sábado, 26 de octubre de 2013

Revivir a un cadaver


La palabra religión hoy hace sonreír a muchos. La mayoría, no sin motivo, la asocia con la hipocresía y la insensatez, con los juicios y las cadenas.

He dicho que hay motivos para creer ello. Sin duda a lo largo de la historia de la humanidad y todavía hoy, se le ha tomado como pretexto para derramar la sangre de millones de seres humanos y para servir a los poderes políticos. Las matanzas entre musulmanes y judíos; entre hindúes y musulmanes están ahí hoy para comprobarlo. El vergonzoso silencio de los prelados cuando encubren a sus subordinados es público. Por otro lado, las necias palabras de exaltados religiosos para ocultar su ignorancia y su visión maniquea del mundo, resultan idóneos para aumentar el sentimiento de burla y descrédito de las iglesias.

Todo esto es verdad, y sin embargo, nada de ello desacredita a la religión en tanto experiencia personal.

Pero para evitar suspicacias acotaré el término: cuando aquí hablo de religión no me refiero a las instituciones ni a sus prelados ni a su política. Tampoco me refiero a muchas de sus prácticas. Mucho menos me refiero a la moral que propugnan. En estos temas hay mucho de qué hablar tanto a favor como en contra, pero no quiero entrar en ese juego en este momento.

No. Cuando yo hablo de religión me refiero específicamente al sentimiento de lo sagrado. A ese sentimiento de horror sagrado y deslumbramiento total; ese saberse de momento otro. Ese sentimiento de sobrecogimiento que tanto en común tiene con el placer estético.

He leído los argumentos de los críticos modernos de la religión. Personajes que en realidad no salen de las críticas más usuales y epidérmicas. Las más de las veces acuden al viejo argumento que si Dios creó al mundo, debió ser un Dios ruin o inepto, pues este mundo esté lleno de maldad. Este podría ser llamado el argumento moral.

No es fácil rebatir este argumento, que, con todo, es quizá el más profundo de todos. Vemos por todas partes cómo el animal devora al animal; cómo el cuerpo envejece y muere; como la piedra estalla; como lo bello desaparece.

Sin embargo en ninguna de esas cosas hay “maldad”. La inocencia es la marca del mundo: no quiere ser; es. La existencia es una inocencia que sucede.

El mal y el bien son nociones humanas. El dolor del hombre es algo que acontece en su mente. Saber que se es (o mejor dicho, creer que se es), resulta en sufrimiento.  Y es el hombre quien crea las guerras, los asesinatos, los juicios. No el mundo.

Es injusto culpar a Dios (o a lo sagrado, como prefiero llamarlo, para no antropomorfizar) del dolor del mundo; de lo malo que nos acontece. Lo sagrado no es moral: escapa de esas definiciones. Y el mundo no es moral, es inocente.

¿Hay necesidad de una ética humana? Sin duda, porque los seres humanos inventamos el mal, es necesario frenarlo (o mejor: ir más allá de él; regresar a esa inocencia; a la necesidad de esa inocencia). Mientras seamos hombres —porque no sin pesar acepto que todos los hombres somos malos; en cuanto pensamos, pensamos en la posesión—, ese freno que es la ética es necesaria. Una ética, empero, que en lugar de sancionar y recompensar, convenza. No un escape de la razón (al menos no en tanto que seres sociales), sino superación por la razón misma. Una razón que tome en cuenta al cuerpo y al corazón.

Y también, en tanto que seres individuales, un asentimiento a los límites de la razón; a la necesidad de lo irracional.

En otras palabras: un espacio (la sociedad) de la razón y otro espacio (el individuo) para lo irracional.

En esto difiere lo sagrado de lo moral (aunque para mi tristeza deba reconocer que para la mayoría la religión es moral): lo sagrado es un sentimiento y una visión; la moral es una orden y un mandamiento. Lo sagrado es individual; lo moral, social.

Otra variante de este argumento lleva a culpar a lo sagrado por lo que hacen las personas religiosas (en su nombre o no). Que se han hecho guerras por religión es incontestable, empero, ni ha sido la única causa ni las personas que no profesan ninguna son pacíficas.

Sin entrar en detalles, no debemos olvidar que al menos en dos siglos, no se ha visto en Occidente una sola guerra por motivos religiosos. Sí muchas por dinero, poder, raza. En pocas palabras, por la idea de nación. Inclusive en las guerras religiosas actuales en Medio Oriente, sus creencias son sólo un chivo expiatorio para justificar guerras nacionales. Los musulmanes palestinos atacan a los judíos no tanto por su religión, sino por la invasión de lo que consideran suyo: las tierras.  El problema de Israel es un problema político, no religioso. Los conflictos entre hindúes o budistas con musulmanes no son un problema religioso, pues dichas religiones habían convivido de manera más o menos pacífica durante cientos de años. Y no por la autoridad occidental, como quieren hacernos creer (¿qué decir de los emperadores mogoles, de Akbar?). La guerra fue producto de un sentimiento nacional, de intereses e ideas políticas disfrazados de religión. Sólo de esa manera se entienden los movimientos violentos hechos en nombre de, digamos, el taoísmo, como los turbantes amarillos (¿o en dónde está el mensaje de odio en Lao-tse?).

Inclusive las guerras religiosas en otras épocas fueron siempre más juegos políticos o por motivos morales que en verdad por ideas religiosas y mucho menos por el sentimiento de lo sagrado. De todas las religiones, sólo el Islam llama a una lucha con los infieles (y a pesar de eso, la mayor parte de las veces, fue pacífico), pero en él, religión, política y moral son una sola cosa.


Ello no redime a las Iglesias, al contrario: es un juicio sobre ellas pues han moralizado y politizado un sentimiento. Nunca el que experimenta lo sagrado ha cometido un asesinato, pues este rompe barreras, no las crea. Sin embargo el hombre, fanático por instinto, por miedo a la soledad, busca crear Verdades. E imponerlas por sangre y fuego. Imponer su moral, su ciencia, su idea de mundo; su poder sobre el mundo.


El sentimiento de lo sagrado rompe barreras, santifica al mundo en su inocencia; el hombre corrompe ese sentimiento y lo convierte en un llamado de sangre. ¿Hay que juzgar al mundo? No: hay que juzgar al hombre.

En cuanto al comportamiento de los religiosos, me parece muy bajo acusar a lo sagrado de lo que hagan los que dicen representarlo. Es como culpar a, digamos, Aristóteles si un profesor de Filosofía mata a alguien. En tanto que no presuma haber sido inspirado por su fe, no tiene sentido la acusación. Y aun así: el hombre es libre; está señalado por su libertad.

Comentan que los libros sagrados de algunas religiones están llenos de historias odiosas, de actos de crueldad y lujuria. No lo dudo. Nunca más que una buena novela u obra de teatro. Y no creo que alguien juzgue a otros porque las obras de Shakespeare rezumen dolor, crimen y pecado. Asimismo, la esencia del mensaje de esos libros no está en esos crímenes (como la esencia de Shakespeare no es el odio).

De hecho a veces me pregunto si decir que tienen todas esas escenas no supone un aliciente para leerlos.

Otro argumento muy socorrido en estos días es el que podríamos llamar evolucionista, que proviene directamente del positivismo. Esta pregona que la religión y todo sentimiento de lo sagrado es una respuesta de un ser poco evolucionado, temeroso del universo, ignorante. Que en este tiempo, tales seres han de desaparecer poco a poco.

La “prehistoria de la humanidad” era ya una idea preferida de Comte. Su “evolución” toca a Marx, a Hegel.

Pero no hay mejoramiento en términos de moral. Tampoco en términos existenciales o filosóficos. Hay cambios de paradigma. La pregunta por lo sagrado es una pregunta por el ser; y el problema del ser no puede ser superado sino con su pérdida en el Estado (eso lo intuyeron Hegel y Marx), con su alienación lastimosa (Nietzsche lo  mostró con su  “último hombre”) o con la ardua reconquista de la inocencia (también propuesta por Nietzsche).

La inocencia es una sacralización del mundo; su bendición. Tal idea espantaría a estos hombres. No, ellos piensan que simplemente ignorando el problema del ser, de su caída en el mundo; satisfechos por los placeres y los objetos de una civilización que ensalzan, todo se arreglará. Una ideología de broma.

O un mundo feliz.

Sí, lo sagrado tiene un origen prehistórico: nace con el ser humano (o antes quizá; santificar al mundo no sin razón se pude decir que lo hace ya el universo: todo es celebración). También el arte, las matemáticas, la medicina… ¿También éstas son reliquias de una era superada?

Sabemos más del mundo que los de eras anteriores. ¿En relación a qué? Simplemente nuestro mundo ha cambiado sus modelos de valores. Para civilizaciones anteriores, la Física no era significativa. Se daban cuenta de que los astros se movían, claro, pero para su forma de vida (y en realidad para la nuestra también) que ellos se muevan o lo haga la Tierra no era importante. De la misma manera, somos unos ignorantes en las actividades que ellos dominaban. No sabemos cazar ni sobrevivir en la forma que ellos lo hacían.

En las preguntas más importantes, la ciencia no puede ayudarnos. Ningún método científico puede decirnos qué cosas son buenas y cuáles malas (son conceptos humanos). Sus remedos de respuestas para muchos de esos problemas son más una triste invención de palabras que una verdadera contestación.

Que el alma se “explique” por las neuronas espejo no refuta en forma alguna a la idea: simplemente muestra su mecanismo biológico. Que la física cuántica pregone el infinito azar no impide que el azar sea otro nombre del destino.

Por definición lo sagrado es inhumano: incomprensible.

Los críticos de la religión que creen que tildar un milagro de ridículo e imposible son necios. Precisamente el milagro consiste en la ruptura del orden normal. Y si son coherentes con su fe (porque la tienen) en la ciencia; precisamente la teoría cuántica dice que podría suceder.  Sería algo altamente improbable, pero todo puede ser posible porque todo es aleatorio. ¿Cómo afirmar que en ello no interviene Dios o los dioses?, ¿cómo afirmar que sí lo hace? Si de verdad fuesen escépticos, suspenderían el juicio. Pero como apóstoles de la Verdad, se niegan a hacerlo.

Y eso lleva a un juicio de Nietzsche: los que matan a Dios no soportan vivir sin dioses, y creen que nombrándolos de forma diferente han cambiado. Los falsos dioses nos enseñorean.

Sus predicadores dicen ser más “humanos” y “tolerantes” con los otros. Curiosa tolerancia que los hace llamar “idiotas” a quienes no creen lo que ellos. Que son capaces de apoyar guerras para defender la “mejor sociedad”. No digo con ello que no tengan el derecho de equivocarse (ni juzgo a la ciencia por ello, como ellos lo hacen con la religión). Pido coherencia y que se dejen de tanta hipocresía.

Admiro la capacidad imaginativa de Hawking sobre los agujeros negros, pero a decir verdad, como Borges, creo que esa idea tiene un valor más estético que significativo.  Y su “verdad” no me parece más lógica ni más inteligente que la de los predicadores religiosos.

Hay un último argumento: precisamente el lógico.

Cantidad de religiosos hacen de la ramplonería y la necedad un modo de vida. ¿Cómo olvidar a aquel hombre que dice que E.U. es un país rico porque ellos sí son cristianos?, ¿cómo no molestarse con la madre que le impide bailar a una niña porque eso “enoja a Dios”?, ¿cómo mirar con buenos ojos a aquellos que matan a una mujer en nombre de Dios?

Muchos de esos problemas son morales más que religiosos estrictamente. Por otra parte, puedo juzgar a los hombres que hacen esto, pero no puedo juzgar lo que sintieron si (tampoco puedo asegurar que la hayan tenido) tuvieron una experiencia de lo sagrado. Una cosa es criticar un comportamiento, otra es censurar una libertad: la libertad de sentir.

Señalar la ilogicidad de sus juicios, la facilidad con que se dejan engañar por profetas que son al menos poco creíbles (como aquellos que anuncian una y otra vez el fin del mundo, equivocándose un día sí y el otro también) no es juzgar lo que sintieron. No es argumento contra lo sagrado. Es un argumento contra la estupidez del ser humano que quiere hallar verdades en todas partes. En un líder, en una moral, en la política, en el dinero… hasta en la ciencia.


Los que predican contra la fe son creyentes; los que atacan la moral son los peores moralistas. Los que defienden la libertad son con frecuencia jueces de los otros.

Quieren revivir un cadáver: el del Dios moral. Con ese cadáver pretenden juzgar al mundo: pretenden juzgar incluso el sentimiento de lo sagrado.

Hay que defender la libertad de sentir. También, cómo no, hay que defender la libertad y la necesidad de juzgar al hombre y a su moral. Pero no negándose al mundo ni a sus posibilidades: una de ellas (y quizá la medular), la del sobrecogimiento al percibir lo sagrado del universo, su grandiosidad.


César Alain Cajero Sánchez

domingo, 13 de octubre de 2013

Teorías y academias


Hace unas semanas compré unas cervezas y unos cigarros. Quería ver una pelea de box, pero como no tenía televisión a la mano, decidí activar internet desde mi celular.

Nunca lo había hecho. A veces oprimía mal el botón e interesantes colores aparecían en la pantalla, junto a ofertas y felicidad a precio bajo. Pero como no quiero ir a la tierra maya por dos noches ida y vuelta, solía salir presuroso.

Bien, activé el dichoso internet a móviles. Olvidé salir de él, pues al otro día, mientras bebía mi café, me llegó un mensaje en donde alguien que no conozco me acusaba de ser un académico y no entender la pasión de los jóvenes. Sin entender de qué hablaba el susodicho, me enteré que todo se debía a un artículo donde criticaba esa confusión tan frecuente entre obra literaria y vida.

No me sorprende que alguien se sintiese aludido; tampoco que me diga que no comprendo la pasión de los jóvenes (si ni mis pasiones entiendo), pero que me digan académico, eso sí ya calienta.

Sin embargo, hoy en día, hay que decirlo, inclusive quienes pretender huir de la academia (y quizá ellos más que otros) están embebidos de su lenguaje, sus formas y sus prejuicios.

Seré sincero: de los poetas, cuentistas o novelistas que conozco no hay sino muy pocos que no sean a la vez teóricos, que no cuenten con credenciales académicas. Probablemente se trate de un problema mío, pues yo también entré a estudiar una licenciatura en letras. Pero fuera de ella, los que se pitorrean de los estudios en letras, están igual de obsesionados por no parecer inocentes, por saber más. Por vivir más.

El académico no goza: explica. No comparte sus gustos: pretende hacer de sus alegatos una ley.



Cuando un académico serio se encuentra ante un poema o un relato, lo primero que hará será tomarlo como un objeto de estudio. Lo diseccionará en palabras; lo comparará, lo pesará. Desnudo, puesto sobre una balanza; contará sus patas y dientes. Se asegurará de que haya una buena dosis de somníferos, no vaya a ser que se levante y muerda. No vaya a ser que asome un sentimiento, goce o disgusto.

Al académico le da miedo sentir. No le está permitido. Lo que debe hacer es jugar en gris con los conceptos. Se dice lúdico si Delés; se dice emancipado si Fucó; se dice intérprete si Gadamer. Pero ni interpreta ni juega ni es libre: está atado a sus palabras. Debe analizar y explicar.

Ni siquiera juzgar le es permitido, porque eso es coartar la libertad, dicen. Entonces no criticará ni juzgará. Analizará, que es lo que se debe de hacer en estos tiempos convulsos.

Pontifica sin juzgar, lo que es todavía más extraño: pontifica la libertad. La libertad de aburrirnos con lo que queramos. Pero siempre bajo un manto sagrado: el de la academia y sus instrucciones de cómo deletrear a la libertad.

No juzga a las obras; juzga a quienes lo escriben: los pesa y les pone una corona o un rótulo. Uno es el mejor escritor del siglo, por su polifonía en sus tópicos; otro es el exponente del sacrosimbolismo. Aquel otro es post-totalizante.

Hay que medírselas bien para ver quién es el que gana los laureles.
La Academia nació para dar reglas. Hoy lo sigue haciendo, pero ya no lo pone a la obra, sino a la Historia.

Dictamina. Pero lo hace de manera que nadie entienda.

Como no le importa el arte, no le interesa escribir bien ni que le entiendan. Es tan libre y tan lúdico que puede darse el lujo de escribir para nadie. Y sin leerlo, otros lo aplaudirán por su brío.

Léase a un académico: se notará de inmediato por su mania por acumular palabras inventadas, por parodiar grotescamente la jerga de los científicos; por buscar seriedad en donde no hay sino goce o dolor. El arte no es sino el mero pretexto para exponer  aquello que de verdad importa: las ideas. Así, hay análisis de género, de lucha de clases, económico, pansimbólico, indigenista, criollista, ecologista…

Lo importante es la Idea, y con las ideas, el poder.

Pero los que pretenden huir de la Academia juegan, muchas veces, sus mismos juegos. No les importa el goce, sino la política; las relaciones de poder. Sus luchas son por acomodarse mejor ante el poder.  No analizan, pero sí pontifican; no gozan con la obra: la toman como pretexto para dictar sus juicios a la realidad. Lloran y gritan porque no alcanzan la luna.

Y los teóricos que se disfrazan de rebeldes. Esos son quizá los más graciosos.

Gritan, pero usando los términos aprendidos en clase. Vociferan, pero sin hablar una sola vez de la obra. Igual la obra no importa: si critican algo es a la política intelectual; señalan, glorifican; alaban. No se cansan de decir que ellos quieren hablar de la obra. Pero ni una vez la mencionan. Sólo despotrican o alaban a los autores, a sus tendencias, con un lenguaje tramposo y pseudoerudito donde abundan los neologismos.

Pero que nadie entienda bien a bien de qué hablan no importa: no faltarán los que aplaudan su rebeldía, sus gritos, a la vez que admiren su academicismo, sus balbuceos disfrazados de palabras.

Espejos juntos.

¿Ya no es posible el puro placer?, ¿ya no es posible sentir simplemente una obra? El arte empezó con la fiesta pagana; con el grito en los árboles. ¿Ya se fue?

En fin, que la cosa es que perdió Márquez por decisión y ya desactivé internet de mi teléfono.



César Alain Cajero Sánchez

Sobre la forma en la literatura  César A. Cajero Podemos definir en este momento y provisionalmente a la literatura como aquella...