lunes, 22 de julio de 2013

Verde es el árbol de la vida

Verde es el árbol de la vida


La idea de que el universo ha sido escrito siguiendo una regla y una medida humana; la idea misma de que lo humano es razón y no sueño ha durado ya desde hace miles de años entre nosotros. De ella ha nacido la lepra que corroe al hombre.

Cuando se cree que el universo obedece una ley, sea la que sea ésta, no es asombroso que los hombres dicten otras leyes para regir su pobre dominio. El orden fascina porque entraña una imposibilidad de la libertad. Y la libertad es el miedo más acabado de los hombres: juramento y celebración.


Las leyes son, entonces, vistas como revelaciones de la Verdad, no como meros instrumentos para servir al hombre. Así, los hombres terminan en siervos de su propia creación.

La sociedad es el modo más perfecto en el que esta sistematización del artificio ha cristalizado. Para la civilización, sólo cuenta aquello que entra dentro de sus límites: todo aquello fuera de ellas es inexistente, espurio o blasfemo. La civilización occidental, fruto de la idea de Verdad única y redentora —con su corte de mártires, fariseos e inquisidores; con sus corredores llenos de gobiernos, reyes, prelados y ministros— es el culmen de lo que han sido todas las sociedades.

Y la semilla que sembró Platón, la de un orden racional tanto en las alturas, como en la Tierra, produjo la idea de mundo que hoy nos domina: la nacida en el Siglo de las luces. La de un universo como una maquinaria mensurable y descifrable; analizable. Que hoy se hable de la verdad fractal no es más que una evasiva ante la Verdad que hoy reina: todo es realidad si lo justifica la teoría; si es disfrazado de palabras que veneran a la razón; que se disfrazan con sus ropajes.

Que hoy admiremos la idea de una verdad plural sólo es posible porque ya un teórico justificó la existencia de tal idea. Sólo hasta que la teoría la sancionó como verdadero fue que tal posibilidad nos pareció justa. No habrá, pues, que esperar mucho para que la Razón sueñe su nuevo monstruo y arrojemos a la fractalidad al bote de basura donde descansan otros absolutos fundados en la Razón.

El eclecticismo de la llamada posmodernidad muchas veces se ha presentado como la antítesis de la verdad monolítica de la modernidad (y de Occidente). Se olvida que tal eclecticismo cultural sólo es aceptado cuando ha sido justificado por la Razón. Si aceptamos otras tradiciones es siempre que la ciencia, la técnica, la Razón, nos permitan adoptarlas sin temor a caer en el ridículo.

No es, entonces, de sorprender que hoy se jure en nombre de la Ciencia como antes se juraba en nombre de Dios o de la Democracia. La diferencia entre los Absolutos de épocas pasadas y el de nosotros es cuestión de un montón de fórmulas de rutina; en donde el lenguaje pseudocientífico reemplaza los Credos y las antiguas leyes.

Pruébese si no recordando las conversaciones con cualquier intelectual. Su máximo argumento siempre será acudir al testimonio de la Ciencia; a las palabras de un teórico; a los “nuevos descubrimientos” en determinada área. Es la Razón la que nos permite creer en algo.

Júzguese si no en cualquier diccionario, donde la palabra “científico” se presenta como sinónimo de indiscutible, probado, seguro, irrefutable; Verdadero.

En el caso de las Humanidades es pasmosa la manera en que tal concepción de la Verdad ha sido aceptada. En realidad la ciencia, sin rebajarla, pues merced a ella se han abierto nuevas posibilidades a los sentidos, es una herramienta tan solo. Una herramienta: no un criterio infalible, no una revelación. La ciencia y la razón son instrumentos del hombre; no sus tiranos; no sus dioses.

Sin embargo, no es ya sorpresa descubrir cómo en las conversaciones entre humanistas se tiene por verdadera cualquier majadería disfrazada en un lenguaje pseudocientífico; en una parodia empalagosa de la jerga de los lógicos. Para que un humanista crea lo que sea basta con citar al más mediocre teórico y decirlo de manera que nadie sea capaz de entender. Para evitar caer en el ridículo, nadie se atreverá a decir que el Rey va desnudo.

Otros acudirán a la justificación de la ruptura del orden monolítico; a la Verdad como un fractal de posibilidades (repito: idea aceptable sólo porque ha sido enunciada desde la Razón, o con algo que se parece a ella). Merced a esto se justifica la peor de las necedades; la más absurda pedantería; el narcisismo del lenguaje. “Una victoria sobre la monopolización de la verdad”, corean los académicos.

Se habla entonces del ocaso de Occidente, de la pluralidad de culturas, de las deudas de nuestro mundo con las otras maneras de pensar; se alude a las vanguardias, al romanticismo; se cita a Nietzsche, a Kierkegaard. Se habla también de la filosofía como un juego y como una creación.

Pero se sigue invocando a la Verdad.

Pero se olvida que lo que menos quería el arte era ser Verdad (al menos en la definición de la Verdad occidental; el arte es presencia); el romanticismo no pretendía ser explicado por la teoría. No quería establecerse como una nueva máscara de Occidente.

Las tradiciones occidentales no necesitan ser justificadas desde Occidente: mientras están vivas se sostienen en dos pies; saltan, bailan, dan gritos de júbilo.

En el pasado era la teoría la que seguía al arte: hoy es el arte el que sigue a la teoría. Y sólo es valioso el arte que puede ser explicado por un teórico. Hemos olvidado la capacidad de olvidar: de perder el control de nuestro ser. De hundirnos en la pasión.

Todos somos demasiado racionales. Y hasta nuestros entusiasmos son el reflejo de un silogismo.

En realidad el ataque a la Verdad que se presenta hoy día, poco tiene que ver con la rebelión romántica que en el mediodía de la Edad Moderna cruzó como un fuego a Occidente. Aquella se apoyaba en los sueños; ésta, en la estructura; aquélla prefería a la fantasía; ésta, al análisis; aquélla era visionaria a fuerza de pasión; ésta, desdeña aquello que no puede ser enunciado. Los despojos del romanticismo fueron envueltos cuidadosamente en un ropaje de palabras y forzados a presentarse de nuevo ante una sociedad, que al verlos tan anémicos como sus fantasmas, los aceptó sin chistar.

Los poderes de seducción de aquella gran rebelión contra el racionalismo yacen en el cajón donde guardamos todo aquello de lo que a veces nos sonrojamos; a una era juvenil donde —reímos— todo era permitido. Hoy, es cosa de ocuparnos seriamente de aquellas nuestras antiguas pasiones.
Racionalizar las pasiones; desmitificar al mito. Sombra de la sombra de aquello que alguna vez fuimos.


César Alain Cajero Sánchez

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