lunes, 22 de julio de 2013

Una casa azul donde siempre llueve

Una casa azul donde siempre llueve



A las doce de la noche de aquel sábado, todos los habitantes escucharon el correr de caballos alrededor de la casa.

Los niños fueron los primeros en adivinarla: debajo de las mantas soñaron con una gran nube que volaba alrededor de una cumbre mientras el viento iba tirando uno a uno los árboles. Soñaron después con una mesa roja donde alguien vertía arena y soplaba.

La mujer de diecisiete años, pensó en una serpiente que silbaba y que en la boca llevaba una flor que moría cada día y nacía al siguiente.

La madre soñó a continuación con unos botines llenos de sal que había que llevar al abismo, a la orilla de la Tierra. El padre; con la carga de mil fanegas cayendo en el camino, con doce veces doce insectos batiendo sus alas alrededor.

Un ave tocó tres veces el piso y comenzó.

Afuera la casa es azul, casi toda. Los niños la pintaron hace siglos aquí y allá de verde con sus manos; de café con lo que existía de tierra entonces; de blanco con la sal y la mañana.

Por dentro hay que ir de un lado a otro con canoas y ponerse ropa donde no crezcan el musgo, la orquídea ni la sanguijuela. Los niños juegan en los cuartos superiores a atrapar sapos o salamandras para quitarles los ojos. Los padres al principio se molestaban, pero descubrieron que el sabor de las ancas de rana no se ve afectado por ser de criaturas ciegas y ahora les dejan hacer a su gusto.

Dormida en otra habitación, habita una gran pitón que come peces en los niveles más bajos y que pasa rozando las piernas de las mujeres. Ellas al principio gritaban, alarmadas y clausuraron la habitación. Meses después, maravilladas por el descubrimiento de la flora que crecía en aquel rincón prohibido, recorrieron cada lugar y conocieron el lenguaje de esas noches. Finalmente, hastiadas, acabaron aceptando al animal como algo cotidiano. Sólo en algunas noches van a ver cómo florece el loto entre las escamas del gigante.

En algunas de las antiguas habitaciones habitan caimanes; otras, asediadas por el agua, son morada de algún tiburón, una manta, incluso una que otra piraña.

Siempre llueve en esta casa. Siempre.

Mientras se está despierto hay que habituarse al sopor que provoca la flora que ha invadido parte de la planta alta. A veces hay que saludar a algún enorme lagarto que, cansado de comer peces en las plantas bajas, quiere saludar a los que viven allá arriba.

Después, el padre baja a atrapar ranas, peces distraídos y en días felices, una morsa con cuyos colmillos se fabrican albos juguetes que son la distracción de los niños. Osos, leones, jaguares, tigres y elefantes, memorias ancestrales de un mundo en el que la lluvia no estaba siempre presente.

Al principio era una sorpresa abrir algunas puertas y encontrar todavía algún vestigio de esa era de claridad. Un libro, cuando había libros, que no se deshiciera entre los dedos; un sombrero, una pieza de metal todavía no herrumbrada.

De la luz hubo siempre un recuerdo antiguo ahora que hasta la llama más profunda cedía al cabo de pocos minutos si no se le cultivaba de manera escrupulosa. Pero del fondo de las aguas surgía, en esa noche primera, un brillo como venido de ninguna parte. Al fin de ese día cuyo nombre no debe decirse, los niños se congregaban alrededor de los demás para escuchar historias de lo que era un mundo sin agua, sin enfermedad, vejez, ni trabajos. Y así hicieron sus hijos y los hijos de sus hijos; recordando, prediciendo o inventando ese universo, aún cuando su destreza para bucear los hubiera podido llevar a la antigua puerta de esa casa azul donde nunca para de llover.
Lo que hubieran visto entonces, lo que sólo los hombres de fe han visto en esas noches en que el viento deja entrar nuevos sueños, hubiera sido una gran llanura sedienta; un polvo gris y un silencio tan enorme como ya nadie lo recuerda.

Y en otra parte, tal vez, otras casas, quizá de otros colores, donde siempre llueve.


César Alain Cajero Sánchez

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