lunes, 16 de noviembre de 2015

¿Por qué importa Francia?


Is this the MPLA
Or is this the UDA
Or is this the IRA
I thought it was the U.K.
Or just another country
Another council tenancy

.
Sex Pistols, “Anarchy in the UK


Eran aproximadamente las 8 de la noche del pasado 13 de noviembre cuando, bajo las luces negras y ambientado con música de Joy division, me preguntaron qué me parecían los atentados en Francia.

Eran aproximadamente las 8 de la mañana del siguiente día cuando leí el primer cuestionamiento sobre si los muertos de un país de gente blanca y de primer mundo son más importantes que los del nuestro. A lo largo de los días la cosa ha variado de ahí a los muertos de Siria, de Irak, de la India y de cualquier parte del planeta donde la gente muera por el odio de unos contra otros (que es decir, todos los lugares poblados). Ah, también hubo algo sobre ponerse o no banderas francesas en los perfiles. O algo así entendí.

Pero la pregunta es válida, ¿por qué importa Francia? ¿Es otra muestra del eurocentrismo y de la valoración de la vida humana a través de criterios racistas y movidos por el dinero?

Bueno, hay algunas respuestas posibles. Pero no, no se trata de que los muertos de un lugar valgan (quiera decir lo que quiera esta palabra en este contexto) más que los nuestros. O que los cristianos sufran más que los musulmanes (o los hindúes, o los budistas, o los ateos). Mentira es que a aquellos no se les tome en cuenta. Si mal no recuerdo —aunque en este mundo de lo inmediato, la memoria no está bien valuada—, hace unos meses, la fotografía de un niño kurdo se volvió “viral” (término que, confieso, me es muy desagradable) en la “red” (ídem). Por entonces leí muchos reportajes y opiniones no sólo en torno a la situación en Siria, sino anteriormente, en Libia, en Irak; en Ayotzinapa, en Tlatlaya; en Oregon y así le puedo seguir. Aunque, en efecto, ninguno de estos casos llevó a que la gente se pusiera filtros en su foto (o bueno, algo así, sí sucedió, pero pues quién se acuerda ya).


Y si no mal recuerdo, en enero cuando medio mundo era o no era Charlie, también pasó algo semejante entre que si debemos o no condolernos por los muertos de otro lugar del mundo.


Bueno, pero esto no es una arqueología de un mundo donde lo que no pasa en los últimos 10 días es noticia antigua, sino un simple ensayo donde me pregunto, ¿importa en verdad Francia?

Pues bien, empezaré declarando que, por mi parte, los muertos de un lugar del mundo no valen más que los de otra. Esto, por supuesto, no todos lo compartirán, toda vez que aquellos a quienes les matan a un ser querido o quienes tienen que enfrentarse al horror de forma directa claro que hacen diferencias.

Y cómo hemos de entender, pues, la atención puesta en los actos de terror de Francia.

Resultado de imagen para EIUn asunto sería la forma misma de los ataques. No se trató de víctimas de guerra ni de enfrentamientos directos. El discurso terrorista es ese: lograr un clima de miedo y de alarma a través de maniobras espectaculares y militarmente poco arriesgadas. El terrorismo es un espectáculo teatral atroz. Y sabe que sus acciones provocarán una respuesta aparatosa por aquel cuerpo social al que ataca. Ello no importa pues la capacidad bélica del grupo terrorista es ínfima ante un ejército convencional. Ínfima, pero por ello mismo, de una flexibilidad que la convierte casi en invisible para quienes buscan ubicarla.

El terrorismo busca, además, que sus acciones se ubiquen en un lugar donde el enemigo no espere el ataque. Ahí donde, por lo mismo, el terror es más efectivo. En mitad de una zona de guerra, la muerte, con todo lo descarnada que es, se espera como algo inevitable. No en un concierto de música; no en el café donde vas a descansar. La violencia que rompe con la cotidianidad siempre provocará un impacto mayor en el ciudadano.

No es que los muertos de la Revolución mexicana valiesen menos que los del 68, sino que las condiciones no eran las mismas y la forma en que ha permanecido en la conciencia pública es distinta (a pesar de que no hay ni comparación en el número de víctimas).

El número de víctimas y los múltiples puntos de ataque son otro factor que ha convertido esta en una de las más grandes conmociones en Occidente desde, por lo menos, los ataques a Charlie Hebdo. Al hacer varios ataques simultáneos, se propagó la sensación de que ningún lugar está totalmente seguro; el número de víctimas y la naturaleza de éstas (no se trató de personajes públicos, como en los ataques de enero, ni hubo en ese sentido más interés que sembrar terror en la población).

Y ya que mencionamos Charlie Hebdo, hay algo que hermana ambos atentados: la idea de los terroristas fue hacer una declaración; un teatro público y político. No fue casual el ataque a Francia, cuna del pensamiento del Siglo de las luces, con su discurso liberal y laico. No se trató, como ningún acto de terrorismo, de destruir la infraestructura militar de un país enemigo; tampoco de disuadir de la guerra, sino de incitarla: todo acto de este tipo es una declaración: estos son los signos de lo que no aceptamos. Las acciones militares tienen una idea distinta y así son recibidos.

No es que los muertos en Francia valgan más que los de Guerrero: es que la pretensión misma de estos asesinatos fue el dar un mensaje abierto. No a un grupo de personas; no a un gobierno; a una civilización (con la que podemos estar o no de acuerdo y a la que muchas veces he criticado): aquella nacida con el Siglo de las luces.

Por supuesto que ha habido crímenes en tierras islámicas por parte de las potencias occidentales, esto explica, pero no justifica el asesinato teatral que implica un acto terrorista. Y el objetivo queda cumplido: el terror se apodera de las sociedades atacadas.

Importa Francia por el impacto que tendrán estos actos en la forma de pensar del ciudadano francés; del europeo y del occidente todo. Si en Francia la libertad de opinión y religión se ha mantenido de forma más o menos firme; con esto se fortalecerá la opinión de esa —hasta ahora— minoría racista y criptofascista de LePen y sus aliados. Este giro aparentemente irónico a las acciones de EI no lo es tanto. La escalada de violencia en la zona de guerra no acabará directamente con las células del EI, sino que mucha de aquella población islámica que se había mantenido al margen las fortalecerá. En la lógica terrorista, los ataques del enemigo no sólo son una reafirmación de su odio, sino que aumentan la tensión. La búsqueda de la división es uno de sus objetivos.

No es una guerra de los “buenos” franceses contra los “malos” musulmanes; ni siquiera de los “buenos” del califato” contra los “malos” de Occidente. No es de hecho una guerra, sino la búsqueda de dicotomías simples, de consumo inmediato. La creación de bandos: de un “ellos” que se enfrenta a “nosotros”. Las etiquetas morales se ponen según de qué lado estemos. Y qué querría más EI sino que todos los musulmanes fueran vistos como terroristas por los occidentales, como que todos los occidentales fuesen vistos como el enemigo por aquellos a quienes dicen representar.

Importa Francia porque es en potencia el lugar donde se puede formar la división amada por quienes creen tener en sus manos la verdad. Por la derecha occidental y los fundamentalistas islámicos. Y de esos dos, la verdad ni a cuál irle.

Importa Francia porque no se trata de acciones contra un gobierno o contra un grupo de personas. Importa porque lo que pretenden los involucrados es lograr un clima de odio. No es el IRA contra Inglaterra a la que otros países eran ajenos; no son los carniceros del ETA buscando una nación propia a costa de las vidas de ciudadanos españoles y franceses. Es la búsqueda, por una parte, de la unión del “blanco europeo y occidental” (una cultura, que, ay, es también la nuestra) que busca la extrema derecha y por otra, la unión, de la cultura revelada y verdadera (de la que también tenemos raíces, a través de España) que pretenden los fundamentalistas. Dos fundamentalismos que pretenden dividir al mundo en buenos y malos.

Y en nuestro caso, como seres humanos, a ver entre las patas de qué caballo nos llevan. Just another country.

Yo no me pongo banderas, pero tampoco juzgo a quienes lo hacen. Sólo pediría crítica: no sólo, con justa razón, a los terroristas, sino a todos aquellos que en nombre de la verdad, pretenden imponer su opinión a punta de terror y balazos.



César Alain Cajero Sánchez

domingo, 1 de noviembre de 2015

CUATRO POEMAS SOBRE LOS MUERTOS Y LA MUERTE


En estas fechas no faltará quien hable de la celebración de día de muertos como una forma de "celebrar la muerte". Disiento por completo. Cuando tenía cuatro años, no tenía ningún miedo ni angustia durante estas fechas pues no era la muerte la que reinaba, sino la vida, que es celebración, comunión, apetito de ser; es cuerpo y es flor.

No es esta una celebración a la muerte, sino un recordatorio de que la muerte no detiene la vida: a esos vivos que son nuestros muertos.

Que hoy la muerte aparezca en cultos y figuras terroríficas muestra sólo que tanto nos hemos alejado de la vida. Que el horror de la barbarie cotidiana ha contaminado de reverencia, temor y solemnidad a la imagen de la muerte. 

¿Santificar la muerte? No: aceptar su presencia. Es imposible dejar de temerla, pero es necesario recordar que estas fechas no son veneración de su presencia, sino una fiesta a los antepasados que nos recuerdan que a toda muerte sigue la vida. La idea, tan cara a ciertos sectores de la población, de la fiesta del día de muertos como una pervivencia del culto a Mictlantecuhtli por más curiosa que parezca, se sostiene con mucha dificultad. El sincretismo que, inevitablemente, se produjo, no involucró la idea del dios de la Muerte. Esto se debe a que  la religión con la que se produjo el sincretismo (la cristiana, en su vertiente católica) proviene de una cultura de temor a la muerte (Cristo venció a la muerte, la cual es la gran burlona; quien hace la danza de la muerte y en la esperanza de la vida eterna se difundieron sus enseñanzas), muy diferente a la concepción cíclica de las culturas prehispánicas, para quienes la muerte es un paso en la vida, que convivían con ella.

Lo que se combinó fue el respeto (que no veneración, algo más propio de la cultura china) que por los muertos tuvieron estas culturas con las celebraciones de los fieles difuntos. Sin hablar de las fiestas de la cosecha que (por el hemisferio en donde se encuentran) acompañan estas fechas y que se integraron de una manera tan coherente en el encuentro entre ambas culturas.

La actual figura de la "santa muerte" proviene de otra parte. No conserva nada del culto a la muerte (cotidiana, cercana; cíclica) de los pueblos indígenas ni del recuerdo a los muertos de las celebraciones de octubre. Ni siquiera conserva el toque de saludable desolemnización proveniente de la tradición de la caricatura mexicana en la literatura y el arte del XIX. Es una reacción al temor cotidiano que lleva a la divinización de lo que tememos y que vemos cercano. Es la enfermiza costumbre de negar a la muerte a través de una devoción que involucra el pago y el soborno.

Pero no es esa la parte que me interesa de la relación del hombre con la muerte y con los muertos, sino la forma en que la poesía (mexicana en este caso) se ha relacionado con los muertos y la muerte.

Escogí cuatro poemas. Uno de Octavio Paz, poeta eminentemente vital, que combina la reverencia por los muertos con su visión de la muerte como un vacío: un recordatorio que la vida es todo lo que existe y el mundo un desierto (¿que debe florecer en palabras que son frutos que son actos?).

El segundo es un poema de Sabines. No escogí su "Algo sobre la muerte del mayor Sabines", poema de resonancias míticas, sino uno más cercano al prosaísmo donde, con evidente buen humor, habla del horror por el vacío que parece ser la muerte y lo contrasta, de manera festiva, de aquellos muertos que en ocasiones les da por levantarse.

Gorostiza es un poeta que no habla de los muertos, sino de la Muerte. No una muerte de utilería y motivo de devociones pop, sino una que es motivo filosófico. Su Muerte sin fin tiene tantos matices que es imposible abarcarlos todos. Escojo en este momento la parte final, donde el poeta escucha la voz del pueblo: el baile y el jolgorio; donde en una actitud entre estoica y festiva acepta el destino.

Muy distinta es la muerte íntima de Villaurrutia. En su poesía la Muerte es una presencia inseparable de la vida y del poeta; una presencia que cada hombre lleva consigo. Villaurrutia no es estoico aunque vivaz ante la muerte como Gorostiza; tampoco festivo y cercano a los muertos, como Sabines. No habla tampoco de los muertos y de la necesaria permanencia de la vida, a pesar del mundo desierto del mundo, como Paz. La muerte de Villaurrutia, a pesar de la inquietud que le es implícita, no lo lleva a adorarla ni a negarla (dos extremos de la sensibilidad contemporánea, uno peor que el otro, sino a verla como algo cercano. Inherente al hombre: es una herida de la que somos conscientes; la que nos da la conciencia y en ella nos acompaña. Así nuestras palabras no son solamente nuestras, sino de esa conciencia desgarrada.


Elegía interrumpida



Hoy recuerdo a los muertos de mi casa. 
Al primer muerto nunca lo olvidamos, 
aunque muera de rayo, tan aprisa 
que no alcance la cama ni los óleos. 
Oigo el bastón que duda en un peldaño, 
el cuerpo que se afianza en un suspiro, 
la puerta que se abre, el muerto que entra. 
De una puerta a morir hay poco espacio 
y apenas queda tiempo de sentarse, 
alzar la cara, ver la hora 
y enterarse: las ocho y cuarto. 

Hoy recuerdo a los muertos de mi casa. 
La que murió noche tras noche 
y era una larga despedida, 
un tren que nunca parte, su agonía. 
Codicia de la boca 
al hilo de un suspiro suspendida, 
ojos que no se cierran y hacen señas 
y vagan de la lámpara a mis ojos, 
fija mirada que se abraza a otra, 
ajena, que se asfixia en el abrazo 
y al fin se escapa y ve desde la orilla 
cómo se hunde y pierde cuerpo el alma 
y no encuentra unos ojos a que asirse... 
¿Y me invitó a morir esa mirada? 
Quizá morimos sólo porque nadie 
quiere morirse con nosotros, nadie 
quiere mirarnos a los ojos. 

Hoy recuerdo a los muertos de mi casa. 
Al que se fue por unas horas 
y nadie sabe en qué silencio entró. 
De sobremesa, cada noche, 
la pausa sin color que da al vacío 
o la frase sin fin que cuelga a medias 
del hilo de la araña del silencio 
abren un corredor para el que vuelve: 
suenan sus pasos, sube, se detiene... 
Y alguien entre nosotros se levanta 
y cierra bien la puerta. 
Pero él, allá del otro lado, insiste. 
Acecha en cada hueco, en los repliegues, 
vaga entre los bostezos, las afueras. 
Aunque cerremos puertas, él insiste. 

Hoy recuerdo a los muertos de mi casa. 
Rostros perdidos en mi frente, rostros 
sin ojos, ojos fijos, vaciados, 
¿busco en ellos acaso mi secreto, 
el dios de sangre que mi sangre mueve, 
el dios de yelo, el dios que me devora? 
Su silencio es espejo de mi vida, 
en mi vida su muerte se prolonga: 
soy el error final de sus errores. 

Hoy recuerdo a los muertos de mi casa. 
El pensamiento disipado, el acto 
disipado, los nombres esparcidos 
(lagunas, zonas nulas, hoyos 
que escarba terca la memoria), 
la dispersión de los encuentros, 
el yo, su guiño abstracto, compartido 
siempre por otro (el mismo) yo, las iras, 
el deseo y sus máscaras, la víbora 
enterrada, las lentas erosiones, 
la espera, el miedo, el acto 
y su reverso: en mí se obstinan, 
piden comer el pan, la fruta, el cuerpo, 
beber el agua que les fue negada. 
Pero no hay agua ya, todo está seco, 
no sabe el pan, la fruta amarga, 
amor domesticado, masticado, 
en jaulas de barrotes invisibles 
mono onanista y perra amaestrada, 
lo que devoras te devora, 
tu víctima también es tu verdugo. 
Montón de días muertos, arrugados 
periódicos, y noches descorchadas 
y amaneceres, corbata, nudo corredizo: 
"saluda al sol, araña, no seas rencorosa..." 

Es un desierto circular el mundo, 
el cielo está cerrado y el infierno vacío.





Octavio Paz



 



Qué costumbre tan salvaje...

¡Qué costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos!, ¡de matarlos, de aniquilarlos, de borrarlos de la tierra! Es tratarlos alevosamente, es negarles la posibilidad de revivir.

Yo siempre estoy esperando a que los muertos se levanten, que rompan el ataúd y digan alegremente: ¿por qué lloras?

Por eso me sobrecoge el entierro. Aseguran las tapas de la caja, la introducen, le ponen lajas encima, y luego tierra, tras, tras, tras, paletada tras paletada, terrones, polvo, piedras, apisonando, amacizando, ahí te quedas, de aquí ya no sales.

Me dan risa, luego, las coronas, las flores, el llanto, los besos derramados. Es una burla: ¿para qué lo enterraron?, ¿por qué no lo dejaron fuera hasta secarse, hasta que nos hablaran sus huesos de su muerte? ¿O por qué no quemarlo, o darlo a los animales, o tirarlo a un río?

Habría que tener una casa de reposo para los muertos, ventilada, limpia, con música y con agua corriente. Lo menos dos o tres, cada día, se levantarían a vivir.


Jaime Sabines



                                                                                            



MUERTE SIN FIN (fragmento)

XVIII

¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
es una espesa fatiga,
un ansia de trasponer
estas lindes enemigas,
este morir incesante,
tenaz, esta muerte viva,
¡oh Dios! que te está matando
en tus hechuras estrictas,
en las rosas y en las piedras,
en las estrellas ariscas
y en la carne que se gasta
como una hoguera encendida,
por el canto, por el sueño,
por el color de la vista.

¡Tan, tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
ay, una ciega alegría,
un hambre de consumir
el aire que se respira,
la boca, el ojo, la mano;
estas pungentes cosquillas
de disfrutarnos enteros
en un solo golpe de risa,
ay, esta muerte insultante,
procaz, que nos asesina
a distancia, desde el gusto
que tomamos en morirla,
por una taza de té,
por una apenas caricia.

¡Tan, tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
es una muerte de hormigas
incansables, que pululan
¡oh Dios! sobre tus astillas;
que acaso te han muerto allá,
siglos de edades arriba,
sin advertirlo nosotros,
migajas, borra, cenizas
de ti, que sigues presente
como una estrella mentida
por su sola luz, por una
luz sin estrella, vacía,
que llega al mundo escondiendo
su catástrofe infinita.
[ Baile ]
Desde mis ojos insomnes
mi muerte me está acechando,
me acecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido.
¡Anda, putilla del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!


José Gorostiza






Nocturno en que habla la muerte


Si la muerte hubiera venido aquí, conmigo, a New Haven,
escondida en un hueco de mi ropa en la maleta,
en el bolsillo de uno de mis trajes,
entre las páginas de un libro
como la señal que ya no me recuerda nada;
si mi muerte particular estuviera esperando
una fecha, un instante que sólo ella conoce
para decirme: "Aquí estoy.
Te he seguido como la sombra
que no es posible dejar así nomás en casa;
como un poco de aire cálido e invisible
mezclado al aire duro y frío que respiras;
como el recuerdo de lo que más quieres;
como el olvido, sí, como el olvido
que has dejado caer sobre las cosas
que no quisieras recordar ahora.
Y es inútil que vuelvas la cabeza en mi busca:
estoy tan cerca que no puedes verme,
estoy fuera de ti y a un tiempo dentro.
Nada es el mar que como un dios quisiste
poner entre los dos;
nada es la tierra que los hombres miden
y por la que matan y mueren;
ni el sueño en que quisieras creer que vives
sin mí, cuando yo misma lo dibujo y lo borro;
ni los días que cuentas
una vez y otra vez a todas horas,
ni las horas que matas con orgullo
sin pensar que renacen fuera de ti.
Nada son estas cosas ni los innumerables
lazos que me tendiste,
ni las infantiles argucias con que has querido dejarme
engañada, olvidada.
Aquí estoy, ¿no me sientes?
Abre los ojos; ciérralos, si quieres."

Y me pregunto ahora,
si nadie entró en la pieza contigua,
¿quién cerró cautelosamente la puerta?
¿Qué misteriosa fuerza de gravedad
hizo caer la hoja de papel que estaba en la mesa?
¿Por qué se instala aquí, de pronto, y sin que yo la invite,
la voz de una mujer que habla en la calle?

Y al oprimir la pluma,
algo como la sangre late y circula en ella,
y siento que las letras desiguales
que escribo ahora,
más pequeñas, más trémulas, más débiles,
ya no son de mi mano solamente.


Xavier Villaurrutia




lunes, 5 de octubre de 2015

La bienintencionada ineptitud

César Alain Cajero Sánchez


Exactamente el pasado 23 de septiembre me recosté en el sillón de mi casa y me dispuse a leer un libro de pedagogía que las autoridades de la SEP se habían dado a bien recomendar.

No esperaba mucho del libro. Después de haber sufrido la retórica propia de los pedagogos por varios años, sé a qué atenerme. Sin embargo, debo de aceptar que en esta ocasión, la lectura superó con mucho mis expectativas y me causó una gran impresión que no puedo sino compartir aquí.


Aunque no soy entusiasta de los discursos pedagógicos, acepto gustoso que son bienintencionados y sus ideas son novedosas para quien nunca ha dado clases y piensa que hacerlo es un ejercicio de repetición diaria. También supongo que motiva a aquellos docentes que después de muchos años de dar clases han convertido cada día en una rutina inalterable.

El caso es que este libro, que fue recomendado por los encargados regionales (vaya uno a saber si también los de la entidad o del país mismo) resalta entre los demás textos sobre el tema.

Es normal que la mayoría de las personas señalen que la situación de la educación (y, por extensión, del país) se debe a los sindicatos, al gobierno, a la política neoliberal; al populismo de los líderes; a las terribles instituciones educativas y a los cabrones que no apoyan a las normales (y lo demás que ya no quiero repetir). De alguna manera, todas estas cosas son ciertas: en realidad a la mayoría de los encargados de cualquier asunto público en el país, le interesa cualquier otra cosa (que los beneficie), menos aquello que les delegaron; sin embargo, en la mente de no pocos, esto se convierte en una batalla épica entre el mal y el bien. Entre aquellos que por motivos poco claros quieren hacer la mayor cantidad de mal posible a la Patria (elija usted al malo de su preferencia) y aquellos que la defienden con valentía (piense en el nombre valeroso de su devoción).

Así y todo, desde hace tiempo, he observado que una buena parte, si no es que la mayoría, de las barbaridades que nos receta el gobierno, la burocracia cultural y los sindicatos (entre otras figuras e instituciones con cierto poder) no provienen tanto de la maldad que les atribuyen, sino a la simple y cruda ineptitud. A la haraganería intelectual. A la incompetencia.

Pues bien, resulta que en este precioso libro que me dieron a leer y que fue recomendado por autoridades se supone competentes, nada más pasando el prólogo se encuentran estas frases:

¿Qué está pasando con la educación?
¿Por qué muchos papás y profesores dicen que se les va de las manos?
¿Qué clases de herramientas necesitan los psicopedagogos frente a los niños y niñas de hoy?
¿Qué significa la llegada de chicos/as dotados de capacidades que nos asombran?
¿Cómo construir una nueva sociedad donde se pueda privilegiar el ser más que el tener?
¿Cómo volver a nuestra propia esencia?
¿Cómo volver a re-ligarnos con la naturaleza, la Pachamama y el cosmos?
¿Se está vislumbrando una nueva humanidad?”


La cosa apenas empieza: páginas más adelante se escribe de niños que ven ángeles; de niños telépatas; de niños “serpiente” (llamados arcoíris) que fueron precedidos por Kukulkán; de la “evolución” sorprendente que muestran los niños que “preguntan por cosas espirituales como Dios” y que “están completamente familiarizados con las computadoras”.

Ya para el segundo capítulo, se habla de la “conciencia universal” y que este proceso inició “[…] en el momento del cambio de era, de Piscis a Acuario”.

Me comentan que este enfoque “pedagógico” responde al nombre de “holístico”, que está muy en boga en el cono sur (donde fue editado el libro) y que pretende ver al estudiante como un todo: cuerpo, mente y espíritu.

No tengo nada en contra de todas estas ideas. No me causan risa, aunque soy más bien escéptico a la forma en que están planteadas. Lo que señalo es que carecen de la rigurosidad y elaboración necesarias para ponerse a recomendarlas así; sin salivita.

A saber: creo que está muy bien la idea de entender a los estudiantes (está enfocado a niños) en todos sus aspectos y desarrollarlos (a través del arte, de la música, de la lectura). Empero, de ahí a dar por sentadas una serie de teorías sin sustento y partir de esos supuestos para toda la educación (se llega a presuponer que tienen una conexión telepática universal entre ellos mismos y con todo el cosmos; además de que ven ángeles), hay un paso muy peligroso. Ni qué decir de las ideas simples sobre la facilidad de los niños al usar aparatos digitales, de que se trata de una evolución “espiritual” (¿de dónde la conexión entre un i-pad y la consciencia trascendental de Pachamama?).

Tanto sería establecer una pedagogía basada en la aparición de espíritu santo sobre algunos videntes.

Pero todo esto no es para hablar mal de estas ideas (muy respetables, siempre que no quieran imponerlas de manera obligatoria), sino para explicarme cómo llegaron a mis manos a través de lo que se supone es una reglamentada institución.

Mis compañeros de Conafe, con quienes pasé algunos de los mejores años de mi vida dando clase en comunidades aisladas del sureste, seguramente recuerdan la sorpresa que nos producían las pruebas que (a nivel nacional) se enviaban para evaluar la educación secundaria. Exámenes de matemáticas sin respuesta correcta alguna y claves de respuestas sin orden eran cosa de cada bimestre. Ya no hablemos de la redacción de las preguntas.

A mi parecer, esos exámenes eran encargados a alguien que se pasaba mes y medio en estupor alcohólico y una semana antes de la fecha, abría algunos libros y en chinga ponía alguna ocurrencia.

Pero no podíamos elaborar nuestros propios exámenes (hasta que una valerosa compañera convenció a alguien); había ver cómo le hacíamos. Y ahí nos veían elaborando nuestros exámenes y realizando malabarismos para llenar los pedidos (más de una vez les dije a mis alumnos; háganlo bien y yo lo llevo así: les enseño que ustedes sí saben cómo se realiza).

¿Cómo llegaban esos exámenes a todos los rincones de México, a las comunidades que más necesitan una educación de calidad? ¿Será acaso el perverso gobierno que quiere acabar con la Patria? ¿Se gana dinero y poder elaborando mal unos exámenes de secundaria?

Compañeros en otras trincheras me han dicho que les pasa lo mismo con exámenes de bachillerato y de primaria. De Universidad, no sé, pues estudié en la UNAM y cada maestro elabora sus métodos de calificación (pero en alguno que realicé, ese sí estandarizado, confundían lectura de comprensión con poner lo que está cerca de la frase aludida).

En principio yo personalmente estoy a favor de una evaluación de la calidad educativa dado que conozco la situación de muchos alumnos y el grado de indiferencia de muchos profesores. Sin embargo, a decir de mis conocidos y después de leer sobre el asunto, me convenzo de que no se trata de una prueba de conocimientos ni de métodos de enseñanza: no se trata de saber si el maestro está calificado y sus alumnos aprenden (lo que se logra sí, a través de una prueba, pero sobre todo, de un estudio de campo), sino si sabe los lineamientos del método pedagógico que propone en este momento la SEP y la forma en que lo “aplica”.

Quien no esté involucrado con la educación básica vendrá hasta este momento a saber que a los estudiantes de primaria y secundaria se les está formando con algo llamado “educación por competencias” donde alguien puede pasar de grado sin saber leer, pero sí “hacer proyectos que fomenten sus competencias”. Una de dichas competencias que ahora recuerdo es que los alumnos de secundaria deben “ver su entorno de manera científica y compartir este conocimiento con el medio social que los rodea”. Así, tal cual.

A los señores que asesoran a las autoridades de la SEP les importa más que el maestro sepa los “diferentes tipos de competencias y de familias” a que el alumno aprenda a resolver problemas (ah, porque por si no lo sabían, reprobar a un alumno, daña su psique, así que si presenta su trabajo aunque no sepa nada, hay que pasarlo… y aun si no lo presenta). No es muy diferente la idea en nivel medio superior.

La prueba para educadores me parece una oportunidad desperdiciada. Lograr una educación de calidad sí se logra a través de evaluaciones a los maestros, de la promoción de aquellos que hacen bien su trabajo. Sin embargo, se prefiere el empantanamiento burocrático en nombre de unos principios que quién sabe quién supuso correctos y de relaciones entre miembros de la facultad (en realidad como ni los directivos saben cómo se ha de evaluar, se limitan a señalar a quien les cae bien: no miento, pregunten).

¿Es esto un plan malvado para dañar al país y a la juventud fraguado por perversas mentes? Aunque muchos compañeros piensan que sí (y a veces pareciera que, ante tal cantidad de basura, así es), opino que no, ¿para qué serviría?

¿Por qué nadie dice nada contra esa entelequia de la “educación por competencias”? ¿Cómo se decidió que se impartiría en todo el país?

En el emocionante libro que me tocó leer hace unos días hablan de “generación índigo”, de “G1”, “G2”; de datos proporcionados por la “Ascend Foundation”; la “multi-lateralidad” y la “multi-funcionalidad”. Hace unos años estuvo en boga hablar del maestro “mediador”, del “aprendizaje autónomo” y de “biosimbolismos”. La “educación por competencias” se basa en esto último.

En los varios años que llevo inmerso en la educación, cada reunión hay alguien que confiesa no saber a qué se refieren estas palabras. Todos se pitorrean de este lenguaje. Pero, eso sucede a nivel de piso: nos quejamos aquellos que debemos poner en práctica (si es que se puede, porque otras cosas ni siquiera eso) las ideas que a alguien se le ocurrió implantar.


¿Cómo llegaron semejantes ideas que no tienen pies ni cabeza hasta este nivel? No veo que por maldad. Una vez que platicamos con algunas personas de niveles burocráticos y se les hace ver esto, admiten que se trata de cosas sin ningún sentido, pero que así les llegaron.

Imagino el momento en que a alguien se le ocurrió usar el intrépido texto que me tocó leer. El nombre apantallante; las palabras domingueras que no se entienden... La bienintencionada ineptitud y la flojera por leer hicieron lo demás. Y como en la cadena burocrática nadie se tomó la molestia de leer el dichoso libro (y si alguien lo hizo, o no entendió ni jota o le dio miedo decirles a sus superiores); así llega. Dado que no hay manera de escapar ni de réplica efectiva, los profesores se las arreglan como mejor pueden (en mi caso opté por trabajar el doble: por una parte, a mi ritmo y según las necesidades de los alumnos; y por otra, cumpliendo con los requisitos insensatos pedidos por la burocracia).

Pero hay que decir que el rey va desnudo.

No dudo que haya quien cree (incluyendo muchos de la SEP) que los consejos y los planes, como la dichosa evaluación, son correctos. Entiendo y estoy de acuerdo en la necesidad de una mejor educación. Sin embargo, los invito a leer dichos planes. Leer no deja ciego y aunque sé que estos textos están escritos con ese lenguaje de domingo, con un poco de esfuerzo, comprenderán que los hilos del traje son inexistentes.

No dudo tampoco de la mala fe de políticos que buscan el dinero fácil; pero ningún criminal, por muy ávido de dinero que esté, saca nada por mandar exámenes sin respuestas; nadie gana nada al hacer planes de estudio ineptos. Y menos al dejarlos pasar hasta tales niveles. La idea de que es para “crear generaciones apáticas y manipulables”, aunque simpática, resulta poco verosímil: la Historia ha demostrado que un pueblo educado es tan fácil de engañar como cualquier otro (sólo se le seduce de otra manera). Saber matemáticas o Biología no te hace tener opiniones políticas buenas (¿y cuáles son las buenas, por cierto?). Leer no te vacuna de votar por el que habló bonito. Luis Echeverría no “chingó” al país por maldad innata; simplemente, nadie se atrevió a decir que sus planes eran insensatos (y a quien lo hizo, le armaron un bonito golpe). Que todo el modelo de crecimiento (que no es precisamente distinto del actual: ambos basados en la depredación del medio; uno con un acento en los proyectos faraónicos; otro, en las utilidades del gran capital) era un desvarío.

Desconfío de la existencia de la maldad personificada (como de la bondad impoluta). Encuentro una respuesta mucho más palpable y que he podido comprobar personalmente: la bienintencionada incompetencia. La ignorancia feliz que lleva a que despreocupadamente se esté yendo lo que hacemos a la fregada.

domingo, 20 de septiembre de 2015

La imagen de los iconoclastas


El pasado 12 de septiembre compré, como cada semana, Milenio. En realidad el periódico, al que muchos califican como de derecha, me gusta bastante. Los articulistas, con los que no siempre estoy de acuerdo, tienen una personalidad definida y escriben bien. Muy legibles son, sobre todo, la sección “Vidas ejemplares” (que los lectores de dicho diario, seguramente ubicarán, junto a su foto de Ted Bundy) y el suplemento Laberinto (que siempre tiene uno o dos artículos que valen por todo el periódico).

Bien; el día mencionado, leí en Laberinto cómo Heriberto Yépez decía adiós a sus lectores. En su despedida (que pueden leer aquí), un emocionado Yépez nos hace saber sobre la valentía que lo llevó a buscar “diseccionar un sistema cultural regido por la corrupción y la farsa” y “describir todo tipo de mecanismos de la Alta Transa Cultural”, además de enterarnos cómo ese espacio se le hay cerrado.

Siempre es algo triste que se cierre un espacio en la prensa cultural y debo admitir que en más de una ocasión las cosas que escribía ahí Yépez me divertían. En otras ocasiones, hasta llegaban a estimularme (como hoy) para escribir mis desacuerdos con sus (como diría él) usos y costumbres. Con todo y ello, no puedo dejar de recordar que hace exactamente un año, al igual que el buen subcomandante Marcos (hoy Galeano; a quien por cierto, por esas fechas dedicó una columna), el mismo Yépez había anunciado su desaparición como nombre literario para abocarse a otros vericuetos y proyectos (si no lo creen, aquí puede leerse). Ignoro si el señor Yépez tiene corta memoria (o neomemoria, en otro de sus acostumbrados giros lingüísticos que hace parecer emocionantes), cree que nosotros la tenemos o simplemente es más útil ante sus fans presentarse como el bueno al que oscuros editores anuncian su fin.

Lo cierto es que Heriberto Yépez es sólo un ejemplo (quizá de los más acabados) de lo que hoy se hace pasar por cultura crítica.

Aunque desde inicios del siglo XX y aun antes ha existido ese afán de confundir literatura con vida personal; como de hacer derivar todo hacia la política, todavía hay quien lo presenta como algo nuevo y, cosa más rara aún, rebelde.

Dicho esto, aunque la época de las ideologías como pasión de vida ha declinado, esto no ha incidido en la comunidad literaria. Esto, que parece paradójico, no lo es tanto.

La pasión ideológica del siglo XX estuvo enmarcada en la época de las grandes confrontaciones críticas; de verdaderas batallas de ideas (que no en pocas ocasiones derivaban en peleas viscerales). Durante este siglo, la política se volvió espectáculo y levantó pasiones. El arte —a pesar de contar con su propia lógica de rebelión, proveniente del romanticismo— no en pocas ocasiones se subordinó a estas pasiones. La realidad del cambio era algo visible; imaginable.

A pesar de que hoy día, la política sigue levantando pasiones, hay muchas diferencias entre aquellos días de principios y mediados del siglo XX y lo que vivimos desde el fin de aquel.

La política se ha vuelto más cautelosa y ha moderado su campo de acción. Las grandes luchas ideológicas del siglo XX se han derrumbado. De la discusión de grandes modelos económicos y políticos (socialismo, fascismo, anarquismo o capitalismo por hablar de los más visibles) se ha pasado a la disputa entre modelos de desarrollo capitalista que ponen el acento ya en el mercado, ya en las libertades públicas; ya en el desarrollo social, ya en el bienestar privado.

Ciertamente se han abandonado las grandes matanzas ideológicas. A cambio se ha estrenado la mezquindad del poder. Los crímenes del siglo XXI no son ideológicos: son batallas por el poder económico dentro de un sistema ya incuestionable.

En lugar de trascender las barbaries del siglo XX mediante la crítica a la ideología que les dio origen (esa que concibe al dominio sobre la naturaleza, el origen de lo humano), se ha optado por transigir con una de sus caras (la del capitalismo) y aceptar sus reglas. La crítica ha dado paso a la lucha por el poder. No hay ya incidencia de las ideas en el plano social; sólo de la cara más abstracta del poder: el dinero.

Al mismo tiempo, esta cultura de la búsqueda de placeres inmediatos ha forjado su símbolo más perfecto en el internet (como el siglo XX se reflejó primero en el cine y luego en la televisión). De las grandes celebraciones masivas (al encender el televisor o participar en la experiencia del cine) se pasó a la época del individualismo y del simulacro (al escribir en las redes sociales).

Sin embargo, como ya Marx lo había previsto, en su pleno desarrollo ya se encuentra su fin. No tanto por la invocada posibilidad de difusión de las protestas como por aquello que las hace casi invisibles: su falta de incidencia en el mundo cotidiano.

Internet ha reducido la “realidad del mundo” de la misma manera en que el dinero (obsesión de nuestra época) es sólo la abstracción del poder. De una manera semejante a la que podemos comparar las certezas de nuestra época como caricaturas de aquellas de pasados siglos. Todo es simulacro y ante eso, se manifiesta la sed de realidad.


¿Qué es el auge de las redes sociales, de los reality shows, de la prosa de “no ficción” sino hambre de realidad? No porque antes lo que llamamos “realidad” no incidiese en la cultura popular y en el arte, sino porque hoy, ante el adelgazamiento de lo tangible, se busca aquello que pase como tal. A decir verdad, hay mucha más “realidad” en Borges y Shakespeare que en cualquier talk show y programa de canales de “Historia”. Pero en una era de simulacros, hasta la “realidad” se vuelve el ensayo de un espectáculo.

La pasión del siglo XXI está enmarcada en la búsqueda de verdades simuladas; de espectáculos que den la sensación de realidad de manera cómoda e inmediata. Las confrontaciones son viscerales e inofensivas (pero no en pocas ocasiones se disfrazan de batallas de ideas). Durante este siglo, el espectáculo se volvió política y levantó pasiones. El arte —ya abandonada su lógica de rebelión, proveniente del romanticismo, y adaptado al mercado y a la profesionalización— se subordinó a estas pasiones. La realidad se convirtió en algo que puede copiarse; simularse.

Hoy, la crítica cultural ama la “realidad”. Cuestiona la valía de obras completas, filosóficas, literarias o críticas a través de la “vida” de los autores. Asimismo, ensalza obras basándose en la supuesta trayectoria vital de tal o cual nueva encarnación de la rebeldía. La vida convertida en espectáculo y el espectáculo como tabula rasa.

Nunca he confiado del todo en aquellos escritores que hacen de su vida (de su imagen, mejor dicho) el centro de su obra. No porque crea que los grandes creadores no obtienen gran parte de su mejor obra de sus experiencias vitales (lo que es inevitable: somos aquello que escribimos; escribimos aquello que con las palabras —los recuerdos— se construye), sino porque hay obras donde lo que más interesa es esa imagen que nos dan. El lector no se identifica ya con aquello que lee: no lo re-vive y lo re-significa: la figura del escritor (de aquel ser simulacro de realidad) se le presenta como un modelo. No re-significa su vida ni se re-conoce en la obra de arte: admira, babeante, a aquel que logró ser “él mismo”. El escritor convertido en modelo de aparador para aquellos con hambre de realidad; su obra, apenas un pretexto para su grandeza. Un espejo para mejor admirarse.

Esa es la tónica de las “grandes novelas” de los últimos veinte años. No es paradójico que la figura del “poeta maldito” tenga un atractivo especial para los jóvenes lectores (y para los no-lectores: un amigo me presentó un sitio en donde llamaban “poeta maldito” a ¡Ian Curtis! —y sí, me gusta bastante Joy division) mientras la lectura de poesía está en una de sus mayores crisis: lo que importa no es la obra, sino la imagen (“realidad”) que nos presenta.

La crítica “cultural” de nuestros días, que se pretenda en realidad “revolucionaria”, “real”, “valiente”, deberá seguir la misma tónica. Presenta la obra literaria como un espectáculo donde el bueno (el poeta ninguneado) se enfrenta con los guardianes del poder (quienes envidian su talento). Buscan, rastrean cualquier alusión a la “realidad” en los periódicos, en los chismes de cantina; en las entrevistas. Nada de esto es nuevo ni perjudicial en realidad, resulta en más de las ocasiones intrigante y sabroso, pero nunca se había sobrepuesto a la obra. En el pasado, los investigadores y críticos habían indagado el pasado de los creadores y recreado sus batallas personales para iluminar este o aquel aspecto de la obra de arte. Hoy día, se lee la obra de arte —si es que se lee— como excusa para engrandecer o empequeñecer la figura del escritor.

Otro signo de esta falta de realidad —esta vez, usada por aquellos que todavía leen—  es la necesidad de contar con valores estables, con criterios sólidos (o que den la apariencia de tal) para juzgar las obras de arte. Temerosos de la subjetividad, de aquello que represente un riesgo (el riesgo más temido es el de no-ser: la exacerbación del yo en una era donde el yo se difumina es algo revelador), se opta por la palabrería disfrazada de rigor. No se trata en definitiva de un rigor crítico; de la lectura de la obra llevada hasta sus últimas consecuencias, sino de un simulacro de profundidad donde el diálogo y la confrontación de ideas se suplen con un lenguaje pretendidamente riguroso. La interpretación es la que reina en dicho espejismo. Pero de la misma manera en que ya no importa la obra, sino el personaje; tampoco importa la realidad física de la obra, sino su interpretación conceptual.

Resultaría divertido si no fuese triste: para adquirir realidad, se abstrae la obra en un concepto igual que el dinero es la abstracción de todo valor. De esta manera, todo es mensurable.

En una época donde no hay valores fijos, se busca de forma desesperada el valor al poner a competir cosas que no admiten tales competencias. Cada obra es única, sin embargo, en la mente de estos “críticos” hay una continua tasación de la obra en razón de un concurso que sólo puede ser dirimido, como no, a través de la conceptualización.

La proliferación de estas actitudes que ponen en competencia obras ya sea por la figura del escritor y su supuesta vida, como por las ideas poco claras pero muy disfrazadas de palabras que emiten en relación a los textos son dos formas de intentar recuperar la “realidad” que se ha perdido. No es casual que muchas de las personas más sensibles sean quienes caigan en esto (ellos son los que mejor perciben el vacío que la caída del mundo moderno ha dejado). Lastimosamente, sus esfuerzos son un producto de aquello que pretenden destruir. Iconoclastas que aman la imagen sobre todas las cosas; lectores de la obra que para sopesarla, la abstraen y desnaturalizan. Competencias entre escritores: monografías académicas y páginas de revista del corazón.

No hay diferencia con el capitalismo, que valora cada cosa del universo a través de una abstracción que compra "realidad": el dinero. Una abstracción que le pone precio a todo.

He ahí al iconoclasta enamorado de la imagen.[1]





[1]Ya que empecé con Heriberto Yépez, quien es experto en ambas formas de “crítica” (y que no en pocas ocasiones las mezcla alegremente), los invito a leer estos ejemplos.

Aquí se deleita rebuscando en las anécdotas para justificar su admiración por algún creador (de la obra, apenas habla). En este caso, se trata de una pantagruélica valoración de Cerati donde lo pinta como un ser mítico: http://archivohache.blogspot.mx/2014/09/sobre-cerati.html

En este otro ejemplo, ya que supongo no puede ponderar tanto al escritor, hace gala de la sabrosa retórica pseudoacadémica para justificar conceptualmente un libro que sólo puede ser leído así; como concepto: http://archivohache.blogspot.mx/2015/04/nafta-y-poesia-el-anti-humboldt.html

Y en este otro, de la serie “todos odian a Rulfo y nadie lo comprende como yo”, una mezcla de ambas posiciones, donde alude a Carballo, Alatorre, Batis y Chumacero (menciona a Arreola como apenas un autor de “ternura”, aunque sorpresivamente, no menciona a Paz) como envidiosos de la genialidad de Rulfo: http://hyepez.blogspot.mx/index.html#817465674959354880

Sobre la forma en la literatura  César A. Cajero Podemos definir en este momento y provisionalmente a la literatura como aquella...