domingo, 5 de agosto de 2018


El origen del mal
César Alain Cajero Sánchez


En las montañas suizas se encuentran residuos microplásticos.

Llegaron ahí por el viento, por las lluvias, por los animales que se los comen y, tras pasar por sus intestinos, son con suerte expulsados; no lo sé. Lo cierto es que no existirían siquiera si no fuese por los seres humanos.

Al parecer, nuestra especie está empeñada en acabar con las condiciones que hacen posible la vida en la Tierra; miles de especies animales y vegetales han desaparecido debido a nuestra acción, y muchas están a punto de hacerlo. ¿Es que el origen del mal está en nosotros? ¿Es que nos empeñamos como especie en acabar con todo lo que nos molesta o simplemente nos estorba en pos de una comodidad aséptica?



Muchas veces he escuchado que somos una especie diferente a cualquier otra; que mientras los demás seres vivos se mantienen en equilibrio con el medio, el ser humano se comporta de forma depredadora con todo lo que le rodea. Destruimos bosques, contaminamos ríos y llenamos de tóxicos el aire.

Las filosofías antiguas y los pensadores medievales veían al ser humano como un ente de excepción debido a su libertad: es el ser que piensa y el que escoge sus acciones. Con el ser humano nace la maldad al mundo porque puede escoger. Esa fue la condena de los dioses y su regalo. Los ilustrados y con ellos, el mundo moderno, cambiaron los términos, pero mantuvieron durante siglos la idea: el hombre es un ser privilegiado por su inteligencia que le permite manipular el medio.

Me parece que hoy, en el mundo que conocemos, la idea ya no se sostiene. No creo que seamos el origen del mal ni un ser excepcional más que por las particularidades que median entre cada especie de ser vivo. O al menos, no en los términos antiguos.

Casi todas las mañanas saco al perro a pasear. Es una conducta que lleva milenios entre nosotros, tanto que podríamos pensar que no hay ser humano sin estos bellos animales.

Tradicionalmente se ha asociado al perro con la fidelidad, la nobleza, la humildad y muchas de las características que en nuestra cultura concebimos a lo “bueno”. Sin embargo, en los perros con los que nos encontramos en dicho paseo diario, he contemplado algunos de aquellos comportamientos que nos han convertido en una de las especies más destructivas no solo de otros seres vivos, sino de nosotros mismos.

Los perros, animales grupales, forman hordas que atacan a otros individuos de su especie que se acercan —sobre todo si se encuentran en celo o encuentran comida— y defienden con fiereza su territorio. Es la misma característica de los nacionalistas, los chauvinistas, aquellos que muestran los dientes cuando sienten que alguien amenaza con quitarles lo que “es suyo”, sea un pedazo de tierra, el dinero o lo que consideran su pareja sexual exclusiva. Los perros muchas veces se comportan como Trump y cualquier otro individuo de esa calaña.


Pero los perros no son malos. No lo son porque es su conducta instintiva. Como especie grupal evolucionaron para formar lazos estrechos con sus congéneres más cercanos y así defenderse de otros grupos de su misma especie o de las amenazas del medio. Atacar a otros es parte de un mecanismo de defensa que les permite seguir existiendo y reproducir la vida.

Este comportamiento es análogo en todas las especies sociales: forman de diferentes maneras colectividades que atacan a sus predadores, defienden el medio en que se reproducen y, por obvias razones, su forma de perpetuarse. Cuando el ser humano forma lazos basados en la raza, la religión o la pertenencia a una nación no hace sino seguir su naturaleza. Lo mismo puede decirse cuando agrede aquello que no reconoce como parte de su sociedad. Esto no puede ser tachado de “malo” si no hacemos lo mismo con toda especie social en nuestro planeta.

Podemos continuar porque, aunque muchas de las características más detestables del ser humano son exclusivas de las especies sociales, no lo son todas ni se quedan en él. Ciertamente, toda especie animal puede comportarse agresivamente cuando siente amenazada su vida. Esto es así porque el instinto vital primario es el de la permanencia. Solo con ella existe la posibilidad de perpetuar la existencia. Esto nos parece lógico, y no consideramos inmoral —ni siquiera entre los seres humanos— el uso de la fuerza si es para que el individuo defienda su vida[1]. Sin embargo, sí consideramos de esta manera otros comportamientos cuyo fin es simplemente conservar las condiciones inmediatas que le permiten al individuo mantenerse con vida.

Los animales, y también las plantas, protegen de diversas maneras su espacio vital. Los recursos del medio no son infinitos y es natural que, en aras de conservar su existencia, los individuos respondan agresivamente ante quienes compiten por ellos. La competencia entre las especies es el motor de la evolución. Por supuesto, como se ha observado, esto no evade la cooperación entre individuos del mismo género (de donde vienen los seres con instintos sociales) o entre diversas especies (que cooperan para aprovechar los recursos o defenderse de posibles amenazas del medio). Toda estrategia que le permita al ser vivo proteger las condiciones que hacen posible su existencia son válidas. De ahí el comportamiento de estos seres para preservar su territorio, agua o pareja sexual.

El odioso comportamiento de los seres humanos cuando defienden aquello que consideran suyo, llámese trabajo, territorio nacional o costumbres, no es más que una conducta instintiva que les permite perpetuar sus genes y así continuar su linaje. Las guerras, los linchamientos y las protestas en pos de la pureza de un territorio no son más que la forma en que los seres humanos manifestamos un instinto natural. Lo mismo esa desagradable costumbre de adueñarse agresivamente de la voluntad de aquel con quienes se decide formar una vida en común. Las inseguridades entre las parejas son derivadas de la pulsión por asegurarse de que son los genes propios los que se perpetúan. Es verdad que no todos los seres vivos manifiestan de esta manera este instinto, pero todas buscan asegurar la permanencia de sus genes; las diferencias se deben a que no todas las especies evolucionaron de la manera en que lo han hecho los humanos. No somos un linaje con castas estériles y una sola pareja reproductora; tampoco somos seres hermafroditas o que se reproducen de manera asexual.

Aun con todo ello, hasta donde tenemos noticia, ninguna especie antes de la nuestra había provocado un desorden dentro del ecosistema análogo al que hemos observado en los últimos siglos. De desaparecer el ser humano, su presencia será visible en los registros fósiles, pero lo que se conservará no será su tecnología ni su arte; ni siquiera las horribles y enormes ciudades que hemos construido: su presencia se conocerá por la drástica disminución de las especies y por los cambios en el balance de ciertos compuestos químicos. Nuestra época será visible en unos cientos de años, como un enorme basurero; en miles, a través de los plásticos y los metales; en millones, con un súbito borrón de la diversidad de la vida; una mancha de polución.

Esto contrasta con lo que hasta ahora he expuesto porque, si el humano no hace sino comportarse como cualquier otro ser vivo, ¿cómo es que se ha llegado a una situación sin parangón alguno en la existencia de la vida en la Tierra[2]? ¿Es entonces, de nuevo, que hay algo en nuestra especie que es fundamentalmente distinto y que podríamos equiparar al mal; una enfermedad, una depravación de la vida natural?

Las conductas del ser humano que nos han llevado al escenario que vivimos no son diferentes de las de otros seres vivos. Estos, sin importar cómo, buscan procrear y ocupar el mayor espacio vital posible. No lo logran porque distintos factores los mantienen en un equilibrio con la naturaleza. Los predadores naturales, las enfermedades, la misma capacidad del medio, hacen virtualmente imposible que un ser vivo altere de manera importante el equilibrio del ecosistema.

Sin embargo, cuando las condiciones naturales son trastornadas de forma significativa por un agente externo, podemos comprobar que todos seres vivos proceden de manera incontrolada. Las especies invasoras, tanto animales como vegetales, una vez que entran en un ecosistema donde no existen predadores ni hay barreras a su crecimiento, acaparan todos los recursos disponibles y acaban con la diversidad del territorio al que se han adaptado.

El ser humano, por su mismo instinto, ha acabado con aquellos que eran sus predadores naturales. Todo ser que se percibe como una amenaza —predadores, animales ponzoñosos, vectores de enfermedades, microorganismos— es acosado y exterminado. Cuando hablamos de animales superiores, esto nos parece alarmante, pero no tanto cuando pensamos en microorganismos, insectos, la mayoría de las plantas y todo lo que todavía hoy llamamos pestes.

No pretendo reprobar la vacunación o la investigación en antibióticos: es natural el instinto de supervivencia y pretender la conservación de nuestra especie. Sin embargo, intento mostrar que esto, que es algo natural, en nuestra especie ha acabado con los mecanismos del ecosistema que mantenían el equilibrio con el medio.

Nuestro género ha sido tan exitoso al seguir los instintos básicos de todo ser vivo que ha conseguido colonizar territorios fuera del continente que lo vio nacer, aun sin un factor externo que transformase el medio. Ha conseguido acabar, o al menos mantener a raya, a la mayor parte de los factores que impedían la permanencia de su linaje. Ya sin estos factores, y siguiendo sus impulsos innatos que lo impelen a reproducirse profusamente —y así asegurar la supervivencia en un medio donde solo una fracción de sus vástagos sobrevivirían—, ha poblado prácticamente todo rincón del planeta.

Nuestra especie es la gran triunfadora en la carrera evolutiva… Sólo que nunca se trató de una carrera en sí. Nuestro éxito nos ha convertido en la mayor especie invasora de la historia de la vida en el planeta. Una peste para todas las demás especies.

Sin embargo, como enfatizo, esto tiene su origen en instintos que compartimos con los demás seres vivos. No hay en ello nada que nos haga esencialmente distintos.

Lo que nos permitió tal éxito —comparable quizá a cuando las clases mamífera y aviar desplazaron a los reptiles tras la última extinción masiva, obviando que en aquella ocasión no se trató de una sola especie— fue nuestra capacidad de transformar el medio. Es verdad: si los cambios de estas dimensiones exigen una alteración radical de las condiciones del ecosistema —como las presentes después de las grandes extinciones masivas o aquellas que existen cuando una especie extraña al ecosistema es introducida—, en el caso del ser humano, fue él mismo el que la hizo posible.

Todo esto ya ha sido indicado en numerosas ocasiones: el humano es aquel ser que transforma el medio y a través de esa transformación crea las condiciones idóneas para su supervivencia. No es, empero el único ser que realiza esto, aunque sí el más exitoso. Las hormigas, las termitas y otros animales sociales transforman su medio; asimismo, una enorme variedad de plantas incide directamente en su espacio vital, tanto en forma cooperativa como individual. Estas alteraciones pueden ser físicas o químicas, pero todas van encaminadas a procurar unas condiciones óptimas para la subsistencia de las especies.

Se entiende que los cambios realizados directamente por el ser humano sean más grandes —o al menos más visibles— que los de las otras especies debido a su variedad. Esto se debe a la complejidad de su cerebro. La inteligencia y la capacidad de razonamiento son elementos que parecen distinguir al humano del resto de los seres vivos. Esto es verdad si hablamos de la complejidad de estos factores, pero no por su exclusividad ni por sus orígenes.

La capacidad de razonamiento va aparejada a la libertad de acción y de elección; a la formación de culturas, de una moral, una memoria colectiva e individual... Todos estos elementos, se han detectado en diversas especies animales: cánidos, aves y primates principalmente. La capacidad de elección es importante en especies que no están adaptadas a un nicho exclusivo ya que les permite aprovecharse de cualquier oportunidad para medrar en un entorno agresivo. Se trata en su mayoría de seres vivos no especializados, omnívoros, con pocas capacidades físicas de defensa y que tienden a crear grupos móviles. Todas estas características les permiten sobrevivir solo mediante un comportamiento flexible. Esto se logra, en su caso, mediante la formación de grupos y la capacidad de elección entre diversas opciones. Para ello han evolucionado con un cerebro complejo que pueda manejar mucha información, ordenarla y hacer un balance. Los tipos de grupos que forman estos seres vivos también exigen nuevas capacidades para la convivencia entre distintos individuos con capacidades psíquicas desarrolladas. Así se forman códigos de conducta dúctiles, memoria individual y grupal de cierta complejidad… una moral y una cultura, en pocas palabras.



La diferencia entre los seres humanos y estas especies es solamente de complejidad, así como la diferencia entre estas características y las de otros seres vivos es tan solo por la manera en que desarrollaron ciertas habilidades en lugar de otras para satisfacer las mismas necesidades.

Así, el origen de muchas de las cosas que consideramos “buenas” y “malas” viene de que unas están de acuerdo con la forma en que socialmente solventamos aquello que necesitamos y otras, no. Esta forma social es parte de lo que llamamos cultura.

La formación de una cultura es también, pues, una necesidad biológica, así sea una que utiliza algo que no es muy común en la materia: la libertad de elección más o menos consciente. Esta cultura, a su vez, establecerá de manera diversa normas que habrán de encauzar estas necesidades de acuerdo a cada sociedad, pautando cuestiones que no derivan ya necesariamente de los imperativos biológicos básicos directamente, sino sociales (esto, si obviamos que la formación de sociedades es ya un imperativo biológico para nuestra especie). Esto es: una moral.

La diversidad de culturas deriva de un principio básico: la libertad de elección significa multiplicidad, pluralidad. No que una sea mejor que otra, sino que ha sido la óptima o al menos la nacida en tal momento y para tal fin. De manera azarosa quizá e inmotivada, pero el Azar, para los seres finitos, es, ya lo sabían los griegos, otra forma del Destino.

Si hasta aquí podemos colegir que la moral es múltiple y plural, podría entonces preguntarse por qué ciertos principios se mantienen más o menos presentes, así sean regulados de diversas maneras, en las sociedades humanas. En efecto; las relaciones entre individuos, así como los principios que rigen el nacimiento, la muerte, la unión con fines reproductivos, así como el recato ante estas situaciones, son regulados de diversas formas, pero siempre teniéndolos como ejes.

Tal situación puede ser entendida si tomamos en cuenta tanto las necesidades sociales como la conciencia que va derivada de la complejidad del cerebro humano. La posibilidad de elección lleva a la formación de una conciencia y esta, a la noción de un yo. Por su parte, las necesidades sociales de nuestra especie hacen que toda situación que revista una importancia capital para la supervivencia del lazo colectivo sea regulada. La muerte, sea ocasionada o natural, así como el nacimiento y la reproducción son de tal valor para la colectividad que se manejan de manera que pervivan los nexos entre el individuo y el grupo: que se instituyan, se mantengan y se afiancen. Una sociedad donde la muerte violenta estuviese permitida sin ningún tipo de regulación —sea la que sea esta— sería imposible.

Sin embargo, la misma libertad de elección deriva, como antes se dijo, en la libertad de pensamiento; en la conciencia: la noción del yo. Esto puede llevar a la crítica de los presupuestos sociales, seguido por la creación de otros…

Resultaría poco afortunado buscar en los instintos propios del ser humano que lo llevan a multiplicarse y defender sus condiciones vitales (que incluyen esa segunda naturaleza que es la cultura) un signo de lo que podríamos llamar “maldad”. Todos esos comportamientos, con las diferencias nacidas de las características particulares de su evolución, podemos encontrarlas en los animales, plantas y microorganismos: en los seres vivos todos. De la misma forma y por los mismos motivos sería difícil llamar a estos comportamientos “buenos”. Son parte de la naturaleza y en ellos las nociones morales no operan; estas fueron originadas por una especie, la nuestra, y solo funcionan dentro de los límites de su civilización y cultura: aquello que esté fuera de esos límites en ese estrecho círculo que es la sociedad humana (una sociedad humana) se entiende como “maldad”. El proceder humano, como el de toda la naturaleza, es, por su origen, inocente.

Podríamos pensar que, si los instintos que han llevado a nuestra especie a una guerra consigo misma y a la corrupción del medio que le permite la vida son naturales, entonces son esos mismos el origen del mal. La vida, toda vida como la conocemos, sería un principio aciago. Ella resultaría, entonces, una especie de enfermedad de la materia.

Ello, sin embargo, carece de sustento: la vida no aumenta ni disminuye la materia. Solo la cambia de una forma u otra. De no haber vida, solo existiría un universo sin más movimiento que la inercia. ¿Una vida que no luche por su permanencia y propagación sería lo ideal? ¿Una que no solo no se desarrolle, sino que se reduzca? ¿Una que permanezca igual siempre? Lo primero terminaría con el vacío; lo segundo, con un universo de materia elemental. En todo caso, ni lo uno ni lo otro son afectados por la existencia de la vida.

La vida es inocente hasta que una razón es capaz de dar cuenta de su actuar. El instinto no es malo ni bueno: es inocente. Y los seres humanos en su gran mayoría no dañan de manera consciente; siguen los instintos de la tribu sin meditar. Agreden a quien es distinto a ellos; buscan medrar a costa del medio sin importarles más. Su falta, en la gran mayoría de los casos, no es moral, sino causada ignorancia.

La inteligencia humana hace inevitablemente al hombre consciente de sus acciones. La libertad de acción y de pensamiento lleva a la responsabilidad sobre las acciones propias, como ya se ve en el teatro griego y en San Agustín. A diferencia de los seres naturales, sabemos, o podemos saber, lo que hacemos y escoger si realizarlo o no… o al menos podemos escoger cómo efectuar dichas acciones instintivas. Por la libertad individual podemos elegir —creamos nociones morales individuales—, y por ella misma creamos una cultura: una barrera colectiva a las acciones humanas. Por ello, es verdad que es la sociedad la que corrige al ser humano: porque a través de ella cambiamos.

Así, podemos decir que tanto Rosseau como Hobbes tienen razón a su manera: el ser humano es inocente porque actúa según un instinto natural. Al mismo tiempo, debido a la libertad, crea la responsabilidad moral: el bien y el mal solo existen donde hay libertad. Ante lo que el individuo considera nocivo, puede refrenarse; la formación de una cultura crea mecanismos para encauzar esos instintos. Así, paradójicamente, el origen de una cultura es también un mecanismo natural. Otra vez la contradicción y el paralelo entre destino y libertad; entre azar y necesidad.

Sabemos que otras especies tienen nociones morales y responsabilidad en este sentido, sin embargo, debido a la complejidad de nuestra cultura y al desarrollo de nuestro cerebro, nosotros tenemos una libertad de acción más amplio que esos otros seres vivos. A través de la asociación flexible entre individuos —que ha llevado al nacimiento de las sociedades complejas— hemos incidido de forma más extensa en el medio y de manera más perjudicial frente a nuestros semejantes.

Si fuésemos una especie sin noción alguna de conciencia, no habría sentido en condenar ninguna de nuestras acciones, aunque una especie que no hubiese desarrollado este grado de conciencia, no hubiese realizado cambios en el medio de manera semejante. Los mecanismos, empero, para corregir los yerros de nuestra especie causados por nuestra naturaleza están en la naturaleza misma. Esos elementos se llaman cultura.

La libertad de creación de normas sociales y la posibilidad de transformarlas hacen posible crear, en momentos como los que vivimos, una cultura que encauce de formas distintas los instintos naturales que nos han llevado a esta situación. Ello no equivale a negarlos, sino a modelar nuevas formas de manifestarlos. Esa capacidad de elección y creación ha sido el privilegio humano desde el inicio. Es hora de honrar ese destino.

Cambiar de manera modesta y comedida nuestros hábitos de vida no daría los resultados necesarios. El disminuir las emisiones de carbono, detener la producción y consumo de plásticos, promover la alimentación vegana o vegetariana son medidas bienintencionadas, pero no efectivas del todo. Debido a las dimensiones de la población humana, la presión a la que se ven expuestos los recursos naturales es mayor a su capacidad para regenerarse. La cantidad de seres humanos en el planeta es inmanejable. La cultura humana que ha de nacer deberá enfrentarse a ese hecho.


Al principio de estas palabras mencioné que las ideas de los pensadores que nos veían como seres de excepción ya no eran operantes. Lo que se ha desvanecido no es la validez de sus ideas, sino el mundo en el que se movían, su lenguaje; hoy vivimos en uno en el que percibimos de otra manera el continuo entre el mundo natural y el humano. El ser humano no es sino una expresión de aquel. Lo que permanece, son algunas de sus conclusiones: el universo es inocente y es la inteligencia la que le da un significado moral pues solo con ella nace la libertad.

Es verdad: la libertad y la inteligencia de nuestra especie son más complejas que las de otros seres de la naturaleza, pero esa multiplicidad no es exclusiva: ya la diversidad está presente en aquello que nos rodea. ¿Qué fue lo que motivó que la vida surgiese y se desarrollase de esta manera? ¿Por qué el todo innumerable en lugar de un espacio vacío y uniforme?

Hay otro elemento humano que se revela como nexo entre la naturaleza y lo humano; entre lo instintivo y lo racional: las emociones. Su función dentro de un orden natural es incuestionable. Como especie gregaria desarrollamos la capacidad de sentir empatía y aversión ante nuestros semejantes y ante otros seres vivos.

Todo ello es comprensible: al darle cualidades humanas a especies que resultan beneficiosas, las hacemos entrar en las reglas y lógica del mundo social propio de nuestra especie. Lo que resulta menos evidente es la razón de que seamos capaces de empatizar también no solo con seres vivos con los que hemos creado un vínculo ancestral, como perros o caballos, sino con todo tipo de animales, plantas e, inclusive, con las mismas formas materiales. ¿De dónde esa posibilidad del ser humano? ¿Interviene en ello su inteligencia o es un impulso puramente instintivo? ¿Y si es un impulso, cuál es su lógica?

No parece haber una frontera estricta entre lo instintivo, lo emotivo y lo racional; no es posible predecir de manera terminante el futuro de lo existente. Tampoco su origen.


En el mundo en que hemos nacido usamos el lenguaje de la ciencia como antes el de la religión o el del mito. A través de ese lenguaje, que no resulta superior ni inferior, descubrimos el universo. Hoy, sin embargo, resulta urgente reformular en nuestros términos las relaciones entre el hombre y el mundo so pena de terminar con aquello mismo que es el imperativo mismo de la naturaleza: la vida; nuestra existencia misma. Una nueva revolución deberá ser inventada y toda revolución empieza por la cultura, por esa libertad —azar y destino—que es la seña de la acción humana. De la vida como la conocemos toda.




[1] Aunque consideramos digno de encomio que alguien se sacrifique por salvar a otros. Esto tiene sentido biológico si recordamos que somos seres sociales y la estructura de la sociedad es más importante que un solo individuo. Los lazos que nos unen son muy importantes para nuestra especie.

[2] Las anteriores extinciones masivas no fueron provocadas por la acción de una especie, sino por fenómenos naturales.

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