lunes, 5 de octubre de 2015

La bienintencionada ineptitud

César Alain Cajero Sánchez


Exactamente el pasado 23 de septiembre me recosté en el sillón de mi casa y me dispuse a leer un libro de pedagogía que las autoridades de la SEP se habían dado a bien recomendar.

No esperaba mucho del libro. Después de haber sufrido la retórica propia de los pedagogos por varios años, sé a qué atenerme. Sin embargo, debo de aceptar que en esta ocasión, la lectura superó con mucho mis expectativas y me causó una gran impresión que no puedo sino compartir aquí.


Aunque no soy entusiasta de los discursos pedagógicos, acepto gustoso que son bienintencionados y sus ideas son novedosas para quien nunca ha dado clases y piensa que hacerlo es un ejercicio de repetición diaria. También supongo que motiva a aquellos docentes que después de muchos años de dar clases han convertido cada día en una rutina inalterable.

El caso es que este libro, que fue recomendado por los encargados regionales (vaya uno a saber si también los de la entidad o del país mismo) resalta entre los demás textos sobre el tema.

Es normal que la mayoría de las personas señalen que la situación de la educación (y, por extensión, del país) se debe a los sindicatos, al gobierno, a la política neoliberal; al populismo de los líderes; a las terribles instituciones educativas y a los cabrones que no apoyan a las normales (y lo demás que ya no quiero repetir). De alguna manera, todas estas cosas son ciertas: en realidad a la mayoría de los encargados de cualquier asunto público en el país, le interesa cualquier otra cosa (que los beneficie), menos aquello que les delegaron; sin embargo, en la mente de no pocos, esto se convierte en una batalla épica entre el mal y el bien. Entre aquellos que por motivos poco claros quieren hacer la mayor cantidad de mal posible a la Patria (elija usted al malo de su preferencia) y aquellos que la defienden con valentía (piense en el nombre valeroso de su devoción).

Así y todo, desde hace tiempo, he observado que una buena parte, si no es que la mayoría, de las barbaridades que nos receta el gobierno, la burocracia cultural y los sindicatos (entre otras figuras e instituciones con cierto poder) no provienen tanto de la maldad que les atribuyen, sino a la simple y cruda ineptitud. A la haraganería intelectual. A la incompetencia.

Pues bien, resulta que en este precioso libro que me dieron a leer y que fue recomendado por autoridades se supone competentes, nada más pasando el prólogo se encuentran estas frases:

¿Qué está pasando con la educación?
¿Por qué muchos papás y profesores dicen que se les va de las manos?
¿Qué clases de herramientas necesitan los psicopedagogos frente a los niños y niñas de hoy?
¿Qué significa la llegada de chicos/as dotados de capacidades que nos asombran?
¿Cómo construir una nueva sociedad donde se pueda privilegiar el ser más que el tener?
¿Cómo volver a nuestra propia esencia?
¿Cómo volver a re-ligarnos con la naturaleza, la Pachamama y el cosmos?
¿Se está vislumbrando una nueva humanidad?”


La cosa apenas empieza: páginas más adelante se escribe de niños que ven ángeles; de niños telépatas; de niños “serpiente” (llamados arcoíris) que fueron precedidos por Kukulkán; de la “evolución” sorprendente que muestran los niños que “preguntan por cosas espirituales como Dios” y que “están completamente familiarizados con las computadoras”.

Ya para el segundo capítulo, se habla de la “conciencia universal” y que este proceso inició “[…] en el momento del cambio de era, de Piscis a Acuario”.

Me comentan que este enfoque “pedagógico” responde al nombre de “holístico”, que está muy en boga en el cono sur (donde fue editado el libro) y que pretende ver al estudiante como un todo: cuerpo, mente y espíritu.

No tengo nada en contra de todas estas ideas. No me causan risa, aunque soy más bien escéptico a la forma en que están planteadas. Lo que señalo es que carecen de la rigurosidad y elaboración necesarias para ponerse a recomendarlas así; sin salivita.

A saber: creo que está muy bien la idea de entender a los estudiantes (está enfocado a niños) en todos sus aspectos y desarrollarlos (a través del arte, de la música, de la lectura). Empero, de ahí a dar por sentadas una serie de teorías sin sustento y partir de esos supuestos para toda la educación (se llega a presuponer que tienen una conexión telepática universal entre ellos mismos y con todo el cosmos; además de que ven ángeles), hay un paso muy peligroso. Ni qué decir de las ideas simples sobre la facilidad de los niños al usar aparatos digitales, de que se trata de una evolución “espiritual” (¿de dónde la conexión entre un i-pad y la consciencia trascendental de Pachamama?).

Tanto sería establecer una pedagogía basada en la aparición de espíritu santo sobre algunos videntes.

Pero todo esto no es para hablar mal de estas ideas (muy respetables, siempre que no quieran imponerlas de manera obligatoria), sino para explicarme cómo llegaron a mis manos a través de lo que se supone es una reglamentada institución.

Mis compañeros de Conafe, con quienes pasé algunos de los mejores años de mi vida dando clase en comunidades aisladas del sureste, seguramente recuerdan la sorpresa que nos producían las pruebas que (a nivel nacional) se enviaban para evaluar la educación secundaria. Exámenes de matemáticas sin respuesta correcta alguna y claves de respuestas sin orden eran cosa de cada bimestre. Ya no hablemos de la redacción de las preguntas.

A mi parecer, esos exámenes eran encargados a alguien que se pasaba mes y medio en estupor alcohólico y una semana antes de la fecha, abría algunos libros y en chinga ponía alguna ocurrencia.

Pero no podíamos elaborar nuestros propios exámenes (hasta que una valerosa compañera convenció a alguien); había ver cómo le hacíamos. Y ahí nos veían elaborando nuestros exámenes y realizando malabarismos para llenar los pedidos (más de una vez les dije a mis alumnos; háganlo bien y yo lo llevo así: les enseño que ustedes sí saben cómo se realiza).

¿Cómo llegaban esos exámenes a todos los rincones de México, a las comunidades que más necesitan una educación de calidad? ¿Será acaso el perverso gobierno que quiere acabar con la Patria? ¿Se gana dinero y poder elaborando mal unos exámenes de secundaria?

Compañeros en otras trincheras me han dicho que les pasa lo mismo con exámenes de bachillerato y de primaria. De Universidad, no sé, pues estudié en la UNAM y cada maestro elabora sus métodos de calificación (pero en alguno que realicé, ese sí estandarizado, confundían lectura de comprensión con poner lo que está cerca de la frase aludida).

En principio yo personalmente estoy a favor de una evaluación de la calidad educativa dado que conozco la situación de muchos alumnos y el grado de indiferencia de muchos profesores. Sin embargo, a decir de mis conocidos y después de leer sobre el asunto, me convenzo de que no se trata de una prueba de conocimientos ni de métodos de enseñanza: no se trata de saber si el maestro está calificado y sus alumnos aprenden (lo que se logra sí, a través de una prueba, pero sobre todo, de un estudio de campo), sino si sabe los lineamientos del método pedagógico que propone en este momento la SEP y la forma en que lo “aplica”.

Quien no esté involucrado con la educación básica vendrá hasta este momento a saber que a los estudiantes de primaria y secundaria se les está formando con algo llamado “educación por competencias” donde alguien puede pasar de grado sin saber leer, pero sí “hacer proyectos que fomenten sus competencias”. Una de dichas competencias que ahora recuerdo es que los alumnos de secundaria deben “ver su entorno de manera científica y compartir este conocimiento con el medio social que los rodea”. Así, tal cual.

A los señores que asesoran a las autoridades de la SEP les importa más que el maestro sepa los “diferentes tipos de competencias y de familias” a que el alumno aprenda a resolver problemas (ah, porque por si no lo sabían, reprobar a un alumno, daña su psique, así que si presenta su trabajo aunque no sepa nada, hay que pasarlo… y aun si no lo presenta). No es muy diferente la idea en nivel medio superior.

La prueba para educadores me parece una oportunidad desperdiciada. Lograr una educación de calidad sí se logra a través de evaluaciones a los maestros, de la promoción de aquellos que hacen bien su trabajo. Sin embargo, se prefiere el empantanamiento burocrático en nombre de unos principios que quién sabe quién supuso correctos y de relaciones entre miembros de la facultad (en realidad como ni los directivos saben cómo se ha de evaluar, se limitan a señalar a quien les cae bien: no miento, pregunten).

¿Es esto un plan malvado para dañar al país y a la juventud fraguado por perversas mentes? Aunque muchos compañeros piensan que sí (y a veces pareciera que, ante tal cantidad de basura, así es), opino que no, ¿para qué serviría?

¿Por qué nadie dice nada contra esa entelequia de la “educación por competencias”? ¿Cómo se decidió que se impartiría en todo el país?

En el emocionante libro que me tocó leer hace unos días hablan de “generación índigo”, de “G1”, “G2”; de datos proporcionados por la “Ascend Foundation”; la “multi-lateralidad” y la “multi-funcionalidad”. Hace unos años estuvo en boga hablar del maestro “mediador”, del “aprendizaje autónomo” y de “biosimbolismos”. La “educación por competencias” se basa en esto último.

En los varios años que llevo inmerso en la educación, cada reunión hay alguien que confiesa no saber a qué se refieren estas palabras. Todos se pitorrean de este lenguaje. Pero, eso sucede a nivel de piso: nos quejamos aquellos que debemos poner en práctica (si es que se puede, porque otras cosas ni siquiera eso) las ideas que a alguien se le ocurrió implantar.


¿Cómo llegaron semejantes ideas que no tienen pies ni cabeza hasta este nivel? No veo que por maldad. Una vez que platicamos con algunas personas de niveles burocráticos y se les hace ver esto, admiten que se trata de cosas sin ningún sentido, pero que así les llegaron.

Imagino el momento en que a alguien se le ocurrió usar el intrépido texto que me tocó leer. El nombre apantallante; las palabras domingueras que no se entienden... La bienintencionada ineptitud y la flojera por leer hicieron lo demás. Y como en la cadena burocrática nadie se tomó la molestia de leer el dichoso libro (y si alguien lo hizo, o no entendió ni jota o le dio miedo decirles a sus superiores); así llega. Dado que no hay manera de escapar ni de réplica efectiva, los profesores se las arreglan como mejor pueden (en mi caso opté por trabajar el doble: por una parte, a mi ritmo y según las necesidades de los alumnos; y por otra, cumpliendo con los requisitos insensatos pedidos por la burocracia).

Pero hay que decir que el rey va desnudo.

No dudo que haya quien cree (incluyendo muchos de la SEP) que los consejos y los planes, como la dichosa evaluación, son correctos. Entiendo y estoy de acuerdo en la necesidad de una mejor educación. Sin embargo, los invito a leer dichos planes. Leer no deja ciego y aunque sé que estos textos están escritos con ese lenguaje de domingo, con un poco de esfuerzo, comprenderán que los hilos del traje son inexistentes.

No dudo tampoco de la mala fe de políticos que buscan el dinero fácil; pero ningún criminal, por muy ávido de dinero que esté, saca nada por mandar exámenes sin respuestas; nadie gana nada al hacer planes de estudio ineptos. Y menos al dejarlos pasar hasta tales niveles. La idea de que es para “crear generaciones apáticas y manipulables”, aunque simpática, resulta poco verosímil: la Historia ha demostrado que un pueblo educado es tan fácil de engañar como cualquier otro (sólo se le seduce de otra manera). Saber matemáticas o Biología no te hace tener opiniones políticas buenas (¿y cuáles son las buenas, por cierto?). Leer no te vacuna de votar por el que habló bonito. Luis Echeverría no “chingó” al país por maldad innata; simplemente, nadie se atrevió a decir que sus planes eran insensatos (y a quien lo hizo, le armaron un bonito golpe). Que todo el modelo de crecimiento (que no es precisamente distinto del actual: ambos basados en la depredación del medio; uno con un acento en los proyectos faraónicos; otro, en las utilidades del gran capital) era un desvarío.

Desconfío de la existencia de la maldad personificada (como de la bondad impoluta). Encuentro una respuesta mucho más palpable y que he podido comprobar personalmente: la bienintencionada incompetencia. La ignorancia feliz que lleva a que despreocupadamente se esté yendo lo que hacemos a la fregada.

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