lunes, 5 de septiembre de 2016

En compañía de un viajero

César Alain Cajero Sánchez

Costó mucho trabajo subirlo al taxi, como dijo Elena. Ya casi no se tenía en pie. Alguna conciencia debía conservar porque todavía intentó sostenerse. O eso me pareció a mí cuando lo tomé de los sobacos para levantarlo mientras otros dos amigos me ayudaban.



Desde el día anterior, a eso de las once en que nos fuimos a dormir, no lo veíamos. Mala noche debió pasar. No se pudo cambiar y nadie le quitó la camisa color vino que para este momento empezaba a oler mal. Perdió el sentido de sí a las cuatro de la mañana, según dicen quienes se quedaron a hacerle compañía. A las cinco o seis dejó de hablar y se quedó quieto en la cama a donde lo llevaron para que estuviese más cómodo. Ellos acabaron con lo que quedaba de la bebida con la que velaron toda la noche. No despertaron sino hasta las siete, cuando yo y Elena bajamos.

No faltaba sino una hora. A las ocho lo esperaban en el aeropuerto. No dio tiempo ni para llamar a la señora que nos ayuda con estas cosas. Por más que Elena estuvo buscando entre sus tarjetas de presentación, no la encontró. Es que hacía mucho que no la habíamos llamado. ¿Cuántos meses, cuántos años?

Allá, en su casa, todos lo estaban esperando. No podía llegar tarde a la cita más importante de su vida, por más manida que esté la frase y aunque en este caso no pegase del todo.

Como pudimos lo metimos al baño, lo desvestimos y abrimos la llave de la regadera.

Mientras nuestros amigos lo jabonaban, yo lo sostenía de los hombros. Su piel se veía aún más pálida de lo normal y la sentía viscosa, como la de un animal marino.

Mientras le jabonaban el pelo, el aroma a eucalipto del jabón me recordó que a él no le gustaba ese olor. Pero por su condición no podía quejarse. Además, cuando llegase de nuevo a tierra podían cambiarlo a su gusto.

Elena y sus hermanas le buscaron ropa en el desván. Él era muy pesado y casi no teníamos ropa de su medida. De lo que dejó su hermano, Elena encontró unos pantalones caquis y una camisa blanca. Limpiamos como pudimos sus zapatos. Durante la noche debió orinarse, cuando ya no pudo controlar sus esfínteres; la ropa sucia junto a las sábanas blancas, las mandaría ella a la lavandería. No es agradable, pero por un amigo de tantos años…

El taxi llegó a las 7:40, apenas a tiempo. Como pudimos lo metimos al auto; Elena se acordó y le puso las gafas oscuras que siempre usaba —y que había dejado en la mesita de la sala—, como si alguien lo fuera a reconocer y pedirle un autógrafo. Hay que respetar las manías de la gente aun en momentos como ése.

Llegamos al aeropuerto y por suerte había un servicio de sillas de ruedas donde lo hice pasar como un enfermo. Mientras revisaban nuestros papeles (por suerte, todavía había boletos ya que él siempre viajaba en primera clase), noté que mis manos temblaban un poco por el nerviosismo.

Afortunadamente nadie se dio cuenta y pasamos al aeroplano. Como pedí, nos tocaron asientos contiguos.

Me sorprendió saber que antes de llegar a nuestro destino pasaríamos a una ciudad en la línea fronteriza por unas horas antes de continuar el viaje. Mientras traían la acostumbrada copa, la azafata me confirmó que pasaríamos siete horas en dicha ciudad y proseguiríamos el viaje —en caso de contar con los boletos— en otro avión, ya que éste seguía inmediatamente.

Las luces se apagaron y pusieron en la pantalla una película con la que intenté distraerme mientras me preguntaba por qué querría pasar mi amigo por esa ciudad. Todos tenemos nuestros secretos, pero los suyos eran siempre transparentes y motivo de risotada.

No pasó mucho tiempo antes de sentir en mi hombro su peso. Mientras en la pantalla aparecía un hombre con un contrabajo noté cómo de su boca y nariz salía una sustancia viscosa que limpié rápidamente con un pañuelo.

El hombre en el asiento cercano al nuestro interrumpió su lectura, se quitó los audífonos que llevaba puestos y nos miró con extrañeza.

“¿Su amigo durmió tarde esta noche?”, preguntó y yo asentí con una sonrisa forzada. Él se levantó rumbó al final del pasillo mientras decía “Se levantará antes que todos nosotros. A todos nos tiene que pasar”. En tanto yo curioseaba a lo lejos el libro de tapas negras que llevaba, me pregunté qué habría hecho de saber la verdad. No era un libro en nuestro idioma, y lo único que pude distinguir fueron las palabras “Yitgaddal veyitqaddash shmeh rabba” en sus primeras líneas.

A las cuatro horas sentía un hormigueo en mis piernas y sentí la necesidad de ir a humedecerme la cara. Con mucho cuidado moví a mi amigo y lo acomodé en su asiento. De su boca escurría un líquido que volví a limpiar.

Al momento de echarme agua frente al espejo, mientras dejaba escurrirse mis manos por mis ojos, creí ver a mi compañero salir de uno de los sanitarios. Al volverme para verlo, no encontré a nadie. En el espejo sólo vi mi reflejo y el vaho de mi aliento.

Llegamos a nuestro destino después de cinco horas. Subí a mi amigo a la silla de ruedas con ayuda de varios asistentes de viaje y bajamos del avión. Inmediatamente llamé a Elena desde el aeropuerto. Ella tampoco sabía nada. Me dijo que la llamase en un una hora para ver qué podía averiguar. Antes de despedirse me dijo que había llegado la pintura azul que quería para el techo del cuarto. Le mandé un beso y colgué.

Esperé en la cafetería del aeropuerto la llamada mientras comía algo. Desde el día anterior no había probado bocado. No había nada de carne en el menú. Pedí una ensalada, pan y una taza de café.

Cuando llamó Elena, estaba dando las últimas mordidas a las madalenas. Me dijo que ya no había cupo en el avión, pero que encontró en la camisa el boleto que nuestro amigo había comprado. Llamó a la aerolínea y le dijeron que con el número que en él venía era suficiente para dejar entrar al pasajero. Apunté en mi libretita el 243013 antes de meditar que el estado de mi compañero no le permitiría siquiera que lo subiesen al avión y que obviamente no podría acompañarlo, con sólo un lugar apartado.

Por suerte, Elena, que es muy buena para este tipo de cosas en las que soy completamente torpe, llamó a un lugar que nos podría ayudar. Me dio la dirección y me advirtió que tenía que darme prisa porque los trámites podían tardar una hora, y luego había que esperar a que el procedimiento acabase en otras tres horas más una en lo que se enfriaba el asunto. Apenas a tiempo para llegar al aeropuerto.

El lugar estaba en un barrio de inmigrantes asiáticos cercano al aeropuerto. Un niño volaba un papalote en la esquina donde una larga fila de comensales se formaba frente a un restaurante con especialidad en curry picante. Frente al lugar estaba el servicio que buscaba, con el extravagante nombre de Shmashana pintado en su pared frontal junto a una serie de signos que no pude descifrar e imágenes de dioses de muchos brazos.

Me atendió un hombre fornido, bien afeitado y que olía a perfume con toques de nardo. Mientras le exponía la situación, él asentía y veía a mi amigo, al que traje en una silla de ruedas alquilada en el aeropuerto. Me dijo que no me preocupase, que iba a acelerar el proceso de trámites y que en tres horas y media podía pasar por él. Por fortuna, aceptó que pagase con tarjeta de crédito.

Abrí la puerta de cristal mientras el hombre y dos ayudantes llevaban lo que quedaba de mi amigo a la sala contigua, donde lo prepararían. Antes de que saliese, el hombre bromeó diciendo que era muy difícil ya mover a mi compañero, que un poco más y hubiese debido cortarlo en pedazos para llevarlo en una maleta. Reí, aunque el chiste no me hizo mucha gracia. Quizá porque era cierto.

Aunque pensé en llamar para que no lo esperasen pronto (ya deberíamos haber llegado), me imaginé que aguardar unas horas no los iba a molestar, después de cincuenta y tantos años. Tome uno de esos taxis de motocicleta y le indiqué al muchacho que lo conducía que me llevase a dar una vuelta por los lugares más interesantes de la ciudad.

Pequeños bulevares arbolados, plazas comerciales y una estatua de un ángel con una espada después, regresé a recoger a mi amigo.

Con un brazo lo tomé. Estaba tibio al tacto todavía. Nunca me imaginé que después de terminar iba a ser tan ligero. De haberlo sabido, hubiésemos hecho esto desde el principio, pensé entonces. Me regalaron una vasija de metal de color plateado donde lo llevé hasta el aeropuerto.

Lo demás fue lo acostumbrado. Subir al avión, dar el número del boleto, ser transportado al asiento. Ver por un par de horas la película, que al final siempre resulta mala, que ponen durante el viaje.

No hubo esta vez fantasmas en los baños ni curiosos ni miasmas que salían de la boca de nadie. Mi amigo ya no se movió de su lugar, bien acomodado a mi lado.


En tierra fue lo acostumbrado. Excepto que Elena avisó a quienes lo esperaban porque nada más bajar del avión ya escuchaba el “…único consuelo en las horas eternas del dolor, único consuelo sostén en el vacío…” cantado por hombres y ángeles.


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