domingo, 1 de diciembre de 2013

Invocar a los dioses



[...] Nada les dejo sino este justificado asombro;
este fuego para acabar con todo
–oh mujer, oh cuerpo mío que desea-
este asombro como el fuego del crepúsculo;
                                                 el mar y el cielo
                                           devastando el horizonte.

"Testamento", Yo mero


Usaba entonces una camiseta del último disco de los Smashing pumpkins y escuchaba en mis walkman “Paranoid android”.

Mi madre se reunía cada semana en un grupo católico que leía la Biblia, la comentaba y se daba golpes de pecho. Yo y mi hermano espiábamos divertidos todo el proceso. Nos subíamos en un sillón y detrás de las cortinas hacíamos caricaturas de mochos y beatas en trance.

Debimos ver mejor sobre que sillón nos subíamos porque la polilla y los tamales hicieron su efecto y caímos un día estruendosamente al suelo. Tuvimos que arreglar el estropicio y etcétera.

Ese etcétera significó ir rigurosamente a dichas reuniones.

Normalmente debíamos hablar y comentar, así que sintiéndome tristetristetriste porque mi mamá me había regañado, procedí a alegar. Una señora dijo que debía ser sacerdote (años antes, un tío de esos católicos de los que ya no hay soñaba con meterme al seminario). Mi mamá dijo que no, que yo era un hereje y un descreído (aunque los descreídos no pueden ser herejes; mi madre no era muy ducha en teología).

Es verdad. Como todos, me burlé de la religión, me declaré ateo.

Sin embargo.

En los poemas que escribí hace unos años aparecían muchas menciones a los dioses.
Alguna vez Huberto Batis en clase me preguntó que si hablaba de Tláloc. No supe qué responder.

Y no, claro que no hablaba de Tláloc. Ni de Jesucristo. Ni de Pachamama. Ni de Krishna. ¿De quién hablaba?

Es común que sienta un dolor en el hígado cuando voy en el camión y me toca ir junto a hombres “religiosos”. Hace unos días tan solo un señor decía que los guatemaltecos tienen pero rete harto éxito en sus ranchos y que se les da mucha cosecha porque ellos son “del evangelio”.

Una señora, copete antigravedad, falda negra, asentía mientras me convencía de que si me acerco a Dios me dejará de doler la cabeza.

Lo malo es que más que dolor de cabeza, era que reprimía la risa porque me imaginé qué pensaría si le pregunto si también por ser “del evangelio” Guatemala tiene hartas guerras genocidas en su cosecha que nunca se acaba (dice popular canción).

No, creo que no tengo religión y que aunque algunas me simpatizan más que otras, en general aquellas que me rodean (o sea las monoteístas) no me convencen. No creo ni en el judaísmo ni en el cristianismo ni en el Islam ni en el ateísmo ilustrado. No creo nada en el paraíso con muchas mujeres, velos vaporosos dejando al descubierto sus ombligos, ni tampoco en un señor enojón que se aparece como una nube o un fuego del desierto; menos en un universo que apareció de la nada porque sí y quién sabe cómo. Me simpatiza más eso del Dios que ama y aquello de hermana luna, hermano sol. Pero, chingaos, no siento todavía fe en Iglesias que han llegado a encubrir o provocar tanta sangre.

Las otras tradiciones religiosas me intrigan, percibo su belleza. Siva bailando al destruir al mundo y creándolo; el cuerpo del mundo como un hombre para algunos grupos africanos; los dueños del cerro que piden la lluvia.

Sion embargo uno no se convierte a esas religiones por decisión. Es una visión, una forma de vivir. Y aunque tienen sus pájaros, también por ahí están sus feroces galgos morados. Además, ni modo, algunas cosas no las acabo de creer (tampoco las dudo, simplemente no daría mi vida por ellas; mucho menos mataría).

¿De quién hablaba entonces?

A pesar del supuesto ateísmo adolescente que profesé, nunca me simpatizaron los ateos furibundos ni los predicadores positivistas. Los epítetos puestos a los creyentes: “idiotas”, “primitivos”, “pobres ignorantes” y demás me sonaban como muestra de lo peor de la intolerancia que decían atacar.

Por otra parte, mi abuela fue católica. Y no podía entender que hubiera no sólo quienes dijeran que ella iba a ir al infierno (otras religiones monoteístas), sino quien asegurará que ella, una de las personas más buenas que conocí, era una ignorante supersticiosa.

Claro que la bondad no se asocia con la inteligencia, pero quizá sí con la sabiduría.
Además estaban esos momentos.

Estaba esa navidad y el olor del musgo, las manos que limpiaban las figuras del dios niño, la virgen; estaba la noche iluminada y el reflejo en los ojos. Y una historia de esperanza.
También las flores y la danza; caminar en las calles iluminadas donde ninguna puerta se cerraba. Está esa tarde en que mi padre lloró frente a un féretro y cantaron. El fruto de la muerte y la vida.

No veo cómo negar esa belleza.

Ello no hace que los dogmas cristianos sean reales. Tampoco digo que la moral propugnada por esas iglesias (católica en el caso de mi abuela, aunque el catolicismo abarca desde el repugnante San Pablo hasta San Francisco de Asís) me parezca aceptable. En general la moral —toda moral—y los dogmas —todos los dogmas—me resultan francamente  inaceptables.

Por ello entiendo a aquellos que juzgan a las religiones por esto. Empero recuerdo que ellos mismos viven sujetos a una moral que, en general, consideran tan única e inamovible como la que critican. También les apunto que el ateísmo ni ha traído libertad ni belleza ni sabiduría ni nada de lo que pretenden. Las guerras no sólo no han desaparecido del mundo laico, sino que se han tornado peores. Y el nacionalismo ha matado más personas que todas las religiones juntas. Y olvidamos que no es lo mismo el taoísmo que el budismo ni el cristianismo que el Islam… y que todos ellos son distintos a esa sabiduría que tienen los pueblos sin tradición escrita.


¿Creo en los mitos? No. No creo a pies juntillas en ninguno de ellos. Pero me parece que por lógica no se puede prescindir de ellos. Nunca han apelado a la lógica y de hecho sus presupuestos indican que están fuera de ese terreno. No creo en ellos, pero tampoco puedo asegurar que no sucedieron. Suspendo el juicio.

Y aún si no fueran verdaderos fácticamente: en ellos se encuentran verdades más profundas que muchas de las ahora discutidas. El árbol de la ciencia, del conocimiento, del bien y el mal explica mejor que muchos filósofos las consecuencias de la conciencia. La idea de las eras cósmicas de la India explica de una manera palpable la inmensidad del tiempo y las ideas del mundo cíclico. Los dueños del cerro y los espíritus del bosque explican muy bien la relación entre todo el entorno ecológico y los peligros desatados al alterar los ecosistemas.

Más que eso, los mitos no son sólo frutos de la fantasía. O mejor dicho: la fantasía no es un adorno superfluo, sino una manera de aparecer la realidad. No otra manera, sino la manera de manifestarse de la realidad. No de la Verdad, pues la verdad para los occidentales es única y monolítica (es discurso, logos), sino la realidad en tanto presencia que se siente, se vive y, sí, se puede interpretar.

Creo que los mitos no son fruto del hombre, no creo que el hombre haya creado a los dioses. Los mitos están más allá del hombre. Son símbolos en su más pura acepción: formas de pasar de un mundo a otro. Son reales y sobrevivirán a la humanidad. El árbol, el rayo, el dios en la cueva, la serpiente del sueño; el dios sacrificado y vuelto a nacer. Todos preexisten. No dependen ni del hombre ni de su cultura.

¿Con esto aludo a las ideas de los esotéricos? No necesariamente.

Digo que preexisten, no que los seres humanos no los modelemos a partir de nuestra cultura. El ser humano re-significa todo lo que toca. Así, estas realidades serán conceptualizadas y reinterpretadas de forma distinta por cada grupo humano, según les sea significativo o no.

¿A qué me refiero entonces con los dioses?

Me refiero a esos instantes, a todo instante que nos es regalado, a esas experiencias gratuitas en donde somos conscientes de ser sólo una parte del todo. Comunión y soledad; terror y dicha. Todos lo hemos sentido alguna vez. Los dioses de las pequeñas cosas. Y también los dioses terribles de las grandes ocasiones, del sacrificio de una madre por su hijo, de los amores suicidas; de una mañana desnudos cubiertos de la luz matinal.

En todo están presentes los dioses, en todo está lo sagrado. Y una taza de café humeante merece ser santificada, merece ser agradecida.

Esa es la clave que hemos perdido con el mundo moderno y que los antiguos intuían. Cada uno con su propia manera de ver el mundo, con una significación distinta pues distintos eran las necesidades y las realidades presentadas a sus sentidos.

Qué mayor sabiduría que la de agradecer a la Tierra por darnos alimento y saber que u día también seremos parte del nacimiento de otro con nuestra vida. Qué mayor sabiduría que el baile que destruye y crea al universo. Qué mayor que la de la fraternidad divina que da su vida por amor.

¿Es verdad lo que dicen estas tradiciones? ¿Es verdad literalmente?. Lo ignoro. La verdad no me interesa: me interesa que hablan de algo que podemos sentir y negar lo que se siente es inútil. Para esas tradiciones la idea de la literalidad era extraña, además. Sólo occidente, orgulloso y vano, invento tal espejismo.




La lluvia debió ser santificada y Tláloc y las ondinas; los bosques y las hadas, los dueños del bosque, los genios de la selva; el amanecer y la Aurora; la noche y… Perpetuo canto. Respeto y alegría es lo que hemos olvidado.

La Ilustración, claro, vació al mundo. Pero la vida moderna, que no permite apreciar la belleza y el abismo también lo hizo. La locura se extendió: se vació de lo sagrado en ella. La locura, la verdadera locura, la llamamos civilización. Yo la llamo esclavitud. No tenemos tiempo para sentir y a los que sienten los llamamos locos, atrasados, inmorales.

¿No se parece mucho esto que digo y el arte? Por supuesto, pues el artista pretende multiplicar el mundo; repetirlo y recrearlo. Volverlo a hacer presente. El arte es imitación de la naturaleza en tanto recrea ese momento en que se nos presenta lo sagrado de cada instante.

La ciencia no es enemiga de lo sagrado: su enemigo es el conformismo, la enajenación. La ciencia, ella también, debería ser un vehículo del mundo, no de su desequilibrio en aras de un poder ficticio.

¿Que la ciencia destruye los mitos? No es verdad, si tomas al mito como una imagen del mundo (y no con ese vil sentido de “mentira”) pues la ciencia misma es una imagen —una más— del mundo. Demuestra mediante pruebas y errores, pero nombrar no es explicar y el mecanismo no explica al ser, como la botánica no muestra lo que es este árbol ni la anatomía lo que es este beso entre los cuerpos.

La ciencia explica sus mecanismos. ¡Maravilloso! Ello no rebaja sino enaltece al mundo; a lo sagrado.

Los dioses de todos los días, los dioses que hemos olvidado. Los que no nos atrevemos a cantar porque también son dolor y abismo.

Nadie dijo que la santidad era dulce.


César Alain Cajero Sánchez


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