domingo, 23 de marzo de 2014

Judas y otras traiciones


Me cae bien Judas. Me maravilla el cuento que sobre él escribió Borges. Me gusta la versión de su vida aparecida en La última tentación de Cristo. Desde que iba en primaria me preguntaba cómo podía ser traidor alguien que ya estaba predestinado a hacer algo que, además, suponía la salvación de la humanidad. El drama griego en pleno, pues (lo del drama griego sí no lo sabía en primaria; mi abuelita no contaba mucho sobre Edipo en la Navidá).

A diferencia de la mayor parte de mis contemporáneos, no tengo nada en contra de la religión católica. A mí, en serio, nadie me tocó mis cositas ni me aterraron con el Infierno ni me dijeron que todo era pecado. Vamos, ni siquiera me aburrían las misas, siempre que agarráramos asiento (aunque nunca me ha gustado el saludo de paz, pues no veo por qué tengo que perdonar o pedir perdón a quien ni conozco). Para mí la religión de mi abuela y mis padres significaba cantos, esperanza, juegos; historias y fiestas. Lo siento, pero creo que una infancia entre celebraciones pueblerinas es algo que lo marca a uno muy hondo.

Sin embargo, lo que sí me cae gordo es el complejo de superioridad moral. Me caen mal los regañones que señalan, expulsan a los indecentes de su compañía impoluta.

Lo que me interesa de la religión no es la moral, sino la sensación de lo sagrado. Tal vez —yo lo creo— tal sensación lleva a fundar una ética; unos valores. Parece inevitable y hasta deseable (toda sensación lleva a una acción y toda acción humana entraña un poner límites). Pero la idea de que alguien más me regañe por no seguir su ejemplo o, peor, su monserga, me exaspera.
No es un mal, empero, exclusivo de las religiones: toda institución social impone fines a una comunidad; la moral es social y pretende someter a todo aquel dentro de sus límites (una familia, comunidad, ciudad, nación, civilización…) a una ley integral. Toda familia tiene sus códigos morales impuestos; los que a su vez están dentro de aquellos de su comunidad. Toda civilización tiene códigos morales que cristalizan en códigos penales.

En ese sentido, si nos acercamos a la historia de las religiones, en general sus códigos penales han sido relativamente laxos si los comparamos con los de los imperios basados en la raza, la razón o la política.

Me resulta muy divertido leer a autores “ateos” que señalan los males que ha traído la religión cuando cierran los ojos a las atrocidades cometidas en nombre del poder, la razón, la “ciencia”, la “raza” o, últimamente, las variables económicas. Más divertido me resultó cuando leí a uno de estos supuestos predicadores de la verdad confesar, no sé si en serio, que uno de los motivos que lo hace abominar la religión es que no dejan comer puerco (supuse, entonces, que se refería a religiones judeocristianas). Y que eso es incomprensible, pues los puerquitos son animales de lo más lindos.

Pobre Porky.

Pero seamos justos: me fastidian los abogados de la moralidad (no los valores; que considero fundamentales). Es decir, me alteran los que por algún motivo misterioso se sienten mejores que los demás y los adoctrinan en su verdad; sin permitirles el beneficio de la duda.

Si algo le reconozco a Sócrates es que se negó a dar respuestas. Lo mismo al Buda. Lao-tse y su camino sin palabras me admira. Y, sí, me asombran Jesucristo y muchos santos cristianos.

Lástima que las Iglesias se apropiaran de sus palabras.

Son ellas y no Judas quienes deberían estar en el Infierno de la Divina comedia.

Para sopesar estas palabras habría que hacer una diferencia clara entre Iglesia, religión y lo sagrado.

Con lo sagrado me refiero a una visión personal; un instante —efectivo o no, no importa en este momento— en que el ser humano se siente identificado con el universo: con algo que lo excede. Una nota en la sinfonía del cosmos. Esta sensación no puede definirse sino con el silencio o la poesía. No se explica: se vive; se re-vive.

La religión es la socialización de esa experiencia; la re-creación de ese instante a través de diversas prácticas, ritos, letanías, cantos… Se trata de un intento por comunicar la experiencia de lo sagrado e invocarla. De restaurar las ligas que unen al hombre con los hombres y a éstos con el universo todo.

Las Iglesias surgen cuando las religiones se institucionalizan y forman un credo ortodoxo de creencias; una forma inmutable que, se pregona, es la verdadera.

La religión inserta lo sagrado en la sociedad (la experiencia de lo sagrado es de sí personal e incomunicable); a su vez, la Iglesia constituye a la religión en una organización y prácticas dogmáticas.

En ese sentido, aunque se señala a la católica como el modelo de Iglesia, por su continuidad con el Imperio romano y el incontrovertible poder material y político que ostentó en su tiempo (y que todavía tiene, si bien mermado), no hay que olvidar que ni en sus mejores años esta iglesia formó un estado centralizado. Los reinos cristianos medievales se encontraron bajo tutela papal, pero la inmensa mayoría de las decisiones administrativas y de tipo secular se dejaron a los reyes. El motivo no fue, probablemente, falta de ambición, sino que no existía forma de justificar a través de las escrituras la existencia de un gobierno cristiano.

Aun el gobierno anglicano, el cual se asume como deudor de una Iglesia cristiana, en la práctica, no tiene apenas injerencia en la religiosidad de sus súbditos.

En realidad, sin tener una organización centralizada, el Islam es en este sentido (el de imbricarse completamente con el Estado) la Iglesia perfecta. Sus escrituras sí justifican la creación de un gobierno de tipo religioso. Más todavía: en ellas, las reglas seglares están especificadas de forma puntual. La sharia es revelación y código civil al mismo tiempo.

El parecido —que no significa correspondencia— entre Iglesia y Estado no es de extrañar: lo mismo que el segundo (del que probablemente fue origen), la Iglesia necesita establecer un código moral universal, más relajado o más estricto, así como medidas punitivas. Toda socialización exige una tabula rasa con la cual medir y sancionar. Es inevitable.

Pero desvarío: aquí quiero apuntar algo mucho más sencillo: la traición al mensaje de Jesucristo que, cada una a su manera, han consumado todas las Iglesias cristianas.

Por su parte, en un principio, el cristianismo se caracterizó por un mensaje universal si lo comparamos con el judaísmo.

El mensaje de Jesucristo está abierto a todas las personas, sin importar raza, color o clase social. No predicó en contra de las costumbres ya existentes en las tierras a las que llegó, siempre y cuando no fueran en contra del único mandamiento presente en los evangelios: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”.

Por esto se entiende que a los cristianos de las primeras Iglesias, conversos ellos mismos de distintas culturas presentes en el complejo imperio romano, pensaran que el mensaje esencial, evangelio, de Jesucristo, era el amor. Y difundir ese amor era lo esencial. Que la gente bailase frente a un árbol; en el nacimiento de un manantial o venerase a los bosques era indiferente si creían en Jesucristo. El amor a Cristo, se pensaba, todo lo borra, todo lo perdona, todo lo absorbe.

El sincretismo de estas Iglesias se explica por esta idea. Transigieron y asimilaron innumerables ritos, deidades y prácticas en los lugares a los que llegaron. Se entiende porque todo eso, para aquellos primeros evangelistas, era secundario frente al gran mensaje de bienaventuranza que se proponían difundir.

Por otra parte, los mismos textos evangélicos resultan parcos en cuanto a las medidas morales y las costumbres dogmáticas que deben aplicarse dentro de la nueva Iglesia (así como es dudoso que Jesucristo pretendiese fundar una Iglesia).

Existían, por supuesto, los textos del Antiguo testamento, pero por diversas citas de los Evangelios se presupone que el nacimiento de Jesucristo y la purificación de los pecados implican un nuevo comienzo. No es, pues, el legalismo lo que caracteriza a estas religiones.

Esto probablemente chocará con la idea general, que imagina que la católica y la ortodoxa, por sus principios, son religiones centralizadas y que controlan cada aspecto de la vida de sus practicantes.

En efecto, después de muchos siglos, estas iglesias establecieron reglas morales más o menos rígidas que pretendieron imponer a sus creyentes (las cuales difícilmente pueden interpretarse desde los evangelios, insisto). No hay la libre interpretación de las escrituras propia de las diversas iglesias protestantes: se trata de una imposición desde el púlpito.

Empero, para poner las cosas en su punto, hay que recordar que a lo largo de la Historia, ni la Iglesia católica ni las ortodoxas han gozado de un poder directo sobre sus fieles. No se han constituido en un Estado (aunque, como señalo adelante, sí han participado de él). La Inquisición, por poner un ejemplo, no fue operante más que en aquellos territorios donde fue impuesto a través de una corona, además de que a pesar de la leyenda negra que se le atribuye, en realidad su acción varió considerablemente de territorio a territorio.

Esto no es una disculpa a estas iglesias: es imposible absolver los crímenes cometidos en nombre de Dios. Imposible, empero, no señalar que éstos fueron realizados en unión con un Estado sin el cual tal control hubiese sido imposible (además de que la mayoría de las acciones punitivas fueron promovidas por los gobiernos) y que se ubican en épocas históricas minoritarias en relación con la duración estas iglesias.

De cualquier forma, si ahondamos en la teología de estas religiones, advertimos que detrás de las torpes, innumerables y farisaicas reglas de conducta que se presentan al practicante, hay un gran margen de libertad. ¿A qué me refiero con esto? Aquel que conozca la teología católica, por decir algo, sabrá que a pesar de haber llevado una vida en contra de los designios morales de la Iglesia, es posible ser perdonado por Dios. La razón es que Dios es concebido como un amor sin límites. No hay más que un pecado que Dios —en esta lógica— no puede perdonar: la falta de esperanza. Sin esperanza, no hay arrepentimiento y sin arrepentimiento, no hay perdón de los pecados.

Ese es el enigma del que parte la moral del catolicismo. No se trata de evitar el pecado (los hombres son falibles y, por tanto, pecadores), sino de aceptar el perdón de Dios. De tener fe en éste. Para eso es necesario arrepentirse. ¿Pero es esto posible?, ¿puede un pecador arrepentirse no de palabra, sino de corazón? Es imposible, diría la lógica; es posible, dice la teología católica, a través de la gracia de Dios. Una gracia, en verdad, porque es gratuita y se manifiesta a través del amor.

Puedo estar de acuerdo o no con la teología católica, sin embargo, advierto que tal idea dista mucho de ser legalista o moralizante. Tampoco advierto la disculpa hipócrita a los pecados que muchos pretenden ver. El perdón de los pecados, en efecto, puede darse al fin de una vida nefanda, pero no se otorga simplemente por la palabra. Tampoco por compensar monetariamente a la Iglesia. El sacerdote puede interpretar estos signos como señales y otorgar su perdón, pero esto, se supone, no es válido para Dios pues lo que en verdad cuenta es la fe; el verdadero arrepentimiento, el cual es imposible sino por vía de la gracia.

La traición al mensaje de Jesucristo en estas Iglesias deriva de la manera cínica en que se aliaron con el Estado. Sus mayores crímenes (no todos, pues el fanatismo lleva a las hogueras y los “puros” suelen ser victimarios), como señalé anteriormente, se dieron en el momento en que se subordinaron a las veleidades políticas y judiciales de un gobierno.

Que esta unión haya existido no resulta inexplicable. Después de siglos de persecución, estas Iglesias vieron su suerte atada a la de un Imperio que las había adoptado. Aun después de la caída de Roma, el orden de un Imperio cristiano se concebía como la forma idónea de establecer de manera efectiva una comunidad de fieles, así como extender el mensaje evangélico. Mantener a los gobiernos al amparo de la Iglesia permitiría evitar reyertas que frenarían la libre acción de la comunidad de fieles. Asimismo, autorizaría interceder en cualquier roce entre los gobernantes o entre ellos y sus súbditos de acuerdo a la interpretación eclesiástica de la ley divina.

Esta situación parece de entrada coherente, sin embargo en la práctica las Iglesias ortodoxas y la católica en la mayoría de las ocasiones privilegiaron la custodia del orden establecido con tal de mantenerlo, sin importar si éste era justo o no.

Esto podía justificarse con las palabras de Jesucristo “mi reino no es de este mundo”, “den al César lo que es del César”, pero en la práctica estas Iglesias no se mantuvieron al margen de la política: la justificaron y en ocasiones actuaron como cómplices o verdugos. No hubo un Estado cristiano, como sí existió un estado islámico en tanto no hay en las escrituras un código jurídico ni de lejos semejante al que aparece en el Corán. Hubo, eso sí, complicidad cínica y criminal.

Las Iglesias protestantes y las recientes denominaciones carismáticas que de ellas provienen (pero que no son lo mismo) en general se han mantenido al margen de la peligrosa imbricación con el Estado, con el caso especial de la Iglesia anglicana, que mantuvo una estructura parecida a la de la católica, pero que ató su destino a una corona.

Mucho se ha escrito, siguiendo el eminente estudio de Max Weber del origen protestante de la sociedad liberal republicana y del capitalismo. Coincido con tales interpretaciones, pero señalo que ello no implica ni un compromiso como el establecido por la Iglesia católica ni mucho menos un estado confesional al estilo del Islam. La inexistencia de tales esponsales se explica por la libre interpretación del texto sagrado. Sin existir ortodoxia en teoría, no hay por tanto reglas morales universales.

Las sociedades nacidas del protestantismo privilegian al individuo sobre el pacto social; alientan la autonomía, el trabajo y la competencia, al igual que el protestantismo privilegia la lectura personal, la labor individual y la sublimación a través del ministerio.

Empero, quisiera advertir que estas sociedades y las Iglesias protestantes no son, como pareciera, modelos de pluralidad. La autonomía ganada con la libre interpretación es solo aparente. La relación entre las distintas interpretaciones que se le hicieron al texto sagrado no derivó en un diálogo, sino en la fragmentación de los distintos credos, lo mismo que el individualismo de la sociedad protestante no llevó al reconocimiento de la pluralidad, sino a la atomización del tejido social.

Con la Reforma protestante se piensa, se ganó la batalla en contra del control moral impuesto por el Papado y por tanto venció el individuo. Esto es verdad sólo si se reconoce otro aspecto: lo que el individuo ganó para sí fue la posibilidad de crear una nueva ortodoxia más feroz dentro de su pequeño círculo de influencia. Si algo es imposible decir es que las reglas de las Iglesias protestantes y carismáticas son más moderadas que las de la Iglesia católica o las ortodoxas.

Al igual que en el caso de la Iglesia católica, esto debe buscarse en los orígenes de su pensamiento religioso.

Las teologías protestantes carecen de la sutileza de la católica (a la cual algunas incluso consideran degenerada por el influjo grecorromano). En lo general parten, pues, de un supuesto “retorno” a las raíces judaicas del cristianismo. De ahí su lectura (en realidad poco justificada evangélicamente) de la legalista ley mosaica.

Por muy libre que sea su lectura, fragmentos del Antiguo testamento dejan poco espacio para la interpretación. Son, por encima de un texto inspirado, una sucesión de fórmulas legalistas: para el pueblo judío no existía separación entre Estado, Iglesia y Religión.
Por otra parte, la censura, justificada, de los primeros reformadores era esencialmente moral. Condenaron con justicia que la Iglesia católica se manejase como un Estado. Empero, ello derivó a la idea de que en esa conducta aparecían las huellas del mundo y, por tanto, del pecado.

Tal señalamiento era justo, sin embargo, si vas a juzgar moralmente una acción, es inmediatamente necesario establecer los límites de la ortodoxia. Una ortodoxia que descansa no en el rito (como la católica o en muchos sentidos, la judía de la diáspora), sino en la moral.

Cada reformador estableció un código moral (y uno ritual, muy parco). Al mismo tiempo, la presumible libre interpretación llevó a otros nuevos líderes religiosos a establecer sus propios códigos que entraban en conflicto con los precedentes. La historia de las Iglesias reformadas y sus descendientes son las de interminables rupturas por desacuerdos en torno al ritual o a la moral. Rupturas que llevan a la formación de nuevas Iglesias. Dentro de cada denominación, por esto mismo, lo que impera es la vigilancia estricta de la recién nacida ortodoxia. Esto es natural: si la ruptura inicial se dio por la discrepancia en los códigos, ¿cómo aceptar que los practicantes relajen la moral por la que se ha luchado?

Por esto las Iglesias protestantes y las carismáticas nunca han aceptado el sincretismo: para ellas al contrario de las ortodoxas y la católica, lo que importa es la moral recién lograda; no el mensaje evangélico de amor de Cristo. Y así, la supuesta libertad se descubre como una esclavitud más acendrada: la libertad de forjarse unas nuevas y más pesadas cadenas en el ámbito individual.

Como la moral es lo más importante para estas Iglesias, el mal que les es intrínseco es el fariseísmo. La presunción de poseer una ética intachable y superior a la de los demás. Un mal que Jesucristo señaló una y otra vez en su prédica.

Frente a las palabras de muchos predicadores “cristianos” (es tal la jactancia de los miembros de estas Iglesias que insisten en denominarse de esta manera) es imposible no recordar aquel pasaje en los evangelios donde el publicano y el fariseo se encuentran en el templo.

Por otra parte, a pesar de las interminables rupturas en estas Iglesias en razón de la moral defendida, en realidad  si nos situamos lejos de las minucias que gustan en discutir, en general, hay ciertas bases comunes entre ellas. Para empezar, la famosa doctrina de la predestinación es tan sólo un pretexto para las rupturas porque en la práctica su moral es rígida.

Se trata en primer lugar de una serie de Iglesias que acentúan más si es posible la separación entre cuerpo y espíritu. Todo elemento que remita al cuerpo; sea el goce, el dolor, el nacimiento o la muerte es parte del pecado original. Por ello su ética es en este punto tan estricta. Por otra parte, la principal forma de redimir al cuerpo y, por tanto, el pecado es a través del trabajo. No del ritual ni de la ayuda al pobre; tampoco por la fe, pues ésta se manifiesta a través de la labor misional que, en estas Iglesias, se asocia por metonimia con el trabajo físico.

El universo entero es pecado, pero el trabajo lo redime. A través de éste, el universo se humaniza y, con ello, se transforma en espíritu. El ejemplo más claro al respecto es el pecado corporal más temido: la lujuria. Ésta resulta un pecado en un contexto improductivo, la molicie. En cambio cuando está encauzado a la procreación o a la higiene; cuando se convierte no en placer, sino en trabajo, queda redimido.

No es extraño que la noción de sexo como deporte; de erotismo como competencia y como higiene sea proveniente de los países protestantes. El esfuerzo dispensa al placer.

La misma ética del trabajo lleva a otra consecuencia lógica: la idea de que la pobreza es un pecado.

Si la manera en que el mundo se redime es el trabajo y éste es seña de los elegidos, aquellos que no trabajen deben ser, por fuerza, nocivos. Esto, que en principio puede parecer aceptable (excepto para quienes, como yo, bendicen a la pereza), toma un matiz turbador cuando de ahí se deriva que si los que trabajan tienen dinero; los pobres deben, a la fuerza, padecer indolencia y, por tanto, ser pecadores.

Un paso muy grande debe haberse dado para explicar cómo se interpreta esto a partir de unos evangelios donde se bendice al pobre y se llama a dejar todas las posesiones, creo yo…

Más interesante sería preguntar cómo concilian la idea de un cuerpo y un alma separados con su supuesta búsqueda de los orígenes de la religión cristiana. Digo esto porque ni para los judíos ni para los cristianos primitivos existía tal separación, la cual es procedente del platonismo grecorromano.

Sobre cómo el fariseísmo de las estas Iglesias se comportan frente a prácticas ajenas a la cultura europea (que son muy distintas de las de los cristianos originales), es ocioso hablar. Para la inmensa mayoría de “cristianos”, y en especial para sus predicadores, el mundo es prácticamente una tentación de Satán. El día de muertos, los bailes tradicionales, los videojuegos, la Navidad; en fin, todo es malo y debe ser no sólo sancionado, sino prohibido.

Vaya pues con la libre interpretación que tanto se aplaude.

Claro, puede argüirse siempre que quienes esto dicen son extremistas. Pero en tal caso cómo podemos entender que lo primero que hacen los misioneros (hablemos por ejemplo de la experiencia del ILV en las poblaciones indígenas de nuestro país) sea amonestar a las poblaciones locales por mantener sus tradiciones.

Incluso para los misioneros protestantes mejor intencionados, ayudar a los pueblos a los que llegan equivale a hacer que cambien su modo de vida por el de la cultura europea, fundamentalmente en su variante norteamericana.

Las Iglesias católica, anglicana y ortodoxas no se quedan atrás en el fariseísmo, sólo que como escribí antes, se concentran en la moral pública. Su modelo y su caída están en haberse asociado con el Estado. Y como el Estado, su preocupación principal es la vida pública. Y, así como el Estado han sido origen de crímenes, persecuciones y odio.

No es extraño que en muchas poblaciones que se han visto sojuzgadas históricamente por los sucesivos gobiernos, el catolicismo (sobre todo) haya ido perdiendo terreno: se le ve como asociada al Estado. Se le concibe con justicia como justificadora de la situación de miseria y opresión que unos pocos ejercen contra muchos de sus semejantes.
Una gran diferencia, sin duda, del mensaje de Cristo.

En cambio, estas Iglesias han sido relativamente flexibles, por sus principios, con la moral privada.

Caso contrario es el de las Iglesias surgidas del cisma protestante.

Las sociedades de ellas surgidas han valorado la relativa libertad pública. En la práctica, estas Iglesias y los gobiernos se han mantenido separadas en sumo grado. Su farisaísmo se concentra en lo individual. La ética del trabajo va aparejada al desprecio del placer; el amor por la lectura personal lleva a la atomización y al egoísmo; su idea de la recompensa por el trabajo lleva al endiosamiento del dinero.

No juzgo con esto a todos  los practicantes de estas Iglesias ni siquiera a la totalidad de sus ministros, muchos de los cuales son personas nobles, que actúan bajo el ejemplo de los evangelios.


No puede decirse lo mismo de las Instituciones eclesiásticas, las cuales funcionan y pregonan de manera poco acorde con las palabras de su supuesto fundador.



César Alain Cajero Sánchez

domingo, 9 de marzo de 2014


Tres de la mañana


César Alain Cajero Sánchez


Llevaba varias horas sin dormir. Desde hacía un mes no lo conseguía hasta mucho después de haberse acostado. Más de un mes; desde que empezaron los dolores de cabeza, y luego la tos, y luego la náusea que nunca desaparecía completamente. Y luego la fiebre; a veces en la noche, la fiebre.

A esa hora, las luces de los autos sólo iluminaban su cama cada hora. Uno o dos cada hora. Las tres de la mañana.

Su cuarto: el viejo calendario con la imagen de una mujer que creyó ver en un sueño y que nunca se molestó en quitar; el saco que dejó sobre una silla al llegar del trabajo. En alguna parte, una computadora apagada y el teléfono vacío.

Las tres de la mañana. El vaso de agua contra la luz pálida de la noche. La fiebre que no lo dejaba dormir. Y esa hora. La maldita, puta hora.

Primero apenas consiguió escucharlo. Era la puerta. Alguien abría la puerta.

Un ladrón acaso, o el viejo casero que venía a echarlo. Pero no: el ladrón encontraría el lugar con un aspecto tan muerto que quizá no lo vería; en cuanto al casero, nunca le quedaba a deber ni un solo centavo. A menos que los vecinos se quejasen de sus cigarrillos o el ruido o de las rigurosas dieciocho latas de cerveza cada domingo, frente al monitor de la computadora.

Otro sonido, esta vez más cercano y la sombra de la puerta alargándose.

No lo reconoció al principio. Lo más natural, después de tantos años.

Pero era igual: el cabello ondulado, los ojos asiáticos, el pantalón roto después de caer cuando jugaban a la guerra en el patio de la escuela. Era él, su amigo Andrés Cisneros. La misma cara mofletuda y la sonrisa burlona. Igual que varios años atrás, al salir de la primaria.

Casi iba a hablarle cuando otro entró detrás.

Casi de cinco años, con una sonrisa abierta y los dientes más blancos que hubiera visto. El peinado de gel y en el bolsillo de la camisa los más inesperados juguetes. Era él, Ciro, de primero. Cómo habían pasado los años.

Pero entonces descubrió a un lado a su viejo maestro. Aquel que todos tomaban por un chiflado. El que, luego descubrió, era un homosexual confeso cuya poca habilidad hacía se le confundiera con un demente senil. Daba el taller de Investigación en el bachillerato. Nunca se fijó mucho en él. Quién diría que ahora vendría a verlo, después de tantos años. Y él seguía igual, qué pensaría ahora de este alumno despierto a las tres de la madrugada.
Atrás ya estaba abriéndose paso Norma, aquella niña de sexto que, recuerda ahora, esperaba ver salir todas las tardes. Se sentaba a su lado en ese entonces. Y nunca le dijo nada. Sólo la esperaba y rogaba encontrársela en la cola de las tortillas, en el mercado, en las escaleras durante el recreo. Donde fuese.

También estaba ahí aquella amiga que pensó nunca volver a ver. La creía ya casada, y ahí, con tan sólo diecisiete años, estaba. Ella y sus eternas charlas de chicle y matemáticas. Nunca pudo dividir como era correcto. Y así, pasaban horas, él enseñándole cómo contar los números que faltan para llegar a la cifra siguiente; ella, con uno de plátano, menta o cereza.

Y ahí entra también el primo que a los doce sorprendieron aspirando una sustancia amarilla y pegajosa en bolsas de plástico transparente. Su madre se lo llevó con ella a algún lugar del norte y desde entonces se acabaron los domingos en el parque y los baños de tierra y los goles. Desde entonces, con su cabello a rape y sus 15 años no lo había visto ni oído sino lo que se decía al calor de las copas y con lágrimas en los ojos. Nunca prestó mucha atención.

Detrás, el viejo Manuel, el de la casa de al lado; con la rosa de castilla y los enormes muros de tabique rojo. El de la casa clausurada para todos menos para él, que desde niño entraba a pedir dulces y lo recibían como a un hijo. Estaba ahí. Y junto, su esposa, esa señora de ojos tan cerrados que cualquiera diría que era ciega. La que vendía dulces frente a la escuela y que bajo aquella ancha mesa con palanquetas, ollitas de tamarindo, chicharrones con crema y chile, escondía un garrafón de agua que nunca negó a ninguno de los niños que le pedían al salir de la escuela.

No se sorprendió ya de ver a Santos, el conserje de la escuela, con su enorme cinturón de cuero y su nariz bulbosa. Con la sonrisa de sus treinta años. Ahora parecía menor que él, aunque seguía usando ese peinado seboso y su cuerpo parecía tan desmedrado y contrahecho como entonces, cuando le cambiaba canicas por sus tortas de jamón con crema, que despreciaba.

Y Ricardo, que era el mejor alumno en la secundaria, pero que entró a trabajar cuando una huelga se prolongó demasiado. A veces, después de eso, se veían cuando él pasaba frente a su casa, con la misma voz chillona de sus doce años, pero ya con bigote espeso y un cuello de bisonte por acarrear mezcla. Entonces él decía querer entrar de nuevo a la preparatoria y pensaba si llevar una mochila de Bob Esponja. Y de eso hace veinte años porque nunca supo qué había sido de él. Y de eso hace veinte años.

Estaba ya entonces Sofía, con sus gafas que no usaba la última vez que la vio. Y estaba ahí con su largo cabello negro y sus olvidos y sus veintitantos años. Siempre un par más que él, insistía. Hoy ya tan joven. La misma entonces, cuando las preocupaciones y los destinos no los habían encontrado. Como aquel miércoles, viendo oscurecer en las calles contiguas a la Universidad, tomando unas cervezas y prometiendo el futuro.

Estaban sus amigos de primaria y secundaria. Juan Daniel, que entró al ejército; Raúl, que, gigante de doce años, los hacía saltar a ellos, niños de tercero de primaria. Estaba el equipo de basquetbol del que fue echado, según dijo el maestro, porque era un autista. Y tal vez tenía razón, pero quizá no.

Y allá entonces reconoció a Eduardo, el joven que llegaba todas las tardes a ver a una de sus tías a la casa de abuelita. El que tenía una moto y un auto Barracuda y que tomaba cervezas y escuchaba a los Doors.

Entonces recordó que Eduardo murió en un accidente de motocicleta cuando él tenía ya quince años. Después de que su tía lo dejara y se casara. Entonces, una noche que regresaba de tomar con un amigo, fue a la casa de abuelita. Una vuelta mala, una piedra que no debía estar donde estaba. Y el pecho roto, los vidrios. Todo lo que ya recordaba.

No sólo era él; no tardó en ver a abuelita, ya de ochenta años entonces y el cabello blanco. La mirada dulce. Al tío Alfredo, cirroso que murió pidiendo agua. A Gerardo, que un día fue a Michoacán, tomó un camino donde no debía y nunca supieron nada más.

Entonces lo supo.

Entonces supo qué estaba pasando.

Entonces, tres de la mañana, se dio cuenta por fin de lo que le estaba pasando.


Sonrío y ya no se sintió nunca más solo.




Bye bye miss american pie


Para los que nacieron en la primera mitad del siglo XX, el nombre del destino, la pasión que los conmovió durante toda su vida fue la política. Pasaron por una época revolucionaria, liberal, marxista, anarquista; por el desengaño de las utopías. Algunos hicieron carreras en el Estado, otros vieron interesados los movimientos sociales de su época. Otros, pocos, ejercieron la crítica a las instituciones y a los ideales revolucionarios. Todos, sin embargo, con algunas copas se convertían en defensores, jueces o analistas de la actividad política.

Para la mayoría de las personas de mi generación, los apasionamientos de esas épocas son poco comprensibles. Recuerdo hoy esos días de los primeros años noventa en que mi padre, mi abuelo y mis tíos se enfrascaron en interminables discusiones al ver caer lo que para ellos era la tierra del futuro. También recuerdo cómo durante muchos años todavía era posible comprar en las papelerías planisferios con la Unión soviética, ese país gigantesco que, nos dijeron, ya no existía.

Fue a fines de esa década cuando entendí del todo lo que ello significaba y no que un demiurgo funesto había enviado a esa tierra al fondo del mar. Y entonces los mapas también fueron puestos al día.

Las pasiones políticas persisten, sin embargo han perdido su virulencia. Se han encauzado a los problemas domésticos, al reformismo democrático, la lucha electoral. Pocos creen ahora en salvar al mundo. Pérdida que a veces me parece afortunada y, otras, lamentable. Afortunada porque liberó al hombre de un dios sin rostro; lamentable porque en su ausencia se han elevado deidades mediocres y parásitas de un sistema ya incuestionado.

No, la gran pasión que compartí (no las que viví personalmente, las cuales han sido varias) con mi generación no fue la política ni la religión. Ni siquiera la poesía o la técnica. El entusiasmo por las computadoras me tocó apenas y lo de la poesía es un furor de un círculo muy pequeño. No: la pasión de mi generación, al igual que la de todas las nacidas después de 1950 fue otra; la música. Y específicamente un tipo de música: el rock.

Hoy, me parece, asistimos a un verdadero cambio generacional y el rock vive sus últimos años como fenómeno popular. La triada rock, juventud, rebeldía ya no existe. Ni el rock es música de juventud ni la juventud se corresponde con la rebeldía.

No se confundan mis palabras: no quiero decir con esto que los músicos actuales de rock sean peores que los de antaño. Hay buenos músicos y buenas canciones; hay años de sencillos, discos y conciertos memorables, al igual que otros, como el pasado, que me parecen apenas pasaderos.

Lo que quiero decir es que el rock como fenómeno popular juvenil ya es cosa del pasado. No ha habido en los últimos veinte años (catorce desde el último revival de envergadura) ninguna conmoción que haga a este género lo que fue en el pasado. El rock no es el género más escuchado ni por la juventud ni por nadie en país alguno, con la probable excepción de Inglaterra.

Probablemente se me replicará que en México en realidad el rock a partir de los años sesenta —años en que esta música alcanzó su grado más alto de popularidad en todo el mundo— dejó de ser un fenómeno de masas. Es verdad: otros géneros fueron en su momento más escuchados. Durante los sesenta, una fiesta de la clase social que fuese, en la ciudad que fuese, debía ser amenizada con alguna de las canciones de rock de moda. En los setenta, esto ya es impensable. En las clases populares, fue sustituido por la cumbia, la música tropical o la balada “romántica”. El rock se refugió en la clase media. Y sólo entre algunos miembros de esa clase, si bien poco a poco se formó también en los barrios lumpen la cultura del rock urbano (que sólo desde una óptica muy particular puede ser calificada de fenómeno pop; le falta universalidad).

Todo esto es verdad, sin embargo, el rock siempre estuvo ahí. En Inglaterra se daba la música progresiva y luego el punk que no dejaron de tener ecos en México. Ecos silenciados, pero existentes; esta música impregnaba el clima de la época.

Aunque en el México de los primeros ochenta, el rock no fuera popular, era algo que flotaba en el ambiente. El new wave nunca fue  muy sonado en nuestro país, pero estaba ahí, en la estética y el imaginario de jóvenes y adultos; el metal siempre fue en este país un fenómeno mal visto y minoritario, inclusive en esos años, pero todos estaban al tanto de su existencia. Luego, en la segunda mitad, Caifanes. Y el rock estaba ahí.

A muchos les perturbará lo que voy a escribir, pero en México el rock como fenómeno popular murió en México con Caifanes y, en el mundo, con Nirvana. Los años fueron cercanos; las consecuencias también. Pero no los detonantes ni las circunstancias.

El grunge, ese movimiento de grupos provenientes de la escena indie (entonces llamada alternativa, como antes llamada college rock y aún algunos la tildarán, con razón, como un ejemplo más de  postpunk) fue en Estados unidos y en la mayoría del mundo, el último gran grito del rock. No pasó lo mismo en México. Sí, muchos escucharon a Nirvana o a Pearl Jam. Pocos, sin embargo siguieron su ejemplo musical. No hay apenas si una raquítica escena de músicos de música alternativa en esos años. La razón es clara: en el resto del mundo, especialmente en Estados unidos, había surgido una escena independiente a las grandes disqueras, además de una ética proveniente del punk, y en menor medida de la música folk y los remanentes del espíritu de los sesenta, que fue seguida por una cauda de grupos muy distintos entre sí. No hay forma de comparar la música de Nirvana con la de Pavement o a ésta con la de Beck (por no hablar de los grupos anteriores) salvo por pertenecer o haber pertenecido a esa escena y compartir esa ética.

En nuestro país no pasó nada semejante. La escena independiente de los ochenta no estaba inspirada por la ética punk, sino por su imagen. Y en cierta forma, por su sonido, a través del postpunk. Con respecto a la generación de Avandaro, hubo una ruptura total. Ninguno de los grupos de esos años fue ni imitado ni tomado en cuenta de forma alguna por los formados en los ochenta. Además, dicha escena fue absorbida por la industria musical antes de formar canales semejantes a los de otros países. Los rebeldes vieron que su rebeldía daba buenas ganancias y nunca tuvieron que vivir las cosas que en otros países.

El rock urbano sí creo una red de difusión alternativa, pero por sus mismas características, fue una corriente marginal. Encontró un nicho en la marginalidad misma; marginalidad, además, de las grandes ciudades. El rock urbano como su nombre lo indica es apenas conocido fuera de los tres grandes focos urbanos de nuestro país. Por él, el tiempo no pasó: los grupos de este tipo de música siguen tocando las mismas canciones al mismo auditorio que hace cuarenta años y así seguirán. No tienen aspiraciones estéticas ni ánimos de renovación. Sus letras pueden criticar a la sociedad, pero siempre desde un punto de vista excéntrico: esto somos nosotros, esto son ustedes. Crónica de esa excentricidad, no encontraron eco fuera de su público cautivo.

En el punk se nota muy bien esto: el fenómeno que conmovió las bases de la música popular inglesa y cuya presencia puede seguirse en el rock hasta esta fecha apenas si tocó nuestro país. Por una parte, un puñado de grupos de clase media que pronto desaparecieron o cambiaron hacia el new wave gótico (y desde ahí fueron asimilados por la industria); por otra parte, grupos de muchachos lumpen proletarios que tuvieron que moverse en un circuito (el urbano) que no se reconocía en un movimiento ajeno a sus circunstancias (el punk inglés nació en las clases proletarias, pero el contexto es muy distinto).

No es un enjuiciamiento; como cualquiera de la Ciudad de México, crecí con esa música. Me gustan varias canciones de estos grupos. Pero acepto de buen grado que es un nicho apenas; que no hay ninguna voluntad de hacer algo distinto. Al rock urbano le ha pasado lo que en Estados unidos al country: se ha convertido en un tipo de música viva, auténtica, entrañable, pero con pocas o ninguna posibilidad de salir de su nicho.

En fin, que el éxito del rock en la segunda mitad de los años ochenta en nuestro país provino paradójicamente de que la atención de los grandes medios de comunicación (es decir, de Televisa) se fijó en la exigua escena independiente y quiso repetir lo que en otros países estaba sucediendo con The Cure, Madness, Soda stereo o Culture club. Los resultados económicos fueron los esperados. Pero se impidió la creación de una verdadera escena alternativa bien formada (pequeñas escenas, existieron), algo que de todas formas era muy difícil; el rock había perdido arraigo entre la mayoría de la gente.

En Estados unidos el boom de los primeros noventa se dio cuando el circuito independiente se abrió paso en el mainstream con un grupo, un disco y una canción estupenda: “Smells like teen spirit”. En México, sin negar la calidad de los grupos (cómo negar la calidad de grupos entrañables para mí y toda mi generación), fue un fenómeno —como fenómeno popular—avalado y creado por la televisora de Azcárraga. En ese sentido fue un producto no distinto a lo que hoy son Thalia o Paulina Rubio; no distinto a lo que eran entonces Menudo o Timbiriche.

Remarco que esto no es un juicio. No me parece que ni Caifanes ni Maldita vecindad ni Café tacvba, por señalar a algunos de esa época, fuesen “prefabricados”. Indico que su popularidad y su impacto hubiesen sido mucho más limitados de no ser por los intereses de un grupo de empresarios a los que lo que menos les importaba era la música.

Se dirá que lo mismo pasó en Estados unidos (dudo que a Geffen le importase mucho la música de Nirvana, como queda patente en los cortes hechos a In utero). Es verdad, pero allá la escena independiente ya estaba constituida, ya tenía canales de difusión. Ya era un fenómeno popular. La atención de las grandes disqueras fue sólo el punto final a un proceso que había iniciado muchos años antes, con R.E.M., Pixies o Hüsker Dü.

Acabemos, esto no es un ensayo sobre la historia del rock.

El caso es que el rock llegó a los años noventa siendo un fenómeno popular. En el mundo, con Nirvana como punta de lanza y en México, con Caifanes (único grupo de todos los de la escena que fue aceptado casi por todo público; cosa que no consiguieron los demás).

La muerte de Kurt Cobain fue el principio del fin de la escena “alternativa” de Estados unidos. En México, la desastrosa y vil manera en que se dispersó Caifanes fue el momento de disgregación de las distintas escenas (la mayoría de las cuales los había aceptado: Caifanes gustaba tanto a los seguidores de metal como a los de postpunk, como a los de rock urbano) y el fin de la atención que ya a regañadientes les prestaba Televisa.

Ni Caifanes ni Nirvana fueron, quizá, los mejores músicos de su generación. Fueron, eso sí, por distintas razones, los últimos que llevaron al rock a ser un fenómeno popular. No es hora de comparar, aunque creo que es claro que Nirvana fue un fenómeno mucho más amplio, profundo y genuino de lo que fueron los Caifanes (y que conste, la música de estos últimos, me gusta mucho). Si los menciono es porque, a pesar de lo que piensen los nostálgicos de esos años, el grunge y el rock alternativo apenas si fueron conocidos y escuchados en nuestro país; el rock era Caifanes.

Sí, Nirvana y Pearl Jam fueron conocidos y escuchados, pero no tuvieron apenas influjo en la escena mexicana. Además, pocos fueron los que los escucharon con verdadero entusiasmo. Se les tomó (y se les sigue tomando) como afines a Guns n’ roses, Bon Jovi o, en el mejor de los casos, Metallica, cuando en otros países su filiación era clara. La razón es muy sencilla: no había en México nada parecido a la escena alternativa y éramos ajenos a las particularidades de ésta. Nunca se asimiló el punk ni su ética. Ni siquiera hubo noticias de los grupos que en los ochenta la forjaron. Muy pocos escucharon a Black flag, Jane’s addiction, Pixies, Sonic youth, R.E.M. o Throwing muses (por mencionar algunos de los más conocidos). En México aquello de la generación X fue una ilusión para vender discos.
La historia posterior es conocida. En los Estados unidos la música alternativa se refugió de nuevo en sus canales independientes. En Inglaterra, la escena creada durante los ochenta (distinta a la de Estados unidos) aprovechó la ocasión, el renovado interés de los medios al mismo tiempo que la pérdida del foco central, y “nació” el britpop. Un género musical que fue de gran popularidad en Inglaterra, pero que aunque se conoció en el resto del mundo, su aceptación fue muy menor. Ni Oasis ni Blur (ni siquiera los favoritos de muchos, los para entonces ya para entonces andados Radiohead o Pulp) fueron en otros países la sensación que en Inglaterra. Y es imposible compararlos en ese sentido con Nirvana.

En México nacieron por fin una serie de escenas independientes con más bríos (el garage, el surf, el punk), pero se conformaron con un nicho regional. El Alicia, cuyo antecedente fue el LUCC, no es el Roxy’s ni el CBGB ni los tiempos son los de entonces. Luego, la dichosa avanzada regia y el ska mexicano que atrajeron la atención por un tiempo y luego se desvanecieron. Lo mismo: ni Plastilina mosh ni Zurdok ni Jumbo son lo que fueron los Caifanes en cuanto a fenómeno pop; el ska mexicano fue la última vez que un fenómeno espontáneo mantuvo por un año o dos la atención popular. En ello reside tal vez su mayor valor.

Y de nuevo: no estoy hablando de calidad musical. Blur me parece musicalmente tan bueno como Pearl Jam; la música de Zurdok me parece con matices más finos que la de los Caifanes. Lo que digo es que no son un fenómeno popular comparable. Una llamarada de petate apenas. Rescoldos.

Con la entrada del nuevo milenio, la sucesión de revivals. Con los Strokes, White stripes, Libertines se rompió la inercia mercantil que fueron el nu-metal o el pop punk (que alternaban alegremente con los por fortuna olvidados Backstreet boys). Por un momento me pareció que se repetía lo que en los noventa, cuando Soundgarden y los Red hot chili peppers  ensombrecieron la estrella de Poison o a los también olvidados New kids on the block. No fue una reaparición del rock: fue un revival. El rock regresó por un par de años, no con el mismo brío de hacía apenas seis años antes, y volvió a las catacumbas.

Sí, ahí estuvieron Interpol, Radiohead, Bjork, Gorillaz. La escena de músicos electrónicos interesados en el rock se mantuvo activa, lo mismo que los circuitos independientes alcanzaron mayor público y se formaron mejores canales de distribución. Pero ninguna verdadera sacudida. El rock ya no fue un fenómeno popular de envergadura. El rock se volvió en una música de nicho para un grupo de personas cada vez más reducido.

Lo mismo pasó en México. ¿Qué grupo mexicano se escucha hoy a nivel masivo? ¿Carla Morrison, Zoe, Triciclo circus band? ¿Son rock?, ¿son un fenómeno popular? ¿Cuántas personas conocen o escuchan a Sufjan Stevens, the Oxygens o Richard Hawley?

Hay, eso sí, una saludable escena independiente. Limitada, sí, pero sólida. De todas maneras, encerrada en un nicho, un territorio y unos límites muy particulares y estrechos. No tienen la envergadura de las disqueras indies de Inglaterra, Estados Unidos o, siquiera, España. Y si éstas, con una reputación y distribución consolidadas, han sido incapaces de incidir en el gran público (algunas de hecho ni siquiera lo intentan, tal vez de manera sabia), qué podemos decir de las nuestras.

Tal vez, se me señalará, pasa hoy lo mismo que en los ochenta; el rock no es música popular, pero está en el ambiente. Me temo desengañarlos. No es así.

El rock está desacreditado. Nadie se lo toma en serio.

¿Cuál es la estética, el clima de la época o la actitud (odio la palabra, pero no encuentro una más exacta) que el rock representa? No hay apenas huella del rock como fenómeno popular en la forma en que la gente se viste, piensa, vive. Hay, claro, algunas personas, pocas, que pregonan su gusto por el rock. Hay todavía otras que inclusive siguen disfrazándose de punks, metaleros, jipis. Son la minoría y nadie los toma en serio.

Es muy gracioso ver desde hace algunos años en la televisión “cultural” documentales, debates y foros sobre el rock y  la “contracultura”, precisamente cuando la “contracultura” ni existe ni le importa ni asusta a nadie. Y cuando nadie se la toma en serio.

¿Qué es un “hipster”?, ¿en verdad se parece en algo a los hippies o los punks?, ¿en qué manera representan una contracultura? No, no son una contracultura ni lo pretenden. Ni siquiera sé si en verdad existan. Todos los señalan; nadie me puede presentar uno. ¿En qué sentido son un fenómeno popular? Me temo que, en ese sentido, ser “hipster” (qué tristeza que ese término, nacido en el jazz y que señalaba a los duros, a los iniciados en el be bop haya terminado así) es simplemente ser nostálgico de mejores épocas del rock y escuchar grupos no muy conocidos. En otras palabras: todos los escuchas de rock son, oh ironía, hipsters. Todos son (somos) hipsters; nos pongamos ropa de cuadritos, bufandita y lentes de la abuela o no. Ruckeros.

La música de la época no es el rock. ¿Cuál es la verdadera música de la juventud?

Hasta la pregunta es necia: el hip hop.

En todo el mundo se escucha, en todo el mundo es popular. Influye en otros géneros como en su mejor momento lo hizo el rock. La estética guarra de la época es su propiedad. Su visión del mundo es la de la mayoría. Por una parte encarna el gusto por el poder, el dinero, el sexo fácil, la ostentación y la chabacanería. Por otra, es la verdadera música de protesta viable. Hay un tipo de hip hop para aspirantes a narcos; otro para rebeldes, otro para simplemente pasar un rato de cotorreo.

El reggae es influido por el hip-hop; el ska también; la música norteña… bueno, hasta el dichoso rock (Gorillaz es un grupo maravilloso impensable sin el hip hop).

En México el hip-hop goza de una popularidad que el rock no ha tenido en décadas. Cierto: aquí la música grupera goza de mayor notoriedad, pero es influida por éste y en más de una manera ha absorbido su estética (al menos la estética del hip hop más popular) de forma consciente o no (como en sus albores absorbió la estética del rock). Nada más natural: el hip hop es una música narrativa; lo mismo los corridos, de los que la música grupera abreva mal que bien; encarna los intereses de la mayoría de la gente (dinero, poder, en este momento), como lo hace toda música popular.

Cuando la gente fue rebelde o proclive a la rebeldía; el rock, el jazz, el folk, la música de “protesta” y demás fueron los géneros más populares. Hoy ya no lo son. Hay un hip-hop politizado, es cierto, pero es muy minoritario.

Y aun así, a pesar de ser la música de esta generación, el hip hop dista de ser lo que el rock en sus mejores épocas: la pasión universal. La música no genera los debates que hace años; se escucha, baila y es todo. Recuerdo una anécdota leída en una revista de los sesenta: unos muchachos de distintos países se reúnen. Hablan distintas lenguas, van callados en un autobús a través de un helado paisaje. De repente, alguien canta unas líneas de los Beatles. En pocos minutos, algún otro saca guitarras y se forma un coro.

¿Qué grupo musical puede hacer lo mismo hoy?

La música no es la pasión universal. Ni la poesía. Ni la política. Es el dinero, el poder. O mejor: su representación más chabacana: tener hartas cosas.

¿Qué pasará con el rock? Me arriesgo a opinar que no desaparecerá. Tiene un nicho particular del público, así como una serie de canales muy bien establecidos. Además, aunque ya no es un fenómeno popular, sigue fecundando a otros géneros. El hip hop en su momento le debió mucho (Aerosmith tocando con Run DMC; los Red hot chili peppers y Beastie boys; en México, Cypress hill era escuchado por roqueros) y le sigue debiendo (escúchese la preciosa recreación de Radiohead en “Filtah happier”) tanto musicalmente como en mensaje, especialmente en el hip hop menos comercial.

Hay géneros que al dejar de ser redituables comercialmente y que los medios y el público los dejan, desaparecen. Es el caso del mambo, el tango, el skiffle o el rock and roll, los cuales son piezas de museo. Dejaron piezas memorables, pero han dejado de ser músicas vivas. Se conservan de la nostalgia; de exhibiciones. Hay otros que sin dejar de ser escuchadas y de ser populares, se petrifican y dejan de cambiar. Es el caso de la salsa, el country o el rock urbano. Su mejor tiempo ha pasado, se siguen haciendo canciones más o menos notables con sus ritmos, pero no hay cambio en ellos; los escasos aires renovadores son efímeros y no del todo bien recibidos. Finalmente, hay géneros como el folk, el jazz o el corrido que perduran y que siguen ofreciendo sorpresas; que siguen fecundando a otros géneros. Creo que el rock es de estos.


Por mi parte, seguiré esperando ansioso nuevos grupos y sonidos. Pero me resigno a que la pasión de mi juventud ya no es la de la mayoría. El planeta es del hip-hop (del que detesto su vertiente comercial, aunque me gustan sus ritmos y su faceta subterránea). Por lo mientras, espero el nuevo disco de…



César Alain Cajero Sánchez

Sobre la forma en la literatura  César A. Cajero Podemos definir en este momento y provisionalmente a la literatura como aquella...