domingo, 8 de marzo de 2015

El país de la furia musical


Es verdad, sé que tan egregia revista ya no existe, que hay una canción de Soda stereo con un nombre similar y que los Ángeles azules junto a la “Tesorito” son la nueva moda entre la juventud alocada. Sin embargo, fuera de modas del momento quisiera reflexionar sobre un fenómeno musical que atraviesa nuestro país en todos sus rincones.

Me refiero, cómo no ha de ser, a la música de “corridos”, banda, “norteña”, grupera o como sea que le digan[1].

No pocos pensarán que esta música ha estado presente en la vida de los mexicanos de todo el país desde siempre. No es de extrañar: llegó de unas décadas para acá de manera arrolladora y de la misma manera se apoderó de los gustos musicales de prácticamente toda ciudad, pueblo o colonia perdida de este risueño país.

Todavía a finales de los años ochenta la penetración de este tipo de música era, aunque constante, todavía menor si la comparamos con otros ritmos.

Lejos están los días del rock de los hoyos funkys de la periferia de la Ciudad de México en los años ochenta. Lejos esa deprimente bronca entre el rock y los ritmos que en ese entonces llamaban “tropicales” por ser los reyes de la fiesta de hace 30, 40 años. Más lejos todavía se encuentra el rey del mambo en los centros de espectáculo. Ya mejor ni hablemos de la música ranchera o de, peor todavía, la riquísima tradición musical de este país cada vez menos plural que es México.

Debo aclarar desde ahora que en realidad aunque es verdad que no soy muy apegado a este tipo de música (el sonido bajo de la tambora hace que en mis oídos todo me suene parecido, en cambio hay canciones norteñas que sí me agradan), tampoco tengo nada en contra de ella en lo particular.

El primer motivo que me anima a escribir sobre ella es entender cómo se fue colando a todos los lugares posibles.

Para los años sesenta y tempranos setenta, la música que dio origen a los actuales ritmos de moda estaba en gran parte confinada al norte del país. En efecto, todo el norte del país tenía una gran tradición de corrido (distinto aunque, claro, emparentado con los corridos de otras regiones) y de músicas europeas aclimatadas a nuestro país (como la polca o el chotis).




También es cierto que ya existía cierta presencia de esta música en otros estados. La música de banda de viento y los ritmos norteños más tradicionales encontraron terreno fértil en Oaxaca, el centro de México y estados del bajío, sin embargo, no era ni con mucho un fenómeno comparable a lo que en esos años representaban el rock o la música “tropical”.

Es cuando menos falaz el afirmar como lo hacen algunos que hay una continuidad entre la música ranchera y la de banda. Con esto no niego que haya quien guste de ambos géneros ni que quienes hacen este tipo de música no hayan escuchado u homenajeado a los intérpretes rancheros. Lo que quiero decir es que musicalmente hay poca relación entre ambas aparte de que ambas son cantadas en español. Ni en los instrumentos que usan ni en sus tonos ni ritmos hay apenas influencia. Y aunque existieron (y existen) conjuntos que lejanamente remiten a la lírica tradicional de la canción ranchera, también podemos encontrarle parecidos en ese rubro a los blues o al tango.

El corrido sí tiene puntos en común al grado que resulta poco imaginable la música grupera sin la existencia del precedente del corrido norteño. Indudablemente a partir de la Revolución este género recorrió el país y se refundó a lo largo de los campos de batalla y en las esquinas donde descansaba la tropa. El corrido: ese género lírico-narrativo que cuenta las penas, aventuras y esperanzas de quienes lo componen. Si hemos de conocer la historia de un país como el nuestro, nada mejor que acudir a su música popular y, entre estas, el corrido ha demostrado ser una de sus expresiones más manifiestas y constantes.




Sin embargo, hay que recordar que la tradición del corrido dista de ser únicamente del norte. Desde mucho antes hay un cancionero del bajío, del centro e inclusive de regiones del sureste. Así y todo, hay que aceptar que para fines de los años cuarenta, una de las formas más conocidas de éste era el corrido norteño, con su instrumentación de acordeón y bajosexto.

El origen de aquel primer recorrido de la música del norte posterior a la Revolución la encuentro en la experiencia de los braceros. El viaje de los mexicanos de todo el país a los Estados Unidos durante los años anteriores al medio siglo dio pie a que se escribieran muchas historias. El paisaje de los inmensos desiertos y el sonido de aquellos grupos en las paradas del viaje quedaron grabados en la mente de quienes emprendieron la marcha.

Esto lo confirmo con las experiencias de los sobrevivientes de aquellos días, quienes, aun si de diferentes partes de la república, recuerdan los corridos norteños de antaño, esos ritmos que años después popularizarían agrupaciones y solistas como Carlos y José, Cornelio Reyna, los Rebeldes de Teherán, Ramón Ayala o los Cadetes de Linares.




Imagen caricaturizada y simpática del norteño: el Piporro que en aquellos años cantaba y daba el taconazo.

No fue sino hasta los primeros años ochenta que surgió el entonces llamado “movimiento grupero” que, aunque con evidente ascendencia en aquello grupos, eran definitivamente otra cosa.

¿Qué pasó entre los lejanos cuarenta y los años ochenta?

Primero, el arraigo de los grupos directamente norteños en el gusto de las clases populares de centro y parte del sur del país. Sin este precedente, quién sabe si fuese posible la situación actual.

Después, ni qué dudarlo, la influencia del rock en la instrumentación electrificada de los grupos que estaban gestándose. Poco se ha escrito al respecto, pero de entrada, gran parte de la frontera norte —mismo espacio donde crecieron los músicos gruperos— fue durante los sesenta el lugar donde aparecieron la mayoría de los grupos de rock “chicanos”. El sonido no influyó del todo, pero sí la instrumentación, así como la búsqueda de un sonido más producido.

Por supuesto, determinante fue la gran cantidad de bandas “románticas” (muchas de ellas provenientes de antiguos grupos de rock, como Peace & love o Los pasteles verdes) y su lírica; tan alejada de la canción norteña tradicional.



Finalmente, el ejemplo musical de grupos “tropicales” como los de Mike Laure, Rigo Tovar o Chico Che, quienes combinaron su música con una imagen que remitía a los grupos de rock con gran éxito. Esto, además, apoyados tanto en las baladas “románticas” tan de moda en los setenta como en la música bailable más desenfadada.



Ninguna de estas tendencias es “grupera” como tal, sin embargo, todas ellas fueron los antecedentes más notorios de esta música que más que “norteña” debería llamarse “fusión del norte”, pues incorpora los instrumentos y la parafernalia del rock a los ritmos de la música tropical y la lírica y tonos de los grupos de balada “romántica”; todo ello mezclado con la música, esa sí, proveniente de las múltiples tradiciones del norte.




Todo esto, sin embargo, no explica el cómo estos ritmos llegaron a lo largo de los años ochenta y noventa a convertirse para muchos dentro y fuera del país en el ejemplo máximo de la música mexicana.

Creo que la respuesta a cómo se arraigó el gusto por esta música debe buscarse en una situación muy parecida a la de los años cuarenta si bien más desesperada.

Los ochenta, con las terribles crisis económicas, vieron el disparo del siempre existente fenómeno de la migración a los Estados Unidos. Los miles de mexicanos que emprendieron el viaje a aquellas tierras conocieron de primera mano a los grupos que hacían sus primeras presentaciones y que poco a poco conformaron lo que en los noventa se llamaría “movimiento grupero”.

Ya del otro lado de la frontera, ya de regreso a sus comunidades, ellos fueron el vehículo ideal para la popularización de esa música. La experiencia compartida del viaje para los que llegaban a los Estados Unidos, la unión en torno a todo lo que sonase “mexicano”; la identificación con las canciones que —sobre todo en esos años— hablaban de las experiencias vividas al ir en búsqueda del “sueño americano”. Por parte de los que habían regresado estaba el aura de fábula de aquel recién llegado y de sus gustos; el prestigio que el “éxito” del llegado posee; la sensación de escuchar de los labios de los cantantes una historia que algún día habrían de pasar.

Como toda música popular, el motivo preponderante de su éxito se debió a poder reflejar la vida de miles de personas. Más que el rock —que ya para mediados de los noventa iba de salida en el gusto popular—, que el hip-hop —tan lejano entonces—, que las baladas —ya desfasadas— o que la tradicional música popular de sus regiones —con la que ya no se reconocían al perderse la comunidad y disgregarse culturalmente— era esa música con la que se identificaban.

La carrera arrolladora de la música grupera arrancaba a mediados de los ochenta y durante la década de los noventa empezó superando primero a la música popular de las diversas regiones del país. Primero, como es natural, llegó a los estados con mayor tradición migratoria, como partes del Bajío y Oaxaca. Desde ahí a prácticamente todos los estados, incluyendo, por supuesto, incluso a aquellos donde tradicionalmente había poca migración, como Chiapas o Yucatán.

Tardó un poco más en entrar al centro del país, sobre todo a la capital. El proceso, empero, aunque un poco más lento, fue seguro. Ya para la primera mitad de los noventa, aquellos roqueros empedernidos de los suburbios que en su momento maldijeron tanto a la música disco como a la cumbia y la música “tropical”, taconeaban sabroso con la ciertamente mítica estación La Zeta. Esta situación es patente en graciosas canciones como la también mítica “El ranchero rocanrolero”.




La forma como este género acaparó espacios insólitos para toda música “vernácula” —digámosle así, aunque el término no se le aplica del todo— mexicana popular desde los días de éxito de la canción ranchera es de admirar. En breve tiempo los medios le dedicaron gran espacio tanto en radio como en televisión; asimismo, de pronto fue aceptada por clases medias y medias altas.

Si a mediados de los noventa era novedoso escuchar en el Re de Café tacvba una canción que jugueteaba con este tipo de música o en El Silencio de Caifanes la incorporación de la tambora, hoy lo extraño sería que en una fiesta pongan rock si no están muy borrachos.




¿Esto es malo? No veo que sea así. Ciertamente los gustos han variado mucho desde que estaba en la secundaria, pero supongo es natural (lo que no evita que haya sido una mala jugada haber nacido en la época en que el rock dejó de ser música popular después de cuarenta años).

¿Por qué los grandes consorcios televisivos y radiofónicos, así como la renuente y clasista industria de la música (entonces todavía poderosa) apoyó este movimiento si se habían horrorizado por el rock, la cumbia, la salsa y otras músicas populares apenas años antes?, ¿cómo fue que las madres de clase media vieron bien que sus hijos bailasen con ella cuando hubieran preferido morirse antes que verlos agitarse al son de Rubén Blades?

Una respuesta es que esta música dejaba y deja muchas ganancias. Pero no es la única (durante los setenta otros ritmos las produjeron).

Aventuro (sí, todo este ensayo son conjeturas: hay que esperar al musicólogo que emprenda la aventura de narrarlo con un conocimiento más firme) que se debe al cambio en las letras que para entonces había ocurrido en estos grupos.

Si bien los conjuntos que podemos considerar antecedentes directos para el apogeo de esta música, particularmente los Tigres del norte, habían escrito canciones de amor, una buena parte de sus corridos iban dirigidos, como es natural en este género, a la narración de la vida cotidiana. El viaje a Estados unidos, el hambre; los sinsabores de la vida del norte del país (con los que tantos mexicanos, no sólo de esos lugares, pueden reconocerse) fueron los temas favoritos de aquellos grupos. Y una novedad (que no lo era tanto): la narración de la estela de narcotraficantes.

La primera generación popular de lo que ahora sí puede llamarse música grupera (y no norteña) en realidad no tiene tanto de la lírica-narrativa del corrido y sí de las baladas  y la música "tropical" setenteras. Los Bukis o Los Temerarios, por decir algo, en sus inicios en realidad resultaban casi indistinguibles de aquellos. Ni en instrumentación ni en letras ni en imagen (que era una apropiación de lo que hacía el rock en los setenta también) parecían diferenciarse gran cosa.




Con los fines de los ochenta, los grupos de este tipo de música se integran y reconocen como pertenecientes al norte del país (los grupos de baladas eran de todo el país y aun del extranjero) y adoptan un disfraz que todavía opera: ropas de colores encendidos o metálicos, sombreros stetson, botas picudas y parafernalia más texana que en verdad mexicana[2]. Por mucho que se le haga, el grupo probablemente más popular en los últimos ochenta y primeros noventa, Bronco, tenía de música norteña y, sobre todo, de su lírica, apenas la apariencia y algunos instrumentos.

La difusión de la música norteña coincide en gran parte con este cambio en las letras: de narrativa cotidiana a baladas pegajosas. Al mismo tiempo, de forma bien aprendida de Chico Che o de Rigo Tovar, en otros momentos los grupos insistieron en los aspectos bailables de sus ritmos. Así nació, por ejemplo, la quebradita. Si bien escuchar a los Cadetes de Linares resultaba cuando menos raro, no lo era bailar con la peculiar adaptación de “La culebra” de Beny Moré o sollozar con “Adoro”.




Ya instalado el género grupero en el gusto de la mayoría de los mexicanos y con él, de la parafernalia “norteña” (botas, sombreros texanos y demás), se convirtió en el medio por el que se advierten los cambios que ha vivido la sociedad de nuestro país.

En esto reside mi otro interés por el género.

Ya lo mencioné: la música popular es aquella que mejor refleja los intereses de la gente que la escucha.

Por ello no deberían sorprendernos los cambios que desde los noventa ha sufrido este género tanto musicalmente como en sus letras.

No abordaré los cambios musicales que sobre todo estriban en cierta (relativa) deselectrización de buena parte de los grupos importantes, así como la emergencia de las bandas de viento. Lo que sí me interesa es cómo las letras sobre el viaje migratorio han ido desapareciendo y siendo sustituidas por el llamado “narcocorrido”.

Ciertamente las baladas, sobre todo las acompañadas por instrumentos de viento (y para compensar, con cantantes que parecen haber sido inflados por uno de esos pulmones) siguen teniendo gran público. La música de banda “romántica” es probablemente aquella que tiene más seguidores entre todo tipo de personas que se acercan a esta música. Con todo y eso, poco a poco los narcocorridos han ido aumentando su público. Lo que al principio era sólo una narrativa de los hechos cotidianos pasó a convertirse en propagandista de la vida y las hazañas de estos verdaderos héroes populares.




No tengo referentes más exactos del culto a la violencia a la que ha llegado nuestra sociedad que algunas canciones de “movimiento alterado”. Tampoco se me ocurre con qué música del pasado comparar tal obsesión.

Los corridos revolucionarios podrían desde cierta óptica reaccionaria estar loando a “criminales” sanguinarios (“el Atila del sur”, “el Centauro del norte”…) pero no narraban sus acciones con tal júbilo casi fiestero. Para encontrar algo semejante sólo se me ocurren las fantasías gore del black metal. Pero estas son eso: fantasías fantoches y sus escuchas por mucho que quieran aparentar lo contrario están conscientes de ello.




Recientemente ha habido otro cambio que me parece todavía más ilustrativo: de cantar las “hazañas” de estos sujetos se ha pasado a ilustrar de manera entusiasta su estilo de vida. Uno que hace de la ostentación material su interés.

Con esto se ha logrado algo importantísimo (y para mí, por demás ilustrativo): ganar penetración más allá de la emergencia del narcotráfico. La realidad sobre el tráfico de droga nos es conocida a todos los mexicanos, pero no todos estamos directamente bajo su cultura. Tampoco es un fenómeno que recorra con la misma fuerza todo el país, mucho menos otros. Sin embargo, con este último cambio en sus letras, la música grupera, refleja mejor que ninguna en México la obsesión del mundo moderno y por extensión, del mexicano: la ostentación del poder.

Hay mucha distancia entre las letras de los corridos revolucionarios, donde se atacaba a las clases dominantes y se pedía justicia al pueblo, y las que hoy se escuchan en los bares. También hay gran distancia entre estas y las letras de José Alfredo Jiménez, “El hijo del pueblo”. Un mundo las separa todavía de aquellas que narraban la aventura del hombre de campo por la frontera en busca de una vida mejor.

En las canciones de moda se alaba a la riqueza por la riqueza misma; se aplaude la ostentación. Inclusive muchas de sus baladas han cambiado los términos. La figura presente desde el medioevo de la “señora” y su “siervo” enamorado han cedido ante la de aquel que duerme con mil amantes y gasta el dinero en botellas y “viejas”. Aquel que presume lo que puede hacer.





Si la música popular es la que ilustra los anhelos de las personas y si es verdad que hoy día la música más popular en el territorio mexicano es la fusión norteña (y yo creo ambas cosas), hay que escuchar muy bien lo que tiene que decirnos. No es un fenómeno exclusivo de nuestro país: en todo el mundo la música que más escuchas tiene es aquella donde se enaltece el dinero, el poder y la sumisión de los otros (y sobre todo, de las otras).

No es toda la música actual, sin duda. Tampoco toda la música de este tipo es la que describo. Empero, sí es la que hoy es más popular.




Alguna vez escuché el comentario de un entusiasta de los rodeos y la música grupera quien decía que él iba pues era mexicano y amaba la música y tradiciones de este país. Entonces pensé que probablemente no sabía que los rodeos son una tradición más bien minoritaria y en realidad propia de los Estados unidos: que no sabía que México es muchos méxicos, con innumerables y muy ricas tradiciones musicales.

Hoy no estaría en desacuerdo del todo.

El México que cantaron los soneros, los músicos de arpa, de marimba o de guitarra eléctrica está cada vez más lejos. No sé si los dichosos rodeos sean tan populares; sé, eso sí, que las letras de la música más popular hoy reflejan de manera perfecta lo que es nuestra sociedad.




Y la sociedad de todo el mundo.




César Alain Cajero Sánchez





[1]Entrecomillo porque en realidad no es lo mismo “norteño” que “corridos” ni en realidad es lo mismo que banda ni que lo que ahora se da en llamar de esta forma, que es más bien música de fusión proveniente del norte.

[2] Me entero de la existencia de bandas como Cuisillos que adopta disfraces de indios nómadas. Parece ser una especie de homenaje a las culturas indígenas, aunque es curioso que sus disfraces tengan más en común con los indios de películas de vaqueros que con la mayor parte de culturas mexicanas (aunque es verdad que hubo indios con esas características en el extremo norte). También es verdad que actualmente hay sobre todo solistas que son más afectos a la ropa de trabajo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Sobre la forma en la literatura  César A. Cajero Podemos definir en este momento y provisionalmente a la literatura como aquella...