domingo, 11 de junio de 2017

Después de la tormenta…

Después de la tormenta…

César Alain Cajero Sánchez


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El romanticismo quiso ser, ante todo, un nuevo comienzo. Surgido de la modernidad, igual que ésta fue militante. Sus ambiciones en el terreno estético no fueron menos monumentales que las de las ideologías en el político. Y más: ambas pretendieron cambiar el mundo de pies a cabeza, aunque partían de ideas de la realidad distintas y aun opuestas.

Mientras las ideologías juraron en nombre del progreso y el futuro, la rebelión de la poesía moderna no siguió sus pasos. Con excepciones (el futurismo), la idea de progreso no la obsesionó de manera semejante. Su tiempo fue el presente y, con el presente, todos los tiempos: aquello más allá del instante[1].

Esta idea, de propósitos casi místicos, sin embargo, no es nueva. Aunque, según una buena parte de la tradición contemplativa, los sentidos no pueden trascender el universo mundano, inclusive en las tradiciones occidentales existe una práctica donde el arte es vehículo de estas experiencias, y la única forma que se puede dar cuenta de ellas. La poesía mística cristiana y sufí intenta dar cuenta de aquella “llama que consume y no da pena” y, en sus momentos más acabados, lo logra.

Con esto no pretendo decir que toda la poesía sea mística, sino que aquello que pretende decir está en los límites de esta experiencia. La mística culmina en el silencio; la poesía, en la palabra[2].

El conocimiento, si es que es posible llamarlo así, que la poesía proporciona, como ya lo había señalado Platón, no es de índole racional (por lo que él la rechazó); su reino es el de las emociones; la re-presentación de una experiencia que exige ser expresada o, mejor dicho, revivida, recreada. Sea cual sea esta experiencia, se encuentra en los límites del lenguaje; antes o después del ser humano.

La poesía expresa estas experiencias; sin embargo, más allá de eso: al darles palabras, les otorga un espacio en el mundo. Les da forma.

Esta forma de concebir la poesía, que en la modernidad fue sostenida a partir del romanticismo en diferentes formas y lenguajes, hoy sería considerada ingenua de ser propuesta en público seriamente. Esto no significa que los lectores de poesía o los mismos creadores estén completamente alejados de las discusiones y pensamientos modernos alrededor de la naturaleza del quehacer poético (que pueden rastrearse inclusive en Kant), sino que, en el discurso público, éstas se han opacado a favor de otros intereses. Ninguna de las preocupaciones que agitan hoy a los creadores tiene apenas nada qué ver con aquella que sacudió a aquellos de hace poco más de medio siglo: la de la poesía como la develadora del otro lado de la realidad.

Es probable que tal cruzada haya sido ya peleada y ganada, sin embargo, es de preguntarse por qué un libro como El arco y la lira hoy sería imposible de escribir y aquel que presentase en público una opinión sobre la poesía semejante a la de Hölderlin o Blake sería ignorado o ridiculizado.

Hay varias posibles respuestas para tal cuestión, sin embargo, todas ellas apuntan a que simplemente aquellas preocupaciones han sido sustituidas por otras, que pertenecen a otra época y momento histórico. Ya porque se considere que aquel sentido de la poesía ha quedado implícito; ya porque se lo piense como superado, propio de épocas más inocentes.

¿Cuáles son las preocupaciones de los creadores actuales?, ¿cuáles las batallas que encienden sus polémicas?

El mundo del arte moderno ha retomado sus cauces y se ha empequeñecido. Esto es paradójico ya que probablemente nunca ha habido tantos creadores en activo como en las últimas décadas. Sin embargo, en la misma proporción que el número de libros publicados ha ido en aumento, el interés por ellos en la sociedad ha decaído. La presencia pública de la poesía como tal y la atención a lo que tengan que decir sus creadores es prácticamente nula. Si de principios a mediados del siglo XX (para no aludir a otros momentos de la modernidad), las publicaciones relacionadas con la literatura fueron referencia obligatoria, hoy su función en ese sentido ha quedado relegada y su influjo ha sido restringido a un pequeño círculo cada vez con menos importancia en la sociedad.

Resultado de imagen para burocracia culturalLas polémicas actuales, así, han quedado circunscritas a reyertas dentro del mundillo literario. Peleas domésticas alrededor de simpatías o diferencias personales, de la posibilidad de formación de un grupo cuya mayor meta es la celebración interna o acerca de la asignación de presupuestos estatales. Las mayores disputas se refieren a funciones ancilares de la literatura: si los creadores y sus obras deben servir a tal o cual causa; si sus opiniones deben someterse a la voz popular o no… Estas discusiones —como no podía ser de otro modo en una época ideológica como lo fue la modernidad— no fueron ajenas al clima cultural de pasados siglos. Sin embargo, al igual que en todos los demás ámbitos, su interés ha sido opacado y empequeñecido. Ya no se trata de sumarse a la Revolución, sino de apoyar (o no) para un cargo de elección popular a determinado personaje público. A su vez, la mezquindad de ideas y argumentos en las discusiones entre grupos culturales (los cuales, sin embargo, se forman alrededor de ideas distintas a las de la modernidad) siempre estuvo presente. Empero, ahora que el Estado ha asumido la misión de patrocinar a los creadores (ya que su actividad no interesa al grueso de la sociedad), sus discusiones giran alrededor de la asignación de recursos y espacios.

Contrario a lo que pudiese parecer debido a la concepción de la poesía como la revelación de aquello más allá del lenguaje, los poetas modernos no fueron ajenos a lo que sucedía en la sociedad. Al contrario de la de los místicos medievales, la poesía no fue concebida como una actividad individual: toda palabra busca un oyente que la recree, que participe de ella. Tanto mística como poesía son paradójicas: la primera lleva a la soledad plena de sí; la poesía, a la comunión desde la intimidad del ser humano.

Acaso de forma paradójica, esta búsqueda de aquello más allá del lenguaje —esta convicción de revelarlo—, llevó a los poetas modernos a afirmar que tal experiencia es, de por sí, social. O mejor dicho, que al revelar lo que estaba escondido, se efectúa en el hombre un cambio que se ve necesariamente reflejado en la sociedad. Así, la poesía no es servidora de una Revolución, sino su presencia verdadera.

Como quedó asentado anteriormente, la modernidad fue una época política e ideológica. La poesía de ese periodo no podía quedar al margen de tal estremecimiento. Sin embargo, ajena a los principios de la modernidad, se manifestó como la otra cara de la Revolución. A la razón práctica respondió con la pasión; a la confianza en la utilidad, con la prodigalidad; al cálculo ideológico, con la búsqueda de la fraternidad.
El decir —todo decir, pero en particular el decir poético— busca la relación entre soledades, la comunión. Al pronunciar una palabra, así sea en la soledad más absoluta, buscamos a alguien que la escuche; vivimos en búsqueda del otro.

La poesía, esa actividad solitaria, sin embargo, es al mismo tiempo el más pródigo de todos los discursos. Su destinatario no tiene un rostro único. Aun si el poema ha sido escrito con un destinatario particular, al decirse, escapa a su autor: aquel que lo dice y que lo escucha somos todos. Y cada uno de nosotros lo hallaremos distinto. Las palabras del poema no pertenecen a nadie y al mismo tiempo a todos. Como actividad de comunicación, el poema es un fracaso ya que ni siquiera quien lo concibió en un primer momento tiene control sobre lo que él significa; como comunión con los otros, en cambio, es ágape y banquete. Todos hemos sido invitados a él, sin necesidad de ocultarnos, sino al contrario: sólo con nuestra presencia verdadera se cumple el festín.

Las ideologías modernas, con su énfasis en la presencia y acción del pueblo (esa entelequia) coincidieron, así sea de forma marginal, en la prodigalidad de sus intereses con la poesía[3]. Muchos de los grandes creadores se sumaron con generosidad a los esfuerzos ideológicos por construir un futuro más justo; un lugar utópico situado en el mañana. Su propósito fue pródigo y no es momento de juzgar los resultados de aquellas utopías: ellos están a la vista.

El equívoco primero de los creadores modernos no fueron sus pretensiones, sino confundir poesía con ideología. Si entendemos el concepto como se hizo en la modernidad, la Revolución no es la poesía de la historia. Para las ideologías de la modernidad, Revolución implica tanto un cambio en la forma de vivir y de pensar como una depuración de todo aquello que no esté de acuerdo con la voluntad de la Historia, la Libertad, la Evolución o cualquier otra quimera. Los invitados al banquete de la ideología son sólo los elegidos.

Asimismo, las ideologías modernas y la poesía ritmaron en tiempos distintos: si el tiempo del poema es el presente, el de la Revolución (el de toda la modernidad) fue el futuro. El mundo que revela la poesía no es uno que habrá de venir, sino éste. La pasión que canta es aquella que está sucediendo; el mundo revelado es aquel en el que vivimos. La subversión del presente es su desnudamiento: la aparición de aquello que siempre ha estado ahí, oculto por la cotidianidad.

Para la modernidad, en cambio, la realidad implica progreso: el hoy es mejor de lo que fue el pasado y el mañana corregirá los errores del ahora. El camino del hombre es un alejamiento de la imperfección original; la Historia moderna corrige; la poesía niega la existencia misma del pecado y afirma que el presente es, con sus errores, fuente de delicias eternas. Es porque se trata de lo único existente.
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No es de extrañar que las esperanzas de los grandes artistas modernos hayan sido usurpadas por el genio de la política. A los intentos de hacer coincidir poesía con ideología les sucedió la separación violenta de la Historia. La política usó a la poesía como parte de su discurso; a través de ella se legitimó sin regresar a la realidad ninguna de sus promesas. El futuro sigue siendo para la política el territorio de la perfección. No el presente, no aquí: las promesas sobre el futuro, la utopía; ninguna parte.

La actitud de la intelectualidad (y con ella, de los creadores de poesía) de las décadas más recientes aparenta ser análoga a la de aquella anterior a la mitad del siglo pasado. Mantener una actitud crítica ante el gobierno y ante aquello que se ha dado en llamar neoliberalismo se ha convertido en señal de pertenecer a este corrillo que llaman con tan incómodo e inexacto título.

A pesar de esto, hay que señalar algunos cambios notables. Mientras, como se señaló antes, durante la modernidad, la vocación revolucionaria (o tal vez habría que decir subversiva) de los creadores se apoyó en la idea de que la poesía por su misma naturaleza implica la aparición de la realidad en lo que tiene de inextinguible, hoy en día pocos apoyarían sin dudarlo esta idea. La convicción que movió a románticos, surrealistas, expresionistas… —a las grandes escuelas de la modernidad, todas— fue que Revolución y poesía eran lo mismo. Hoy pocos estarían de acuerdo. La poesía puede servir a la Revolución, pero no ser por sí misma detonadora de semejantes cambios. ¿Qué ha transformado la poesía en más de dos mil años? ¿La obra de Hölderlin alimentó a alguno de los innumerables niños hambrientos desde el siglo XIX?

No es éste el lugar para objetar o aprobar esta idea. Lo cierto es que aunque en general los creadores de las últimas décadas suponen que la poesía puede cambiar el mundo, no están seguros de cómo. La convicción irrefutable de la modernidad ha sido eclipsada por la realidad.

Nuestra época sigue siendo política —a pesar de que la política hoy ha quedado subordinada a la economía; que en este punto es decir, al mercado. Por ello, a pesar de que se conserva la confianza en que la poesía es capaz de trasformar al mundo (¿cómo crear algo en lo que no se cree?, ¿cómo cerrar los ojos a las iniquidades del mundo actual?), ya no existe la convicción inextinguible en sus privilegios. Más que en la modernidad, la creación, para la mayor parte de la comunidad artística, se debate entre la subordinación al mercado y la política que se opone —en cierta forma— a él. No es el arte el que lleva a la Revolución, sino la política la que da origen y razón de ser al arte. Muchas veces tal debate se da, sin embargo, en silencio. O simplemente, no tiene lugar ya: en la mañana se puede crear literatura para la venta y, en la tarde, abjurar del mercado.

Aun así, con la erosión de las ideologías, esta crítica se ha restringido tan sólo a ciertos puntos. No es que la conciencia de la mezquindad del mundo en que vivimos haya disminuido (y esto es verdad sobre todo en los creadores, quienes son especialmente sensibles a tal realidad), sino que las expectativas se han empequeñecido. Aunque a veces se vuelve a mencionar con nostalgia la palabra mágica de la modernidad —“Revolución”—, en realidad se aluden a reformas dentro de un sistema ya incuestionado. No hay idea que sustituya ya la de la realidad del mercado; sólo se le pide operar con menos corrupción (o al menos, que no sea tan evidente[4]).

La diferencia no estriba exactamente en que se hayan traicionado o subvertido los principios de la modernidad, sino en que el contenido semántico de tales principios ha cambiado; se han vuelto menos significativos.

Con la desaparición de las grandes ideologías de la liberación (o al menos, su declive en la imaginación popular), la idea de la gran Revolución ha sido sustituida por objetivos más humildes. El encono entre los proyectos políticos no ha desaparecido, sin embargo; simplemente ha buscado otros cauces.

La imagen de aquello contra lo que es necesario luchar también ha sufrido cambios. Las corporaciones capitalistas, las instituciones estatales y los medios globales ya no son concebidos como parte del establishment que es necesario deponer. Mientras en la modernidad, toda gran compañía con poderío económico global fue pensada por la “izquierda” como personificación del capitalismo, hoy día tal concepción, si no ha desaparecido, sí se ha visto ensombrecida. Quienes luchan contra el neoliberalismo con total naturalidad pueden al mismo tiempo manejar un Ford o hablar desde su i-phone. Esto tiene explicaciones: el mundo tras la caída del socialismo se descubrió ya sin dudas como objetivo del mercado. Lo importante hoy no es luchar contra el mercado (aunque en la retórica se siga manejando dicha idea por algunos nostálgicos), sino buscar maneras en que sus valores lleguen a la mayor parte de gente posible.

Los medios tradicionales o propios de la modernidad siguen siendo acusados de parcialidad y corrupción. La televisión, la radio y la prensa que no favorezcan de forma declarada la postura de quien las juzga son acusadas de haberse vendido. Esto no es novedoso; lo es, sin embargo, que ante los nuevos medios, nacidos en el internet, se haga el silencio o inclusive se les juzgue de manera positiva.

A pesar de que las noticias provenientes de la “red de redes” son en su mayoría triviales cuando no decididamente espurias, se piensa que por este medio se difunde la “verdad” que callan los canales tradicionales. Esto tiene su homólogo en la atomización de la sociedad. No es que en realidad la información proveniente de los sitios y redes sociales sea más confiable que la de los medios tradicionales: es que aquello que buscamos que nos confirmen está siempre presente de alguna manera. Y lo que no esté de acuerdo con nuestro juicio puede acallarse con un simple clic. Si queremos información optimista, la encontraremos con facilidad; si queremos informes sobre la corrupción, siempre estará disponible; si queremos teorías de la conspiración, basta con teclear algunas palabras. Lo importante es que ratifiquen lo que ya presuponemos; la confirmación de nuestras certidumbres.

Los creadores modernos, por su parte, tuvieron especial aprensión ante las instituciones oficiales, cenáculos académicos y magistrados universitarios.

Con la salvedad de aquellos artistas que se afiliaron a una ideología y al gobierno que pretendía defenderla, la mayoría de los creadores mantuvieron distancia de las instituciones gubernamentales, premios, universidades y academias. El concepto de establishment abarcaba mucho más que tan sólo el gobierno como tal.

La separación de la literatura del gran público ha traído consigo la imposibilidad de dar cauce por los canales habituales a la enorme cantidad de textos que hoy día se producen. Las revistas literarias han ido desapareciendo o han tenido que cambiar su contenido. Los proyectos nuevos se mantienen a duras penas, encerrándose en un círculo de autores afectos, y aquellos medios decanos que han permanecido se contentan con publicar a aquellos valores consagrados desde la modernidad.

En este panorama, la emergencia del Estado como patrocinador de la literatura en nuestro país ha traído diversas consecuencias que deben ser consideradas con mayor atención.

Imagen relacionadaQue el Estado mexicano patrocine las artes no es algo novedoso: ya a principios del siglo pasado, los muralistas crearon magníficas obras por encargo; a mediados del mismo siglo, la relación entre intelectuales y el gobierno mexicano llegó a ser importante. Sin embargo, esta relación se estableció entre aquellos creadores que ya tenían una cierta trayectoria cursada. Hoy día, dado que no hay una salida verdadera a los nuevos creadores, ya cerrados los canales tradicionales (y ante el relativamente lento y escaso impacto de las herramientas tecnológicas[5]), la idea de permanecer ajenos al establishment aunque no descartada del todo, ha quedado entre paréntesis en la mayoría de los proyectos de creación.

Ante la incertidumbre (ya perdidos los anclajes ideológicos y las certezas de la subversión estética), tampoco es de extrañar que muchos creadores se hayan refugiado en las academias que durante la modernidad fueron vistas como cenáculos de mediocridad y reacción.

Que en realidad los espacios académicos nunca hayan sido lugar ni para la revolución estética ni para la reacción no altera el cambio en la percepción de los mismos. No quiere decir esto que los juicios de la modernidad hayan sido justos o no: señala un cambio en la forma de valorar un espacio.

La academia, creadora de “dinosaurios” y de “cementerios de palabras” y los cenáculos universitarios, “casas de citas”, fueron blancos predilectos para los escritores de la modernidad. Hoy día esto ha cambiado. Son los espacios académicos y universitarios algunos de los últimos en donde los escritores pueden reconocerse. Uno de los pocos rincones donde todavía tienen lugar.

La academia (con y sin mayúsculas) ha otorgado una sensación de certidumbre en un mundo que parece ya no tenerlo. No se trata, como en la modernidad, de alterar el orden, sino precisamente lo contrario: encontrar el sentido en un mundo que lo ha perdido. En un universo cuyo único valor es aquel impuesto por el mercado lo necesario es preservar el orden. De ahí que los espacios antes puestos en ridículo por los creadores sean hoy revalorizados.

Este acercamiento al discurso académico ha llevado a los creadores a la adopción de nuevas formas y maneras de valorar la actividad artística. No se trata de una reacción formalista en que se impongan convenciones en la forma o el contenido, sino de la adopción de un particular modo de expresión que en su momento pareció una victoria del arte moderno sobre la academia: la justificación teórica.

No es que todos los que se hayan formado en espacios universitarios o académicos incurran en la exégesis teórica y abstracta, pero no es menos cierto que, ante la imposibilidad de establecer una manera irrefutable de apreciar al arte, se ha recurrido a la justificación basada en diversas teorías. Sea estructuralista, psicoanalítica, histórica, marxista, todo acercamiento al arte es parcial porque mientras la teoría abstrae, el arte se manifiesta de manera física, particular; exige ser experimentado. Como ante cualquier evento real, la razón humana sólo puede abstraerlo a una de sus múltiples (infinitas) facetas.

A pesar de ello, el discurso académico más intransigente (que no es el único; exegetas más sutiles admiten de buena gana que la suya es sólo una interpretación entre otras muchas) claman haber “dilucidado” la obra; “salvarla del olvido”, “darle una razón de ser”.

Fue con Duchamp que esta tendencia se integró plenamente al mundo del arte. Duchamp, un artista dotado especialmente para la broma y el desplante, integró en forma de boutade el discurso académico a sus obras. Sus epígonos, menos sutiles, tomaron sus palabras, las despojaron de la risa y convirtieron en monumento lo que fue acto circense. Los resultados los tenemos todos a la vista: cientos y cientos de páginas llenos de términos inentendibles que poco o nada añaden de valioso a las obras de las que hablan aparte de la creación de un par de neologismos con cierta gracia; artistas que gustosamente justifican y explican sus obras antes siquiera de haberlas creado… y una cauda de admiradores babeantes que alaban cualquier palabra (no la obra, ya que ella apenas importa) de los nuevos “creadores”.

Aunque, como anteriormente había ilustrado, durante el romanticismo algunos autores se habían interesado en explorar a la creación artística desde puntos de vista ajenos diferentes de la mera técnica (por no mencionar a los filósofos que indagaron el fenómeno estético), la diferencia con el presente es esencial. Mientras que los modernos arriesgaron opiniones sobre el arte; hoy se justifican las obras de arte. En el primer caso se trata de ideas sobre la actividad artística como un todo abstracto; en el segundo, de darle un sentido a una obra particular a través de un discurso metódico. Lo primero llevó en el mejor de los casos a una ruptura de la noción tradicional de racionalidad; permitió admitir que no todo está sujeto a la racionalización de una manera tan limitada como lo pretendió la modernidad (en el peor de los casos, llevó a la estetización del discurso ideológico racional que condujo al fascismo). Lo segundo ha llevado a la supeditación de la obra de arte a un discurso que, bajo una apariencia de método, pasa por ser racional… Hace falta ver hacia dónde nos llevará esta charlatanería.

Durante décadas se habló de una tendencia de la poesía moderna al irracionalismo e inclusive al antirracionalismo.

Esto no es de extrañar. Los límites establecidos para la razón por la modernidad fueron mucho más acotados que el de pasados siglos. En su obra, Kant circunscribió el conocimiento de manera metódica. El pensamiento político y científico moderno, surgido del Siglo de las luces, consideró como racional sólo aquello que Kant llamó razón pura y razón práctica; aquellos ámbitos de la realidad que son objetivables, a los que se puede reducir a conceptos o con los que se puede experimentar en pos de un fin.

Resultado de imagen para romanticismo razónPara una sociedad que reduce aquello que llamamos razón a límites tan estrechos, el arte, la religión y los mismos sentimientos carecen de sentido. El universo, con sus múltiples caras es reducido a una abstracción (lo cual es necesario para ciertas operaciones mentales y que en sí no resulta pernicioso en forma alguna; lo peligroso es pretender que aquello es lo único “real”). Lo que el romanticismo pretendió fue ensanchar el concepto de razón y, de esta forma, aceptar que las costumbres, la imaginación y los mitos tienen un sentido en sí mismos a pesar de no poder ser reducidos plenamente a conceptos.

Estudiosos como Levi Strauss y Eliade desde sus respectivas obras demostraron que los mitos tienen un significado dentro de un sistema no menos complejo que el matemático, pero que, como éste mismo, sólo son comprensibles desde dentro del sistema.

Por su parte, diversos estudiosos del arte (que tantos puntos de contacto tiene con el mito), tanto desde los estudios filológicos y lingüísticos como filosóficos, buscaron desde sus respectivas trincheras la dilucidación de las estructuras subyacentes al ámbito estético.

Sus teorías y hallazgos han sido importantes: no sólo mostraron que en la obra artística hay una estructura intra y extra textual (que se imbrica con otras obras y con la cultura en todas sus facetas), sino que ésta resulta tan significativa e imperiosa como las de las ciencias puras. Lo que dice el poema no lo puede decir la matemática (y viceversa); una abstrae, la otra re-presenta.

Aunque algunos poetas románticos se interesaron en estas disertaciones, lo cierto es que en sus obras apenas y los tocó. Como desde el principio de los tiempos, los creadores se dedicaron a cantar. Pero a diferencia de entonces, en un mundo que había expulsado al arte del discurso público, su canto se manifestó también como una militancia. ¿Su devoción? La poesía.

Si la poesía había sido expulsada del terreno de la “razón”, nada más natural que defender lo que se había dado en llamar lo “irracional” e incluso tomar partido declarado a favor de ello y en detrimento de lo que se le oponía. De ahí el llamado al antirracionalismo de algunos creadores.

Muy diferente es lo que vemos hoy en día. La batalla ha sido peleada y aunque el arte sigue sin tener un lugar como tal en el mundo, con el ocaso de la ideología moderna (y con ella, del imperio de la razón ilustrada) y el surgimiento de la razón de mercado, éste se ha convertido en arte publicitario[6] o en objeto de balbuceos pretendidamente intelectuales.

En este punto, la devoción con que los poetas modernos se entregaron a ese principio de la poesía como recreadora del mundo, como un nuevo comienzo contrasta con el proceder de los poetas contemporáneos.

La pasión de los románticos; Byron desangrado en Grecia; Rimbaud abandonando el mundo, Verlaine perdido en el ajenjo; Breton pregonando que “la belleza será convulsiva o no será”. La generosidad y entrega de los poetas modernos a sus ideales responde a aquella que es su convicción más profunda: la poesía es capaz de cambiar al mundo: es aquello que le da sentido y lo instaura. De ahí su militancia que, aunque a nosotros, ya ajenos a aquel furor que los animaba, nos hace pensar en un sacrificio, para ellos era una fiesta: la celebración del nacimiento de un mundo.

Para ilustrar esto basta recordar aquella anécdota de la Guerra civil española en la que un joven Octavio Paz, llegado como voluntario para combatir del lado de los republicanos, sonríe emocionado ante los estallidos de los cañones, que para él son la celebración por la llegada del mundo nuevo.

Probablemente hoy día tal idea nos parezca irracional y hasta reprochable, sin embargo esto se debe a que el mundo en que vivimos ya no es aquel en que ellos vivieron. La noción de un nuevo comienzo, común a toda la modernidad, llevó a la mayor parte de los poetas a acercarse a alguna de las diversas ideologías revolucionarias que pretendieron algo semejante. Sin embargo, aunque lo que éstas buscaban parecía ser lo mismo que la poesía moderna exigía, en realidad ambas ideas, aunque análogas, partían de fundamentos distintos y aun opuestos.

Ello no importó en su momento: la modernidad fue un mundo de militancias y fervores; la aventura de la poesía moderna se entregó a ese mundo con especial entusiasmo. Fue una empresa generosa, a pesar de que sus resultados en el plano social fueron aterradores.

A pesar de ello, la modernidad dejó en aquellos creadores los valores de la crítica ante un mundo que se revelaba injusto. El intento de transformarlo no sólo resultaba válido sino consecuente con sus principios.

Resultado de imagen para Muerte sin finCon la modernidad sobrevino la actividad crítica que, aunque como mencioné, no siempre influyó directamente en la actividad artística, en su mayor parte la precedió. Me explicaré: a pesar de que hay obras modernas donde el furor lírico se alía a la crítica racional (Muerte sin fin, La tierra baldía, por poner dos ejemplos), no es el caso de todos los poemas del siglo XX. Esto sonará extraño pues con insistencia se ha hablado de que la actitud moderna fue ante todo crítica: con el pasado, con la sociedad y con la misma poesía. Todo ello es verdad, sin embargo, hay que aclarar que esta actitud de los poetas no hace que sus obras tengan un verdadero desarrollo filosófico-racional. Es decir: los poemas no se leen como una prolongación de sus digresiones intelectuales ni como su culmen. El poema no es una demostración filosófica ni siquiera en obras como las citadas.

Lo que sí es inobjetable es que una gran cantidad de creadores criticó a la sociedad de su tiempo, tanto de manera exasperada como, menos común, racional. La crítica fue para la poesía moderna menos un método que una pasión, aunque ello no implica que no hayan existido pensadores de gran valía entre los creadores de aquellos años. La crítica a la sociedad llevó a muchos a la crítica histórica y, en gran parte, a la de la poesía. Empero, es difícil encontrar entre los textos de los poetas del siglo XIX o XX una teoría o seguimiento formal de sus ideas. Se trata en su mayor parte de chispazos de genio, ideas aisladas. La pasión con que tantos leímos a Breton, a Pound o a Tzara no debe cegarnos: sus escritos muy difícilmente conforman un corpus integral. Sus brillantes ideas aparecen por momentos, se contradicen en no pocas ocasiones y muchas veces dejan detrás menos un pensamiento formulado de manera intachable que una sensación de entusiasmo.

Un creador que, por sus características, sí formuló un pensamiento estructurado en relación con la poesía fue Octavio Paz, quien ya había escrito acerca de la pasión crítica. Sin embargo, sus poemas distan mucho de ser exposiciones de sus pensamientos. Son poemas, es decir: cantos. Su brillante actividad como ensayista no afecta de manera directa su quehacer como poeta. De nuevo: sus reflexiones sobre la poesía las hace para hablar de todo el arte, no para proponer un decálogo de cómo hacer poesía. No se propone, como prácticamente ningún poeta de la modernidad, hacer recetas de cómo debe ser un poema, sino hablar de la poesía como actividad del ser humano.

Es distinta la actitud de muchos poetas contemporáneos.


Las grandes construcciones teóricas de la modernidad (aunque fuese una teoría iluminada por la pasión, o quizá precisamente por ello) hoy día serían imposibles ni en el terreno de la poesía ni en el de la Filosofía. Una vez más: las pasiones se han atemperado. Si en el terreno político se ha pasado de la Revolución a la Reforma; en el terreno estético se ha llegado al análisis tras la crítica total.

Mientras la crítica hace una evaluación general de un fenómeno, el análisis se enfoca a un asunto particular. La crítica implica, para comenzar, una duda ante la realidad; la necesidad de una posible respuesta; en cambio, el análisis parte ya de una construcción teórica bajo la cual se evaluará un caso. A saber: mientras la crítica lo que hace es minar el sustento de los sistemas ante la realidad (y en algunos casos, no sé si los más afortunados, propone uno nuevo), el análisis ve la realidad a través de uno de tales sistemas y pretende con ella calificarla.

No es que ambas actividades sean incompatibles: el análisis puede servir a la crítica y la crítica puede ser el resultado de un análisis. Sin embargo, sí existen diferencias de fondo. Y aunque tanto uno como otro en sus versiones racionales puras exigen una distancia con lo observado a fin de garantizar la imparcialidad de los resultados, durante la última parte de la modernidad (de Marx y Hölderlin a Camus y las vanguardias) la crítica fue inseparable de la pasión. La crítica se practicó con un fin vestido por el entusiasmo: criticar para cambiar al mundo.

El análisis en su sentido más escrupuloso se dejó a los ámbitos académicos (los mismos que no siempre vieron con buenos ojos a la crítica de cualquier tipo). Hoy, con la desaparición de la crítica, o al menos su eclipse tal como se la entendió en la modernidad, sucumbieron también tanto los grandes relatos y las grandes negaciones. De una manera semejante a lo sucedido en el arte posmoderno, las ideas ya no niegan: continúan lo ya fundamentado. No se espera destruir el pasado ni empezar de nuevo, sino usar una idea establecida para examinar una parte de la realidad.

Es interesante comprobar que el espacio para la crítica en los medios intelectuales se ha ido estrechando y en su lugar florecen los estudios críticos, las ediciones anotadas y los estudios que analizan desde determinada teoría una obra. No creo que estos trabajos sean poco importantes, sólo señalo que se ha dado un vuelco en el mundo del arte. Los trabajos que antes se hacían tan sólo en la Academia hoy son los que justifican (bien o mal) el valor de las obras. Y no es extraño ver a los mismos creadores usando ese lenguaje para presentar o argumentar los méritos de sus creaciones.

Después de la tormenta y el ímpetu, del derroche de pasiones de la modernidad, se ha dado paso a una calma. Los grandes proyectos han dado paso a modestas propuestas que más que cambiar al mundo buscan entenderlo. No se trata de volcar el mundo de revés, sino de darle sentido a un universo cuyo único valor aparente es el del mercado[7].





[1] Y me llama la atención que en estos días se habla de un “conservadurismo” en la poesía moderna por no haber aceptado la idea de “progreso”; un conservadurismo, a decir de estos críticos, que termina en lo reaccionario. Resulta curioso este juicio, pues el futurismo (el cual sí estuvo de acuerdo con el “progreso” científico, político, moral y social), fue aquel movimiento que se adhirió sin chistar al fascismo, ideología reaccionaria si las hay.

[2]Aunque la palabra poética no es en estricto sentido comparable a otros tipos de lenguaje.  Se encuentra más cerca del grito o del canto. La forma en que expresa su sentido es a través de la re-presentación: no pretende comunicarnos un mensaje, sino que en ella la experiencia vuelve a ser vivida.

[3] Hay diferencias importantes, sin embargo, en este punto inclusive. La idea del “pueblo” (al que también aludieron muchos poetas románticos, embelesados por la lírica tradicional) no es algo dado de por sí y mucho menos algo que involucre a todas las personas. Se trata de una construcción política e ideológica: pueblo es aquello que cumple con ciertas características fijadas por una idea inamovible. Un pueblo se puede definir por la pertenencia a una cultura (y de aquí podemos derivar a la supuesta “pureza” de tal cultura); a una raza (con gradaciones y horrores incluidos); a un estrato económico e ideológico (que para muchos es lo mismo) e inclusive al azar que implica haber nacido en tal o cual territorio.

Para los poetas modernos, la idea del “pueblo” incluyó tales prejuicios, sin embargo, como quedó dicho, la poesía escapa a las pretensiones de su autor: no habla a tal o cual pueblo, sino a cualquier hombre. La barrera del idioma, como percibieron con justicia muchos románticos, es importante, pero no imposible de sortear: en efecto, aquel que lea una traducción (o que lea un poema en una segunda lengua inclusive) tendrá una experiencia decididamente distinta a aquella que el poeta percibió. ¿Pero acaso no pasa lo mismo con cualquier lector? Cada experiencia es única e individual; he ahí el misterio de la poesía.

[4] La modernidad, con sus grandes ideologías y guerras entre las mismas trajo sufrimientos apenas con parangón en la historia humana. ¿Es el ocaso de dichas ideologías signo de menos barbarie? Tal pregunta y las consecuencias que la respuesta trae serán revisadas posteriormente.

[5] El internet permite que un proyecto tenga potencialmente millones de lectores, sin embargo por sus características mismas, hace que la gran mayoría de estos queden en el limbo. La posibilidad de restringir la lectura a unas cuantas opciones hace que otras miles sean descartadas. Al mismo tiempo, a pesar de que es posible la gradual expansión de la cantidad de personas que lean la propuesta, el ritmo de ésta es muy lento y poco visible para el creador.

[6] En su momento veremos a qué nos referimos como arte publicitario; como arte para el consumo. No se trata de una valoración estética ni de que el arte anterior no se “vendiese”, sino que hoy sólo tiene presencia real aquello que se vende, que se anuncia; que ha sido creado para exhibirse. Y hoy, la misma rebeldía moderna es una forma efectiva de atraer compradores.

[7] Y no es de extrañar que la única cosa a la que parecen oponerse la mayoría de los creadores (no todos) sea al dominio del mercado. Es esa la lucha que ha quedado después de la modernidad porque las ideologías se han evaporado.

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