martes, 27 de agosto de 2013

Jardín interior


Todos la vieron entrar a su casa esa mañana. Nadie esperaba lo que iba a suceder.

En el mundo hay hierbas, arbustos árboles con frutos y flores, pero nadie esperaba lo que iba a suceder.

El primer día pasó como todos los días. Ella canturreaba una melodía en el baño mientras los vecinos colgaban la ropa recién lavada. La casa se llenó de mediodía con ella sentada en el balcón, a la sombra de un copudo árbol donde florecían en cantos las alondras. La noche pasó sin mayor novedad, salvo, acaso, una diminuta semilla que germinaba en sus cabellos.

Una semana pasó sin mayor novedad; dos, tres semillas adornaban su cabeza. Pero ya también en sus mangas nacía algo. Una trinitaria, un brezo, quizá apenas el chicalote con sus garras como raíces.

La entrada se clausuró al mes. Pesados baobabs, recuerdo de un príncipe, cercaron la puerta de la casa; nadie los vio germinar en esa noche de los cuerpos. Pero ahí estaban ya en la mañana, reventando el muro frontal de la casa ya inhabitable.

Pronto la higuera y el matapalo rodearon los muros con su abrazo de amante enloquecido. Dentro, la orquídea y el vigoroso aroma de la menta compartían espacio con los colores intensos de la flor de la pasión.

Fuera, el bebedizo de las brujas, la belladona, compartía sus muros con aquel primo, remedio de los amores, el toloache, con sus espumas, últimas esperanzas. También aquel sueño en blanco de mil noches; la amapola, con su sonrisa roja de putilla insomne, hacía gestos obscenos a quienes pasaban.
Ella vio crecer en sus pies las blancas y tibias raíces que al cabo de unos días luchaban ya por hundirse en el suelo. Ella no hizo nada por liberarse de ellas. Sólo puso en orden algunos asuntos pendientes y sirvió una taza de té de un albo jarrón, grabado en azul con las letras que uno recibió en una cueva de Arabia.

Una vio convertida su sala de estar poco a poco en un jardín, un prado, una selva; una noche donde todas las estrellas se acercan y están al alcance de los pájaros.

Ella sintió crecer en sus manos alas como sarmientos y de un manotazo vio volar a todas las aves del mundo.

Fuera, los niños veían trepar a la buganvilia por los muros, veían descascararse las paredes, que se iban pintando de los colores de cien y cien flores.

Muchos dijeron que la casa estaba embrujada; otros, que en ella se había cometido un crimen de pasión que era mejor callar ante los niños; otros aseguraban que la antigua dueña había perdido todo su dinero y que ahora los vagos se metían ahí a fumar marihuana plantada entre esa espesura.

Por dentro, el ruido de los insectos, como una caída de semillas, como el loco aleteo de la lluvia, apenas alteraba a la mujer que ya hacía casi un año había tomado su último alimento. Un viento venido de todos lados hizo caer el techo de la casa, y con ello entró el sol; la fronda cubrió la parte superior y a sus pies el café, la cica; la hortensia de verano, la lágrima de niño; la noche cubierta en gotas de sudor y gritos.

Su rostro casi había desaparecido cuando la lluvia dibujó en sus ojos lágrimas y el musgo tierno creció por todo aquello alguna vez cubierto de ropas.

Y llegó el tiempo de las secas y los hombres hablaron de un temor que los rodeaba. No faltó quienes dijeran que Dios hizo las casa para los hombres y no para los árboles; tampoco quien arguyera las leyes del municipio que prohibían la felicidad a menos que se tuviese dos brazos y dos piernas, y trabajo. Los menos hablaron del peligro para la decencia y de la presencia de vagabundos —quienes a decir verdad, también temían ese rincón de la ciudad. Todavía menos hablaron de que hemos sido expulsados de ese jardín desde hace siglos, y que no se ha presentado el recurso de amparo con formalidad.


Armados de picos, machetes y fósforos, rompieron los muros que los separaban del jardín; vieron entonces el lugar lleno de una luz de mil insectos y en las flores una lágrima. Uno de ellos comió de los frutos que salían de la cabeza de la mujer y, sin darse cuenta de la identidad de la joven, la decapitó de un tajo.

Otros continuaron con la tarea: destruyeron ramas, arrancaron raíces, mancillaron flores. Al final prendieron fuego al lugar y lo dejaron, expulsados por las llamas.

Al día siguiente, no encontraron ningún esqueleto calcinado; sólo el cuerpo intacto de una mujer, como dormida, y entre sus manos una simiente apenas.

Un hombre guardó la semilla en su bolsillo. Al llegar a su casa la dejó sobre una mesa.

Nunca volvió a pensar en ella.


Pero su hija las tomó para jugar a la lotería.



César Alain Cajero Sánchez, o sea yo.

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