sábado, 23 de agosto de 2014

PREGUNTAS PARA LA VIRGEN DE LA SOLEDAD



Leo asombrado el ensayo magnífico, soberbio y digno de encomio que el valiente Fernando Vallejo, más conocido por sus labores humanitarias (o como se les diga) que por sus novelas (dignas de todo halago y vendibles como pan caliente al explotar un tema que los videohomes hicieron tan popular: eso es visión de artista) escribió sobre Cien años de soledad y que puede leerse AQUÍ.

No puedo sino rendirme ante sus razones.

Sin embargo, tonto que soy, señalo algunas cositas que no entiendo bien en su argumentación. Espero que se digne a bajar de su mundo de sabiduría para iluminarme.

A) Vallejototote se da cuenta de que Gabito no sólo no hace pésimas novelas, sino que no sabe escribir siquiera (aunque todos le entiendan). Señor y amo de la sintaxis, nos comenta que la frase inicial de Cien años de soledad es un horrible anacoluto. Sólo que se le olvida que si se usa la palabra "remota" (sobrante, señala él en su sabiduría), en todo caso se justifica por una figura retórica que se llama pleonasmo (aunque también puede ser una tara del discurso). Claro que como censurar a GM da de comer a los perros abandonados (pobrecitos) y no criticar a, por decir algo, Miguel Hernández con "Temprano madrugó la madrugada", pues es punto en contra de Gabititito.

B) Híjole, aquí sí no hay que decirle al genial investigador Vallejototote, el Gabitititito tuvo que haber copiado lo que aparece en las memorias de Darío porque pues él y sólo él pudo haber conocido el hielo. Y él y sólo él pudo haber escrito cerca un complemento circunstancial de tiempo. Ni hablar: "Por él aprendí pocos años más tarde a andar a caballo, conocí el hielo, los cuentos pintados para niños, las manzanas de California y el champaña de Francia" es y será per saecula saeculorum lo mismo aquí y donde sea que "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo." Son como dos espejos. Nada más que los caballos se soltaron o ya andan pastando del otro lado del potrero; lo cuentos pintados para niños se deben haber quedado en el librero y el champaña de Francia regado la opípara cena con que Vallejototototote se entonó para escribir su brillante ensayo.

C) Vallejo, eminente biólogo, nos descubre que no hay huevos prehistóricos pues él entiende por prehistórico, el espacio de tiempo comprendido entre la aparición de los homínidos y la escritura. Supongo entender, lego que soy, pobrecito, que durante todo ese tiempo no existieron ni aves ni anfibios ni reptiles ni para el caso ornitorrincos o equidnas (animales que me dijeron que eran ovíparos), y así acepto su ilustrada aclaración. Nada más me queda la duda de en dónde Vallejototote leyó que Gabitititititititito hablaba de huevos de dinosaurios, reptiles mamiferoides, cocodrilos del cenozoico o de lo que sea que hable, porque yo, mal lector, no lo encuentro por parte alguna. También sería bueno recordarle que en el lenguaje común (e incluso por algún biólogo que debe odiar al eminente Vallejo) "prehistórico" se puede referir a cualquier cosa antes de la aparición de los humanos. Pecado de Gabito: escribir para el lego y no para el genial Vallejo (quien además, lee lo que otros no podemos).

D) Vallejo nos descubre que la lengua nace de una vez conformada para siempre y que así queda inalterada. Esto da una lección a todos los lingüistas, quienes sospechaban, pobres de ellos, que la lengua cambia con el tiempo y que cosas o situaciones que no tienen nombre se lexicalizan con el paso de los siglos. Así, Vallejototote nos enseña que cuando los españoles llegaron a América con esa maravillosa "lengua de civilización" ---como dijo Toynbee, ponganse de pie-- ya el jitomate tenía nombre en ese idioma. Eso para que no crean eso de que viene del náhuatl. Tampoco es verdad que el jaguar no tuviese nombre y se tuviese que tomar del guaraní. Mucho menos imaginar que los ilustrados españoles tuviesen que señalar con el dedo a los bárbaros indígenas para que ellos supiesen qué cosa les preguntaban. Pues cómo, si esos "dialectos" no son civilizados.

También Vallejototote, además de leer lo que otros no y sorprenderse porque los nombres propios no se encuentren entre esas cosas que no tenían nombre (porque como todos sabemos, las personas somos cosas... y si no lo sabían, pues Fernandote ya se los enseñó), es capaz de viajar en el tiempo y descubrir que como diría Paz (otro cerdo) "Todos los siglos son un solo instante". Esto porque cuando ya han pasado bastantes años (en la trama) y páginas (en la novela) se asusta de que en un lugar donde las cosas no tienen nombre haya grados militares (y se le olvidó decir que hay gitanos, después ferias, después mujeres que deben ser degolladas todas las noches y hasta hay guerras).

E) Vallejototote nos señala que el malvado Gabitititito se fusiló la costumbre de Rulfo de poner nombre y apellido en todos sus personajes. Pues es que quién más que el autor de Pedro Páramo hace eso. Habrase visto. Un pillo de lo peor. Lo malo es que Gabriel García Márquez (ven cómo también yo me fusilo a Rulfo) dijo varias veces haberse inspirado en la prosa del autor de El llano en llamas (y que su frase inicial es una paráfrasis de una de Pedro Páramo). Esto o no lo sabe Vallejototote o se le olvidó, o no le importa o como no parece un descubrimiento de su genialidad, no da para alimentar a más perritos.

F) Lástima Margarito, o mejor dicho Gabititito. Te volvieron a ahorcar la mula de seises. Tu copia de Balzac es clara y rotunda. La monumental novela que versa sobre un alquimista que se arruina buscando la forma de encontrar la piedra filosofal y así convertir el hierro en oro es, como no, el modelo para una novela que en sus cuatrocientos y pico de páginas, usa unas veinte para tratar un tema lejanamente relacionado. Ah, porque, claro, en La búsqueda de lo absoluto también están las guerras del coronel Aureliano Buendía; también, cómo no, la fiebre del banano. También la subida al cielo de la mujer más hermosa del mundo y los torneos de comida de Aureliano Segundo. ¿O no están? Bueno, confiemos en Vallejototote, que él sabe de lo que habla (o seguro lo leyó con su capacidad sobrehumana en alguna parte que los mortales no podemos). Por otra parte no debemos olvidar que la mención de la piedra filosofal es suficiente para hablar de plagio. Así, resulta que hasta la primera parte del ubicuo Harry Potter es una copia de Balzac. Y si tomamos --cultos que somos-- la idea de la imposibilidad de transformar al mundo por la ciencia humana (creadora de monstruos), Mary Shelley también es una plagiaria. Y hasta el folklore judío y su Golem. Y... y... y...

G) Finalmente, nos iluminamos cuando Vallejo nos ilustra en el buen gusto en las letras (propone desterrar a la "ñ", fuchi de letra que ni aparece en los teclados de la lengua más "de civilización") y nos pone sobre aviso de que nunca lo felicitemos por cumplir años (caños/coños) pues también es pudendo y "lefe tifiefenefe mifiefedofo afa sufu profopifiafa mifieferdafa". No sólo eso: nos da valiosa lección a los pobres mortales que no sabemos poner títulos pues aclara que estos deben ser lo más claros posibles (pues el lector, es, como sabemos, medio tarolas). No vaya a ser que el potencial comprador que se pasea por el Sanborns se quede confundido porque no le entiende al título y se crea una cosa en lugar de otra. Pues sí, Cien años de Soledad, podrían referirse al siglo de una señora que se llama Soledad. Es una lección que debían aprender Borges (¿qué es eso de Ficciones?; los amantes de Asimov se sentirán decepcionados) o Rulfo (¿cuál llano quemándose?) o Shakespeare (A vuesto gusto, libro que debería ser de cocina). Lo malo es que, a ver señor Vallejototote, ¿cuál Virgen de los sicarios?, ¿la Virgen madrecita de Diosito o la virgen a la que todos quieren quitarle el título? Perdón, yo nomás pregunto. Es que ya sabe, uno que es virgencito y riega las flores.

Bueno, todo eso lo sabrá el señor Vallejototote, siempre tan personal, tan circunspecto, tan ajeno a esa maldad fascista y totalitarista del narrador omnisciente. Él, quien sabe que el pinche Dostoievsky, como el puto James Joyce, como el temible Cervantes no son más que eso: fascistas.

Ni modo. Vallejo ha hablado. Caigamos en oración. (y no olviden cuidar a un perro de la calle, que ya otra vez nos recalcó que él sí dona hasta sus premios: qué hombre).


César Alain Cajero Sánchez

miércoles, 20 de agosto de 2014

Cuidado con los educados



Leo en diversos periódicos, revistas y hasta veo en la tele que aún hay personas que no saben leer y escribir, que la educación básica en México no alcanza a cubrir a toda la población, que los maestros que presentaron su examen para cubrir una plaza están por los suelos; que los que ya están con plaza están un poquito más abajo (adivinar dónde, está canijo) y que los chamacos que concluyen la educación básica nomás no saben nada.


Por otro lado, en las buenas noticias, me informan que la prepa es ya parte de la educación básica (no sé por qué, cómo o para qué) y que la televisión en alta definición es un derecho de tod@s (pero como no tengo esas pantallas relampagueantes, no sé si es tan chido).


Hay, sin embargo, un asunto acerca de la educación que a mí, después de varios años de dar clases en provincia, me preocupa bastante (o nomás un poquito, no sé). Se trata de las personas que han recibido una educación a medias. Aquellos que por haber sido educados de manera defectuosa, comparten los prejuicios de las sociedades “modernas” y al tiempo desconocen o desprecian la cultura oral de la que provienen.

Hasta hace no mucho prevaleció la idea del maestro rural como el apóstol que llegaría a un territorio sin cultura para “iluminar” las mentes y llevarlas al “progreso”. Una visión que contó con figuras como Vasconcelos y Lázaro Cárdenas como principales impulsores y que ha sido románticamente coloreada como una cruzada “progresista” y “de izquierda” (palabra que, como “derecha” nadie sabe qué significa).

El problema es que a la luz de lo que hoy conocemos, la idea de Vasconcelos, y no digamos la de otros personajes un poco menos conocidos y mucho más discutibles como Rafael Ramírez, dista de ser lo buena onda que parece.

Debo anotar antes de empezar, que este pequeño ensayo divulgativo no pretende ser un linchamiento ni de Cárdenas ni de Vasconcelos ni de los muy admirables maestros rurales de ayer y quienes hoy continúan en ese frente (yo he sido uno de ellos, y no me arrepiento). Debemos considerar que eran las ideas de la época, que todavía perduran en gran parte de la población.

Al término de la Revolución y durante el período posterior, se formó un compromiso entre la ideología liberal que dio inicio a este movimiento y los reclamos sociales que llevaron a miles de personas a apoyar a las distintas facciones. Una paradoja, pues en gran parte las desigualdades que se generaron durante el siglo XIX no se debían a la corrupción y falta de acceso a la justicia (como durante la Colonia), sino a la misma ideología liberal, cuya visión de país no tomó en cuenta a la población rural. Juárez, Lerdo, Ocampo y Díaz, eran todos ellos nacionalistas liberales que veían el futuro de la nación en la homogeneidad cultural a través de la educación, de un Estado fuerte apoyado en propietarios que activasen la economía y en la paulatina formación de ciudadanos productivos. Un melting pot a la manera estadounidense; una nación a la manera europea.

Para ello, se dictaron leyes que buscaron convertir los campesinos en propietarios privados, con ello alentar el espíritu de libre competencia, que pagasen impuestos y que todo fuese felicidad y que la nación y que la fortaleza. En realidad, un proyecto nacionalista bienintencionado, planeado para un país muy diferente, que sumió en la pobreza a la mayor parte de la población rural; enriqueció a unos pocos (los que sí contaban en los censos) y derivó en la gradual aparición de un nuevo tipo de persona: una especie de lumpenproletario rural mexicano, que ya no se reconocía en el pasado, pero tampoco era aceptado en la sociedad urbana liberal moderna.

El asunto es que el largo periodo que va desde la Guerra de Reforma hasta los años finales de Díaz aplicaron al pie de la letra las medidas liberales en economía, pero no su idea de la libertad ciudadana (aun si la palabra ciudadano no se refería a lo que hoy entendemos como tal, sino a los que pagaban impuestos; pequeña diferencia). Madero no criticó las medidas económicas porfiristas sino la falta de renovación política del régimen. Ese fue el inicio de la lucha revolucionaria, la cual, durante los diez largos años que duró, para resolverse tuvo que echar mano de aquellos a quienes más había lesionado el programa liberal: los campesinos[1].

Conciliar los anhelos de la facción dirigente y de la larga tradición de la que provenía, el liberalismo, con el anhelo de reformas sociales (muy distintas) de los grupos populares fue la tarea de los gobiernos de la Postrevolución.

Vasconcelos, notable político de derecha, fue quizá quien concilió tales demandas de manera más lograda. Por un lado, como conservador radical, estimaba la idea de la raza, de la tradición (hispánica: abominaba de lo indígena salvo mediado por la cultura europea) y de la justicia social propia del catolicismo. Por el otro, admiraba la noción moderna de la nación, de la libertad entendida como fuerza. Creía en el progreso y en la evolución/revolución. No era un liberal del siglo XIX, tampoco era un tradicionalista popular a la manera de Zapata o un hombre del pueblo como Villa. Su proyecto era de una radicalidad reaccionaria que debió mucho al fascismo y que mucho le dejó al régimen surgido de la Revolución (PNR, PRM, PRI).


Que el programa escolar fuese un proyecto que Vasconcelos ideó mientras estuvo al frente de la SEP durante el gobierno de Obregón dice mucho de lo que sucedió posteriormente.

El proyecto vasconcelista pretendió, herencia liberal, poner al día al país. Modernizarlo. Así, la cruzada educativa tuvo como misión principal la destrucción de lo que en esa época eran considerados “prejuicios”, integrar a la población rural a la vida ciudadana y crear a individuos capaces de trabajar en un medio urbano (que ya para entonces era concebido como el futuro del país).

Por otro lado, herencia del radicalismo de derecha de Vasconcelos, formó la visión integrista de la patria. Se propagó la idea de un México único, mestizo; la de la raza cósmica; la tierra de la elección y la bondad intrínseca al “pueblo mexicano”. Una idea fascista (no hay que obviar que el fascismo también proviene de la modernidad) que, de manera campechana, perdura hasta hoy en lo que llaman “izquierda”.

Durante el Maximato y posteriormente durante el gobierno de Lázaro Cárdenas, este programa recibió un fuerte impulso. Debemos comprender que en uno y otro caso, las ideas de la época y la forma en que evolucionó la política educativa de México veían lo que se realizó como una forma de apoyar a la población rural[2] . Tras los despojos poco ortodoxos (que no ilegales, delicias del derecho mexicano) realizados durante el siglo XIX, se pensó que la manera más confiable de proteger a los campesinos era mediante su integración a la cultura y vida propia de las urbes (la cual se llamó “mestiza”, sin tomar en cuenta que las culturas mestizas de México son muchas, rurales y urbanas, muy distintas también) y su corporativización a través del Estado.

Esto funcionó durante algún tiempo. Es verdad: durante más de 20 años, el nivel de vida de muchas comunidades rurales (no todas) mejoró notablemente si lo comparamos con el de los años anteriores a la Revolución. Esto fue producto más del reparto de tierras y de algunos programas médicos que del proyecto educativo (el cual, de cualquier manera, permitió el ascenso social, lo que no es poco).

Posiblemente de no haber sido por la quiebra del modelo económico y político priista posterior a los años 60, el proyecto vasconcelista que pretendía la integración cultural de México hubiese tenido mayor impacto. Lo cierto es que al término del milagro mexicano, la identidad de muchas regiones (especialmente las que se encontraban cerca de las vías de comunicaciones) había cambiado notablemente. No se dio una homogenización cultural, pero sí se formó un ideario común a través de la educación y de las presiones del medio.

Existen aspectos positivos de aquel proyecto educativo; no cabe duda. La visión científica, la educación sexual; la campaña alfabetizadora y —al menos durante algunas administraciones— el intento de crear una consciencia política ciudadana. Los errores también están a la vista: la educación fue impuesta en forma doctrinaria. Se privilegió la memorización y la  repetición de fórmulas sin posibilidad de crítica o de diálogo activo. Esto es funcional en materias como las matemáticas hasta cierto grado, pero en temas históricos o de consciencia cívica, resulta desastroso. Es un mecanismo más de control y de corporativización (aunque hay que reconocer que esa era precisamente la meta).

No es casual que los políticos actuales de derecha o izquierda, educados bajo este modelo, repitan casi con las mismas palabras las consignas de aquellos años. La idea de integración cultural equivalía a una homogeneidad política. Tanto las izquierdas latinoamericanistas como la derecha nacional hablan de la raza, de la visión propia; de la integración civil. No es casual tampoco que la clase política educada fuera del modelo vasconcelista (aquellos que fueron educados en universidades y escuelas particulares o en el extranjero) ridiculicen y desprecien esta visión. Ni uno ni otro lado está capacitado para el diálogo: la polarización impide ver en el otro sino a un traidor, un idiota o un apátrida.

El caso es que tras el hundimiento del “milagro mexicano”, muchos de los caminos señalados por el proyecto postrevolucionario se cerraron. La reforma agraria aunque continuó hasta mediados de los noventa, como se sabe, otorgó a los pueblos tierras poco idóneas para la agricultura y la ganadería. Las mejores fueron puestas a la venta u concedidas bajo criterios nepotistas y corruptos. Aunado a esto, el progresivo abandono de proyectos destinados al campo, el control corporativo y la baja capacidad de respuesta que esto generó, crearon el  caldo de cultivo para una crisis en la producción desde mediados de los años setenta. Esta se ha intentado remediar más con proyectos faraónicos (revolución verde; subsidios a la producción en lugar de crédito a los campesinos...) hoy cuestionados alrededor del mundo en lugar de un programa de apoyo e instrucción colaborativa con los medianos y pequeños agricultores. Con la introducción de productos transgénicos y la apertura a los productos subsidiados del extranjero, esto llegó a su punto más crítico toda vez que los únicos subsidios que se conceden hoy al campo mexicano son para los grandes productores, los cuales no se concentran en la producción de alimentos.

Los servicios médicos, por otra parte, se concentraron en las áreas urbanas, además de que en gran medida su práctica reflejó los prejuicios, resultado de la educación en todos los niveles, ante las prácticas y costumbres de la población rural.

En el caso de la educación, el camino del ascenso social si bien no se canceló, sí fue más que cuestionado. Las preparatorias formaron generaciones de bachilleres que no encontraron trabajo; las universidades, miles de estudiantes cuyos conocimientos distaban de ser los mejores. Al mismo tiempo, las empresas fabriles demandaron personal semi-calificado en lugar de ingenieros o técnicos. Las carreras humanísticas fueron despreciadas en un mundo donde la “eficacia” y la “utilidad” es la medida de todas las cosas. Los mejores científicos e investigadores se refugiaron en las universidades o emigraron.

El programa educativo creado bajo el esquema vasconcelista de integración cultural había sido creado para que las generaciones criadas bajo ese modelo avanzasen a niveles de estudio superiores. La UNAM, también nacida bajo el plan de Vasconcelos, significaba el último peldaño en aquella escala ascendente.

El proyecto original de Vasconcelos no concibe a la Universidad fuera del esquema educativo de la enseñanza básica, sino como su culmen. En teoría, la reglamentación del plan de estudios por un órgano superior (ya fuese el Estado, la SEP o un equivalente) era natural: las instituciones de nivel superior tenían una deuda con la sociedad, la cual las obligaba a poner en práctica un plan de estudios que beneficiase a la nación toda. La frase “Por mi raza hablará el espíritu” que es el lema de la mayor universidad de nuestro país encaja perfectamente dentro de esta idea: la de una nación; una raza; una cultura guiada por el espíritu latinoamericano: la raza cósmica mestiza.

Si bien Vasconcelos vio con buenos ojos la autonomía universitaria se debió a que en la Universidad se encontraba el grueso de sus simpatizantes. En esos momentos, la sujeción al plan estatal hubiese puesto en peligro su candidatura. En realidad, es muy posible que de haber llegado a la presidencia, el autor del Ulises criollo hubiese establecido un plan de estudios acorde con el proyecto original que había diseñado para la SEP. Es decir, un plan integral encaminado a un fin específico ya mencionado con anterioridad.

El caso es que cuando Vasconcelos desapareció del panorama político de nuestro país, la UNAM quedó con la autonomía y la libertad de cátedra. Esta es una de las mayores riquezas (y paradójicamente, de las mayores debilidades) de esta universidad. Por un lado, hay una pluralidad de voces en esta casa de estudios que permite que aquellos que llegan a ella participen más activamente en el diálogo. Por otro lado, permitió la formación de sindicatos, grupos y mafias sin más control que el que sus tanates les impusieran. Así, en la UNAM se puede cursar una de las carreras más ricas del mundo o una de las más mediocres, dependiendo del alumno y de sus elecciones profesionales. Asimismo, en ella hay espacio tanto para el diálogo más provechoso como para la formación de células  de intolerancia y oportunismo político tanto de derecha como de izquierda.

Fuera del ámbito universitario, ya desde antes del sexenio de Lázaro Cárdenas, la llamada “izquierda revolucionaria” había señalado que la UNAM no cumplía con los propósitos que de ella exigían los tiempos modernos[3]. La creación del IPN respondió a los planes que la clase política mexicana tenía para el país.

Esta asombrosa casa de estudios, empero, distó de ser tan sólo una generadora de técnicos e ingenieros. Sus modelos fueron los centros de estudios universitarios y aunque no tiene carreras humanísticas, sí ha dado un gran impulso a las letras y las humanidades con sus programas de difusión. Sus aulas y pasillos son un espacio para el encuentro de diversas voces. Aunque, lastimosamente, como casi todo en este país, la burocracia no ha dejado de hacerle mella.

El caso es que a través de los años, bien o mal, los estudios superiores habían llenado las lagunas que la educación básica había formado en los alumnos. Si la primaria y la secundaria (con todo y su para entonces avanzado programa de estudios) privilegiaban la memorización y la imposición de conocimientos, en grados superiores se abría aunque fuese un poco la posibilidad de diálogo.

De más está decir, sin embargo, que para esos niveles, los prejuicios de la sociedad “educada” (que eran y son todavía en gran parte los mismos prejuicios del siglo XIX) habían calado hondo en los educandos. Las ideas de raza, de superioridad cultural, moral, estética y hasta mental del México “mestizo” y urbano sobre las culturas campesinas.

Esto es una herencia occidental del siglo XIX, pero paradójicamente todavía perdura en círculos que se pretenden “de avanzada” o “anticapitalistas”. Es turbador cuando no pocas personas señalan que en el centro del país gobierna la “izquierda” porque estamos más educados y vivimos en la urbe.

Así y todo, los estudios universitarios permitieron a muchas generaciones de mexicanos (lastimosamente, una minoría) abrirse aunque fuese de forma chafa, a ciertas posibilidades de diálogo.

Desde mediados de los años setenta, empero, la situación en la educación ha tendido a empeorar aún más.
 
Con la demanda de personal técnico y de servidores semicalificados, surgieron incontables escuelas y universidades que enseñan estas carreras (muy nobles, por otra parte). Los conocimientos sobre sus limitadas áreas las más de las ocasiones apenas y pueden calificarse de mediocres y en relación a la formación de una cultura informada y capaz del diálogo, definitivamente quedan muy abajo.

Licenciados que no pueden resolver una ecuación de primer grado; ingenieros incapaces de leer un artículo en una revista cultural. Ese es el saldo de este tipo de educación que en aras de una supuesta eficacia, reduce al mínimo o a la nada la discusión intelectual y la promoción cultural.

Ahora, además, hemos de contar con el paulatino decremento en la calidad de los planes de educación básica.

Con la llegada a la SEP de una nueva generación de pedagogos, desde hace años se han reducido las exigencias académicas en los niveles básicos. Al mismo tiempo, se ha pretendido llevar a la práctica un modelo pedagógico uniforme en todo el país que aunque, es verdad, pretende resolver las lagunas de aquel viejo método memorístico, ha confundido el diálogo con la tibieza o con el relajamiento de estándares mínimos de convivencia y de calidad en la enseñanza. En la práctica, para el maestro es cada vez más difícil convencer a un educando de que realice el más mínimo esfuerzo por comprender o por siquiera poner atención. Encima, tal alumno debe ser promovido haciendo uso de diversas “estrategias”. Todo esto forma generaciones de analfabetas que en este caso ni siquiera pueden llamarse funcionales… pero eso sí, con certificado de secundaria, bachillerato y en no pocas ocasiones, de una licenciatura o ingeniería.

Paradójicamente, esto no ha convertido a quienes son educados bajo este modelo en personas más aptas para el diálogo o la comprensión de distintos puntos de vista. En estas generaciones de educados en la mediocridad se conjuntan los peores vicios de los modelos autoritarios del viejo plan de estudios (la imposición, la soberbia cultural; la idea de ser “apóstoles” de la verdad) que todavía siguen y seguirán presentes en la mentalidad mexicana con la arrogancia propia de una persona que nunca en su vida ha sido rebatida ni corregida. En el modelo actual (que me temo impregna ya a toda la educación fuera de las grandes universidades), el estudiante siempre tiene la razón. Al mismo tiempo, además, se le enseña —ecos de la educación vasconcelista— que por su nivel de estudios ha llegado “más lejos” y es mejor que quienes lo rodean.

Estas personas nunca han sido educadas en un ambiente de debate, de diálogo o de desafío. Con una educación (debido al plan de sus escuelas) apenas si mediocre, por supuesto, los estudiantes de una ingeniería técnica o de una licenciatura en pedagogía, derecho o psicología no tendrán acceso a la lectura o siquiera tendrán noticia de los debates en torno a la cultura.

Con esto, atención, no quiero decir que no tengan la “verdadera” cultura, accesible sólo a unos cuantos, sino precisamente que lo que les falta es ese fructífero diálogo que desde el siglo XIX señala la posibilidad de diferentes formas de conocimiento. No tienen acceso a la discusión o conocimiento siquiera de las críticas a los modelos cerrados, de las ideologías consideradas “absolutas”. Para muchos —me consta—, la idea de una ciencia determinista como la del siglo XIX sigue en pie.

Esta educación a medias es especialmente dañina cuando se reproduce en el contexto social. Así, muchos maestros que se dirigirán a niveles básicos siguen hablando de los “dialectos”, de las “supersticiones”, de los “mitos” (acepción que me es especialmente desagradable: usar mito como sinónimo de mentira).

Tristemente, aquellos individuos que han salido de una cultura campesina y que han sido de esta manera educados son quienes más desprecian sus costumbres. Recuerdo como un médico hablante de lengua maya asignado a las comunidades rurales me decía que estaba sorprendido de que los “indios” aplicaran las medidas de higiene con todo y su “ignorancia”. Ahora mismo viene a mi mente la plática de unos ingenieros que en la misma área se decían decepcionados de que los mayas pudieran haber construido pirámides pero no “desarrollado” la región. O aquel otro maestro, hablante de chol, que a su llegada a una comunidad, no se le ocurrió nada mejor que criticar a los habitantes desde su posición de “psicólogo” en ciernes, alejado de la “ignorancia” y “violencia” del campo. Y venga a dar gracias que no empezó a hablar del bullying, las competencias o alguna de esas palabras muy de moda entre los educados a medias.

¿Hay otra forma de brindar educación? No lo sé. En mi caso, durante los varios años que me tocó dar clases en una comunidad rural, intenté un diálogo activo con los estudiantes: que ellos me presentasen lo que dice su cultura mientras yo comentaba lo que ante ello dice la educación occidental. No pretendí imponer, sino mostrar. Al mismo tiempo, señalar los límites del conocimiento occidental, pero también su riqueza.

Acaso aunque a muchos les extrañe mi juicio por mi formación humanista el mayor aporte a la formación de conocimiento que occidente ha dado es el método científico. La observación, la experimentación; el desarrollo de hipótesis y la comprobación. Es la única forma de conocimiento que es ajena a valoraciones culturales pues se basa en los sentidos, no en la lógica (que es una construcción humana).

En cambio, la integración de estos conocimientos dentro del propio esquema de mundo ya es algo cultural y que no puede ser juzgado. No existen criterios para suponer una cultura mejor que otra en ese sentido.

Esa es, por otra parte, la más formidable lección de las humanidades: que la fantasía, el arte, la mitología y el pensamiento han florecido en todas partes. Las culturas no pueden compararse: sus visiones del mundo son únicas y por ello, inestimables.


César Alain Cajero Sánchez








[1] El número de proletarios durante el porfiriato fue muchísimo menor al de campesinos. Aunque el movimiento surgido de las fábricas tuvo un influjo en los pensadores revolucionarios, en realidad, su apoyo en la lucha fue menor y en ocasiones, errático. Su poderío en la posrevolución, en cambio, fue notable.

[2] Esta población rural no en pocas ocasiones vitoreó las medidas: después de décadas en realidad veían algunas medidas en su favor; aunque pocas veces se percataron en ese momento de la política corporativista que se estaba implementando y de que dicha educación en no poco tiempo, acabaría con su identidad.

[3] Resulta especialmente curioso que hoy día, la llamada izquierda clame por la presencia de la UNAM cuando tradicionalmente, la izquierda había abogado por una formación técnica, ajena a esas “desviaciones burguesas”. La razón, claro está, es que es en estas universidades donde tiene una clientela cautiva y donde forma sus cuadros “populares”.

domingo, 3 de agosto de 2014

Las dos soledades

Segunda soledad


En el primer ensayo de esta serie dedicada a quien es posiblemente el más grande poeta de la lengua castellana, no analicé las particularidades estilísticas de este autor ni cómo su influjo ha penetrado en autores muy disímbolos. Creo no equivocarme al decir que la huella gongorina es ya parte del acervo de la lengua. No hay mayor gloria para un poeta que esa. Lo que pretendí, en cambio, fue responder a una pregunta que Octavio Paz propuso en uno de sus ensayos. A saber: ¿hay una visión del hombre en Góngora?

Mi respuesta es que sí. No sólo en las Soledades existe una visión del hombre y del mundo, sino que esta visión, que prolonga y culmina a la de su época, presenta uno de los más turbadores enigmas de lo que llamamos realidad.

Debido a distintos factores históricos, el barroco es una época de crisis de valores. No hay un centro alrededor del cual construir una civilización pues aquél que ocupaba ese puesto fue destronado y el propuesto por el naciente mundo moderno no representa todavía a todos los hombres.

Ante esta falta de mitos, ante este vacío en el que camina el hombre; ante esa nada, un poeta como Góngora optó no por la crítica ni por la búsqueda de una verdad, sino por la re-creación verbal del universo. El vacío en Góngora es espacio de creación. Y la forma que ha de crear ese universo es la palabra. La palabra es la flor que llena el vacío y el protagonista sin nombre de su poesía es un ser errante que da forma al universo al cantarlo. Pasos de un peregrino son errante.

Después de la aparición y propagación de los ideales propios de la Ilustración a lo largo del mundo occidental, un nuevo mito se presentó. El que, de una manera u otra, rige a medias todavía nuestro mundo. El de un universo ordenado y que puede ser conocido por nuestra razón; el de unas leyes universales —naturales y sociales—mensurables y cognoscibles; el de un cosmos vacío de sentido que lo adquiere al ser conocido, controlado y dominado.

Tal es el mito del mundo moderno que fue consentido o negado por los pensadores de los siglos subsiguientes y que no sólo dio origen a la ciencia, política y técnica modernas, sino al arte y a la filosofía de aquellos años.

Tanto la poesía (primero y con más fuerza) como la Filosofía no se limitaron a asentir a los ideales del mundo moderno, sino que criticaron a este universo. Si tal crítica resultó de una reacción conservadora o de un querer ir más allá de los valores de la Ilustración, no es caso de discutir en este ensayo. Lo que importa es que el mundo moderno nació con un mito, con una razón de ser, bien establecida y que alrededor de ese mito se tejieron asentimientos u objeciones igualmente apasionados.

El ideal de ese mundo desde hace varios años toca a su fin.

Ya al final de la Primera guerra mundial el optimismo moderno entró en una crisis.

Los artistas y los pensadores de aquellos años se encontraron de repente lanzados al vacío. Las certezas que la ciencia y la filosofía ilustrada habían señalado resultaron no sólo erradas, sino en más de un sentido, falsas y peligrosas.

Por un lado, desde la Filosofía, múltiples pensadores, desde diversos ángulos releyeron a los filósofos que ya en el siglo XIX señalaron las omisiones y los peligros que comprendía la aceptación resignada o ciega de la ideología surgida con la Ilustración. Heidegger o Wittgenstein con todas las diferencias que tuviesen, analizaron la lógica moderna desde fuera de esa misma lógica, ya sea llevándola al extremo, ya señalando sus errores de principio.

Pensar en los errores de la modernidad desde la crítica, desde la modernidad misma, fue la respuesta ante el abismo. Una de las últimas tentativas de la razón por examinarse a sí misma.

Por los mismos años, una serie de poetas y artistas condujeron al romanticismo a la exasperación. Las vanguardias son a la vez negaciones de aquel movimiento con el que nació el arte moderno y al mismo tiempo, su corolario, su extremo.

La vocación programática de demolición del presente y posterior fundación de una nueva poética (de una nueva realidad) llevada a cabo por la mayor parte de estos movimientos es a la vez una negación del ideal ilustrado, como su imposible resultado.

Si nunca antes del romanticismo y señaladamente, de las vanguardias, los poetas habían actuado de manera consciente y militante frente a la sociedad en que se encontraban es porque su misma sociedad no disponía de las herramientas para esta situación[1]. La modernidad se presentó desde el principio como crítica y las vanguardias usaron primordialmente la crítica y el razonamiento —así sus razonamientos los llevasen a negar los límites de la razón humana— para el intento de derribar al mundo occidental e instaurar uno nuevo.

Aquella primera crisis que afectaba al centro mismo del mundo moderno, a su mitología (llamada para entonces, ideología, toda vez que carece, como señalaron los románticos, de una imagen) llevó a artistas y filósofos a la revisión de todos los principios que hasta entonces parecían ciertos. Por un lado, se recurrió al Kant menos leído: aquel que señala los límites de la razón; por otra, a Nietzsche y su señalamiento de que el mundo es sólo una forma de lenguaje… Fue una revisión crítica cuyos efectos todavía nos alcanzan y no alcanzamos a medir.

Sin embargo, toda esta febril actividad fue interrumpida por el fruto de aquella ruptura de todos los valores que significó la Primera guerra mundial, es decir, por el nazi-fascismo[2] y con él, la Segunda guerra mundial.

Durante el periodo que se abre con el fin de la Segunda guerra mundial, a pesar de todas las atrocidades cometidas durante esta contienda, no existieron revisiones semejantes a las del periodo de entreguerras. La actividad continuó, por supuesto, pero poco de ese pensamiento se abrió paso al mundo público. La actividad de las vanguardias y de sus continuadores se eclipsó por aquellos mismos años. Los poetas, aunque tocados todavía por el fuego romántico, vivieron desde entonces un crepúsculo que, me temo, llega hasta hoy. Las llamadas postvanguardias junto a todos los movimientos y figuras (algunas de innegable valía) son en definitiva algo muy distinto a aquellos herederos del romanticismo.

La mayor parte de los pensadores y artistas se vieron aliviados pues el enemigo había sido derrotado. El mundo respiraba tranquilo de nuevo y Occidente había sido depurado.

En efecto, el mundo propuesto por los nazi-fascistas era incompatible no sólo con los valores surgidos en la Ilustración, sino más allá, con aquellos que guiaron a occidente desde el comienzo de la Edad media[3]. Empero, el mundo surgido de aquella inmensa conflagración distaba mucho de ser “nuevo”. Gran parte de la humanidad imaginó aquella barbarie como una hoguera purificadora que libraría a la civilización de todas las taras que Europa arrastró consigo.

Ese fue el último canto de Occidente hacia sí mismo; el de una renovada confianza en la Historia como una narración unívoca donde al final el hombre aparece liberado de sí mismo. Esa narración, que pronto se revelaría como falsa, tuvo dos grandes polos. Por un lado, el socialismo científico: la prueba de que la Historia tiene una dirección y un destino. Por otro lado, el mundo “democrático” que pregona que la razón y la libertad se imponen a través del pueblo y de sus instituciones; del orden “natural” de la evolución del mundo. Uno y otro “mundo” (cuyas raíces son las mismas así como sus objetivos) se presentaron como los “verdaderos” y la mayor parte de los artistas e intelectuales se alinearon de uno o de otro lado. Lucharon por la última de las certezas ideológicas; por el último mito —trunco, pues carece de imagen— que ha producido occidente.

No sólo debido a la caída de la Unión soviética, sino mucho antes, esta visión mostraba una gran fragilidad. Por un lado, los desastres ecológicos, la miseria moral, estética y política de ambos polos políticos. Por otro, la legítima nostalgia no siempre bien formulada de un mundo al que las grandes potencias del siglo XX y sus ideologías desdeñaron (el mismo que mucho antes ya habían señalado los románticos como la insuficiencia de la razón occidental). El mundo del siglo XX no fue sino la prolongación del surgido en la Ilustración… Y su final no vino por la crítica, sino por la misma inercia que llevó no a la desaparición de sus taras expresas, sino a su multiplicación y a la desaparición casi total de aquello que lo frenaba: la crítica.

Hoy vivimos una época sin certezas. Con esto no me refiero a que la nostalgia y la pérdida del ser sean manifiestas. Me refiero a que no hay en sentido alguno un centro alrededor del cual se pueda construir una civilización. No hay imagen de mundo, no hay ideologías ni certezas de ningún tipo. No hay ya verdades ni estéticas ni éticas ni de ningún tipo. La confianza en la razón, seña del mundo moderno, ha sido sustituida por el uso indiscriminado de la tecnología. La razón derivada ya en técnica.

Pero la técnica no significa; no da razón de ser. Se usa.

Un signo de ese universo es la apuesta por la máscara, por la velocidad, por la in-significancia. Cuando no existe una verdad, entonces, todo se revela como falso. No hay nada cierto. Todo da igual. Si todo está permitido, nada lo está pues todo se revela como apariencia. Y entonces, se naufraga entre miles de opciones sin elegir ninguna… O eligiéndolas todas, atrapados en el vértigo del devenir. O de lo que parece devenir: la velocidad en que se acepta cualquier cosa para luego desecharla sin siquiera un momento de duda. El ansia por poseer y luego despreciar emociones, experiencias, objetos, vidas. De cualquier manera, el dolor, la responsabilidad o el compromiso son imposibles. No queremos dudas, buscamos la seguridad de la intrascendencia.

Esta pérdida de certezas, de razón de ser en el mundo también va aparejada a la búsqueda de respuestas simples. La razón no debe escapársenos: el mundo no se sostiene sin mitos. Y en un universo donde el gran mito de occidente se ha opacado, no queda sino buscar sucedáneos que parezcan seguros e inmutables, que tengan la facha de trascendencia. Es patente hoy que esta búsqueda de estabilidad aparece en gran parte de las personas. Y precisamente en aquellas más sensibles, sobre todo. Es comprensible: el mundo contemporáneo, con su amor por la velocidad y la trivialidad no ofrece consuelo a todos, mucho menos a aquellos que todavía suelen ejercitar ese prehistórico ejercicio que es el pensamiento. Pensar es enfrentarse a los demás, pero sobre todo a nosotros mismos. Al detenernos a buscar detrás de la fachada de este mundo, no queda sino el vacío. Una respuesta natural a este vacío es la búsqueda de certezas. Unas que no nos pidan meditar en su veracidad; que nos den órdenes explícitas, que forjen límites que parezcan ciertos y seguros. O que al menos, den a entender que así es.

Todo siempre que no implique un compromiso, siempre que detenga nuestras dudas, que nos consuele.

Así, el mundo moderno oscila entre la trivialidad del consumo y la formalidad con apariencia de trascendencia. Al final, ambas dirigen a la in-significancia pues se ha prescindido no sólo de la crítica, sino también de la posibilidad de imaginar otras posibilidades.

Hay más: la cultura de la imagen, del simulacro, ha impregnado todos los niveles de la vida. No importa tanto lo que se es, sino lo que se parece ser. Ya en la vida diaria (un ejemplo risible: la manía de muchos por mostrar su ropa interior de marca, aunque sea pirata, lo que recuerda el origen de la gorguera barroca[4]), ya en las relaciones interpersonales (por ejemplo, la manía por los títulos académicos, o por catalogar las relaciones amorosas con rótulos), ya, como no, en internet (donde la gente se desvive por ser aceptada, muchas veces en deterioro de su personalidad verdadera).

Al respecto, sería interesante asomarnos a lo que sucede en la creación poética.

Por un lado, se ha dado desde mediados del siglo pasado un abandono paulatino pero constante de los presupuestos de la poesía moderna desde las vanguardias. Las postvanguardias que surgieron durante los años cincuenta y sesenta ya son algo muy distinto a las vanguardias. Mantienen su lenguaje y su retórica, pero sus intereses son muy distintos. Pregonan no un cambio en el mundo, sino una renovación del lenguaje poético. Sus intereses resultan mucho más acotados. Más realistas, dirían algunos.

Al paso del tiempo, aquel afán de renovación quedó inclusive superado. La última década ha visto proliferar el “ejercicio” poético. No hay, sin embargo, un eje alrededor del cual se muevan estos poetas. No hay un estilo al que adherirse o al que negar pues se entiende que, mientras el poeta sienta que lo que escribe es poesía, así lo es y aquel que lo niegue es un residuo de épocas pasadas y superadas.

Se argumenta que esto es resultado de un proceso “liberador” que nos ha hecho contemporáneos de todos los hombres y que ha implicado un “ensanchamiento” de las posibilidades poéticas. Así, se justifica muchas veces la incompetencia lograda a través de la libertad y la “no-censura”.

Los enfrentamientos entre grupos subsisten, empero estos se dan más por la atención brindada por los medios culturales. O, mejor, por los abundantes premios y presupuesto que otorgan universidades, casas de cultura, editoriales y gobierno. Lo que importa no es la poesía, sino lo que parezca que lo es… y los beneficios económicos que genera.

Pocos, sin embargo, observan que al igual que con los valores éticos, cuando todo es igualmente válido, cuando no existe una mitología central, en realidad, nada vale. Signo de nuestra época: hay tantos poetas como poéticas y al mismo tiempo, en ningún momento se había leído menos poesía; nunca había tenido menos importancia no digamos entre el gran público y la sociedad, sino entre el mismo círculo “intelectual”. Sintomático que en los últimos ejercicios llevados a cabo en diversas revistas acerca de libros o lecturas influyentes, la poesía ocupe un lugar mínimo.

No hay responsabilidad en el ejercicio poético porque en realidad, no importa; la edición de un libro de poesía, la declaración de unos principios o de una poética son recibidas con silencio e indiferencia no sólo por los posibles lectores, sino que son proferidas de la misma manera por quien la expresa. Un día se puede ser neobarroco como otro día se puede adherir a esta otra corriente. Hoy se puede defender una cosa y al siguiente la contraria sin siquiera chistar, sin análisis ni crítica pues nada vale.

Al mismo tiempo y no es de sorprender, hay una creciente academización de los poetas. ¿A qué me refiero con esto? Hoy día, la gran mayoría de los poetas hacen gala de títulos universitarios, ya en creación, ya en literatura. Esto en sí no es de sorprender. Lo que me inquieta es que se usa el método interpretativo para justificar a la poesía misma.

Con esto sucede exactamente lo contrario que en otras épocas. Anteriormente, la teoría, el análisis y la conceptualización sucedían (acaso, sin que en realidad fuesen necesarios) al contacto estético. Hoy es lo contrario: primero se justifica el porqué un poema es admirable y después (lo que no es necesario y muchas veces resulta francamente impostado) deberemos sentir la experiencia estética[5]. Y lo que resulta más sugestivo: quien dictamina esas razones no es un académico (como sucedió en el neoclasicismo más odioso) sino el mismo artista. Y es que lo más interesante que producen hoy muchos poetas son las razones que dan de por qué su poema es admirable. Unas razones, o poéticas o como se les ocurra llamarlas esta semana, que ponderarán con pomposidad un día para desecharlas al siguiente sin apenas espacio para la duda. Algo semejante (nunca igual) al ingenio barroco, donde también la idea de inspiración se puso entre paréntesis; donde se le concibió como una figura del lenguaje.

Como se observa, hay un gran paralelismo entre la época barroca y la contemporánea; ambas fruto de una pérdida del mito central que les daba vida.

Empero, hay diferencias: el barroco fue el simulacro de la gloria medieval como la sociedad contemporánea es el simulacro de la modernidad. Coinciden en su condición, pero su modelo es infinitamente distinto.

El barroco respondió con la meditación y con el humor negro. La enfermedad de su siglo, la melancolía, está llena de matices.

Nuestra época responde con la velocidad; con la in-significancia llevada a lo grotesco. Una era más que post-moderna, hipermoderna pues ha llevado al extremo los aspectos más terribles de la modernidad ya libres del freno de la crítica y de la imaginación de otras posibilidades. No matices: sucesión incontrolada e indigesta. No tenemos ni un Quevedo ni una Sor Juana ni un Calderón.

Una respuesta a qué dice una sociedad cuyo fundamento ha sido vaciado es que no dice nada. Que el universo es una palabra que remite a otra palabra que no dice nada. Una respuesta es Góngora.

Otra respuesta posible al límite de sentido al que nos llevan tanto Góngora como Mallarmé es que si bien no hay una realidad tangible, sí hay una posibilidad del ser. Que el universo no parte de la nada, sino como pensaron los griegos, de lo informe. Que, como dijeron los románticos, el universo habla en versos oscuros de los que no somos sino parte e intérpretes a la vez. Que todo se comunica y que, como dirían los griegos, todo está por nacer. Que crear es develar.

Otra respuesta es la libertad de crear al universo de nuevo. Con la consciencia esta vez de que esa recreación será sólo un momento más de esa gran sinfonía. Una creación que es un juego, pero que por ello mismo vale toda una vida. Aprender a soñar con la seriedad de los niños… y con su consciencia.

Esa respuesta, sí, de nuevo: es Góngora.

Góngora: el más contemporáneo de los poetas. Y aquel que nos señala una salida.

No a través de la imitación de su estilo, no a través de la reproducción de sus admirables poemas, sino con su ejemplo. Un ejemplo que no debe ser simplemente imitado, sino recreado. La fuerza para aventurarse a lo desconocido. Para mirar ese abismo de frente y cantarlo.

Una invitación a cantarlo sin dejar cerrada esa puerta a la destrucción consciente que es la crítica.

A soñar con los ojos abiertos.


César Alain Cajero Sánchez





[1] Quevedo y, en sus escritos políticos, Dante, al igual que un puñado de otros poetas en diversas épocas, preludiaron esta situación, sin embargo, nunca fue tan generalizada. La modernidad es la época de la crítica e inclusive poetas tan, por decirlo de alguna manera, físicos como Neruda incursionaron de una manera u otra en la crítica.

[2] El nazi-fascismo, como ya lo he sugerido en otro ensayo, me parece al mismo tiempo, fruto de aquella revisión de los valores del periodo entreguerras (una lectura fácil y sesgada de los grandes pensadores vitalistas) así como el resultado natural de un elemento poco señalado de los valores de la Ilustración: aquel que ve al cosmos como una maquinaria y a la razón como un elemento para la creación de la técnica. No sólo ello: el nazi-fascismo, creo yo, es la culminación de toda la experiencia humana, de toda la civilización. Una culminación grosera, pero efectiva y que llevó a su límite todas las esperanzas del ser humano.

[3] Su terrible pecado: el antihumanismo. Para Occidente, desde el cristianismo, tratar al cuerpo y con él al mundo como simple materia sin sentido, que se usa o deshecha pues en ella habita la corrupción, es algo natural. Pero el nazi-fascismo, siguiendo los dictados de la “ciencia” determinista del siglo XIX, lleva naturalmente esta idea al mismo ser humano (como si no fuese suficiente pensar el mundo de esta manera). El hombre (y en esto fueron más consecuentes y menos hipócritas) es, por tanto, también algo que se usa. Un utensilio.

[4] Para quien no lo sepa, la gorguera se usó porque no todos podían usar ropa interior. Los que sí podían, empezaron a dejar ver un poco de esa ropa interior como seña de distinción. Poco a poco, ese pedazo que se dejaba ver se hizo más y más grande hasta que apareció la gorguera. Lo más curioso es que para entonces, muchas veces el que la usaba, ya no usaba ropa interior: lo importante era lo que se mostraba.

[5] Aquí, el verbo “deberemos” es de rigor. Parece que después de haberse justificado conceptualmente una “obra” es necesario que la apreciemos, so pena de ser tachados de censores, “reaccionarios” o simples idiotas.

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