lunes, 27 de marzo de 2017

Días de clase

Días de clase

Dedicado a esos héroes del bachillerato
que buscan nuevas y estridentes
maneras de no hacer nada...
Y que, a pesar de todo, aprecio mucho.


Hasta hace pocos meses todavía podía pasearme por la Calzada de los poetas al terminar las clases, pero desde que cambiaron la ubicación de la preparatoria, el mejor momento del día es cuando la pareja de novios a mi lado en el metro deja de hablar y puedo continuar mi lectura en lugar de enterarme de la vieja puta de su oficina a la que se le transparenta el calzón.

“Los ascensores están llenos; espere y repita la llamada”, es el cántico con el que nueve de diez ocasiones me recibe el nuevo edificio. La cantilena es tan pegajosa que el altavoz debe repetirla una y otra vez por varios minutos, pero como ya me la sé de memoria, mejor uso las escaleras para subir seis pisos en menos de tres minutos. En febrero rompí mi propia marca.

Luego basta pasar a la sala de firmas y bajar cinco pisos para empezar las clases.

El salón se encuentra sumido en la mayor de las tinieblas. A los alumnos les gusta hacer una atmósfera tipo Drácula para poner de telón de fondo a sus sueños. La luz del sol (o en este caso, de cuatro lámparas) los aterra y saca de sus profundos pensamientos.

Después de indicar que hoy hablaremos de los poetas de la Generación del 27, y mientras paso lista, les pido que escriban el tema en sus cuadernos. Aprovecho para preguntar si tienen ya las copias de los poemas que leeremos. La mitad del salón dice que no mientras escucho a uno de ellos tararear que “este es un reggaetón lento” con la mirada hipnotizada en un punto del piso. Por ahora lo hace con sus audífonos; después de cinco minutos pondrá una de sus bocinas.

     Pues, así las cosas, empecemos. Bien, digamos, ¿qué entienden por “generación”?

     Mientras estaba así, le embonó una de este tamaño. De verdad; de éste tamaño— dice Alumna a sus compañeros mientras con sus manos especifica la longitud de una de esas calabazas que usan en la gustada celebración del Halloween.

     Veo que sabes mucho de la Generación del 27, ya que no pones atención, así que, ¿qué me puedes decir?, ¿qué entiendes por “generación?

     Pues creo que “generación” es lo que se genera, pero por qué me pregunta a mí, si yo no estaba hablando.

     Bueno, ¿cuándo crees que haya sido nombrada la Generación del 27?

     Esa sí, esa sí me la sé; fue en el 98, ¿no?

     ¿Por qué piensas eso?

     Pues porque vimos lo de la Generación del 98, ¿no?

     Pues sí, pero eso fue hace dos semanas.

     Ash, entonces no sé. ¿Por qué me pregunta a mí, si yo no estaba hablando?

Mientras empieza a subir el rumor en el salón, un par de adolescentes entra con sendos vasos de sopa instantánea de esas que les dicen “Maruchas” (y cuyo nombre significa “niño redondo, que es como quieren acabar muchos alumnos, pues no pueden dejar de rumiar cual bovino en un día de primavera). A veces piden permiso de entrar; esta vez no es así. Ríen mucho; una de ellas dice “hazte a un lado, pendeja” y vuelve a reír mientras por un empujón de “la pendeja” derrama el contenido de su vaso en el suelo. Ríen más y después de mirarme, entre más risas, dicen que van a limpiar. Siguen riendo mientras otro compañero suyo, que estaba sentado (como no, comiendo), se les acerca con una hoja de cuaderno. Se empina y comienza a fregar, con lo cual lo único que consigue es batir el suelo. Otro de sus compañeros no resiste darle un empujón al voluntarioso joven que pelea a muerte por manchar perfectamente el suelo mientras le grita “Órale, güey, ahí está lo que te tragas”.

Alguien grita, jubiloso, “sátira” (palabra que al parecer dije en una crisis de ausencia que tuve hace varios meses en clase).

Mientras tanto, Alumna-que-no-sabe-la-diferencia-entre-un-siglo-y-otro, ya se volteó (mientras se nutre con unos chocolates cubiertos de dulce sabor menta) y se ríe escandalosamente de algo que no alcanzo a descifrar. Compañero suyo dice que esa pinche tarea no la hizo.

Resultado de imagen para Panza cheleraPregunto a la clase si ya anotaron el título y les pido que saquen las copias.

Salvo siete u ocho que han leído los poemas de García Lorca y Cernuda que pedí, resulta que nadie más tiene siquiera los poemas. Unos los buscan en internet y su indagación los lleva, según parece, a un video donde un señor de voz gangosa canta a todo pulmón entre sonidos de baja frecuencia: “ni que valieras tanto para perderme en el alcohol…” Misteriosamente, el video empieza a sonar en unas bocinas y nadie sabe cómo llegaron o cómo funcionan.

Me acerco para apagarlas, pero de pronto les sale dueño, quien dice que no agarre sus cosas, que le costaron muy caras. Le digo que sus cosas no me interesan, que sólo voy a apagar esas bocinas que a nadie pertenecen. Es entonces cuando recuerda que son suyas y en cuanto hago el ademán de agarrarlas, las quita y mis manos apresan el vacío. Le digo que las apague y dice que no. Le indico que me las entregue y me pregunta que si se las voy a pagar; que son suyas.  Le digo que salga del salón y grita un rotundo NO (que busco reflejar con mayúsculas).

Salgo entonces a buscar a un prefecto (antes, cerca del bosque, no había) pero por alguna extraña razón, sólo los encuentro una de cada veinte veces que los necesito.

Regreso al salón y ya hay un grupo de sanos muchachos al fondo que se está aventando pedazos de torta de queso de puerco. Sé que lo único que calma los ánimos estudiantiles es el sonido de mi bella voz en el viejo y aburrido ejercicio del dictado, así que, aunque no me gusta, después de advertirles del dictado y de tres o cuatro minutos en que los atentos alumnos sacan por fin sus libretas, bolígrafos y (algunos) anotan el título y la fecha, comienzo mi perorata: “En 1927 se conmemoraron los trescientos años de la muerte del poeta Luis de Góngora, así que…”

Por alrededor de cinco minutos más, sin contar las numerosas veces que debo repetir lo dicho porque no escucharon o los distrajo alguien que se asomó por la ventanilla del salón, cesa el ruido y sólo escucho, como en otras preparatorias donde he dado clase, el murmullo de algunas voces.

De cuando en cuando, se escucha la palabra “sátira”, seguida de risas como de Beavis & Butthead.

Cuando detengo mi cháchara debido a que cualquiera de los siete alumnos (o alguno de los otros treinta que esta vez sí puso atención: si se lo proponen muestran sobrada inteligencia) hizo alguna pregunta o para explicar algunos puntos interesantes del desarrollo (a pesar de lo efectivo del método del dictado, sigo negándome a sólo limitarme a dar datos, nombres, títulos y fechas, lo cual hará que odien más si cabe a la lectura), los rumores de fondo empiezan a subir de volumen. Como si se tratase de uno de esos equipos de sonido de antaño, se puede escuchar claramente cómo los decibeles suben en cuestión de segundos. Para cuando acabo de decir que “la mayoría de ellos tuvo en cierto momento influjo del surrealismo; hay que pensar en el contexto: la postguerra, la Gran depresión…”, Alumno-que-refriega-el-suelo y sus amigos están ya compitiendo a carcajadas por ver quién le atina al bote de basura con bolitas de papel mientras rumian chicles.



Otro grupo, que incluye a Alumna-que-ama-la-etimología se juntó de nuevo y su rumor opaca incluso a los basquetbolistas. Le pregunto directamente a un miembro de este grupo —camisa de color blanco, sonrisa eterna, peinado de cono de helado— si no puede dejar de hablar.

     Nostoy hablando.

     Bueno, deja de hacer escándalo.

     Quenostoyhablando.

     Escucho que estás hablando. O eso o mueves la boca en singular mímica.

     Peronostoyhablando.

     Quesístáshablando.

     Peraellasyolasvihablando.

     Pero te estoy preguntando a ti.

     Yonostoyhablando.

     Bueno, ya. Deja de no hacer lo que no estás haciendo.

Después de este episodio, anuncio que, dado que mi interés no es que se aprendan datos, sino que lean literatura y aprendan a escuchar y a opinar, vamos a leer los poemas. Les pido a quienes no traen la selección que preparé que se junten con quien sí la traiga. Alguien ya está presto a buscar en youtube la recitación y sin preguntar manda la señal a unas bocinas. Escucho entonces a un declamador de esos del siglo XIX leer con acento de argentino. Pido que apague eso. Esta vez obedece, no sin antes preguntarme si no me gusta Julión Álvarez. Como de pasada le indico que no, aquel-que-no-hace-lo-que-en-ese-momento-hace, me expresa su duda acerca de si no soy mexicano o qué mientras saca de sus bolsillos un dulce que se mete a la boca.

Dejo la respuesta para después y en cuanto digo que vamos a leer un poema de Federico García Lorca, el más conocido de los poetas de la Generación del 27, alguien grita: “Otra vez esa mamada de lo del 27”.

Me vuelvo y es, como no, el cuate del “reggaetón lento”, quien siempre mueve la boca como si estuviese mascando chicle (o en verdad lo está haciendo, a saber). Le digo que ese es el tema del día; que, si no quiere escuchar más de él, se salga, aunque le advierto que es un tema del examen.

     ¿Pero eso en qué me va a servir, a ver, para qué?

     Pues a ti… de nada. Pero leer te ayuda a saber expresarte.

     Pues yo ya sí me expreso así; como así; pues como así…

     ¿Cómo qué?

     Pues como así.

Salgo a ver si el famoso prefecto ya anda por ahí y como sigo sin verlo, regreso al salón. Dos personajes están trenzados en una llave de lucha libre, así que les pido que se calmen y me entero que un amigo le quitó al otro su celular y el pinche puto no se lo da. Lo del celular (no lo del pinche puto) me hace volverme para ver a un grupo de tres chicas que están sentadas frente al pizarrón, con celulares conectados a la línea de corriente en la mano. Les pido que se sienten y en coro me dicen que su celular ya se descargó.

Nuevamente del fondo del salón alguien grita “´sátira” y tres o cuatro ríen en murmullos.

Les digo que para empezar no tiene por qué estar con su celular y que, aunque les permito conectarlos, no tienen que tenerlos en la mano para que sus aparatos se carguen de energía.

Resultado de imagen para federico garcía lorcaMientas el grupo se sienta, hay un pequeño instante de silencio (quizá aprovecharon la pausa para recargarse de cosas que puedan meterse a la boca), así que de nuevo les pido sacar sus copias de los poemas y les digo que leeremos todos juntos (“la poesía está hecha para leerse en voz alta”, les recuerdo) “Paisaje de la multitud que vomita”.

Cuando los diez o doce que leemos (la mayoría nunca sacó de su mochila las copias siquiera) llegamos a “son los muertos, los faisanes y las manzanas de otra hora/ los que nos empujan en la garganta”, escucho, entre los rumores de los otros veinte, la risa machacona de una de las alumnas. Como supongo que ya acabó de deglutir aquello que tuviese en la boca, le pregunto qué le parece tan gracioso. No responde, así que confieso que su risa en mitad de un poema es como un taladro en mitad de una sinfonía. Me dice que soy un grosero. Así pues, le respondo que, si no va a leer, puede salirse, y si no; que por favor esté en silencio. A ello me responde con el consabido: “nostoy hablando; sí estoy poniendo atención”.

Como confío plenamente en su palabra, le pregunto qué relación observa entre el poema y lo que hablamos del contexto mundial. Su respuesta es que el señor Lorca quería que todos vomitasen. Alguien, en otro lado, dice que el tono de este poema es desesperado por la situación mundial; la Gran depresión, el Periodo entreguerras... Alzo la mirada y veo a uno de los alumnos que normalmente no ponen atención y le digo que está muy bien. Le pido que continúe. Otro alumno comenta también algo y por cosa de un minuto, se puede escuchar lo que dicen.

Después de ese minuto vuelvo a escuchar sólo las carcajadas de la Alumna-que-nostáblando-que-sí-pone-atención y le pregunto por aquello qué decía su compañero. Responde que el señor Lorca quería estar en depresión.

Intento que sigamos leyendo, pero no puedo lograr que bajen la voz de sus discusiones filosóficas acerca de quién va a ganar el torneo de la Primera división.

Aviso que preparé algunos videos donde podremos ver la influencia del surrealismo tanto en la poesía del 27 como en la cultura popular.

Mientras conecto el proyector, les pido escribir sus impresiones de “Qué ruido tan triste”. Nadie atiende mis instrucciones y alguien me pregunta que por qué me pone triste el ruido. Así, pues, recurro nuevamente a un muy breve dictado.

El sonido baja de intensidad. Sin embargo, noto que al fondo del salón hay un personaje con camiseta de Nirvana el cual sigue hablando en voz muy alta y ni siquiera tiene el cuaderno a la mano.

     Oye, tú, cuéntame, ¿qué estás haciendo?

     Pues nada.

     ¿Por qué no escribes?

     No escribo…

     Ya sé que no escribes, ¿por qué?

     Estoy hablando.

     ¿Y por qué estás hablando?

     Estoy hablando.

El Repetidor instantáneo toma un momento para recobrar energía y entonces le pregunto.

     A ver, dime tu apellido.

     ¿Para qué?

     Te voy a bajar un punto.

     Ah, ¡bueno!…

     ¿Tu apellido?

     Repetidor-instantáneo-de-lo-que-me-dicen.

     Repetidor, Repetidor… Oye, no estás en lista.

     ¿No estoy en lista?

     Mira… ¿Estás inscrito en este grupo?

     Sí… En este grupo.

Alguien dice a mi espalda: “sí, está inscrito, pero ya pasó esta materia”.

     ¿Ya pasaste? ¿Y qué haces aquí?

     No sé.

     ¿Por qué no te sales? ¿Qué haces aquí? No creo que te interese mucho la clase, ya que te la pasas hablando.

     No sé.

     ¿Te gusta molestar o qué?

     No sé.

     Vaya. ¿Sabías que al líder de ese grupo cuya camiseta traes le gustaba la poesía?

    

     ¿Sabías que voy a poner algunos poemas de Jim Morrison?

    

     ¿Entiendes de qué te estoy hablando?

    

     ¿Sabes qué cosa traes puesta o no sabes siquiera qué es?

     Como sea, por lo menos no me estoy desmayando ni digo “sátira”.

     Será porque no estás enfermo. ¿Escuchaste cómo dije desde el primer día que estoy enfermo o no escuchaste siquiera eso? Y no sé qué le ven de gracioso a esa palabra. ¿De verdad no tienen nada qué hacer?

Tras de verlo alzarse de hombros, le digo que salga del salón. No hace caso. Voy de nuevo en busca del prefecto y, aunque, no está, veo al personaje salir.

Resultado de imagen para reggaetonero chamarra con pelucheYa un poco más calmados, les pongo la proyección… Al momento de llegar a canciones en inglés les pido poner atención a lo que dice su letra. Tras un par de minutos, supongo, se cansan de leer y escucho platicas por todo el salón. No tardan en escucharse en las bocinas los peculiares sonidos de la tambora y el acordeón.

Alguien se levanta, toma sus cosas y sale del salón sin pedir permiso. Sin embargo, se queda con la mitad del cuerpo dentro y parece listo para una larga plática… Cierro la puerta y él la abre muy enojado dicendo, “pinche viejo loco”.  Es entonces que le digo al muchacho —chamarrita con arreglos de peluche en el gorro, pantalones apretados, corte de cabello de barquillo de limón— que, si se va a ir, me parece muy bien, nadie está aquí por obligación, pero que se decida; o se queda o se va.

Azota la puerta y tras volverme, veo que, tras subirle a la melodía de agropecuarios sonidos del norte, un par de chicas ya se puso a bailotear.

Harto, tiro la toalla y recurro a lo único que los mantiene si no callados, por lo menos ocupados:

—Bueno, si es lo que les gusta, si no pueden opinar ni leer; si sus sentimientos les parecen una basura indigna de expresarse, busquen el “Romance de la luna” de García Lorca y contesten las siguientes preguntas…

1-      ¿Cuántas estrofas tiene el poema?

2-      ¿Cuál es su métrica?

3-      ¿Qué tipo de rima…?

4-      Y así y así…

Eso les lleva aproximadamente diez minutos después de preguntar “¿la métrica de qué?”. Explico, pero a muchos les cuesta entender que me refiero a la métrica del poema aludido en la primera pregunta.

Advierto que dejo de calificar en quince minutos.

Veinticinco minutos después, tras haber calificado, recojo mis listas. El chico del reggaetón suave se me acerca y me pide que le califique. Reviso rápidamente sus respuestas y le pregunto qué es una rima consonante.

No dice nada. Mira nuevamente un punto fijo en el piso, murmura algo sobre el perreo intenso y se va.

Una de sus compañeras se indigna.

     Oiga, ¿Por qué no le califica si sí acabó?

     Porque no tiene idea de lo que contestó.

     Pero sí lo contestó.

     No me interesan las respuestas, sino que entienda qué escribe.

     Pero sí acabó.

     ¿Por qué no contestó mi pregunta?, ¿por qué viene hasta ahora, diez minutos después de que dije que ya no iba a calificar?

     Sí, pero sí lo escribió…

     Caray, pues si quieres, tráiganme lo que les falte de todo el mes...

     ¿Pero sí nos lo califica?

    

     ¡Sátira!
Marzo del 2017

martes, 21 de marzo de 2017

Dos clasificaciones zoológicas

Dos clasificaciones
zoológicas


Aunque en general todas aquellas obras, que no sean libros didácticos o de auto superación, no son leídas más que —como diría un comercial famoso que cambia lo literario por lo médico— por las mamás de los autores, es de notar que aquellos cuyo contenido sea poesía son los menos frecuentados de todos.

Esto es todavía más notable ya que la cantidad de libros de poesía publicados aventaja 5 goles por 3 a la narrativa corta, 5 a 1 frente a la novelística y al menos 7 a 1 haciendo frente a la ensayística. La dramaturgia no juega y los libros de teoría literaria no cuentan porque ni siquiera están en la liga de la literatura (los académicos son algo así como el pambol llanero, pero con muchos títulos). Hasta los superpumas podrían ganarle a la poesía, lo cual no sé si sea triste… para la poesía, claro.

Por tanto, en el caso de la poesía comprobamos una vez más que la teoría de la oferta y la demanda nomás no funciona cuando las ganas de publicar son rete hartas y no hay lectores. Celebro que haya tanta ilusión, aunque presagio que de cada veinte autores que publican, sólo uno persistirá en su necedad más allá de unos años.

Si han visto películas o series donde el autor es descubierto por una editorial y gana luego chorros de lana, olvídenlo. Eso sólo llega a pasar cuando se es compadre de un juez en un concurso (de novela, que es algo así como la liga española de la literatura). Los demás o les entran a las becas de papá Estado, pican piedra por años en las cada vez menos comunes revistas o, más frecuentemente, financian sus propias ediciones.

No es algo nuevo. Y menos para la poesía.

No es poco frecuente escuchar a los lectores decir que la poesía “les aburre”, “nunca le han entendido” o “cualquiera la hace”. Los mismos literatos o estudiosos de la literatura la ven como un género apestado. Y ahí se ve a la señora haciendo sonar la campanilla de sus versos para que los sanos académicos y editores se hagan a un lado, cuidando de no beber en la misma fuente.

Sin embargo, si le rascamos un poco, también sabremos que la mayoría de estos sanos individuos alguna vez han departido con la señora. Quién tiene escondidos un par de versos; quién ha leído en un momento de pasión a Neruda y a quién se lo han leído; quiénes, y no son pocos, tienen por ahí una edición de autor que esconden como pueden y que en una tarde de copas sale a relucir.

Más que eso: quién no escucha los versos de una canción y llora de emoción por esa letra que no es sino poesía acompañada de música. Y he de decir que aun en este país bronco y macho de México conozco a lectores de poesía espontáneos, quienes leen y comparten poemas por el purito gusto de hacerlo.

¿Y entonces por qué nadie compra esos nuevos y heroicos libros de poesía? Más que eso: ¿por qué nadie los lee?

Dejando de lado que, por evidentes razones, no todo lo que se publica es bueno, en la mayoría de los casos, existe una muy mala distribución; no hay librerías especializadas en literatura en la práctica totalidad de las ciudades del país y aquellas que sí existen tienen una pésima sección de poesía, si es que esta siquiera existe (por lo general, se puede encontrar a Mallarmé junto al nuevo libro de recetas de cocina de la celebridad del momento). Así, estos libros no llegan a quienes tienen que llegar.

Pero todavía más allá, no está de más señalar que no siempre es que a la gente le caiga mal la poesía como que les caen mal los poetas. Aquí presento una descripción de dos de los tipos más conocidos y nefastos.

Muchos conocemos a aquel tipo que adopta una postura pedante, que recita como vate del XIX y todo el tiempo está en posición de una pintura del XVIII. Sol de su propio sistema. Normalmente son o fueron estudiantes de alguna universidad, más probablemente lo fueron de Letras, Filosofía o, cada vez menos, Derecho. Se reconocen por moverse de manera solitaria o en pequeños grupos, fumar en pipa y tener libros de Foucault bajo el brazo.

Pero no son los únicos ni la especie más abundante hoy día. Están también los malditos a la fuerza, quienes, émulos de fantasías que mezclan a partes iguales a Jim Morrison con Bukowsky más una cucharadita de Rimbaud y hoy día, en proporciones cada vez más altas, Bolaño, salen con poses de renovadores cuando sólo repiten lo que otros hicieron. Acostumbran asustar a la burguesía comprando muchas cervezas y pensar que escribir con mala sintaxis y poco ritmo equivale a revolucionar la literatura.

Lo infame de estos últimos no son sus fantasías donde tratan de emular mal a sus héroes ni su mucho o escaso talento, sino que se una vez que te acercas a ellos, no te hablan más que de sí mismos. No hay en ellos más conversación que lo que hacen. La poesía es apenas una excusa para hablar de sus aventuras. Son fácilmente reconocibles porque suelen rondar en grupos pequeños, ir mucho a los Oxxos y vestirse como extra de película sobre los veteranos de Vietnam.

Las diferencias entre ambas especies, sin embargo, no son tan grandes como parecen a primera vista. Ambos gustan de explicar muy largamente sus poemas; ambos piensan que nadie los merece (unos porque saben mucho de poesía y los otros porque viven como verdaderos poetas). No es extraño que haya entre ellos híbridos peligrosos.

No todos los poetas, entran dentro de esta descripción zoológica, por supuesto. Y, de hecho, cuando no están en su papel, incluso ciertos miembros de estos grupos son hasta cierto punto agradables. Algunos tienen ideas relativamente curiosas. Lo malo es cuando entran en su papel o uno tiene la pésima fortuna de encontrarles ánimo de hablar de sus poemas. Nunca critique usted sus ideas-fetiche o tenga el pésimo gusto de discutir de política-poética con ellos (cada vez hay más que piensan que es lo mismo y que lo discuten con la misma apertura). Se arriesga por su cuenta si lo hace a que le demuestren cómo el no estar de acuerdo con el actual salvador de la patria en ruinas viene de no haber leído a Góngora.

Así pues, festejo como todos a la poesía, pero me mantengo alejado de (buena parte de) los poetas. De otros, como muchos saben, soy amigo y lector. Sólo les pido y les agradezco que me dejen leer los poemas a mí y no quieran explicármelos.

Y usted, querido poeta, ¿cuál de estos ejemplares ha sido? ¿De cuáles me ha visto cara?

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martes, 14 de marzo de 2017

Lecturas obligatorias


Lecturas obligatorias



Desde que tengo memoria en las escuelas de nuestro país se ha confundido la enseñanza de la literatura con la exegesis de las obras literarias.

De principio, la idea de “enseñar” literatura es cuando menos extraña. La literatura, como todo arte, se aprecia experimentándola, si es que todavía es posible usar esta palabra sin evocar su significado dentro de las ciencias. Ya Borges se sorprende de la idea de lectura obligatoria (“tanto valdría hablar de felicidad obligatoria”). Entiendo el sentido de su crítica a la imposición del gusto de cualquier obra artística. La idea resulta por demás estúpida y en no pocas veces, contraproducente. Nadie nos obliga a adquirir el gusto por determinada música, por cierto tipo de obras plásticas o por tales y cuales películas. Por lo general, sólo la literatura es sometida a este tipo de tentativas absurdas.

Sin embargo, entiendo también el porqué de esto. El lenguaje escrito resulta imprescindible para la vida diaria y, por supuesto, para el aprendizaje dentro de un contexto escolar. No hay disciplina científica o humanística donde no se deba de leer así sea lo mínimo.

En mi experiencia he conocido alumnos de nivel medio superior que son incapaces de leer las más simples instrucciones de un examen. Son lo que hoy llaman “analfabetas funcionales”: capaces de descifrar los signos alfabéticos, pero que no pueden entender su significado plenamente.

Adquirir la habilidad de comprensión sólo se puede lograr mediante la lectura cotidiana. Y para ello, nada mejor que la literatura por su nivel de complejidad y sus características estéticas (en otras palabras, requiere habilidad de lectura y, además, resulta divertida de leer).

A pesar de esto, las campañas de lectura y las lecturas obligatorias, por no hablar de los libros de texto, después de más de medio siglo han logrado que se lea cada vez más, pero se comprenda menos. O lo que es lo mismo: con cada nuevo lector avanza de manera simétrica el odio a la lectura.

Y es que pedirle a un adolescente que disfrute la lectura de El Lazarillo de Tormes o Primero sueño es como pedirle a un egresado de pedagogía que lea con deleite un libro de álgebra avanzada. ¿Por qué no se permite que el lector escoja lo que quiere leer y se le va conduciendo poco a poco, ofreciéndole pequeños textos de otros autores en lugar de hacerlo leer a la fuerza clásicos que muy poco le dicen y que, se supone, deben de gustarle?

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Pero quizá el mayor de los problemas de la lectura en el ámbito escolar estriba en la insípida interpretación académica de los textos.

La interpretación textual es legítima. De hecho, es natural: cada vez que leemos un texto, lo interpretamos, no sólo en el sentido metafórico, sino en el literal también (interpretamos signos escritos como sonidos). Cada lectura de un texto literario es una apropiación del sentido. Lo que nos dice el libro no es aquello que el escritor quiso decir, sino lo que nosotros vemos en él. Leer un texto es, también, leernos.

Muchas de esas lecturas se han vuelto parte del canon y han enriquecido al texto. A pesar de que muchas veces se pretende legitimar una lectura o desaprobarla recurriendo a deducir o revisar aquello que “el autor quiso decir”, en realidad esto resulta apenas de una importancia anecdótica, importante, pero secundaria. Lo que dice hoy Hamlet es mucho más de lo que Shakespeare pudo prever. Una vez que la obra literaria se hace pública, escapa del control de su autor: es ahora propiedad de los lectores.

Esto, por supuesto, sólo es legítimo cuando hablamos de un texto literario dado que al manejarse en un ámbito estético, requiere la participación del lector en un nivel muy profundo: necesita su lectura para encarnar en el mundo. Y lo mismo puede decirse del lector: sólo merced a esas palabras le da forma a su mundo: la palabra instaura y hace visible aquello que antes era un sentimiento amorfo e incierto. La lectura estética despierta emociones, reconocimientos y esto es, necesariamente, subjetivo. Ese es quizá uno de los misterios del arte: es lo más subjetivo y, al mismo tiempo, puede ser leído por todos.

Esto no puede decirse de otro tipo de textos. A pesar de que podemos interpretar a nuestro antojo cualquier documento, sería nocivo intentarlo con textos jurídicos o científicos. Una regla de éstos es, por ello, escribirse de la manera más sencilla posible, que no deje lugar a dudas de su sentido una vez en posesión del código. E incluso en estos casos se cuenta con un grupo de exegetas profesionales que se encargan de descifrar el significado verdadero del texto. La importancia de estos intérpretes es tal que, en el caso de ciertas obras muy cercanas a la literatura, han creado divisiones entre los lectores en grupos en franca malquerencia. Esos libros, muchos de ellos verdaderas obras maestras, son llamados textos sagrados o algo así.

De cualquier manera, esta interpretación que inevitablemente hacemos de las obras literarias dista mucho de aquella que se acostumbra en un ámbito académico. A saber, la primera es intuitiva y espontánea mientras la segunda es racional y calculada. En la primera, y esto es lo notable, hay, a pesar de las diferencias, una cierta analogía entre las distintas lecturas. No sucede esto con la segunda.

Resulta digno de notar que en el mundo moderno este tipo de lectura “razonada” se considera la verdadera, la adecuada; aquella que tiene fundamentos, mientras que la lectura natural se considera apenas un primer acercamiento. Esto tiene qué ver con la ideología que ha dominado nuestro mundo desde hace siglos, donde aquello que no se pretenda racional se supone inferior o incluso perjudicial. Tal cosa, que en muchos ámbitos es aplaudible (no se puede juzgar una teoría científica en base a si nos hace sentir bonito), resulta extraña cuando hablamos de lecturas estéticas pues precisamente lo que hacen es recrear una experiencia; darle palabras.

Así, en el ámbito académico es frecuente ver que se hacen interpretaciones del menor detalle de una narración; del más nimio signo de un poema bajo el pretexto de desentrañar (con todo lo gráfico que pueda ser esta palabra) el verdadero significado de un texto literario. Hay interpretaciones sociológicas, feministas, psicoanalíticas, biográficas… todas ellas aseguran develar lo que el texto “realmente” quiere decir. Por supuesto, muchas de ellas (no todas) pretenden apoyarse en el autor. Así, los intérpretes aseguran saber más de lo que quiso expresar el autor que el autor mismo, toda vez que fue tan inepto para no articularlo de manera que todos pudiésemos entenderlo claramente.

Que después de sus análisis quede poco ya de belleza en la obra no parece importarles demasiado a quienes esto realizan, satisfechos.

Más allá de los paralelos evidentes entre Pedro Páramo y la escatología, amén de sus resonancias míticas, recuerdo una lectura alegórica de Juan Rulfo donde el experto insistía en que el texto era un manual preciso de un rito para viajar por el reino de los muertos.

Pero no se debe ser tampoco excesivo en los juicios. El problema de dichas interpretaciones no es que se realicen. Es legítimo hacerlas y muchas veces revelador. En muchas ocasiones iluminan aspectos de la obra que enriquecen el texto. Cada nueva lectura puede ampliar el sentido de la obra porque el sentido ya estaba ahí.

Recuerdo ocasiones donde después de un análisis formal de un poema se hizo más clara la manera en que el autor logró transmitir ciertas sensaciones. Tales estrategias formales, sin embargo, quizá nunca fueron conscientes por el autor. El ritmo y la dicción del poema llevan muchas veces a que estas formas se hagan manifiestas. Los análisis nos permiten conocer más sobre la obra literaria, pero no a sentirla más; nos permiten apreciarla de maneras insospechadas antes, quizá más sofisticadas, pero no a gustar de ella. Se puede analizar cualquier texto, desde el manual de operaciones de una licuadora hasta un cuento de Borges. Sin embargo, ninguna interpretación hará que me guste aquello que no me sedujo en la primera lectura.

Aunque en no pocas ocasiones la exegesis deriva en una sobreinterpretación donde la obra sirve apenas como mero pretexto para decir aquello que el intérprete quiere, en realidad cada quien es libre de leer el texto como quiera. Y si lo que se quiere es encontrar en cualquier obra una referencia a una obsesión, no hay reglamentos ni policías. Es válido, aunque poco útil, al menos para la literatura.

Acaso el único problema de la interpretación sea la imposición que de ella se hace en ciertos ámbitos. Cuando el intérprete pretende que la suya es la única razón válida, que aquel que no coincida con él es por decir lo menos un idiota, es cuando empieza el terror a la literatura. Entonces no sólo se tilda a otros razonamientos de insensatos, sino que se descalifica la primera lectura. Es decir, se rebaja aquello que primero nos hizo acercarnos al texto: la recreación, el placer, la sensación…

Al fin y al cabo, entonces, la obra literaria nunca fue lo importante, sino aquella verdad que el intérprete ha dilucidado.

Y entonces la literatura deja de serlo. Se convierte en código para iniciados en la verdad; en una cárcel más de la imaginación. La literatura se parece cada vez más a una religión ciega y el lector, cada vez más a un seguidor sumiso.

Sobre la forma en la literatura  César A. Cajero Podemos definir en este momento y provisionalmente a la literatura como aquella...