domingo, 17 de mayo de 2015

Crear la realidad


¿Qué es literatura?

El término “literatura” como lo conocemos es de origen muy reciente. Ni griegos ni romanos tenían un concepto de “literatura”, como tampoco lo tuvieron otros pueblos. Durante la Edad media, el Renacimiento y el Barroco, nunca se oyó el término.


Cierto: en latín existía la palabra litteratura, que se refería no a lo que nosotros conocemos, sino a la enseñanza de la gramática, ortografía y caligrafía. Así, un literato era un maestro de lo que hoy llamaríamos lengua nacional. Por extensión, un letrado (alguien que sabe escribir) también era llamado de la misma forma.

No es sino hasta comienzos del siglo XVIII que se comenzó a usar el término para aludir a lo que producían los letrados, es decir: textos escritos. Todo documento, sin importar el tema que tocase, era llamado “literatura”. Este uso continúa en términos como “literatura médica” o “literatura jurídica”.

Aunque el término no existía (como tampoco la idea moderna de “arte”), los orígenes de la actividad que hoy llamamos “literatura” se entremezclan con el origen mismo del ser humano. Los griegos ya escribían poemas, obras dramáticas y comedias. No hay pueblo sin poesía en forma de canciones, conjuros, letanías; no hay tampoco pueblo sin cuentos tradicionales. Que tales expresiones no se escribiesen poco importa: la escritura es tan sólo un reflejo de la lengua; un lenguaje de segundo orden.

Sin embargo, la emergencia de la palabra “literatura” en pleno Siglo de las luces, con la idea ilustrada de la superioridad de la “alta cultura” llevó por momentos a polémicas que hoy nos parecen absurdas, en relación, por ejemplo, a si la novela debía ser considerada literatura o no (las baladas y narraciones populares se dejaban de lado por principio).

Con el romanticismo, apareció la idea que hoy tenemos del término literatura. A saber: aquella que llama con este nombre a las obras que usan el lenguaje para crear arte. Poesía lírica, épica; narrativa; obras dramáticas; ensayo…

Sin embargo, aunque muchos de estos géneros existían desde hace siglos, hay que ser conscientes de que el concepto “literatura” no se limitó a agrupar dichos géneros bajo un sólo concepto: acotó su significado.

A partir de la modernidad, aunque con evidentes precedentes, apareció la idea de “ficción”.

Para los medievales como para los griegos, las historias que se contaban no eran “ficción”, sino absolutamente reales. No es así para nosotros, quienes vemos una diferencia importante entre las obras literarias y aquellas que pretenden informarnos de la “verdad”. Cierto: tanto el ensayo como ciertas novelas, sin hablar de la crónica, se apoyan en datos que consideramos reales. Aun en estos casos se habla de un trabajo “imaginativo” que es incompatible con el carácter supuestamente objetivo de la realidad.

Por su parte, el mito, desde la crítica socrática y, sobre todo, después de la aparición del cristianismo, se tildó de falso. No alcanzó la dignidad siquiera de la ficción, pues este concepto todavía no existía. Y aunque los mismos románticos lo reivindicaron como obra poética, la palabra había adquirido una carga semántica negativa. Tan es así que incluso hoy mismo —no sólo tras el romanticismo, sino tras los estudios antropológicos— se le llama “mito” a todo aquello que consideramos ilusorio; mentira.

¿Es el mito literatura? Me inclino a responder afirmativamente, siempre y cuando hagamos una total reevaluación de nuestro concepto de “literatura” como se ha entendido desde la Ilustración.

Si el concepto de “ficción” es inseparable de lo que llamamos “literatura”, entonces no podríamos llamar de esa manera ni siquiera a la poesía lírica misma. Esto porque en la lírica no existe aquel “pacto de ficcionalidad” donde aceptamos leer aquello “como si fuese real”. No es así: desde el principio aquella “voz lírica” se confunde con la voz del “yo” real. No leemos la poesía como aquello que “podría ser”, sino como lo que es. O mejor dicho: lo que experimentamos.

De esta manera, la definición tradicional de aquello que llamamos “literatura” resulta insuficiente.

Si bien hoy consideramos al mito como una explicación fantástica e imaginaria del universo (lo que muy bien puede relacionarse con lo “ficticio”), en sus orígenes, estas narraciones se consideraban absolutamente reales. No se trataba en realidad de que el mito explicase al universo: que esas palabras diesen cuenta de lo que es la realidad. No: el mito era el fundamento de esa realidad. Esta no preexistía al mito; se fundaba al tiempo en que el mito era creado. Y cada vez que el mito se repetía en forma de rito, esto implicaba el regreso de aquel tiempo: la recreación del universo.

Esto en un principio, puede resultar incomprensible para nuestra concepción del mundo. Sin embargo, la re-presentación del instante es algo común a todas las artes de la palabra (y si nos apuramos, a todo arte). Al momento de leer una novela, aquellos caracteres impresos se convierten en personas que sufren, aman u odian; seres con vida que vemos pasar frente a nosotros. Al leer un ensayo, sentimos que aquel que lo escribió está a nuestro lado, hablándonos; asentimos, reímos o discrepamos.

No se puede decir lo mismo de otro tipo de textos, ya que aunque también podemos estar o no de acuerdo con un texto histórico, científico o jurídico, por mencionar algunos casos, éste no provee de los elementos para hacerse sensible: presente.

Aunque la poesía épica tiene muchos puntos en común con el mito y más de uno verá en ella semejanzas notables (y con su descendiente moderno: la novela), me parece que es la poesía lírica aquella que nos puede dar la clave para entender el sentido último del mito.

Como ya mencioné anteriormente, la lírica constituye un problema para la definición de literatura. Resulta extremadamente difícil, si no imposible hablar de “ficción” en ella; aquel pacto está ausente. La voz lírica y la del “yo” lector se confunden en ciertos momentos. Si el mito revivía cada vez que era dicho; el poema sólo se cumple cuando es leído. Cuando aquella voz vuelve a hacerse presente. El instante se re-vive. Cada vez que un poema es leído, el tiempo gira en círculo y el instante regresa: no el mismo: otro.

Antes dije que el mito se re-presenta. No es así. El mito, como la poesía, se re-crea. Cada vez que se hace presente, es la primera. En la lírica esto es patente: cuando el poema es leído, aquello que canta no es lo que vivió su autor, sino lo que vive el lector. Este re-vivir no es una actividad pasiva: el lector participa del poema (como el participante del rito se convierte en un capítulo de la historia de la creación) y lo cumple. Sin él, no podría realizarse (como el participante del rito colabora en la creación del universo). Al mismo tiempo, el lector no sale de esa experiencia indemne (si es que esta se cumplió): la poesía le ha dado palabras, forma, a aquello que era una sensación informe; esto, de una manera análoga a los ritos de paso; el hombre renace y el mundo ya no es el mismo.

Al terminar de leer un poema, el mundo ha cambiado. Vemos lo que antes no veíamos; todo se ha trasformado y nada al tiempo.

Esto no sólo sucede con la poesía lírica, sino con las obras dramáticas, las novelas y los cuentos. El mundo cambia, resplandece por vez primera, cuando hemos sido tocados por el arte.

Así, lo que los griegos entendían con poiesis, creación, puede resultarnos comprensible. Recordemos que los griegos no creían en la nada, sino en el caos. Poiesis significaba dar orden a ese caos: dar palabras a lo nunca dicho; dar forma a lo informe. El mito creaba el orden en el universo al recrearse en el rito; la poesía da nombre a lo velado en el silencio. Es por eso que escapa al lenguaje a través del mismo lenguaje: no refiere: nombra; no explica: recrea.

De esa manera, lo fundamental de la literatura (¿o cabría mejor hablar de “poiesis”?) no estriba ni en estar escrita ni en usar una retórica específica. Tampoco en “embellecer” la realidad, sino en fundarla. Por ello no se explica nunca de forma cabal: se canta. Las palabras nunca podrán explicar del todo al poema pues éste es aquello que da forma al universo; que lo revela (entendiendo esto como: que muestra aquello que permanecía oculto).

Pero si la literatura va más allá de las palabras, ¿cómo puede usar las palabras mismas?

En otro ensayo arriesgué que el mito original es el lenguaje; entonces, ¿cómo puedo ahora señalar que el mito, y por tanto, la literatura toda, van más allá del lenguaje?

La omnipresencia del lenguaje hace que pronto éste pierda su brillo original. La palabra se convierte en instrumento de uso común y como todo instrumento sólo existe mientras nos sirve. El timbre de cada palabra, su papel en la oración; el color de cada vocablo; todo ello no resulta apenas de importancia para la aplicación social del lenguaje, donde todo se mueve en torno de la noción de utilidad.

No hace mucho, en un artículo acerca de la desaparición de varias lenguas minoritarias, un comentarista expresaba que es una falacia la valía única de cada lengua, pues su valor estriba en ser instrumentos útiles para la sociedad. Por ello, por poner un ejemplo, que en la lengua ch’ol la palabra “wüy” signifique lo que en castellano podemos mal traducir como “espíritu animal que nos es asignado desde nuestro nacimiento y con el que tenemos contacto durante los sueños; nuestro compañero en el camino de la vida”, no tiene apenas importancia, pues aquella palabra puede reemplazarse por esta otra compleja construcción sintáctica sin “apenas pérdida semántica”.

Esta visión bárbara, basada sólo en la utilidad afortunadamente está en vías de desaparecer y puede desenmascarase con facilidad si acudimos al ejemplo de la poesía. Ningún poema dice lo mismo que otro aunque su "tema" sea el mismo. El poema es irreductible a su tema y es indecible salvo por él mismo así como cada palabra nunca podrá ser traducida a otra: cada lenguaje es único porque cada obra de arte lo es. El arte es lo único que permanece pues es aquello que funda.

De esta manera, el lenguaje de todos los días es intraducible incluso. Ya no digamos la realidad que es cada lengua. No existen sinónimos plenos, pues cada palabra, tiene un color, un timbre especial tanto fonética como semánticamente; cada construcción sintáctica es distinta e irrepetible[1].

La utilización mecánica y cotidiana de las palabras, desgasta sus formas. Aquello que son se eclipsa por aquello para lo que sirven. Es tarea del creador tomar aquellas palabras y recuperar en ellas la sorpresa: hacer que vuelvan a decir lo que ya no podían; dar un sentido nuevo a esas voces y con ello nombrar aquello que ya no podían. Renovar el lenguaje: renovar al mundo. El lenguaje ya existe, pero oscurecido por el uso que lo convierte en útil: es labor de la literatura usar ese lenguaje de manera que las palabras puedan liberarse y digan aquello que nadie sospechaba: extrañarse ante el lenguaje es ver detrás de él la figura del universo. Este significado, en la literatura pasa necesariamente por la sensación, en tanto que la parte intelectual es insuficiente. No se trata del abandono de la razón, sino de su integración con lo sensible.



La literatura, pues, podría de alguna manera definirse como aquel arte que usa las palabras (el extrañamiento ante las palabras) para revelar aquello que estaba oculto (poiesis): para dar forma a lo informe.

No otra cosa hacen otras artes, si bien con sus respectivos lenguajes. El arte permanece porque está más allá de la interpretación: es sensible; es aquello que da forma al mundo.

No es casual reconocer que los orígenes del arte (otra vez: este es un término moderno) son los ritos. En efecto, si el rito es una búsqueda de lo que está más allá del mundo físico; el arte es la presencia de aquello buscado: su revelación. Lo sagrado tiñe al arte primitivo. Por ello, no debe sorprender tampoco que haya tantas semejanzas entre la palabra mítica y la poética.

Así, Adorno y Horkheimer escriben que:

“Está en el sentido de la obra de arte, en la apariencia estética, ser aquello en lo que se convirtió, en la magia del primitivo, el acontecimiento nuevo, terrible: la aparición del todo en lo particular. En la obra de arte se cumple una vez más el desdoblamiento por el cual la cosa aparecía como algo “espiritual”, como manifestación del mana. Ello constituye su aura. En cuanto expresión de la totalidad, el arte reclama la dignidad de lo absoluto.”[2]


En efecto, el mito puede ser concebido como parte de la literatura si entendemos que la literatura es arte y que arte es fundamentalmente poiesis: creación; revelación de lo oculto. Que hay una relación directa entre aquello que llamaremos “numinoso” o “sagrado” con esta revelación. Algo que va más allá de explicaciones y del tiempo; es aquello que permanece pues funda; más allá de las palabras: que re-crea el misterio; lo presenta; lo hace sensible. Y que la diferencia de la literatura con las demás artes es que en esta, se usa el lenguaje, se le devuelve la extrañeza que siglos de uso han oscurecido.





[1]  El ejemplo de Paz en El arco y la lira sigue pareciéndome estupendo: “De desnuda que está brilla la estrella” no es lo mismo que “la estrella brilla porque está desnuda” o que “De desnuda que está, la estrella brilla” o que “La estrella brilla de desnuda que está”, o que “La estrella, de desnuda que está, brilla”. La tensión de la primera frase se vuelve pueril en las otras; cambia el tono.

[2] Max Horkheimer, T.W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, p 73.

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