domingo, 2 de junio de 2013

 
La Revolución sí será televisada
(o mejor dicho, la provocará la tele)
 
 
 
Si usamos la palabra Revolución para nombrar un cambio notable en la forma de vida de las personas; un cambio mental y de costumbres comparable al menos hasta cierto punto con la Revolución neolítica o el surgimiento del mundo moderno en la Ilustración, entonces debemos de confesar que las revoluciones políticas no deberían de llamarse de esa manera.
No hay comparación al cambio mental que produjo el fin del mundo antiguo y el cristianismo con la Revolución francesa; tampoco es posible comparar a la Revolución rusa con el cambio que significó el uso extensivo de la agricultura en el neolítico. Los cambios que sin duda trajeron estos movimientos armados fueron mucho más epidérmicos de lo que suele creerse.  La mentalidad de las personas no cambió con la sustitución de un gobierno por otro. Sin duda cambiaron muchas cosas, pero de manera lenta y nunca de forma tan profunda como el que significó el surgimiento de los primeros núcleos urbanos; el paulatino abandono del estilo de vida cazador-recolector que hizo posible la organización política como la conocemos.
Imposible también comparar una revolución armada (ni siquiera la francesa, la más lograda de todas) con el cambio que significó el abandono del mundo clásico por el del cristianismo.
Podemos aducir que si el mundo clásico cayó es porque ya no se sostenía a si mismo: que los dioses ya estaban vacíos en la mente de los que vivían en esa época y que el cristianismo renovó y recreo al mundo en ruinas. Es verdad, como es verdad que también el mundo medieval ya había sido derrumbado cuando la modernidad vacío al mundo de lo sagrado.
Es precisamente cuando el universo mental de un pueblo se ha ido desmoronando cuando es posible un cambio como los mencionados.  Las revoluciones modernas, en cambio, eran variaciones de la misma idea: la de un mundo ordenado por el hombre y la posibilidad de ser dueños del futuro. Variaciones de la modernidad.
La modernidad es quizá la fe militante más agresiva surgida: crítica por vocación, fue demoliendo todo a su paso excepto a ella misma. El cambio fue su pasión: su meta. El futuro, el poder sobre el universo todo; su sueño y vocación.
Nacida en una cultura militante, el cristianismo, llevó más lejos sus metas que ninguna otra: suplantó a Dios mismo y colocó en su lugar al hombre. O mejor dicho: a una idea de hombre.
El hombre que pretende enseñorear al universo es, por supuesto, el de la cultura donde nació: al europeo. O mejor dicho: al europeo moderno. Todo aquello que no se ajuste a su concepción del mundo, más todavía: a sus costumbres se considera negativo. Atrasado: eufemismo  que sustituye al término de la edad media: diabólico, sórdido. Los apestados ya no son los que adoran a los “demonios”, sino los que se resisten a la diosa razón, a sus ansias de poder.
El mundo moderno, el estado nación, la noción de progreso: todo eso surgió en la Europa del siglo de las luces. Esos conceptos remplazaron todos los esquemas mentales precedentes y se convirtieron en los únicos: los verdaderos.
Países como México, nacidos en este nuestro mundo, repitieron esos verdaderos modelos de civilización. La Civilización con mayúsculas fue sinónimo de cultura europea.
De más está hablar de las Leyes de Reforma y cómo afectaron a las comunidades indígenas, de las ideas de los constituyentes de 1857 que pretendieron ignorar la herencia prehispánica para transformarnos en una “nación moderna”. Por todas partes del mundo los gobiernos equipararon cultura con desarrollo, y desarrollo con civilización europea.
En México, la Revolución no cambió en nada estos conceptos. Ciertamente la cultura oficial se tiñó de un indigenismo de museo, pero esto poco o nada cambió la manera en que se trató a las culturas indígenas. Se sobrentendió que estas culturas pertenecían al pasado y que el México moderno pertenecía al mestizo, fruto de los siglos. El indio bueno; el indio muerto.
Entre los muchos documentos que sobreviven de los siglos coloniales es siempre divertido encontrar algunos como el de fray Matías Córdova y Ordóñez donde pregona que si los indios vistiesen y calzasen a la española, mejoraría su condición socioeconómica y desde luego, cultural.
Ni hablar de los reformistas que consideraban a la propiedad comunal como algo primitivo y nefasto; los juicios porfiristas del indio bueno para nada, borracho e inculto. O ya en el siglo XX, los estereotipos del indígena sumiso, ignorante y folclórico. Todos hemos escuchado en labios de alguien el típico insulto: “Pinche indio”, “indio pata rajada”. A veces, es doloroso comprobarlo, en boca de los propios indígenas. No nos sorprende ya: es parte de nuestra cultura, de nuestra mentalidad.
Pero está, claro, el intento de “enmendar” el daño causado (y que como ha quedado dicho, ya es parte de la idea de mudo inclusive del indígena: es natural que haya señores y “pobres indios”). Sin embargo, estos intentos redencionistas siempre han girado alrededor de una idea: redimir al indio, hacerlo salir de la pobreza a la que fue orillado equivale a hacerlo un ciudadano europeo. Ya a través de la religión (sustituyendo sus cultos sincréticos por una más chida, más de primer mundo), ya a través de la “educación” (donde se tildará a su cultura de supersticiosa y atrasada), o a través del “desarrollo” (para que se hagan gente fina, como nosotros; que ahora sí que citando a Marx, “redima a la naturaleza –mala- a través del trabajo”).
Cambiar la forma de pensar de culturas que han sobrevivido (algunas mejor, algunas peor) al asedio de la cultura judeocristiana con su idea del mundo caído mediante el sincretismo y una propia asimilación de dichas creencias. Cambiar a esas culturas que han podido sobrevivir al embate furioso de la modernidad (mucho más agresivo que el de los conquistadores, paradójicamente). Ese es el cambio mental que ha propugnado el país por décadas, siglos inclusive. Esa es una verdadera Revolución.
La religión; la educación; la repetición insistente de su “atraso”. Ha sido hasta ahora vías para hacer esta divertida Revolución. Han logrado que el indígena se avergüence de ser lo que es: que se sepa inferior a los demás por sus diferencias. Ya en mitad del siglo XX se apuntó que la manera más efectiva de lograr esto era todavía otra: la construcción de caminos.
En efecto, durante siglos la cultura indígena a pesar del trabajo de los misioneros (aunque se debe reconocer que algunos religiosos valoraron y aceptaron las prácticas indígenas), de los maestros y de los representantes oficiales, en lugar de desaparecer, se redujo al ámbito comunitario y familiar. La reproducción y la enseñanza de estos pueblos giraron alrededor de la milpa, el fogón, las pláticas con los abuelos. Así se conservaron conocimientos de milenios; verdadera instrucción que propició el diálogo entre el presente y el pasado; laboratorio donde se forjaron sincretismos y permanencias.
La cultura se refugió donde ni el maestro ni el misionero y menos todavía el representante de la autoridad podía incidir: la casa, el solar, la milpa. El trabajo diario donde se reprodujeron y recrearon los mitos.
Los caminos vincularon a los pueblos con el mundo, lo que de manera natural llevó a la acentuación de la presión para que se diera el cambio buscado. No es necesario un maestro ni un delegado, la racista sociedad que rodea a las comunidades (cada vez más aisladas) sin necesidad de nada más acentuaran el autodesprecio. Y con esto, la presión por cambiar.
Pero las comunidades continuaron siendo refugios para estas culturas; en a casa no se podía entrar. Hasta hace unas décadas.
Olvidemos a la educación, la religión intolerante; la cultura oficial. No. Es la tele la que de verdad va a hacer esta Revolución soñada. Engels se alegraba de que EU invadiera México para sacarlo del atraso; la India y sus miles de culturas encendían el furor de los victorianos. Para qué tanto escándalo, si lo que  redimirá a los pinches indios va a ser la telenovela de las siete.
¿Para qué escuchar las historias de los abuelos si está la chava buenota de pierna al descubierto que cede a los ímpetus del galán engominado? ¿Qué sentido tiene conservar el respeto a la tierra o las costumbres alimenticias si en la tele dicen que se compra más con menos? ¿Para qué cultivar la milpa si lo que rifa es vestir como el chavo ese que siempre tiene abierta la camisa?
Para entender una telenovela no es necesario una gran formación cultural (en el caso de las películas es diferente, en las comunidades películas como digamos Fight club o Forrest Gump los dejan fríos: no tienen esas referencias culturales). No: para ver una telenovela desde los cuatro años se puede. No hay que tener una cultura libresca ni oral para entender los balbucientes diálogos “te amo”, “siempre estaré a tu lado”. La escuela exige lectura y estudio; la religión, seguir unas reglas. Los mitos e historias de los abuelos exigen atención, respeto, la interiorización de ciertos códigos. La tele, si pide algo, es que compres Ajax.
Podría hacerse una televisión con referencias culturales compatibles con las de estos pueblos, pero a quién le interesa. Es curioso que cuando llevé a la comunidad digamos Kirikou y la hechicera, a pesar de la distancia de la cultura africana tradicional, fue el éxito más grande. Todos la querían ver. Es normal, a pesar de todo, hay constantes que se mantienen: el héroe ancestral; el respeto por la palabra de los ancianos; el viaje iniciático. Un esquema no igual, pero si parecido a las historias de Ijitzin, héroe cultural de los choles, y su madre, Ch’ujuña. Pero es sólo una cinta (que por cierto los hizo pensar en la posibilidad de hacer películas con las historias que escucharon de sus abuelos).
Nhombre, que Revolución mexicana ni que la tiznada, si lo que nos va  a hacer “progresar” va a ser la mera tele. Los anuncios resplandecientes con hartos colores; las historias simples pero cachondonas. Ya el centro de la casa no es el fogón; el centro de la vida comunitaria no es la milpa: es la tele. Ella es la que nos da las preocupaciones. Y qué es mejor: la historia de cómo nacimos del maíz en labios de un viejito al que no le gusta que matemos a las plantitas o la enfermedad de María José con todo y explosiones en brazos de sus guardaespaldas.
No nos engañemos: la Revolución si será televisada. Por cierto, ¿ya le declaró su amor el chavo a la chica buena y sufrida?
 
César Alain cajero Sánchez
 


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