lunes, 29 de febrero de 2016

La recreación del mundo


La experiencia artística, como la religiosa, a la que se asemeja al grado de ser en un inicio inseparables, se confunde con los orígenes mismos del ser humano. La contemplación de aquello que está más allá de los límites de la conciencia es probablemente el origen de esa misma conciencia.

Es posible explicar el nacimiento del lenguaje (y con él, de la conciencia y por tanto, del mundo humano) en esa experiencia inefable. A saber: la contemplación del universo, de aquello que no se es —de aquello otro, ajeno— lleva a la conciencia del ser, que se define de manera negativa. Al intuir lo que no es, tiene una primera aproximación a la noción del yo. Ese germen de la noción del yo, nacimiento de la conciencia, lleva a la angustia, pero también al conocimiento de todo aquello que lo rodea. Esta sorpresa física ante el universo es el origen de la intuición de un orden que lo excede, que es el sentimiento de lo sagrado; de su admiración estética, origen del arte y de su meditación racional, nacimiento de la especulación lógica y, posteriormente, científica. Tanto arte como ciencia y religión son inexplicables sin esta experiencia cuyo origen comparten. Y esta experiencia es inasible sin un lenguaje que, en primera instancia, permita expresar y luego explicar aquello que se presenta a los sentidos. Este lenguaje, que es convencional, es también aquello que le da presencia real a aquello que no era sino una serie de estímulos. El lenguaje en primera instancia expresa y con ello, da concreción al universo. Nace de la contemplación y lleva a la expresión de aquello: poiesis en el sentido griego, da forma a aquello que sólo era potencia de ser.

De esta manera, aunque el lenguaje es una convención social, al mismo tiempo es aquello que permite al ser humano darle concreción al mundo material: sin él, aquello otro es in-significante, carece de realidad. Sólo al ser nombrado el mundo es concebible.

Sin embargo, ese mismo lenguaje que le da razón y orden al universo, lo aprisiona en unos límites que no son los suyos, sino los del hombre. Cada lenguaje, al convertirse en sistema (lo que es inevitable para que funcione de manera social, lo que le es inherente), vuelve a esconder la realidad tras un velo: el vocablo. Así, en un primer momento instaura la realidad para después abstraerla tras una significación única. Para que la realidad vuelva a aparecer tras ese velo es necesario renovar aquel pacto inicial: re-presentar el asombro ante la realidad. De las tres grandes formas del lenguaje, la religión —cuando se cumple— tiende al silencio más allá de los significados, a la mística; la ciencia, a la explicación lógica de los mecanismos, a la ilustración; el arte busca la recreación física de la experiencia primera, el regreso al origen, la re-creación.

A lo largo de la historia humana, el arte ha acompañado a las sociedades desde sus primeras manifestaciones. Inseparable en sus orígenes de la religión (o mejor habría que decir, de lo sagrado), le da forma a aquello inefable. Al hacerlo, otorga un lugar en el mundo a los relatos y sentidos: funda. Forma mitos y con ello, permite sufrir ese orden universal.

La modernidad nació después del gran mito de Occidente, al cual, el arte medieval sirvió de formas espléndidas. Sin embargo, con su caída, la diferencia entre arte y vida —entre realidad y ficción— se consumó.

Si la retórica cristiana abjuró de las mitologías y propuso una sola verdad eterna, la modernidad abjuró de lo eterno y propuso la paradoja de una intemporalidad histórica. Las verdades ya no se refirieron a un evento histórico aislado, a una revelación, como tampoco se vincularon con aquella verdad original que funda el devenir (como los mitos precristianos[1]), sino en una verdad objetiva e intemporal que, para las ideologías, se consuma en el transcurrir histórico o, para las ciencias decimonónicas, carece de límites temporales.

Hay diferencias entre la idea de objetividad y de intemporalidad de la ciencia decimonónica y de las ideologías modernas. Mientras la primera se concebía —y en el imaginario social, se concibe— como una verdad absoluta y aplicable a todo el universo conocido en cualquier tiempo posible; la segunda sin dejar de llamarse objetiva, parte de la idea de desarrollo histórico que el hombre consuma con sus actos (aunque Marx, por ejemplo, piensa que esto no depende de la libertad humana, sino que es independiente de la voluntad del individuo, una ley natural ; Hegel, por su parte, opina que la libertad radica en el Espíritu, no en el individuo).

El arte en un mundo como el moderno, basado en una supuesta objetividad que pretendía dejar de lado (aunque nunca lo haya conseguido) los aspectos afectivos y espirituales de la realidad[2], no encontró el sitio que en otras épocas.

Esto no significa que el arte como poiesis haya dejado de estar presente en nuestra vida. La ciencia, por más objetiva que se declare, tiene necesidad de crear códigos, palabras, imágenes que hagan visible aquello de lo que habla. Todo decir es un ritmo y todo ritmo encarna en un tiempo. Las grandes cosmologías modernas tienen no poco en común con las ideas de los filósofos de la antigüedad, y éstas se convierten —encarnan— en imágenes. La ciencia no excluye a la poesía (como la poesía no excluye al sentido: lo pone entre paréntesis). El símbolo “0” que encierra un concepto tan arduo[3] fue una creación estética genial.

La imaginación continuó creando imágenes que diesen sentido al mundo moderno, tanto a la ciencia moderna como, de manera más abierta y declarada, a las pasiones ideológicas que atravesaron los siglos precedentes. Sin embargo, esta creación al servicio de la ideología y la política no fue la única ni con mucho la central en la época moderna: a diferencia de las épocas precedentes, no hubo una convivencia entre la idea de mundo y su arte. En un mundo que negaba la razón de ser de la actividad artística, una parte de los creadores convirtió su obra en propaganda y la otra, empezó un diálogo polémico que atravesó los pasados siglos.

Con el romanticismo, el arte estableció una nueva idea de lo sagrado y, con ello, polemizó con el mundo que lo rodeaba: intentó restaurar aquello que la ideología había despreciado.

El romanticismo, como arte moderno, buscó incidir en la realidad de manera revolucionaria. En ese sentido comparte varias características de las ideologías: la relación polémica y dialógica con el pasado; la creación de esquemas programáticos… A diferencia de las ideologías políticas, empero, era imposible para él dejar de lado la cualidad misma del arte: formar ideas de mundo sensibles; mitologías.

Así, aunque el romanticismo en efecto no fue ajeno a la realidad política de su tiempo e intentó de diversas maneras incidir en el mundo social —con desigual fortuna—, también fue una reacción ante la forma de pensar que había creado tal mundo en primer lugar. La crítica de muchos artistas llegó no sólo a las instituciones del mundo burgués, sino a la misma forma de pensar que les había dado origen.

Así, el romanticismo revaloró el sueño, el deseo y la belleza que las ideologías modernas poco habían apreciado en un principio.

El programa de los movimientos románticos, con todas sus diferencias de forma, coincidió, muchas veces de forma tácita, en la necesidad de recrear una imagen de mundo que diese cuenta de los aspectos que las ideologías modernas habían relegado.

Esto resultaba natural: el arte brinda forma, imagen y sentido, al universo. Lo hace sensible. Al dar palabras, y forma a aquello que sólo era concepto o intuición, lo crea. Es la representación de un universo de forma completa: su creación. Al hacer sensibles las ideas, conceptos, creencias y, sobre todo, pasiones y anhelos, brinda una forma tangible a aquello que de otra manera permanece incompleto.

No otra cosa hizo el arte en la edad moderna: las grandes ideologías estetizaron su discurso y sus rituales. Sin embargo, ante la cualidad restringida de la forma moderna de pensar, que acotaba la realidad a tan sólo un aspecto de lo que en otras épocas se concebía como tal, no es de sorprender que el arte, el cual tiene hambre de totalidad (pues expresa la totalidad en imágenes) haya resultado polémico con la idea que impulsaba esta tentativa.

La gran novedad del arte moderno fue su cualidad crítica: crítica ante el pasado y ante el mundo en que le tocó vivir. Si bien en gran parte se puso al servicio de las ideologías de la Historia, esto se debió a su misma necesidad de objetar  la validez de la imagen —en este sentido, sesgada— de mundo que les dio origen. Sin embargo, tal amasiato no duró más de unos años antes de que el discurso artístico abandonase el barco o se convirtiese en propaganda. El romanticismo alemán y Napoleón; las vanguardias con el socialismo… Los hermanó el ánimo polémico con el mundo en el que les tocó desarrollarse, sin embargo, esa alianza estaba condenada al fracaso, pues detrás de los sueños libertadores de toda ideología está ya el germen de una idea única de mundo: de otro orden que constriñe la realidad a sus teorías. Y esta imagen, que es la de la modernidad, es precisamente en la que el arte ya ha perdido razón de ser.

De esta manera, el arte moderno se caracteriza por su carácter polémico con el mundo que lo rodea. Por vez primera en la historia, el artista es también crítico. No porque el arte haya cambiado desde tiempos prehistóricos su razón de ser, sino porque el mundo en el que se mueve ya no es capaz de entender aquello. Ha mutilado para sí una parte del universo; interpretando sólo el dato mecánico, de acuerdo a su ideología.

En este mundo, el arte debió buscar su razón de ser como servidor de las ideologías que le dieron forma (y muchas veces lo intentó) o mantener un ánimo polémico con el universo que lo rodeaba. El romanticismo —que es decir, el origen de todo el arte moderno— mantuvo ambas tendencias: a los intentos de conciliar las ideologías de la Historia con la libertad de imaginación siguieron siempre las rupturas con el orden establecido; la crítica y la necesidad de una imagen de mundo que borrase las fronteras entre mundo y universo. Entre naturaleza, sueño y sociedad.

Dicha reconciliación se manifestó desde el romanticismo y a lo largo de los movimientos que lo siguieron como la creación de un “nuevo sagrado”. Con esto no quiero decir que todos los artistas se hayan interesado en las religiones, establecidas o no, o que en el arte moderno latiese un germen reaccionario. Lo primero sería una apreciación parcial: aunque una gran parte de los artistas de los últimos siglos se acercaron al pensamiento religioso; no todos lo hicieron y muchos menos lo hicieron a través de una Iglesia establecida. Lo segundo resultaría todavía menos cierto: aunque algunos ven, por ejemplo, en la fe cristiana de los románticos alemanes una abdicación reaccionaria de sus ideales iniciales, olvidan que la gran Francia a la que veneraron había invadido Alemania. También olvidan que el cristianismo que reivindicaron era uno atravesado por la angustia y la fantasía; el anhelo de igualdad y la rebeldía.
Lo que sí es posible señalar es que en todos los grandes artistas modernos existió la pulsión de mostrar al universo como una totalidad viviente; dueña de un sentido más allá de los límites de un universo ordenado únicamente por reglas mecánicas. Es una intuición (porque no siempre cristalizó como una idea) que animó tanto a Klee como a Odilon Redon; a Ginsberg como a Hölderlin; a Rimbaud como a Mondrian. El universo se percibe como un tejido de signos. Incluso los autores alejados u opuestos a estas ideas por motivos políticos santificaron al mundo. Neruda, tan alejando del mundo de las teorías, pero con un sentido casi animista de las presencias cotidianas; Orozco, cuya gesta es la puesta en escena de una pasión cuyo Cristo es el ser humano, sus sufrimientos y su final caída: parte de un mundo de explosiones telúricas. Inclusive movimientos aparatosamente opuestos al romanticismo no son más que un disfraz no siempre afortunado de la glorificación de las pasiones. Aun para aquellos que sirvieron a una causa política, aquella se mostró no como la presentaban los teóricos, sino como una pasión religiosa. Así, en aquellos más cercanos a las ideologías de los pasados siglos, esa pasión adquirió una forma que los hizo capaces de ejercer la crítica de un mundo que se percibía inicuo. No hay que olvidar que tanto como la apariencia de orden, la gran idea que movió al tiempo moderno fue la posibilidad de transformar ese orden. A la empresa de Marx “cambiar al mundo”, Rimbaud respondió “cambiar al hombre”.

La crítica de los artistas al mundo moderno, sin embargo, sólo fue posible en una edad crítica como la de los pasados siglos. No es sorprendente: a la edad de la razón crítica, donde la idea de cambiar al mundo enseñoreó la imaginación social no podía sino corresponder un arte que, a su vez, señalase una de las faltas esenciales de tal universo. Los artistas advirtieron los límites de la ideología moderna en su conjunto y la necesidad de formar una imagen de mundo que integrase aquellos aspectos de la realidad, tanto social como natural, que habían sido relegados.

Aunque en numerosas ocasiones se ha hablado en este sentido de una tendencia al irracionalismo en el pensamiento de muchos artistas románticos (y entre estos, sobre todo en el de los poetas, quienes fueron los animadores más connotados de la rebelión del arte moderno), se han llegado a los extremos de apuntar tendencias al antirracionalismo.

Esto sólo se justifica si entendemos como “racionalismo” la propensión propia del  positivismo de desechar todo aquello que no entre en los estrechos límites de la razón lógica empírica del Occidente moderno. Solamente en ese sentido podríamos decir que, en efecto, las pretensiones del arte moderno estaban en contra de tal manera de pensar.

En realidad los orígenes del antirracionalismo político moderno (cuyos gérmenes están en la claudicación de la autocrítica en las ideologías) son muy distintos de la polémica del arte moderno. El fascismo, que es el ejemplo más acabado de la estetización del antirracionalismo en la esfera política, no reniega del mundo moderno: cree en la técnica, pero no en la crítica; confía plenamente en el cálculo, pero no en la polémica. Su estética es ajena a los grandes movimientos artísticos: es un arte de propaganda; una creación planificada para crear un ritual. El antirracionalismo moderno no es propio del mundo del arte, sino de la técnica concebida como un fin en sí misma: poder sobre el mundo y sobre los otros.

Hacer coincidir las tendencias irracionalistas con este antirracionalismo resulta injusto, pues nunca se trató de negar aquello que Kant bautizó como razón pura (y razón práctica), sino de indicar, como el “prusiano puntual” hizo, los límites de los que tal capacidad no puede pasar. Asimismo, de mostrar que hay otras formas de construir y valorar al ser humano y al mundo todo. Que para formar una imagen de mundo que en verdad cubra los aspectos que han sido descuidados por las ideologías modernas es necesario no sólo estar conscientes de los límites de la razón, sino dejar de subestimar a la imaginación, el deseo y la sensación de lo sagrado como principios creadores de un mundo.

La gran ambición de los románticos no fue entronizar el antirracionalismo, sino integrar en la razón aquellas otras facultades del pensamiento humano que fueron dejadas de lado por el mundo moderno. Para ello, como no podía ser de otra manera, optaron por la crítica: la gran arma del Occidente. En los grandes pensadores románticos, como en los filósofos de la crisis de la razón, la pasión crítica se une a una búsqueda de un sentido de mundo que dé cuenta de aquellos aspectos que Occidente rehusó y que lo estaban minando desde dentro.
El romanticismo, que fue un movimiento artístico, pero también filosófico, no negó a la razón moderna: discutió con ella con su mismo lenguaje y a ello añadió la creación de algunas de las obras más importantes de Occidente.

No es justo querer equiparar al arte romántico con el de la época clásica o el barroco en términos de perfección. Cada obra responde a una idea de mundo distinta y hoy observamos en las obras clásicas algo distinto a lo que en su momento expresaron. Diferente y semejante, pues el arte, de serlo, trasciende los espacios y los tiempos. Es comprendido de manera distinta dependiendo de la época, pues está sujeto a la Historia, sin embargo, su fuerza intrínseca permanece pues apela a algo que está más allá del lenguaje. El amor, como lo entendemos hoy, es muy distinto a lo que vivieron los griegos del siglo VII aC, sin embargo, al escuchar las palabras de Safo, podemos reconocernos en ellas. Histórico y transhistórico al tiempo, el arte permanece pues proporciona una imagen al mundo.

Así y todo, es posible afirmar que los principios que hicieron surgir al romanticismo perduraron más allá del momento histórico que lo vio nacer e impregnaron toda la poesía moderna. Tampoco es escandaloso afirmar que fue uno de los momentos más fructíferos en producción artística. Esto tiene muchas razones. Empezaremos con la más obvia (y también la más discutible): es aquella que nos precede y con la que hemos crecido; es también aquella de la que estamos más cercanos tanto temporalmente como en nuestra sensibilidad.

Digo que esto es obvio pues en efecto, si el romanticismo como movimiento cohesionado y así identificable va de los siglos XVIII al XIX, su presencia se extiende con otros nombres hasta el siglo XX y todavía más allá. El mundo en el que vivimos si bien no es precisamente el mismo que aquel surgido del Siglo de las luces, tampoco significa un quiebre radical con éste. Existe una continuidad entre el mundo moderno y el nuestro a tal grado que es posible hablar de que uno es producto directo del anterior[4]. De esta manera, las objeciones que el arte moderno hizo a la modernidad no han perdido vigencia y aún es capaz de señalar las faltas que no han sido subsanadas (sino, acaso, se han agravado).

El arte moderno dialoga con nuestro presente como nosotros dialogamos con él. Este diálogo resulta crítico pues surge de una época polémica. No se trata de una contemplación desapasionada, intelectual o esteticista. El arte ajeno al entusiasmo es inconcebible y, en el caso de la época moderna, aquel entusiasmo se manifestó como un juicio a la vez demoledor y creador. El sentido de tal juicio nos afecta de manera directa pues somos herederos de las fallas de aquel mundo.

En un mundo como el nuestro, en el que se ha reducido la belleza al mercado; las pasiones  a la sensiblería y la polémica con el escándalo trivial, aquello que animó al arte moderno es tan o más válido que en su momento. La pasión por demoler un mundo; el ansia de recrearlo.





[1] Recordemos la definición de mito en el sentido precristiano de un evento en tiempos originales, en un tiempo fuera del tiempo, que establece el sentido del universo.

[2] Con la palabra “realidad” no me refiero aquí a la realidad objetiva, de la que nunca sabremos nada con exactitud, sino de la percepción humana de lo real, la que se nos presenta como una evidencia de los sentidos. Hablo de realidades como el amor, el deseo; la imaginación y la belleza, que si bien no tienen una realidad “objetiva”, son percepciones a las que nos enfrentamos diariamente.

[3] Tan arduo que para los griegos era escandaloso y que, gracias a ese fruto de la imaginación (de la poiesis), hoy nos parece tan natural: ha aparecido en el mundo.

[4] Esto es verdad a tal grado que muchos opinan que no existe diferencia entre la idea moderna de mundo y lo que —a falta de mejor palabra— llamamos postmodernidad. Explicaré en posteriores capítulos por qué me parece que sí existe una diferencia, cuál es el quiebre visible y cuáles las continuidades.

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