martes, 25 de julio de 2017

Una multitud en silencio

Una multitud en silencio



Si algo resalta en el trabajo de los más recientes autores es que no hay una estética o una idea que los una. De la misma manera en que ya no hay una ideología o un símbolo que aglutine a la sociedad, la comunidad artística se ha disgregado en diversos segmentos, cada uno de los cuales defiende su particular coto de acción y que carece de vínculos importantes con otros creadores.

No es que la existencia de grupos poéticos sea algo nuevo y tampoco lo es la polémica entre los mismos: lo es la cantidad ingente de estos grupos, la naturaleza de sus proyectos y la forma en que se dan las polémicas que llegan a ventilarse.


La mayoría de las agrupaciones poéticas de la modernidad provienen de una idea de la poesía: la del romanticismo. Tanto surrealistas como dadaístas, tanto los Contemporáneos como los estridentistas, compartieron una misma idea de la poesía: aquello que los separaba era la manera en que esta idea debía plantearse en la realidad, sin mencionar diferencias de carácter y personales que nunca dejarán de existir. Por otra parte, amén de la extensión de estos grupos, los cuales abarcaban a una cantidad numerosa de creadores, también es de considerar la amplia huella que dejaron entre aquellos que no se declararon directamente pertenecientes a una estética. Pablo Neruda, por ejemplo, no fue en estricto sentido “surrealista”, sin embargo, fue tocado por aquella estética; en México, el pintor José Clemente Orozco, perteneciente a la Escuela mexicana de pintura, tiene ineludibles deudas con el expresionismo.

La huella profunda de aquellos movimientos estéticos y la amplitud de los grupos que a su alrededor se formaron se explica en parte debido al clima existente durante la época moderna, donde existía una comunidad intelectual más bien reducida y con fuertes vínculos entre sus miembros. La mayoría de creadores se conocían entre sí y estaban al pendiente de sus respectivas obras e ideas. Son contados los casos de creadores que se hayan mantenido al margen de la discusión estética e intelectual con sus contemporáneos.

Al mismo tiempo, la actividad artística se encontraba directamente relacionada con la sociedad o al menos pretendía estarlo.

No es que en ese momento las multitudes estuvieran al pendiente de la creación literaria o que la cultura se encontrase al alcance del gran público, nada de eso. El divorcio entre la sociedad y el artista comienza mucho antes del siglo XX y las vanguardias representaron un paso más en la separación de ambas esferas. Lo que sí es incontestable es que la mayoría de las escuelas poéticas pretendieron hablar por la sociedad. Esto se explica debido a la idea romántica tanto del arte del pueblo como, de manera preponderante en el siglo XX, de la noción de la poesía como detonador del cambio social, de la Revolución misma.

Asimismo, se puede apuntar que, debido al tamaño de la comunidad letrada, existían mayores vínculos entre aquellos que formaban parte de lo que se puede llamar la élite culta. Hoy día esto ya no es así: un físico o un abogado no tienen apenas contactos y su inclinación por el arte es apenas anecdótico: no existen vínculos entre la comunidad letrada como no la existe entre ellos y el resto de la sociedad.

El tiempo de los grandes proyectos por un “arte social” están lejos pues la idea del arte como detonador del cambio cultural y social se ha eclipsado (independientemente de sus excesos durante el siglo XX). Los actuales nexos entre el artista y la sociedad son los impulsados directamente por el Estado, el cual se ha convertido en el gran consumidor de la obra artística (especialmente la plástica) sin importarle su naturaleza. El arte convertido en mercancía política y el literato en figura publicitaria; este proceso, iniciado en el siglo XX (con los muralistas como el ejemplo perfecto), continúa. Los métodos del Estado no han cambiado; es el arte el que ya se ha despojado de toda intención, en lo que es un reflejo más del fin de las ideologías.

A partir de la segunda mitad del siglo XX se vivió un paulatino abandono de las grandes confrontaciones ideológicas de la modernidad. La lucha entre las superpotencias se vivió más y más dentro del terreno técnico (y posteriormente económico) que en el ideológico. Como una broma final a Marx, la realidad tomó al pie de la letra su doctrina: el mundo se mueve tan sólo por la economía. Y fue la economía (de mercado) la que dejó atrás al marxismo.

Este proceso terminó con la caída del bloque comunista y la implosión de la última gran ideología revolucionaria. Con ella, también el liberalismo político (que no el económico) se desdibujó. El mundo que siguió carece de un relato, su interés se mueve al cambiante e in-significante vaivén de los caprichos del mercado.

Seamos claros: el neoliberalismo no es una verdadera ideología en tanto que no brinda una imagen del hombre ni del mundo. El individuo no tiene sentido más que como consumidor. La única libertad que le interesa es la de derrochar en pos de “ser él mismo”.

La lucha por la identidad de las pequeñas comunidades (y de los individuos) es justa y valiosa. Uno de los grandes riesgos de los pasados siglos fue la homogeneización del discurso y de la cultura. No porque existiese menos variedad, sino porque se le daba menos voz.  Sin embargo, resulta sugestivo comprobar que estas querellas en su mayoría no hacen sino reproducir modelos ya conocidos, y que el mercado encuentra en ellas un nuevo objetivo. Es cuando una colectividad pretende separarse del mercado cuando el escándalo deviene (el individuo será siempre insignificante en las sociedades contemporáneas).

En los días que corren, sin embargo, comprobamos una característica propia del ser humano: el integrismo, el instinto de tribu. La actual visibilidad de las pequeñas identidades y su convivencia no ha dado paso al diálogo entre puntos de vista ni al respeto de los mismos. Cada colectividad se ha mostrado reservado en su particular coto cuando no manifiestamente hostil e inclusive beligerante. El surgimiento del terrorismo cuyo origen es la intolerancia a la cultura de los otros es únicamente el ejemplo más extremo de esta situación.

Los recientes triunfos de las políticas intolerantes en países de primer mundo no son más que la voz de la inmensa minoría que pretende imponerse sobre las otras. No es que desestimen la voz de los otros: saben que existe y son conscientemente opuestos a ella. Temor, odio y ensimismamiento de las grandes masas: si el mercado sustituyó a la ideología, la pertenencia cultural reemplazó a la clase.

El romanticismo, durante la modernidad, fue el medio a través del cual se expresó desde el arte la oposición al pensamiento homogéneo de Occidente. La literatura romántica careció de un programa político, a pesar de que efectivamente tuvo resonancias políticas; careció de un programa ideológico, a pesar de que diversas ideologías, desde el anarquismo liberal hasta el socialismo utópico tuvieron orígenes en esa sacudida al orgulloso reino del pensamiento unívoco.

Si no político ni ideológico, si no organizado por un programa ni portador de reglas sobre el arte, el romanticismo para bien o para mal repercutió en todo arte de la modernidad: de él proviene la gran tentativa: convertir el arte en vida y la vida en arte. Cambiar al hombre; cambiar al mundo.

No fue el arte el que hizo caer a las ideologías totalizantes de la modernidad, sino las características del campo en el cual libraron sus batallas. En un momento dado, el Estado absorbió al artista… y cuando el Estado mismo se convirtió en un instrumento más del mercado, ¿qué quedó del gran arte moderno?

No es de extrañar que en ese contexto (del que tiene menos responsabilidad el arte que los artistas) a fines de siglo hayan aparecido diversas voces disidentes las cuales, desde sus respectivas trincheras, hayan pedido un cambio respecto a la tradición artística de la modernidad.

La poesía de las décadas recientes en su mayor parte se ha separado de la estética moderna (que es decir, del romanticismo). La virulencia de su ataque a la sociedad y el afán por la renovación del lenguaje no se encuentran presentes en las numerosas escuelas poéticas que han aparecido a partir de la década de los sesenta del pasado siglo.

Existen elementos en común entre estas distintas estéticas, sin embargo, no existe una idea cardinal que las una (a diferencia de lo sucedido en la modernidad, cuando a pesar de las diferencias estilísticas, existía una imagen común de la labor poética). Estos elementos son: la incorporación de diversos elementos de la tradición poética (lo que no excluye a las vanguardias y al romanticismo), aunque sólo superficialmente su visión del mundo; el acercamiento de los discursos poéticos a diversas luchas sociales o políticas; la creciente academización del discurso artístico, y la separación de las diversas escuelas.

De manera semejante a lo que ocurre con las luchas por las identidades colectivas, la disgregación de las escuelas poéticas no ha traído una mayor comunicación, sino un ensimismamiento en su discurso y la despreocupación cuando no descrédito a la misma validez de otros discursos.

La cercanía de muchas escuelas a las luchas sociales no es un reflejo de lo sucedido en la modernidad. La idea de que la poesía es capaz de cambiar al mundo se ha desvanecido en gran parte: no es el poema el que cambia al universo, sino sólo puede acompañarlo y custodiarlo a la distancia. Asimismo, estas luchas ya no pretenden un cambio universal: los grandes discursos se han evaporado y lo que queda son bregas en pos de la diversidad.

De nuevo: la existencia de tal cantidad de estéticas e ideas de lo que es la poesía puede parecer un síntoma de salud. Lo es. También lo es la cantidad de creadores en activo (explicable por las dimensiones de la población mundial y por las posibilidades de comunicación actuales).

La diversidad nunca ha sido un problema sino una riqueza. La cuestión a resolver es por qué en un momento con una abundancia semejante existe tal separación entre los grupos poéticos y entre estos y la sociedad.

Dado que no existe un sentido que convoque a tan diversos creadores, es natural que cada uno piense que sus presupuestos son los únicos válidos. La separación entre sus ideas es total: de la misma manera en que el cuerpo de la sociedad se ha atomizado, el artista vive en escisión respecto al arte: se ha formado un pequeño grupo del que no espera salir. El mundo fuera de su esfera de interés le parece intrascendente cuando no pernicioso.

Es así que los grupos subterráneos, provenientes de la nostalgia tanto de la vanguardia como de la contracultura, desestiman el trabajo de otros colectivos con una idea más tradicional de la poesía. Los discursos academizantes o conceptuales pretenden, asimismo, formar una poética prescriptiva que en realidad nunca sale de una esfera muy pequeña. El diálogo ha sido reemplazado por una innumerable suma de monólogos que no pretenden más que continuar conferenciando en su muy pequeño púlpito.

Un púlpito que no sólo separa a la comunidad artística, sino al mundo del arte de la sociedad.

Sería necio pensar que la poesía verdadera (sea lo que sea eso) tenga que ser apreciada por el gran público; no lo es el decir que el arte sólo lo es cuando es sufrido por alguien. Lamentablemente la escisión de la comunidad literaria en pequeños cenáculos ha hecho que el acercamiento al poema más allá de un pequeño círculo sea casi imposible.

No se trata de que deba existir un órgano rector o que deba aparecer una figura central en la poesía contemporánea, sino de que exista un espacio donde la enorme producción artística se enfrente al público fuera de su círculo íntimo. ¿Cuál es hoy el espacio para la lectura de las diversas obras, que se guíe menos por el monólogo al que pertenece que por la importancia de mostrar al público aquello que se está creando? No existe un espacio abierto donde no sólo exista la posibilidad de acercarse al lector, sino donde se pueda dar el diálogo fuera del escándalo y los pleitos de lavadero (que son, en su mayoría, aquello de lo poco que llega a salir a la luz de nuestra pobre comunidad artística). Todo ello resulta normal: sin una idea que dé sentido de ser a las diversas estéticas, no hay una forma única de estimar las propuestas de cada una de ellas. La polémica ha dejado de ser ideológica (dado que no hay un metarrelato en común que sirva de piso para la discusión) y ha pasado a convertirse en asunto de intolerancia, diferencias personales o simple antipatía.

Esto, nuevamente, no es causado por la poesía; es característica del mundo en el que se mueve el creador. Si en su momento los mejores artistas de la modernidad lucharon en contra de las doctrinas uniformadoras del mundo en que se movían, ¿podrá ser que hoy se eviten los peores aspectos del fragmentado mundo actual? No reduciendo la diversidad: aceptándola y reconociendo al otro; iniciando el diálogo; respondiendo al odio con la palabra y al mercado con la imaginación.


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