domingo, 15 de septiembre de 2013


La misa y los personajes



Sin arte no hay artista, parece una idea inocente y elemental, sin embargo lo contrario es lo que piensa el público universal. Los críticos lo creen aunque digan lo contrario, los académicos lo aplauden aunque rebatan la idea; los artistas mueren por ser artistotototas de verdad; los lectores lo celebran a pies juntillas. Y claro, si preguntamos a una persona de la calle que entienda la cuestión, ni hablar: el arte sigue al artista.
Herencia del romanticismo y su necesidad de destruir los límites entre arte y vida; de romper con la domesticidad que los neoclásicos con sus academias y buenas maneras impusieron; la imagen del genio atormentado es uno de los monstruos que produjo la razón ardiente.
No es de sorprender esa reacción: el genio, con su vida, es la figura que encarna la chispa de lo divino. Es la vida y no la academia lo que entrega los laureles al poeta. Un espíritu de salud recorrió los salones ilustrados cuando ese joven saltó y bailó sobre las leyes y las “objetivas” apreciaciones artísticas. Sin embargo, ese joven pronto se convirtió también en juez y armado de toga y birrete hoy dirige a una panda de caciques dispuestos a aceptar entre sus filas a cualquiera que cumpla con sus fantasías.
El artista como loco, como un ser casi divino que ilumina con su caída tiene justificaciones de orden histórico. Como olvidar a Rimbaud y su larga noche; a Nerval colgando desde la absenta. Como no pensar en Neruda al mirar América desde sus persecuciones y el Machu Pichu.
En el siglo XX, sin que la imagen del genio poeta desapareciese, la estafeta fue tomada por esos bardos que fueron (ya no son, temo decirlo, yo también fui hijo del rock) los músicos populares. Jim Morrison, Janis Joplin, Cobain, Syd Barret: la locura y el genio.
Hoy, cuando el mundo del arte está de nuevo embelesado con la idea de orden, de método y de análisis, cuando los artistas son académicos antes que creadores y mercaderes antes que académicos, es natural que cualquier asomo de rebeldía romántica sea celebrado. Pero es triste constatar, y eso es lo que no ven muchas veces los panegiristas, que también para ellos, lo que menos cuenta es el arte, sino una figura a la cual someterse.  Un pontífice al cual seguir.

Si ser un artista académico da sus frutos en los salones literarios y las universidades; ser un profesional del escándalo, lo dará entre esos miles expulsados de dicho salón por su             —piensan ellos— talento.
No importa, entonces, que la obra sea inexistente, mediocre o simple y llanamente deplorable. Importa la figura del artista. Importa su locura y su genio. Que se emborrache, que esté obsesionado consigo mismo, con sus drogas; con sus fracasos. Que grite y vocifere, que ría, juegue, que llore en un sillón masturbándose. Si no hace nunca nada, no importa, siempre se puede filmar una bonita película sobre su caída.
¿Pero entonces reniego de Rimbaud y su desarreglo de los sentidos? No, y eso es lo que no alcanzan a ver, ni siquiera a sospechar, los endiosadores del artista y de sus libros autobiográficos (que nos enseñaran cómo ser grandes artistas).  Lo que no ven es que Rimbaud es su obra; no hay poeta, sino obra. Y si el amanuense de esa voz que llamamos literatura es un libertino como Nerval o un ciego amante de las bibliotecas como Borges, qué importa. Lo que interesa es la obra, o mejor dicho: las palabras que dejan entrever una vida. No la del artista: la nuestra. No la nuestra. La otra. La vida está en otra parte.

Hoy día la academia de los buenos gustos celebra misas solemnes donde las personas escuchan a borrachines gritar y retorcerse; nadie escucha sus palabras: es un acto. Seamos más explícitos: una farsa.
Ah, pero claro: el happening, la irrupción de la fiesta.
Recuerdo que en la fiesta el elemento central era el arte: era (es) la forma en que los límites del yo desaparecen. Símbolo: muerte y resurrección. ¿Es un ritual la lectura de poemas en nuestro tiempo? No. Es una misa de fariseos. Es decir: es una parodia de ritual donde lo que falta es precisamente el motivo central. Es una consagración sin fe, porque para los asistentes, la sangre y la carne no importan. Lo que importa es el sacerdote que muestra sus llagas. Y que nos permitirá un día ser nosotros también artistas. Importan las maneras que hay que demostrar. Si gritan, hay que gritar más fuerte; saludos, besos de manos.

Qué imagen de oficiantes dan los artistas de hoy, tan atareados en no PARECER serios; tomándose insoportablemente en serio su arte o lo que pasa como tal.
No son sólo los aspirantes a artista quienes siguen estos gestos. Todos tienen un papel en la representación. Ahí está el antologador que descubre a un nuevo poeta que escribe en servilletas e innova porque en lugar de "y" pone "&"; ahí está el crítico que habla de la nueva disolución de la academia porque la poesía ya está aquí y se llama XXXXX; ahí están las editoriales prestas a buscar a la nueva estrella de rock reencarnado en literatura porque él sí se rifa el físico, no como esos otros que... pues no se lo rifan (o no lo dicen, lo cual no es bueno para la vendimia). Los cadáveres venden libros. Y vender es nuestro negocio.

Al artista le está permitido todo, salvo no ser artista. Si no lo es (o si alguien no lo arropa como tal), entonces es un cualquiera: es uno como nosotros (y nosotros no queremos ser nosotros). Es un borracho de banqueta; es un histérico; es un predicador de camiones.
Pero si escribe con huevos y hace mamotretos de 500 páginas donde describe su vida que es mi vida y tu vida (o mejor dicho, lo que queremos que sea nuestra vida para ser grandes escritores, valga la repetición)entonces la susodicha no está en otra parte. Está aquí. Y vende como pan caliente.


César Alain Cajero Sánchez

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