domingo, 11 de junio de 2017

Caídas y resbalones de Teseo

Caídas y  resbalones de Teseo

César Alain Cajero Sánchez


De vez en cuando hace falta una Ariadna, sobre todo si el laberinto no está allá afuera.

Antes no era tan fácil perderme. Cuando estaba en la universidad bastaba sentarme un momento en el Paseo de las facultades, respirar profundamente y entonces una palabra y una sonrisa bastaban. Podía continuar mi camino hacia el metro con Neruda y Los mitos griegos de Graves en la mochila.

Pero como nada es perfecto, la felicidad terminó, acabó la carrera y tuve que doblar por la esquina del laberinto.

Apenas hace un par de años que la cosa se puso de verdad divertida. Sí, antes se me iba la onda y de repente sentía una tristeza profunda que me impedía respirar, pero eso se compensaba con ver hablar al árbol y a la fuente en las mañanas soleadas. No fue sino hasta caer de nuevo por la entonces conocida memoriosamente como Ciudad de la esperanza cuando yo, tonto de mí, pensé que todo era como antes y que unos meses dando clases a niños (entonces no todavía chamacos) de primaria en lo que abrían la maestría no estaría nada mal. Un dinerito extra para hacer realidad los sueños romántico-hemerográficos de uno.

Dos años después, sin maestría ni dinero ni revista ni perro que me ladre heme aquí.

¿Cómo describirlo? Primero es como si se te cortase la respiración. Ves a la gente a tu alrededor y todo te parece extraño. Una especie de miedo te recorre y sientes que no deberías estar ahí. Un extraño sobre las tablas de una puesta en escena enloquecida. Un extraño que conoce los diálogos de la obra; que conoce a los actores en su vida fuera del escenario, minuto tras minuto; uno a uno. Los extras, cabezones en un carnaval renacentista. Luego se corta de nuevo la respiración. Y ya.

No es sino minutos más tarde cuando, no siempre, te dicen que te quedaste dormido en la mesa; que estuviste unos minutos babeando y mirando un punto, frotando tus manos; que moviste los brazos y golpeaste quedamente a quien estaba al lado tuyo. ¿Y qué puedes hacer sino avergonzarte y callarte y ponerte triste?

A veces, después de recuperarte te da cansancio; otras, te sientes desorientado. Alguna vez caminaste hacia el poniente cuando deberías haber ido hacia el lado contrario. Y cuando te diste cuenta, habían pasado tres minutos y estabas cerca de la casa de tu amiga. No estuviste entonces inconsciente sino confundido.

Pero después de todo no es algo para ponerte tan mal. Sabes que antes de entrar a trabajar en donde te ponían a hacer manualidades y nunca te pagaban no te sucedía casi nunca. Sabes también que en ese entonces conservabas la conciencia todo el tiempo. Y que no has podido hacer nada de lo que habías planeado porque no abría la maestría y porque en no pocas ocasiones te pagaron 500 pesos la quincena. Y que se te fueron los ahorros y que esperando y esperando se te fueron dos años. Sabes que al tiempo nada lo detiene y que no podías sospechar que año y medio después ter dirían en la maestría que siempre no, que para la otra.

Después de todo no te puede pasar nada; no te vas a suicidar; no vas a intentar golpear a nadie. Has tenido amigos con el mal y siempre los viste pasar sus vidas normalmente. La primera vez que te sucedió frente a un grupo se espantaron, pero después de que les explicases, todo volvió a la normalidad. Los padres de la escuela de la sierra, donde fuiste tan feliz, sabían lo que te pasaba y lo tomaron con humor. Los amigos de aquellos lugares, de Carlos a Emanuel y de Horacio a Buenaventura, nunca se viajaron por una ausencia de este lado de la realidad.

También sabes que te enoja que te traten como a un lisiado. Cuando te sientes mal después de un mes (lo que para estas alturas, después de estos dos años, es para ti un logro) y piensan que estás maldito o malito, pobre de ti: nadie te va a querer. Por eso no te quiere ya ni la universidad. Cuando a pesar de que sabes que lo hacen porque te aman, les parece una hazaña peligrosa verte salir porque no te vaya a dar en mitad de la calle y te dejen peor que al perro de la vecina. Y por eso enojarte con ellos es peor, porque no sabes cómo decirles que no te va a pasar nada; que de todas maneras no te gusta conducir. Ni los autos siquiera te gustan.  Que al fin y al cabo no estudiaste para cirujano.

Que, de verdad, puedes escribir un plan de estudios.

Y entonces es cuando se dio cuenta que la gente no sabe nada de lo que le sucede; que les da miedo. Que frotarse las manos es peor que no saber cuándo se ponen los acentos ortográficos y que aunque no tengas ni idea de cómo dar clases, vales más que alguien que se pierde por unos minutos cada quince días. Alguien que tuvo la mala suerte de perderse en el laberinto unos minutos antes de salir de un trabajo donde estuvo dos horas sin hacer nada sino mirar el escritorio frente a él.

Y entonces se da cuenta que el mundo no es como pensaba. O más bien, que sí lo es, pero no había tenido que sufrirlo. Y reconoce que la gente de la ciudad es más pusilánime que la del campo. Que los adultos temen cuando los niños ríen. Que la locura unánime en que se matan por el dinero o el poder se ve natural, en cambio, los movimientos repetidos por un minuto les parecen inexplicables. Tan inexplicables como convertirse en un hombre lobo por el amor de una mujer.

Y vuelvo a mí. Y aun sin hilo pude salir del laberinto.

Y vuelvo a mí. Tal vez el laberinto sí está allá afuera y la epilepsia no es sino un diagnóstico para mantenerme tranquilo. ¿Qué o quién será el minotauro?

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