martes, 19 de junio de 2012


Entre condenados

 

El miedo a la soledad marca cada uno de nuestros pasos. Inseguros, decimos vivir de acuerdo a nuestras voluntades, pero en realidad no hay nada más difícil que la libertad pues ésta supone arriesgarse a cada instante.

Todo aquello que hacemos está referido a nuestros semejantes. Ellos nos miran; actuamos en relación a ellos; para ellos. Todo: nuestro comportamiento, la manera en que hablamos, las frases que decimos; la ropa que usamos, los bailes que danzamos. Todo lo hacemos en relación a quienes nos miran.

El ser humano fue definido por Aristóteles como el animal político; como un animal social. Siempre vivimos en relación a los otros y modelamos nuestro comportamiento a partir de sus reglas, sus vaivenes, sus caprichos. Amanecer un día con una opinión y otro con la opuesta; abjurar en un momento de lo que en otro amamos; creemos que actuamos como lo hacemos por decisión propia. No es verdad: vivimos siempre de acuerdo a los demás; a alguien.

Incapaces de vivir sin ídolos y sin cadenas, nos aferramos a cualquier cosa, a cualquier certeza para no vivir solos. Necesitamos la aprobación de los otros seres humanos; sus palabras, sus decepciones. El rebelde también vive en relación a ellos pues necesita la presencia de los otros para así afirmarse: es un esclavo de la opinión pública tanto como el moralista. Es el número el que nos obsesiona: solo en un grupo podemos respirar; sentirnos existentes. Es necesario entrar en los juegos de la sociedad.

La moral es el instrumento más acabado y perfecto de la sociedad. Nos conducimos por sus reglas; por sus costumbres. Vivimos de acuerdo a lo que otros han descrito como bueno o malo.

Con moral no me refiero sólo a las reglas escritas de la sociedad; a sus nociones de lo bueno y lo malo así declaradas. No: la moral, en tanto las reglas de conducta de determinada sociedad, abarca todo lo que en esa sociedad exista. El mundo humano hace una valoración del universo de acuerdo a determinados límites. Nuestra civilización sanciona de acuerdo a las nociones de bien y mal; de útil e inútil. Pero no siempre tal precepto es declarado. Sin decirlo, se sobreentiende que lo “bueno” es poseer más, dominar a la naturaleza, a otros hombres; a aquella persona a la que amamos. Sin tener que declararlo, la sociedad establece que el matrimonio y la estabilidad son algo “bueno” y “útil”. De la misma manera, todo comportamiento que esté fuera de lo habitual se considera “malo”, “inútil” o “irracional”.

Pero aquellos que dicen ir en contra de la moral imperante también establecen reglas que pretenden aplicar a todos. Buscan imponer sus ideas, sus obsesiones; sus lineamientos, bendiciones y maldiciones, a todo ser vivo. Al universo todo. Sade, Marx, Fourier, Proudhon, Saint Simon; todos los reformadores son moralistas. Establecen leyes para los hombres, para encadenarlos a una verdad.

Verdad y moral son hermanos gemelos. Para que existan normas de conducta se debe entender que hay una verdad universal o un modelo que se concibe como tal. Sólo de esa manera se puede juzgar a los otros a través de esa verdad que sabemos absoluta. Sólo así entendemos que el hombre se azote contra las paredes por ser incapaz de ajustar su vida a esas reglas que otros le han dictado; que él mismo se impone.

Sólo si sabemos que la verdad es benéfica, si sabemos que la sociedad nos ha brindado en sus palabras la salvación, podemos odiar al mundo. Juzgarlo de acuerdo a nuestros límites. Maldecir a la vida en nombre del Bien.

Se han engañado las almas predicadoras que opinan que el origen del dolor proviene de la moral judeocristiana. Ella no es sino una entre infinitas formas de calumniar al mundo; de odiar a los deseos. De sentirnos confortablemente esclavos.

Predicadores de un mundo “verdadero”; quienes confían en la política, en el arte, en las religiones; en las profanaciones y hasta en los infiernos de Sade, todos son moralistas. Maldicen al universo. Quieren reformarlo de acuerdo a su particular gusto y lo más importante: hacer ver a los hombres que ellos habrán de liberarlos. Porque para el hombre la verdadera felicidad radica en saberse encadenado.

Otro engaño, que los seres humanos vivirían una existencia satisfecha en la libertad. No hay mayor mentira: una legión de cautivos siempre será preferible a la soledad. La libertad es miedo, aislamiento, vértigo. Mirar al abismo porque no hay de dónde aferrarnos. Ver a la libertad a la cara es aceptar que no existe nada eterno.

Significa, asimismo, conocer que cada instante es una apuesta sin sentido; ser responsables del destino. El destino y el azar son igualmente terribles pues en ellos está contenido todo aquello que escapa a nuestra voluntad; pero sólo por la libertad se puede conocer ese camino. Cada acto de la vida se dirige, entonces, contra aquel que es libre pues sólo él conoce qué fue su propia mano la que escogió ese destino.

En cambio la moral es confortable. No hay que decidir nada porque las respuestas están dadas de antemano. La existencia está resuelta desde el principio; las cadenas permiten dejar que la vida pase. La recompensa estará siempre en el futuro: una cárcel que nos permite, además, vivir con esas sombras y reflejos que son ahora nuestros semejantes. No estar solos.

Las reglas morales provocan angustia a quienes las violan, es cierto, pero también dan certeza del castigo. La visión luciferina de quienes pretenden desafiar a la Iglesia o al Orden al invertir sus preceptos en realidad no hacen sino someterse a esa misma lógica: hay una verdad absoluta que ha de ser impuesta a todos los hombres. La orgia vuelta reglamento; el pecado convertido en norma. Nuevos fariseos que fustigan a quienes no siguen la verdad eterna.

Buscamos en toda experiencia, en todo éxtasis el camino a la eternidad. La vida como una experiencia, como ese instante fugaz que nace y muere para luego nacer de nuevo, es el terror al que nos enfrentamos. De los gemidos sagrados formamos religiones; de ese fulgor que nos doblega, del amor, creamos instituciones, reglas, trabajos. Necesitamos compartir todo sentimiento y catalogarlo, darle reglas. Necesitamos convertir a los demás en esclavos de nuestros dolores y alegrías para así mejor conocer nuestras cadenas. Preferible la copia del alma que abandonarnos a ese abismo del que nada conocemos.

Como hombres vivimos encadenados a la moral. Pero la miseria de nuestras morales consiste en hacer de ellas la regla universal. Queremos hacer de la pluralidad de experiencias y deseos una unidad; encontrar una base cierta a nuestros infiernos. La misión de la existencia humana ha sido hacer de la moral el límite de la erótica. Maldecir al cuerpo, a la sensación, al deseo. Lamentarse por el mundo.

¿No hay otro tipo de moral?, ¿no es posible aceptar que cada instante es una bendición; que cada experiencia es perfecta en sí misma y que no es necesario volverla norma?, ¿no es posible una moral del deseo?
 
Ser fiel al deseo es lo más difícil de todo porque vivimos entre apetitos racionales; morales. Para liberarse de las cadenas de siglos de moral habría que destruir a la eternidad; mirarnos en el agua oscura del abismo. Admitir que no hay nada.

Destruir las fantasmagorías del poder y del poder sobre nosotros y sobre los otros. Una confianza que sólo es canto y juego. El primer deber del santo es olvidar que existe el deber; es olvidar que existieron las reglas. Destruir a la moral no lleva sino a la construcción personal de esa moral. Hacer de la erótica y su infinito la base de esa moral: pluralidad, gozo y sufrimientos.

No hay más dura moral que aquella que tiende a seguir los deseos; que aquella que empuja a la libertad y a la responsabilidad por ese destino.

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