martes, 15 de abril de 2014

El estado perfecto

Y cuando ya seamos hormigas –el estado perfecto–
discurriremos por las avenidas hechas de  conos de briznas
y de tamo, orgullosos de acumular los tristes residuos y pelusas;
incapaces de la unidad, sumandos huérfanos de la suma;
incapaces del individuo, incapaces de arte y de espíritu
–que sólo se dieron entre las repúblicas más insolentes,
cuya voz ya apenas se escucha, que la gloria
es una fatiga tejida de polvo y de sol–.

Alfonso Reyes, “Palinodia del polvo”

Palabras favoritas de muchos, fuera del círculo de los estudiosos, poco se ha escrito acerca de lo que significaron el fascismo y el nazismo.

Después de algunos años en que me había rondado la inquietud, empiezo este ensayo acerca de todo lo que he deliberado a través del tiempo de éste, uno de los fenómenos más conocidos, pero poco reflexionados, de nuestra época.


Digo que ha sido poco reflexionado no porque no exista abundante literatura al respecto. Sobre el fascismo se han escrito libros historiográficos, biografías de sus líderes; o aproximaciones desde el liberalismo, el marxismo o el psicoanálisis. En verdad la sombra de los totalitarismos atraviesa toda la labor intelectual del siglo XX y de lo que va de éste.

Sin embargo, poca de esta actividad ha trascendido fuera de los círculos de estudio. El fascismo inevitablemente es parte ya del imaginario popular. Hitler, la suástica, las quemas de libros, los desfiles militaristas; el Holocacausto…

En el vocabulario popular se emite continuamente el epíteto “fascista” para referirse a una persona, actitud o gobierno que establece algún tipo de control o que, simplemente, nos desagrada.

Sin embargo, pocos de quienes usan este epíteto leen a los especialistas y a decir verdad, pocas de esas investigaciones están pensadas para trascender su área de estudio. Quisiera con este ensayo dar pie para una discusión al respecto.

Para empezar, creo que sería importante hacer una  distinción entre el fascismo histórico y lo que pretendo describir como el ideario común al fascismo. El primero se refiere a las características del fascismo tal y como se dio en Italia, Alemania y algunos otros países (con sus muchas diferencias internas) en la primera mitad del siglo XX. Con lo segundo me refiero a un modelo de organización política, militar y cultural —en suma, una cultura y más; una visión de mundo— que, a mi parecer late desde el inicio de las civilizaciones y que hasta ahora ha cristalizado con mayor fuerza en ese fascismo histórico (pero no exclusivamente).

Sobre el fascismo histórico hay múltiples libros (es a este tipo de fascismo al que más se han abocado los historiadores y filósofos). No ahondaré en éste, aunque vale recomendar el muy legible libro monográfico de Stanley G. Payne del cual resumiré los principales puntos.

El fascismo histórico se dio en varios países de Europa en el periodo entre guerras. En cada uno de estos países tuvo características más o menos distintas que hacen difícil hacer un listado de lo que lo define. En Italia, donde primero se presentó, tuvo un marcado tinte nacionalista, entendiendo como nación una construcción de la voluntad que no tiene otro fundamento que la energía y la voluntad misma. En Alemania, el nacionalsocialismo establece su política sobre el racismo y el darwinismo. El fascismo rumano es un movimiento mesiánico de tintes cristianos...

Sin embargo, hay una serie específica de elementos que hacen posible englobar a todos estos movimientos con la etiqueta de "fascismo".

El antimarxismo es el primero de estos elementos.

Es verdad; los regímenes fascistas se declararon desde el principio enemigos del llamado materialismo dialéctico y de las doctrinas del socialismo científico. Las razones se deben entre muchas otras a que el socialismo es por principio una vía de organización revolucionaria distinta al fascismo. Entre ambas hay algunos puntos en común que analizaré con posterioridad, pero en una mirada inicial, advertiremos sus incompatibilidades. El marxismo habla de una clase (el proletariado) que, por la lucha de clases, habrá de establecer una dictadura de carácter social; el fascismo, de un pueblo o nación pluriclasista que, uniendo sus voluntades en torno a un líder, es capaz de afrontar cualquier vicisitud que se le presente. El marxismo se presenta como una doctrina racional, "científica"; el fascismo como un triunfo de la voluntad sobre el mundo humano; el triunfo de la verdadera naturaleza. El marxismo habla en nombre de la Historia y sus pretensiones abarcan al mundo todo; en el fascismo es el hombre y su voluntad las que modelan a la Historia y la perfecta cristalización de esa voluntad es el Estado nacional.

Al mismo tiempo que el fascismo rechaza al socialismo científico, se opone al liberalismo.

Los fascistas consideran que la libertad es una ilusión que debe ser sometida por el bien público; por el espíritu del pueblo. La libertad lleva a la anarquía, al desorden, a la pérdida de identidad. La democracia es una ficción que unos cuantos establecen para aprovecharse de muchos. Esos muchos, engañados por una ilusión, se convierten en instrumentos. El liberalismo, máscara del capitalismo, se concibe como un instrumento a través del cual el gran capital ofrece migajas a una multitud de desheredados.

Con este último punto se puede advertir que, a diferencia de lo que piensa la mayoría de personas, el fascismo no es conservador. Al contrario: los fascistas se consideraban los verdaderos revolucionarios. Aquellos que terminarían con las degeneraciones del Estado ideal. Uno donde el hombre, liberado de miedos y de opresiones reinaría sobre sí mismo y sobre la Historia. Triunfo de la voluntad sobre el Mundo. El fascismo es anticonservador: pretende destruir el viejo orden para descubrir otro; el de la naturaleza visto a través de la técnica y el del espíritu a través de la nación.

Esta voluntad indomable se supone en posesión de un líder. Un Iluminado que habrá de encaminar al pueblo hacia su liberación. Es el principio de caudillaje que da sentido al antiliberalismo (y antintelectualismo). La libertad es una mentira pues pregona dejar al pueblo puro en manos de sus depredadores. Es necesaria la existencia de un líder bueno, poderoso y sabio que pondrá las cosas en su lugar. Sólo con el apoyo de su pueblo, con su subordinación voluntaria a través de la alegría es posible la realización del ideario fascista.

Precisamente la subordinación voluntaria del pueblo permite la formación de un partido único al que todo individuo debe vincularse; una politización de las masas a través del órgano principal fascista. Un órgano, por supuesto, vinculado directamente al líder. Esto exige la creación de una milicia popular (o que con el paso del tiempo, habrá de hacerse popular). El fascismo plantea derribar las barreras entre la milicia (órgano del estado burgués que está al servicio de los capitalistas) y el pueblo. Con la militarización y politización del pueblo a través del partido se da el paso decisivo para la revolución fascista.

Finalmente, el ideario fascista tiende a controlar, a empapar, la vida completa de los individuos. Como las antiguas religiones, el fascismo ofrece una dirección integral sobre el sentido de la vida, sobre el Mundo en su totalidad. Una suerte de religión de la política[1]. Una estética y una ontología basada en el Estado.

Con esto se pueden hacer las diferencias entre el fascismo histórico y las dictaduras militares de distinto tipo, así como de los totalitarismos comunistas, de las plutocracias en que devienen muchas democracias o de los conservadurismos de distintas tendencias.

Las dictaduras militares tienen en común el principio de caudillaje y el antiliberalismo, pero nunca son populares ni forman milicias del pueblo. El fascismo pretende ser la voz del pueblo y estar siempre en sus manos.

Los regímenes conservadores, como el de Franco en España (que efectivamente, tuvo apoyo de los fascistas de la Falange, pero su ideario se desdibujó) observan el caudillaje en ocasiones, son antiliberales y antimarxistas. También en ocasiones forman un partido corporativista al que el pueblo debe estar sometido. Sin embargo no se pretenden revolucionarios ni ostentan un discurso de combate radical a la burguesía.

Las plutocracias no sólo nunca se apoyan en el pueblo ni en un partido, sino que juegan con la idea de democracia y liberalismo. No forman partidos de estado ni milicias populares. Lo cierto es que con el fascismo comparten, además del antimarxismo (y consiguiente antianarquismo), la creación de una cultura y de una visión de mundo que envuelve todo en la vida de los individuos.

Finalmente, los totalitarismos comunistas (si me es posible llamarlos de esta manera) tienen muchos elementos en común con el fascismo, pero además de las diferencias señaladas previamente, hay que señalar que el partido nunca o casi nunca formó un ejército paramilitar del pueblo. Dado que se supone en estos regímenes que el ejército es del pueblo en sí, no hay necesidad de tales mecanismos. En cambio, en ellos se forma una burocracia estatal que puede estudiarse como una clase aparte; una clase que no es propiamente popular ni es parte del poder detrás del estado, pero que se encarga de vigilar el buen funcionamiento del régimen[2].

Estas características me parecen esenciales para separar del fascismo histórico a los regímenes de otro tipo. Sin embargo, me gustaría ahora pensar en una forma de explicar el fascismo dentro de la Historia no como un evento aislado y con fronteras claramente delimitables, sino como una parte esencial de la forma de organización humana.

En otras palabras, aunque el fascismo histórico fue un fenómeno bien delimitado, me parece que hay en el ser humano mismo una propensión innata a la ideología fascista. Más todavía: me parece que es el fascismo el Estado perfecto; la más perfecta forma de organización social.

Estas ideas pueden incomodar a muchos, pero me parecen exactas.

Me explicaré.

El ser humano es un ser social por naturaleza. Más todavía: la conciencia lo compele a buscar la compañía de sus semejantes. A re-conocerse en ellos. Necesitamos reconocernos en un grupo.

Esto tiene, claro, un origen biológico, pero asimismo, uno psicológico (¿habrá que decir ontológico?). Resumiré lo que he escrito en otros ensayos al respecto[3].

El ser humano al ser consciente de su existencia, se sabe (o cree) único. Ello deriva en la soledad. Hemos sido arrojados al mundo y al saber que somos, es inevitable saber que todo aquello que nos rodea es lo que no-somos. La consciencia crea al ser, pero también lo encierra en sí mismo. Incapaces de encontrarnos con los otros, nuestra respuesta es el miedo y el desamparo; el odio o la cobardía.

Hemos creado mecanismos que permiten un acercamiento más o menos efectivo con el mundo y con nuestros semejantes. El lenguaje nos permite adueñarnos del mundo y comunicarnos con los otros hombres a un nivel si se quiere esquemático pero efectivo para muchos fines. El trabajo y la técnica nos permiten someter a la realidad física mientras que las instituciones culturales dan un orden a las relaciones interpersonales.

Dichos mecanismos son funcionales, pero distan de ser perfectos. En numerosos momentos de nuestra vida descubrimos de nuevo que estamos solos. Que todo lo que nos rodea es ajeno a nuestra vida. Miramos de nuevo el abismo que dice: ¿quién eres?

Una de las formas en que el ser humano ha pretendido escapar a esa realidad que se le presenta es socializando al mundo, humanizándolo.

La civilización es un orden humano que se sobrepone al mundo natural para hacerlo habitable. Es una serie de reglas, definiciones y prácticas en las que el individuo se reconoce en una comunidad. Así, el hombre crea una segunda naturaleza artificial, un espacio en el cual podrá vivir sin angustia pues todo ha sido organizado de manera integral. No hay espacio en la civilización para la duda pues toda duda ha sido ya resuelta por un sistema total que absorbe a la vida completa del ser humano.

Hay, entonces, una razón de ser, una explicación y un rito para cada momento de la vida. Hay, entonces, la salvación.

La civilización perfecta es aquella que permite, pues, la perfecta identificación del ser con el grupo; que acalla la angustia frente a la realidad, al tiempo, a la soledad. Hegel habló del Estado como de la realización total del Espíritu donde la escisión es imposible. No se equivocó: el Estado es una de las creaciones más perfectas del Espíritu: una que absorbe en su interior no sólo al hombre, sino a todos los hombres y más: al universo en su totalidad.

El ser humano necesita mitos que le permitan vivir. Quizá el más perfecto sea el de la civilización. También el más brutal.

Bien, si atendemos a los modelos de la naturaleza, advertiremos inmediatamente que las sociedades animales establecen también una jerarquía y una serie de reglas muy bien determinadas e inamovibles. La más compleja y perfecta de estas sociedades, la de las hormigas, crea lo que los biólogos llaman un “superorganismo” donde no existe la noción de individualidad. Cada una de las hormigas actúa como una célula de un organismo. Cada una de ellas ejerce una función determinada por una jerarquía inalterable sin necesidad siquiera de mecanismos de control. Es parte ya de su instinto. Es esta la sociedad más perfecta si medimos perfección por eficacia. En ella no hay espacio para la disidencia: actúa como un solo organismo en pos de un fin, la supervivencia. Y en eso es sumamente eficiente. No hay espacio tampoco para la duda o la alienación.

La nación perfecta, la nación más eficaz, no hay que pensarlo mucho, es un reflejo del mundo natural. No es casual, pues, la admiración de muchos líderes fascistas por los estudios de etología  (con todo que esos estudios eran sacados de contexto y como es natural en el ser humano, se interpretaban de manera esquemática).

El fascismo es la sociedad perfecta porque en ella lo esencial estriba en la eficacia; en la posibilidad del fin de la alienación.

Este punto no es ajeno a ningún orden político aparecido hasta este momento. Todos ellos, por sus mismos principios, pretenden una visión totalizante del mundo. Algo que dé orden y principios a la existencia del ser humano y que comprenda cada instante de su vida. Una visión del mundo.

Todas las civilizaciones establecen una serie de reglas y lineamientos que por más artificiales que nos parezcan, para el que vive dentro de estas culturas son totalmente naturales. Es el orden del mundo: como el mundo debe de ser.

En este punto, el de establecer una totalidad coherente del mundo, no es el fascismo histórico el único que lo ha intentado o logrado. Toda nación, toda forma política; toda socialización ha pretendido reducir al universo a una serie de principios artificiales que se pretenden universales. Las sociedades democráticas siguen presentándose como las “naturales”; el socialismo científico se apoya en la ley “natural” del materialismo dialéctico; los imperios teocráticos invocaban o invocan el nombre del orden “superior”. Un orden que se pretende incuestionado y auténtico… y que para los que viven en esas culturas, lo es.

Aquel que nace en una cultura no la cuestiona: la vive. Lo mismo el cristiano que aboga por el “camino, verdad y vida” como el norcoreano que jura por la filosofía juche viven en ese mundo que abarca al cosmos entero. En toda organización social está ya el fascismo en tanto se subordina a la realidad a un orden que es el del hombre, pero que se pretende como el único y el verdadero.

A diferencia de las dictaduras militares o de los regímenes conservadores, en el fascismo es vital que sea el propio individuo el que blasfeme de su libertad en pos del grupo, estado o nación. Es decir, en el fascismo se espera que sea el individuo mismo el que se subordine voluntariamente y a través de la alegría al proyecto de nación, cultura o civilización. Que no haya discusión, sino obediencia; que no haya pensamiento, sino acción.


Un régimen de este tipo no puede sino ser eficaz.

Sin embargo, esto último es quizá lo más complicado (no imposible). Eso lo saben bien los regímenes autoritarios de izquierda o derecha, que organizan una policía interna eficaz encargada de someter a los ciudadanos a los intereses de los líderes.

El sueño fascista consiste en la sumisión voluntaria que en los regímenes históricos aunque no de manera integral, sí se dio de manera relativamente exitosa. Por mucho que se quiera paliar el hecho, lo cierto es que tanto el fascismo italiano como sobre todo el nazismo tuvieron después de algunos años en el poder, un ascendente popular más que amplio. Los proyectos hitlerianos se realizaron con mucha menos presión sobre la población que los de Pol Pot, por decir algo.

La victoria sobre el individuo a través de la voluntad y la fuerza trae consigo, además, el fin definitivo de la alienación. El hombre ya no es sino instrumento de algo más grande: la verdad, la nación, la raza o la especie. Es parte de una comunidad que lo excede y que tiene una dirección y un propósito definidos: la supervivencia, el triunfo, la dominación de la voluntad.


No es distinto lo que pretende cualquier Estado nacional, cualquier Imperio o cualquier Iglesia institucionalizada, si bien pocas veces[4] se ha llegado a un dominio semejante al establecido por los fascismos históricos.

En el estado fascista ya no existe la alienación porque no hay individuos: hay instrumentos. No existe la angustia pues hay una razón de ser única e incuestionada. Hay una abundancia, pues el fascismo (y he ahí una diferencia con las teocracias y con las culturas tradicionales) concibe al hombre como el fin último de la creación y por tanto, señor del mundo. El fascismo no cree en la razón, pero sí en la técnica. Su barbarie es irracionalista, pero cientificista. Busca el dominio del mundo a través de una voluntad que se concibe como fuerza. Fuerza sobre el individuo: política. Fuerza sobre el mundo: técnica. Fuerza sobre el espíritu: culto.

Una sociedad perfecta si no fuese porque hay un vacío que no contempla.

Quiere curar la escisión del ser humano. Pero para lograr tal habría que eliminarlo previamente, pues ese vacío es el ser humano mismo.

Nunca se ha logrado someter del todo a la libertad pues este impulso es inherente al ser humano. La angustia no es consciente: es un sentimiento que brota de forma espontánea. Y con un momento tan solo basta para encontrarnos de cara al abismo que nos interroga. En ese momento ya no bastan ni las palabras ni las ideologías. Estamos de nuevo solos.
Basta una persona, basta un momento.

Que el sueño fascista, a pesar del nacionalismo de los fascismos históricos, buscase la dominación del mundo todo no es de extrañar[5]. La existencia de otras culturas y otros modelos de vida desde el momento en que una cultura se encontró con otra ha sido un obstáculo para la integración de una cultura total. Ante el otro podemos reaccionar con ira, miedo o desdén. De cualquier manera su presencia nos obsesiona. Nos lanza de nuevo a la incertidumbre. Es la posibilidad de ser otro. Y el universo único que nos había salvado, se desmorona.

La solución: devorar la otredad; asimilarla para negarla. Destruir la existencia del otro.

La formación de un Imperio único es el fin natural de toda sociedad humana. Es el triste y único desenlace a toda civilización. El Estado es eterno.

Un estado perfecto, empero, debería ser capaz de contener estos malestares. De condenar a la libertad, pero dejando un resto que dé la ilusión de seguir siendo libres, de seguir siendo hombres.

El Estado perfecto no es el fascismo histórico, pues éste nunca pudo logar del todo la sumisión voluntaria. No lo es porque sus mecanismos nunca tuvieron la sutileza de permitir un cierto rango de libertad: eran demasiado obvios y groseros. No lo es porque aunque formó una visión de mundo; su método no fue la subordinación del otro, sino su destrucción.

Un estado perfecto humano no puede basarse del todo en el ejemplo de la sociedad de las hormigas porque lamentable (o afortunadamente, según yo) pensamos. Un estado perfecto debería dar la ilusión de libertad; permitir la crítica sabiendo que nadie pondrá en duda los cimientos de su visión de mundo; deberá asimilar las diferencias (no aceptarlas, pues constituyen una posibilidad y con ello, llevan a la incertidumbre por el mundo propio). Deberá de establecer una cultura universal que como se ha dicho sea capaz de asimilar y contener a todas las diferencias culturales que se presenten. Deberá dar un motivo de vida, una dirección a la que el individuo gustoso se pueda subordinar: ya sea la búsqueda de la Verdad, ya el poder económico, ya simplemente el acaparamiento de objetos y novedades. Debe reducirlo todo a un mismo patrón de valores…

El estado perfecto… ¿somos nosotros?

Espero que no. Espero que alguien se atreva a cuestionarnos.



César Alain Cajero Sánchez



[1] Lo que explica las tensas relaciones también entre las Iglesias como religiones establecidas y los distintos regímenes fascistas.

[2] Tal vez sea ocioso señalar que con “totalitarismos comunistas” me refiero al tipo de regímenes basados en el modelo del “socialismo real” soviético y que hoy día tiene su mejor ejemplo en Corea del norte. No me refiero al marxismo en el que —lejanamente— estos países se inspiran. Tal tipo de gobierno nunca se ha realizado.

[4] En ese sentido, el estado perfecto no es el fascismo histórico, sino las teocracias del mundo antiguo.

[5] Pueden ahora notarse las semejanzas entre fascismo y los totalitarismos de izquierda. Estos parecidos no se refieren a los fascismos históricos, sino al fondo inherente a todo sistema político: la sumisión del individuo al grupo; la pérdida voluntaria de su libertad; la necesidad de establecer su sistema como un todo tanto en el plano temporal como espacial.

Sobre la forma en la literatura  César A. Cajero Podemos definir en este momento y provisionalmente a la literatura como aquella...