquellos que formaban parte de lo que se puede llamar la élite culta. Hoy día esto ya no es así: un físico o un abogado no tienen apenas contactos y su inclinación por el arte es, en su mayor parte, anecdótico: no existen vínculos entre la comunidad letrada como no la existe entre ellos y el resto de la sociedad.

El tiempo de los grandes proyectos por un “arte social” está lejos pues la idea del arte como detonador del cambio cultural y social se ha eclipsado. Los actuales nexos entre el artista y la sociedad son los impulsados directamente por el Estado, el cual se ha convertido en el gran consumidor de la obra artística —especialmente la plástica— sin importarle su naturaleza. El arte convertido, en algunas naciones, en mercancía política y el literato en figura publicitaria; este proceso —con los muralistas como el ejemplo perfecto—, continúa. Los métodos del Estado no han cambiado; es el arte el que ya se ha despojado de toda intención, en lo que es un reflejo más del fin de las ideologías. Si en el siglo XX los artistas se sumaron a un estado supuestamente revolucionario, hoy están al pendiente de uno al que condenan, pero que los alimenta; de un mercado al que supuestamente desprecian, pero al que no dejan de adorar.

A partir de la segunda mitad del siglo XX se vivió un paulatino abandono de las grandes confrontaciones ideológicas de la modernidad. La lucha entre las superpotencias se vivió más y más dentro del terreno técnico, y posteriormente económico, que del ideológico. Como una broma final a Marx, la realidad tomó al pie de la letra su doctrina: el mundo se mueve tan sólo por la economía. Y fue la economía —de mercado— la que dejó atrás al marxismo.

Este proceso terminó con la caída del bloque comunista y la implosión de la última gran ideología revolucionaria. Los proyectos “socialistas” que hoy pretenden continuarlo (o que algunos pretenden que tienen nexos con él), realmente provienen de otras fuentes y cuentan con otras intenciones. Con el abandono del socialismo real, también el liberalismo político, que no el económico, se desdibujó. El mundo que siguió carece de un relato, su interés se mueve al cambiante e in-significante vaivén de los caprichos del mercado.

No concibo al neoliberalismo como una verdadera ideología en tanto que no brinda una imagen del hombre ni del mundo. El individuo no tiene sentido en él más que como consumidor. La única libertad que le interesa es la de derrochar en pos de “ser él mismo”. Carece de una idea de mundo; su único valor es el que le da el mercado: un valor relativo y del que es imposible desprender un relato.

En este contexto, la lucha por la identidad de las pequeñas comunidades, y de los individuos, es justa y valiosa. Uno de los grandes riesgos de los pasados siglos fue la homogeneización del discurso y de la cultura. No porque existiese menos variedad, sino porque se le daba menos voz.  Sin embargo, resulta sugestivo comprobar que estas querellas en su mayoría no hacen sino reproducir modelos ya conocidos, y que el mercado encuentra en ellas un nuevo objetivo.

En los días que corren, sin embargo, comprobamos una característica propia del ser humano: el integrismo, el instinto de tribu. La actual visibilidad de las identidades, pequeñas o inmensas, y su convivencia no ha dado paso al diálogo entre puntos de vista ni al respeto de los mismos. Cada colectividad militante se ha mostrado reservado en su particular coto cuando no manifiestamente hostil e inclusive beligerante. El surgimiento del terrorismo cuyo origen es la intolerancia a la cultura de los otros es únicamente el ejemplo más extremo de esta situación.

Los recientes triunfos de las políticas intolerantes en países de primer mundo no son más que la voz de la inmensa minoría que pretende imponerse sobre las otras. No es que desestimen la voz de los otros: saben que existe y son conscientemente opuestos a ella. Temor, odio y ensimismamiento de las grandes masas: si el mercado sustituyó a la ideología, la pertenencia cultural reemplazó a la clase.

El romanticismo, durante la modernidad, fue el medio a través del cual se expresó desde el arte la oposición al pensamiento homogéneo de Occidente. La literatura romántica careció de un programa político, a pesar de que efectivamente tuvo resonancias políticas; careció de un programa ideológico, a pesar de que diversas ideologías, desde el anarquismo liberal hasta el socialismo utópico tuvieron orígenes en esa sacudida al orgulloso reino del pensamiento unívoco.

Si no político ni ideológico, si no organizado por un programa ni portador de reglas sobre el arte, el romanticismo para bien o para mal repercutió en todo arte de la modernidad: de él proviene la gran tentativa: convertir el arte en vida y la vida en arte. Cambiar al hombre; cambiar al mundo.

El romanticismo, como movimiento cultural, no tomó directamente la bandera de alguno de los movimientos que reivindicaban su derecho a la diferencia porque, en cierto sentido, los abrazó a todos: no era un cambio lo que defendía, sino el cambio en sí. No una legislación, sino una revolución que reemplazase la forma de pensar que hacían necesarias dichas legislaciones.

No fue el arte el que hizo caer a las ideologías totalizantes de la modernidad, sino las características del campo en el cual ellas libraron sus batallas. En un momento dado, el Estado absorbió al artista… y cuando el Estado mismo se convirtió en un instrumento más del mercado, ¿qué quedó del arte moderno?

No es de extrañar que en ese contexto —del que tiene menos responsabilidad el arte que los artistas— a fines de siglo hayan aparecido diversas voces disidentes ni que éstas, desde sus respectivas trincheras, hayan pedido un cambio respecto a la tradición artística de la modernidad, la cual se encontraba en crisis pues sus fundamentos se habían perdido.

La poesía de las décadas recientes en su mayor parte se ha separado tácita o explícitamente de la estética moderna; que es decir, del romanticismo. La virulencia de su ataque a la sociedad y el afán por la renovación del lenguaje no se encuentran presentes en la mayoría de las numerosas escuelas poéticas que han aparecido a partir de la década de los sesenta del pasado siglo.

Como señalé antes, existen elementos en común entre estas distintas estéticas, sin embargo, no existe una idea cardinal que las una (a diferencia de lo sucedido en la modernidad, cuando a pesar de las diferencias estilísticas, existía una imagen común de la labor poética). Estos elementos son: la incorporación de diversas nociones estéticas de la tradición, lo que no excluye a las mismas vanguardias y al romanticismo; el acercamiento de los discursos poéticos a diferentes luchas sociales o políticas, siempre dentro de las líneas de acción de esta época; la adopción de una imagen que emula a los antiguos vanguardistas unida, paradójicamente, a una creciente academización del discurso artístico, y, finalmente, la separación efectiva de estas diversas escuelas. Una pluralidad de voces que no tanto se niegan como se ignoran.

De manera semejante a lo que ocurre con las luchas por las identidades colectivas, la disgregación de las escuelas poéticas no ha traído una mayor comunicación, sino un ensimismamiento en su discurso y la despreocupación cuando no descrédito a la misma validez de otras voces.

La cercanía de muchas escuelas a las luchas sociales no es un reflejo de lo sucedido en la modernidad. La idea de que la poesía es capaz de cambiar al mundo se ha desvanecido en gran parte: no es el poema el que cambia al universo: sólo puede acompañarlo y custodiarlo a la distancia. Asimismo, estas luchas ya no pretenden un cambio universal: los grandes discursos se han evaporado y lo que queda son bregas en pos de la diversidad.

Intentaré definir lo que tienen en común estas luchas contraponiéndolas a aquellas propias de la modernidad. A saber; aquellas pretendían combatir por lo que entendían en aquella época por humanidad. Sus acciones tenían al mundo por límite, cuando no al universo.

Aunque sería injusto decir que los movimientos actuales son minoritarios (el feminismo, por ejemplo, dista de luchar por una minoría: la mujer es la mayoría de la población humana), no creo que muchos discrepen al afirmar que el propósito de redimir a la humanidad concebida —quizá falsamente— como un todo, se ha desvanecido. La idea universal se ha disgregado en grupos de interés más pequeños, necesariamente: género, nación, raza, foco de interés erótico, religión o creencia, lengua… No juzgo el valor de estos movimientos; señalo que el foco de interés se ha reducido. Todos estos factores que, en su mayoría, fueron ignorados en la época que inició con la Ilustración, son importantes y esa omisión fue origen de muchos crímenes.

Por su parte, el campo de acción de la modernidad pretendió abarcar todos los aspectos de la sociedad (y, en ocasiones, del universo). Política, cultura, economía… todo pretendía reformarse después de la gran Revolución; de las grandes transformaciones de la sociedad.

Las luchas actuales no plantean una transformación política, cultural, social y económica de las dimensiones de aquellas propias de la modernidad. A pesar de algunas tendencias que merecen el nombre de revolucionarias dentro de estos movimientos, el grueso de ellos lo que pretende son cambios dentro de un sistema; sea en sus costumbres, en su cultura o en su legislación; no destruir y cambiar al sistema en sí. Muchas de las reformas que plantean son importantes, inclusive descomunales, pero no cambian súbitamente toda una forma de vida: un mundo.

La demanda más clara —y valiosa— es la libertad de ser distinto a una supuesta mayoría sin temor a ser discriminado: la libertad de la pluralidad, si no es que la libertad en ella. No existe una mayoría más que soslayando estas diferencias: toda mayoría está compuesta de una suma de pluralidades[1].

Aplaudo estas luchas. Señalo, sin embargo, la diferencia con aquellas propias de la modernidad.

El problema —siempre lo hay— no es la naturaleza de los movimientos de las décadas recientes, sino el impulso natural del ser humano que hace de sus pasiones una ley; de sus generosos impulsos una cruzada tiránica. La modernidad convirtió al pueblo, a la sociedad, a la humanidad, en una idea abstracta en cuyo nombre sacrificó al individuo; hoy día, en nombre de la diversidad, distintos grupos (e incluso individuos) pretenden que toda la sociedad —compuesta a su vez, por individuos y grupos muy diferentes entre sí— haga lo que a esos grupos les parece mejor. Todo en nombre de la libertad: la libertad de censurar.

En nombre de ser “uno mismo”, sin trabas ni impedimentos, se restringe la libertad del otro.

¿Cuál de los diferentes rostros del individuo es aquel que ha de circunscribir con mayor amplitud las libertades, dictar las nuevas leyes? Aquel que la sociedad dicte en determinado momento como más vulnerable o más importante. Y regresamos a un sistema de castas con diferentes privilegios[2].

El fanatismo del ser humano carece de límites: la época en que vivimos ha revalorado la existencia individual para borrar los lazos sociales. Por ello, la idolatría de ésta es consecuente: la libertad de ser uno mismo a costa de los otros que también somos: de los muchos que habitan en cada uno de nosotros.

Siguiendo a la sociedad, la ya de por sí minúscula —comparada con el grueso de la población— comunidad artística se ha disgregado en multitud de grupos, cada uno siguiendo una estética, una ética y una idea de mundo distinta: la disgregación y el eclecticismo como un paradójico vínculo.

De nuevo: la existencia de tal cantidad de estéticas e ideas de lo que es la poesía puede parecer un síntoma de salud. Lo es. También lo es, de cierta manera, la cantidad de creadores en activo; explicable por las dimensiones de la población mundial y por las posibilidades de comunicación actuales.

La diversidad nunca ha sido un problema. La cuestión a resolver es por qué en un momento con una abundancia semejante existe tal separación entre los grupos poéticos y entre estos y la sociedad.

Dado que no existe un sentido que convoque a tan diversos creadores, es natural que cada uno piense que sus presupuestos son los únicos válidos. La separación entre sus ideas es total: de la misma manera en que el cuerpo de la sociedad se ha atomizado, el artista vive en escisión respecto al arte: se ha formado un pequeño grupo del que no espera salir. Como para el resto de la sociedad, el mundo fuera de su esfera de interés le parece intrascendente cuando no pernicioso.

Es así que los grupos subterráneos, provenientes de la nostalgia tanto de la vanguardia como de la contracultura, desestiman el trabajo de otros colectivos con una idea más tradicional de la poesía. Los discursos academizantes o conceptuales pretenden, asimismo, formar una poética prescriptiva que en realidad nunca sale de una esfera imperceptible. El diálogo ha sido reemplazado por una innumerable suma de monólogos que no pretenden más que continuar conferenciando en su muy pequeño púlpito.

Un púlpito que no sólo separa a la comunidad artística, sino al mundo del arte de la sociedad.

Sería necio pensar que la poesía verdadera (sea lo que sea eso) tenga que ser apreciada por el gran público; no lo es el decir que el arte sólo lo es cuando es sufrido por el lector. Lamentablemente la escisión de la comunidad literaria en pequeños cenáculos ha hecho que el acercamiento al poema más allá de un muy pequeño círculo —ya ni siquiera de los mismos creadores, sino del grupo más cercano de estos— sea casi imposible.

No se trata de que deba existir un órgano rector o que deba aparecer una figura central en la poesía contemporánea, sino de que exista un espacio donde la enorme producción artística se enfrente al público fuera de su círculo íntimo. ¿Cuál es hoy el espacio para la lectura de las diversas obras, que se guíe menos por el monólogo al que pertenece que por la importancia de mostrar al público aquello que se está creando? No existe un espacio abierto donde no sólo exista la posibilidad de acercarse al lector, sino donde se pueda dar el diálogo fuera de escándalos y pleitos de lavadero, que son, en su mayoría, aquello de lo poco que llega a salir a la luz de nuestra pobre comunidad artística. Todo ello resulta normal: sin una idea que dé sentido de ser a las diversas estéticas, no hay una forma única de estimar las propuestas de cada una de ellas. La polémica ha dejado de ser ideológica dado que no hay un metarrelato en común que sirva de piso para la discusión; ha pasado a convertirse en asunto de intolerancia, diferencias personales o simple antipatía.

El acercamiento al discurso académico por parte de muchos creadores probablemente responde a la indigencia de un metarrelato con el cual se pueda dar cuenta de la creación en un mundo como aquel que se ha dado en llamar postmoderno. Mientras el poder del mercado congrega y da forma a la mayoría de la sociedad, mientras las ideologías dispersas buscan un espacio en ese mundo, la creación poética no encuentra un lugar en él.

La poesía no es un buen negocio (y en pocas ocasiones lo pretende). La novela consigue convertirse en un éxito de ventas, muchas veces —no siempre— a costa de las virtudes de la obra. De ella se hacen seriales de televisión, películas, divertimentos para plataformas en línea. La poesía solo se acerca al gran público cuando se transforma en canción. Eso lo ha descubierto incluso la cegatona academia sueca.

En este mundo donde no hay una idea estética o un criterio al que recurrir para ponderar la obra, no es extraño que aquellos desterrados del mercado global busquen el sentido en la Academia, en la seguridad de la divagación especulativa. Así siga la más revolucionaria teoría estética, la doctrina académica siempre tiene algo de curso escolar, de vademécum y ordenanza.

Así, los creadores actuales oscilan entre la academia y la disgregación; entre la legislación basada en una tradición teórica o un código de conducta motivado por una idea de mundo que ya en sí se presenta disperso en mil sentidos, donde cada uno de ellos defiende su verdad como la única posible.

Esto, nuevamente, no es causado por la poesía ni tiene por qué considerarse negativo; es un rasgo que distingue al mundo en el que se mueve el creador y, sobre todo, de las características del ser humano: su exacerbación de aquello en lo que cree. Si en su momento los mejores artistas de la modernidad lucharon en contra de las doctrinas uniformadoras del mundo en que se movían, ¿podrá ser que hoy se eviten los peores aspectos del fragmentado mundo actual? No reduciendo la diversidad: aceptándola y reconociendo al otro; iniciando el diálogo; respondiendo al odio con la palabra y al mercado con la imaginación.




[1] Este punto en particular es complejo para ser abordado aquí y es parte de las paradojas sociales. La necesidad de formar una mayoría en una democracia —en una sociedad toda— obvia las diferencias. Es decir, los grupos e individuos voluntariamente omiten sus diferencias en nombre de la fraternidad con el otro y así crean una sociedad (sea del tamaña que sea: nunca hay dos individuos iguales). A su vez, la sociedad que han creado los ve como un todo homogéneo y muchas veces oprime u oculta las diferencias entre quienes la componen. Es una paradoja de difícil resolución mientras se siga concibiendo a la sociedad como un todo en lugar de coma la suma de muy diversos individuos.

No es momento de ahondar en este punto.

[2] Por supuesto, no tiene por qué ser así. La pluralidad no es sinónimo de diferencias en el trato: la pluralidad y la libertad mantienen un tenso equilibrio, pero no son necesariamente excluyentes siempre que se comprenda que ser diferente no significa ser mejor o peor que los otros; que se entienda que la mayoría es solo una abstracción, no una realidad por la cual destruir las diferencias.

Sobre la forma en la literatura  César A. Cajero Podemos definir en este momento y provisionalmente a la literatura como aquella...