miércoles, 30 de mayo de 2012


¿Dejarías el auto a mitad del tráfico?


Nos han dicho que la única palabra es una que no escogimos; que el único camino es uno que no recorreremos.

Todo lo que no esté dentro de ese camino se trata de una equivocación, un error profundo; significa atraso y miseria. No es necesario mirar esos horizontes, dialogar con esos pasados; con esos futuros; con ese otro presente.  Es natural pensarlo: toda cultura se afirma exaltando sus diferencias y presentándose como la única válida. La esclavitud y la matanza; las evangelizaciones y las humillaciones nacen de sabernos poseedores de la Verdad.

Para sacar a las personas de la miseria, del error, de la ignorancia, del hambre y del miedo hay que convertirlos en hombres de verdad; despertarlos, sacudirlos. Convertirlos en lo que somos nosotros. Para el salvo aquellos otros son ya enemigos de la palabra verdadera, ya seres dignos de lástima que hay que redimir.

Los discursos oficiales de todos los gobiernos no hacen sino repetir este pensamiento. Todo aquel que no haya conocido la verdad es un obstáculo para el futuro, para el desarrollo. Así, se habla constantemente de países avanzados; de personas desarrolladas y de economías consolidadas.

Estar desarrollados significa vivir tal y como una civilización a mediados del siglo XVIII creyó que debía ser el mundo. Vivir significa conocer esa palabra.

Nada de esto es nuevo. Ya los griegos miraron con desprecio en un gesto de orgullo a todos los otros pueblos; los pueblos bíblicos hablan de la elección divina; las grandes teocracias de América conocían su destino por el linaje de dioses. Los pueblos escriben su nombre apartándose de los otros; escriben su nombre con el puño; con la sangre.

Sin embargo hay formas de que aquellos otros, apenas si hombres, se conviertan a la verdadera humanidad. La evangelización ya no pregona la victoria de una raza o de un pueblo, sino de un mensaje. La transmisión de esta Verdad es la alegría de todo el universo.

No todos los pueblos han conocido el mensaje evangelizador. Algunos han respondido simplemente con la soberbia; otros, seguros de su espacio, han dejado que este mensaje fluyese naturalmente, sin necesidad de imponerlo a la fuerza; otros sin tener apenas contacto con otras culturas naturalmente crearon una cosmogonía completa. Pero todas, al entrar en contacto con otros grupos humanos, han tenido que reafirmarse de alguna manera en su diferencia. Benditos aquellos que no se han encontrado de repente en el espejo vacío de los ojos desconocidos. Aún no se saben en posesión de la Verdad.

La evangelización más brutal que ha conocido el mundo es la surgida en el siglo XVII. Se ha insistido una y otra vez en que ese momento significó la ruptura de las cadenas. La libertad y el pensamiento libre sobre la mentira y la esclavitud. Resulta claro: ese mundo es perfecto porque es el nuestro: el que consideramos real. Reemplazar las antiguas cadenas por otras; más férreas.

La evangelización más brutal que ha conocido la humanidad no es menos ambiciosa que algunos anteriores intentos. El ejemplo más conocido: el cristianismo. Una verdad completa; una verdad para todos y que a todos ofrece romper las cadenas. Una alegría y una bendición para liberar a los hombres y al mismo universo. El triunfo ante la muerte.

Menos ambiciosos, los romanos y los griegos del imperio no pretendían iluminar las almas. Menos generosos, también.

Y es que la evangelización nace de querer compartir ese principio que hemos encontrado. Por eso una religión o una ideología que se pretenda absoluta no pueden reaccionar con la ironía o el  estoicismo, sino con la gratitud hacia el universo todo. Vemos la luz y queremos que todos la admiren. No procedieron de otra manera los evangelistas cristianos. Algunos han denostado su falta de principios y la manera en que retomaron tradiciones y creencias de otros pueblos. Quizá demasiado ingenuos, les faltó, en parte por su contacto con las grandes civilizaciones clásicas, furor y delirio. Yo celebro esa ingenuidad porque al menos en gran parte evitó la destrucción de muchos mundos. La cristiandad es tan diversa como los lugares en los que se implantó. Debilidad ante el mundo del Islam, aislado en una Arabia que no conoció sino mucho después a Platón o a Homero, pero no menor en ningún caso su generosidad y su gloria: querer brindar la salvación a los infieles.

Brindar la salvación y la horca.

Pero la evangelización más brutal que ha conocido esta era no es la de los cruzados musulmanes o cristianos. Débiles; sus creencias conquistaron medio mundo; pero cedieron. La India resistió el dominio musulmán; los pueblos indígenas crearon una nueva religión y sus ritos persistieron; partes del mundo quedaron aisladas. Por su parte, el budismo conquistó el extremo oriental, pero convivió con otras formas de pensar; se nutrió de esas otras voces.

La evangelización completa tenía que venir de occidente: la civilización de las verdades únicas. Europa y el siglo XVII. La nueva Verdad es el progreso, la técnica, la eficiencia. Podemos conocer al cosmos. Es verdad, los antiguos decían ya haber encontrado esa llave; pero sus soluciones y sus ritos ofrecen un punto muerto; ofrecen resistencia al análisis; ofrecen puerta a los dioses.

Matar a los dioses; robarles un poder mediocre es la manera en que nació el nuevo evangelio. No la vida eterna, sino el futuro. El futuro, el desarrollo; tener más cosas; poseer más territorio; dominar más cuerpos. Es el pensamiento masculino llevado a la máquina: ser es poseer; dominar otros cuerpos y en última instancia, el propio.

Es el pensamiento del piadoso y del que desprecia al cuerpo. No más desperdicios en celebraciones; no más gloria corporal. No más dejar residuos al intelecto.

Y nuestro mundo, nuestros gobiernos han seguido esa orden.

Ningún lugar del mundo directa o indirectamente escapó a ese pensamiento quizá porque no había habido nunca tanto contacto entre culturas. Quizá un cristianismo o un Islam con 4000 millones de seres humanos a su disposición hubieran podido alcanzar tal gloria. No fue esa su suerte.

Los que no creen en ese mundo son errores; son pobres almas que hay que convencer de nuestra Verdad; hacerles ver la luz. Azotarlos en su búsqueda de la verdad; con sangre y fuego si es necesario. Que dejen de ser; que sean como nosotros; que por fin sean verdaderos seres humanos.

Pensar que somos más libres que hace siglos es en verdad risible. Claro, no están los látigos y las excomuniones; sí existe el ostracismo, la burla, la humillación y en el caso de los prostrados y creyentes, el trabajo eterno y la sed.

¿Será más desgraciado un hombre esclavizado a horas frente a un monitor para conseguir unas cuantas monedas que un siervo medieval que debe dar la mitad de su cosecha a un noble? Tenemos más cosas, cierto. Tenemos más cosas a las que aferrarnos porque ellas son ahora nuestra alma. Y escapar es imposible porque tendríamos que dejar todas nuestras pertenencias detrás. La libertad; en verdad, señores; el triunfo de la libertad. Me pregunto si alguien se ha preguntado  si somos más felices ahora que en el despuntar de la consciencia; si es más feliz un hombre que camina en el asfalto entre los rostros vacíos o el que se dirige a la cacería en la sabana. ¿Y si no somos más felices, qué somos? Basta: tenemos más cosas y la Verdad ha triunfado.

Pero no seamos dramáticos. Escapar es infantil; seamos serios por una vez. ¿Escapar a dónde?

¿Quiénes viven de manera diferente? El orden hay llegado a todas partes.

Hace unos días en la ciudad de México se organizó un concierto para llamar la atención de los medios hacia ciertos asuntos relacionados con la comunidad wirrárika. No creo necesario decir cuál es ese asunto; un problema gravísimo que amenaza con acabar con su identidad y su forma de vida.

Resulta sintomático que ningún medio haya tomado con apenas seriedad el asunto. Las consignas indígenas no están ya en actualidad. Ya hay derechos para esos pueblos y leyes; que sigan ellos allá; que sigan o que se integren a nosotros. Pero si tenemos elecciones, qué más dan unos cuantos gritos y caminatas.

La educación intercultural fue una respuesta si se quiere incompleta a aquel sacudimiento que significó la aparición del EZLN. Pero esos ecos hoy ya son muy lejanos. Nadie piensa ya en aquellos otros. Vi con desconfianza el movimiento, sobre todo por algunos de sus líderes más visibles; su oportunismo. Lo peor: sus seguidores urbanos; quienes confundían el discurso de las comunidades con fantasías racistas. Sospechaba que en cualquier momento irían con el nuevo líder en turno y que el discurso se olvidaría.

Ya existen leyes. Leyes que en la realidad nunca se practican: tres oficinas de asuntos interculturales y no tenemos todavía un solo programa que llegue a todas las comunidades. Cientos de miles de pesos para editar libros que se pudren en bodegas o que, de salir de ellas, nunca se utilizan, ya porque el maestro mismo no sabe cómo usarlos o porque no quiere perpetuar la ignorancia. Hijo de nuestro tiempo: la ignorancia, los nuevos intocables; la ignorancia, los leprosos; la ignorancia, hablar una lengua indígena, no ser moderno.

A estas alturas lo más valioso de ese movimiento son las comunidades autónomas.

No se puede asegurar que las formas de vida de esos otros pueblos sean mejores  que la nuestra. Sin embargo representan algo quizá tan o más importante: la pluralidad de voces; las diferentes perspectivas del mundo. Si el terror y la sangre nacen con el encuentro, también es verdad que sin ese descubrimiento tampoco puede existir el diálogo. No puede existir la tolerancia. No; no un mundo de cientos de culturas amalgamadas pero mucho menos un mundo donde una sola cultura haya destruido a todas las demás. Tolerancia en la diferencia; diálogo y respeto. Conocimiento pero también sensibilidad ante otras miradas.

No hay que pensar que los indígenas son víctimas. No es así. En realidad muchos de ellos gustosamente cambiarían sus costumbres por las nuestras. Y lo están haciendo. No por inferioridad de su cultura, sino porque lo que grita por todas partes nuestra cultura (la dominante, al menos en cuanto a estructura política, a penetración en verdad mundial y a dominación violenta) es que la suya es un error; que es un atraso. Si no oficialmente, sí en la práctica. Contra eso ninguna ley puede hacer mucho.


Hay que verlo: seamos sinceros, ¿alguno dejaría su espacio por el de ellos?, ¿no es verdad que nuestra —nuestra— cultura nos ha convencido de que es la Verdadera? No son ellos las víctimas; en todo caso todos lo somos. Y somos nosotros los que forjamos nuestras cadenas; olvidamos lo que era un juego al principio y hoy es nuestra cárcel.

Wirikuta: un nombre que pronto olvidarán. Los jóvenes, los rebeldes, los estudiantes; todos terminarán en la misma cadena. Wirikuta, un nombre que sonó en estos tiempos un poco más. Como no sonará el nombre de los awá, de los penans, de los runixa ngiigua en comunidades sin agua. Todo porque ellos no son reconocibles para los amigos de la tierra; para esa rebeldía de nombre. Los que van al desierto a “encontrarse a sí mismos” y desacralizan lo que es el ritual central de una comunidad; igual que los hongos en la sierra mazateca, la carne de dios convertida en una droga.

¿Qué hubieran hecho los católicos si alguien actuara de esa manera con su divina hostia?

Pero no lo olviden, no hay que preocuparse: ellos no saben nada. No saben que en Verdad los dioses no son sino cristales de mezcalina (aunque podrían decirnos que nosotros no sabemos que esos cristales son los dioses).

No dudo que en ese movimiento haya personas que se unieron al discurso del pueblo wirrárika en buena fe. No soy quien para juzgar a justos y pecadores. Ojalá me equivoque. Ojalá en verdad quieran escuchar lo que ellos dicen.

Dejar por un momento nuestras pertenencias. Despojarnos de nuestra Verdad. Desnudos sufrir al mundo.


César A. Cajero Sánchez

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