lunes, 7 de abril de 2014

Crear la realidad



No hay posibilidad de vida humana sin mito.

Con mito me refiero a un discurso que ordena y da dirección al ser humano. A su vida y al mundo.

De manera tradicional asociamos el término “mito” con las narraciones de la antigüedad helena y a las tradiciones similares que aparecen en otras culturas. Relatos donde se establece la causa del existir universal. Con ellos no sólo se explica al universo: se le da orden; da un modelo para la vida actual del ser humano.

En nuestro tiempo, el mito se encuentra desacreditado bajo esta acepción. El cristianismo primero, obsesionado con calificar de farsa aquellos discursos que no pudo o no quiso asimilar, y la ideología surgida de la Ilustración después, que desestimó como falso todo aquello que se escapara a una lógica primaria y empírica, provocaron su descrédito. A tal grado está estigmatizado el discurso mítico, que en gran parte de los idiomas europeos es sinónimo de mentira, engaño y superstición.

Nos creemos fuera del discurso mítico, pero el mito, como toda realidad que se imbrica con el universo todo, está presente en toda nuestra vida, inadvertido. Ni siquiera sospechado.

La religión de occidente, el cristianismo, se cuidó mucho de distinguirse de los cultos mitológicos de las culturas cercanas. Se insistía en la realidad histórica del crucificado y en el origen nebuloso de otras tradiciones.

Esta diferencia me parece menos esencial de lo que a los cristianos de aquellos primeros años insistían. La existencia histórica de Cristo es evidente a cualquier creyente, pero aun si los datos ajenos a los evangelios son fidedignos, nada puede probar su resurrección. Así, la creencia central del cristianismo, como la de todas las religiones, es verosímil, pero no incuestionable. Es una fe. Esa es su gloria y, a los ojos de algunos, no la mía, su miseria.

De la misma manera, la existencia del Buda, por ejemplo, a los ojos de muchos creyentes es un hecho histórico. Pero en su caso, apenas si esa vida interesa. Lo que importa es su mensaje, el cual, por muy lógico que pueda parecer, exige un cierto grado de convencimiento.

Empero, se señalará que hoy la ciencia ha arrebatado los atributos que antiguamente pertenecían a la religión. Que las verdades que hoy defendemos sí son ciertas e indiscutibles.

No hay nada menos indiscutible que nuestras certidumbres, empero.

La ciencia en efecto tiene un método que hace ineludible la experimentación, con lo que provee de certidumbres empíricas. Sin embargo, la manera en que se interpretan tales datos, inevitablemente queda fuera de cualquier tipo de ensayo.

Por ejemplo, en años recientes, el descubrimiento de la existencia de las llamadas “neuronas espejo” ha sido expuesto como la “explicación” de la empatía, y por tanto, la puntilla final a la idea de alma.

Sin embargo, en realidad esto no es más que una interpretación posible. Otra sería que el alma se vale de mecanismos biológicos para manifestarse. La razón de que nos parezca más “seria” la primera de estas elucidaciones no se debe a un juicio lógico, ya que no existe mayor lógica en una de estas ideas que en la otra. Tampoco se trata de “pruebas empíricas”, ya que no hay forma de comprobar experimentalmente si las neuronas espejo son mecanismos que emplea el alma para exteriorizarse o no.

¿Cuál es la razón, entonces, de que creamos una de estas interpretaciones y no la otra?

Llana y simple fe.

Se debe a que esa es la imagen de mundo, el mito, que le ha dado razón a nuestra civilización moderna. Para el mundo moderno, el universo ha aparecido sin razón ni motivo, de la nada y sin nada que lo precediera. Un mecanismo vacío donde la única razón es la razón humana.

¿Hay razones para pensar tal cosa? En realidad, no. Hay evidencias que hacen lógica tal idea, pero que podrían, de nuevo, ser interpretadas en otro sentido. Todo lo que toca el ser humano lo interpreta desde y para su cultura. Una visión que puede juzgarse. Pero el mito no se juzga; se profesa.

Sin embargo, no seamos injustos. La ciencia no es el único mito que existe en  nuestra sociedad, si bien es casi incontestable que es el más influyente y categórico, ya que una buena parte de otras mitologías son o se pretenden derivados —bastardos las más de las ocasiones— de él.

La nación, la raza; la lucha de clases; el progreso. Todas esas palabras e ideas son construcciones puramente humanas que no tienen una realidad empírica a pesar de que para justificarse hayan recurrido con cierta terquedad al supuesto amparo de la ciencia.

Empero, esos discursos son los que han dado rumbo y contenido a las vidas y sueños de millones a los largo de los tres pasados siglos.

Era inevitable: la vida humana precisa de mitología para justificarse.

Nadie escapa a este juicio. En algún momento de nuestra vida, todos hemos sentido orgullo, por ejemplo, del país donde hemos nacido sin reflexionar qué es lo que lo hace distinto de otras naciones. Las personas de todas partes son igual de valiosas; viven, se enamoran, sufren y ríen. La nación no es más que una quimera que permite unir a una comunidad política.

Ese mito no ha sido inútil. Ha dado forma a historias; ha provocado guerras, pero también inspirado sueños y luchas por la dignidad de miles. Nadie es inmune a su influjo, por más que en realidad la nación de cada uno se reduce a un puñado de lugares dispersos en los jardines de la memoria, donde cada uno de nosotros deja sus retratos.

La lucha de clases es una realidad comprobable; no lo son las interpretaciones que de ella se derivan. Lo mismo podemos decir de la variabilidad fenotípica entre los pueblos, así como su diversidad cultural. De ella deducir la existencia de razas o culturas superiores hay una diferencia que sólo la fe y el mito llenan.

Sin embargo, estos que he mentado hasta este momento representan los ejemplos más perversos del mito. No es mi intención repetir la idea común acerca del mito, que lo juzga como fuente de perjuicios y que insta a abandonarlo en pos de una existencia “liberada”.

Esa supuesta existencia libre inevitablemente es un mito más. Esto se debe a que al ser humano le resulta imposible vivir sin mitologías, pues solo merced a su discurrir el mundo adquiere dirección y sentido. La razón engendra cadenas de sentidos a situaciones que la realidad discontinua muestra separadas o, mejor todavía, inevitablemente enlazadas de formas que somos incapaces de concebir en su totalidad.

La razón discrimina, escoge y moldea un mundo que sea habitable para cada uno de nosotros. Al hacerlo, crea un orden del discurso, único orden posible como casa del hombre. Pensar es, en sí, crear mitologías.

La razón de que los mitos de nuestro tiempo que he presentado hasta este punto sean tan destructivos —con la honrosa excepción de la ciencia, la cual sólo cuando ha sido utilizada en nombre de otros discursos espurios ha resultado intolerante— es que se trata de mitos públicos; surgidos en unión con el Estado; con las Instituciones encargadas de uniformar y ordenar. Mitos mutilados que llamamos ideologías.

Releo apenas este último párrafo y me desdigo. La razón de que estas ideas se hayan presentado como creadoras de crímenes no se debe en su origen a haber sido utilizadas por un Estado. El problema inherente estos mitos es que se exhibieron como verdades universales y únicas. La universalidad lleva a la ambición totalizante: o se comparte la verdad o se la niega. La unicidad de la verdad lleva, por su parte, a la negación de todo aquello fuera de ella.

El Estado fue sólo lo que hizo posible el ejercicio de un poder patibulario al que el carácter de ciertas culturas derivó inevitablemente sus certidumbres. Individuos o pueblos enteros que vieron en los otros no sólo a hombres inferiores, sino a enemigos que debían someterse, evangelizarse; educarse o exterminarse. Todo en pos de defender la verdad de sus mitos.

La idolatría por nuestras certidumbres parece, de entrada, ineludible en toda creencia. La idea de que nuestras certidumbres son únicas y las únicas verdaderas nos parece inevitable.

Aunque es verdad que resulta muy difícil imaginar certezas que no compartan estos terribles rasgos, eso se debe a que vivimos en culturas centralizadas donde nos hemos acostumbrado desde antes de nuestro nacimiento a concebir la realidad como algo que está dado de antemano. La verdad para nosotros algo que se descubre, que se revela; algo preexistente, único y que puede ser descubierto por un grupo de personas que se situarán, por supuesto, en una posición de privilegio con respecto a los demás.

Esa es una de las justificaciones de la división social de la que nace el Estado: un grupo de personas se adjudica la posesión de una verdad a la que los demás no pueden acceder. Una verdad superior; única.

Esto no es, sin embargo, común a todos los mitos engendrados (o mejor; revelados) por el hombre.

No es necesario recurrir a evidencias antropológicas en este momento. Mucho se ha escrito acerca de las muy distintas concepciones de la verdad en las culturas orientales o en las culturas animistas. Poco se ha dicho de otras, muy diversas, mitologías que están presentes en la vida moderna occidental y que inevitablemente han forjado nuestro carácter; nuestra forma de pensar y de ver el cosmos. Nuestro ser en el mundo.

Recurramos, pues a la idea de nación, una de las más criticadas por mí. Advertiremos entonces que antes de haber sido instituida por el Estado moderno fue una emoción común a todos los hombres. Todos nos sentimos unidos con la tierra en la que hemos crecido; con aquellos otros que han compartido esas experiencias; con ese espacio y esa historia que hemos vivido. Es un sentimiento tan ancestral como el ser humano y en realidad no tiene nada de pernicioso por sí mismo.

La diferencia entre ese sentimiento de pertenencia y vínculo con la moderna idea de nación es muy grande. Y la diferencia estriba en que la nación moderna es una institución que se impone al individuo. El ciudadano es desde pequeño adoctrinado si no para amar, sí para respetar y obedecer unas fronteras que en realidad poco significan para él pues no ha crecido en esa abstracción, ese cúmulo de realidades, costumbres, imágenes, encasilladas en con el nombre de un país; en una realidad intangible llamada nación.

Ya que no es posible imponer el amor, sí lo es adiestrar en la obediencia. Ya que no es posible construir una imagen única con ese cúmulo de realidades que engloba cada nación, habrá que recurrir a signos e imágenes inmutables: himnos, banderas, juramentos.

Sin embargo, el sentimiento de pertenencia no se refiere únicamente a la realidad tangible. No es sólo una geografía; unos edificios; unas fronteras territoriales. Va mucho más allá: es un imaginario colectivo: una cultura, unas costumbres, una herencia compartida.


Por ejemplo, recientemente he visto abundantes dibujos animados, programas y películas estadounidenses. A pesar de haber crecido con estos programas, pocas veces antes había advertido la cantidad de referencias a la imagen que ese país tiene del pionero.

Los estadounidenses tienen en esa imagen uno de sus mitos fundadores. El hombre que va en pos de la felicidad y que lucha contra los elementos para llegar a ella es innegablemente portadora de una gloria propia.

No está de más señalar, por supuesto, los prejuicios que de ella provienen, sobre todo cuando se advierte que los indígenas norteamericanos en muchas de estas imágenes parecen más pertenecientes al mundo natural que a los seres humanos. La amenaza de los indios es semejante al de los tornados, los pumas o las inclemencias del desierto.

Sin embargo estas suspicacias no afectan la innegable grandeza del mito. Los males que de él provienen no le son inherentes: son la forma, atroz, en que se materializó ese mito en un momento de la historia.

Para un mexicano criado en el centro del país este mito no carece de nobleza, pero me parece poco comprensible. Hemos crecido con otra imagen opuesta: la del arraigo.

La cultura mexicana del centro y sur no compartía con la del vecino país la imagen del pionero. La idea del conquistador, la del descubridor, está presente, pero de manera muy distinta. Es (o era) una cultura de la pertenencia a un lugar, a una familia, a una tierra que se defiende y venera. Es Zapata abrazado a la tierra; es la madrecita que reclama la vida y la renueva.

Probablemente esta imagen mítica, que daba razón de ser a una no escasa parte de los mexicanos y bajo la que se amparó entonces nuestra idea de patria hoy ya no existe. Como para nosotros otras mitologías, como la de la tierra escogida por Dios, ya tampoco nos parecían operantes.

Los mitos no nacen ni se mantienen por decreto: encarnan en cada generación y más todavía; en cada individuo.

Así podemos observar que la forma en que cada uno de nosotros da coherencia al mundo que lo rodea ha sido construida a través de una historia compartida, pero más todavía: de unas lecturas, una crianza, una forma de vida propia. Tenemos, como evitarlo, una serie inevitable de imágenes y razones de ser compartidas, pero estas varían en diverso grado y en cierto punto resultan irreconocibles.

En este sentido podríamos equiparar a las mitologías personales con los dialectos dentro de una misma lengua.

Creo productivo equiparar la forma en que se reproducen y estructuran los mitos con el lenguaje como lo hizo en su momento Levi Strauss, si bien a mí me parece que los análisis de este antropólogo en este sentido revelan más una necesidad de estructuración lógica algo aburrida que un descubrimiento estimulante.

Por una parte, la manera en que los mitos se estructuran se asemeja a la forma en que el lenguaje lo hace dado que ambos sistemas son diacrónicos y aluden a una realidad que se supone ajena a las palabras. Asimismo por necesidad ambos necesitan respetar una lógica interna surgida dentro del sistema mismo que han creado. Una lógica que en el caso de los mitos podríamos llamar de verosimilitud y en el del lenguaje de coherencia interna, ya sea a nivel fónico o morfosintáctico.


De la misma manera, y evitando discusiones (que no son divergencias, son problemas con el método) respecto al análisis de Levi Strauss, en este momento me interesa subrayar cómo las fronteras difusas entre los distintos dialectos de una lengua pueden equiparse a las diferencias regionales entre un sistema mitológico dentro de una civilización.

Para señalar esto acudiré a las imágenes que son comunes a una buena parte de las culturas hispanizadas de América.

Inevitablemente, los mexicanos por nuestro origen pertenecemos a dos culturas: la occidental por una parte y por otra la de las culturas amerindias que habitaban nuestro territorio antes de la llegada de los españoles. Lo mismo ocurre con nuestro idioma, que en un principio es proveniente de un derivado hispánico del latín: el castellano. Un idioma que contiene ya voces griegas, germánicas y árabes y que al llegar a este territorio se vio nutrido con voces y sintaxis de muchas lenguas indígenas.

La mayoría de los mexicanos pertenecemos culturalmente más a la rama occidental de nuestra ascendencia que a la amerindia, sin que eso signifique que ésta esté ausente y no sea manifiesta. Algo parecido se puede decir de la población indígena, donde la cultura predominante es la amerindia —de aquella específica de donde provenga—, pero que inevitablemente tiene enorme cantidad de rasgos ya de la occidental (vestimenta, costumbres, formas de expresarse).

De la misma manera que respecto al idioma, cada región de nuestro país, como el de cualquier otro, tiene diferencias regionales importantes; nuestra cultura —y por ende, nuestra visión de mundo, nuestra mitología— es un continuum que se presenta como un tejido de influjos en un territorio que no respeta las fronteras geográficas ni nacionales.

Es difícil comparar del todo la lengua de un habitante de Chiapas con la de uno de Tijuana: en el primero el sustrato indígena (de los pueblos mayenses, principalmente) está presente de manera mucho más acentuada; en el segundo, la incorporación de voces y modos del inglés es patente. Sin embargo, hay cierta base común que hace que se puedan identificar.

Lo mismo puede decirse de la visión mítica que comparten. La población norteña mayoritaria a diferencia de la del centro y sur tiene una cultura de la empresa individual y de la movilidad física y social mucho más acentuada. Esto se debe, por supuesto, a la manera en que se constituyeron sus ciudades. Así, su identificación con la cultura estadounidense es mucho más fácil.

El centro del país tiene un sustrato indígena muy marcado. No sólo se trata del arraigo ya mencionado, sino de todo un modo de ser. La formalidad en las relaciones; la tendencia a evitar la ofensa; el carácter más reservado.

Por su parte en el sur, la presencia netamente indígena es mucho más acusada. A pesar del mestizaje, se mantuvo una separación entre la sociedad ladina y la de aquellos que mantuvieron su identidad, con lo que se creó una sociedad estratificada, con una forma de ser marcadamente retraída y otra, expansiva.

Esto como pretendo mostrar es verdad, pero es una división esquemática que parte de una concepción grosera y burda de la ideología de las sociedades.

Al modo de los dialectos lingüísticos, hay un continuum entre las formas de ver el mundo de las diversas sociedades que componen México de la misma manera que éste no respeta fronteras nacionales. Hay una continuidad manifiesta entre las imágenes y mitologías que caracterizan la forma de ser de los habitantes del sureste y la de los guatemaltecos de la frontera norte; así, en un continuo que atraviesa países, continentes e inclusive a la barrera de la lengua.

Sin embargo, no con esto señalo sólo la unidad: de la misma manera que con los dialectos y los idiolectos, es posible hablar de una mitología personal, una suerte de idiolecto que cada uno de los individuos posee. Uno que tiene buena parte de material compartido, pero que varía en buen grado de persona a persona.

De más está señalar de mitologías de la pobreza, de la clase media y de la clase adinerada para luego acusar que es posible compararlas con los sociolectos.

Compartimos una serie de imágenes que le dan sustento a nuestra forma de ver el mundo; algunas de ellas impuestas inevitablemente por el Estado a través de la educación: una bandera, un himno; otras, como evitarlo, por la tradición religiosa que en nuestro país sigue siendo católica. Prácticamente todos los mexicanos conocen a la Virgen de Guadalupe, así la forma en que la conciban varíe notablemente: de la diosa madre-luna de los pueblos mayenses a la madrecita de los habitantes del centro y de ahí a la imagen de la mexicanidad que ostentan jóvenes de la frontera norte.

Otra fuente de esos mitos (y recuerdo que con mito quiero decir una imagen, una noción o una idea que fundamente al mundo, le otorgue coherencia y dirección) es, hay que mencionarlo, la televisión. Por mucho que le desagrade a varios y a mí mismo en parte, prácticamente todos somos hijos de Televisa. De su educación lacrimógena, de su tipo de humor; de Chespirito y de Chabelo; de las canciones de machos embriagados y de los oropeles del consumo barato.

Esas son las mitologías más notables que compartimos en mayor o menor grado (no me canso de señalarlo porque cada región, ciudad, colonia, ejido e individuo varía en esto notablemente) los mexicanos y buena parte de los habitantes de la América latina.

Además, como ciudadanos de esta época, en nosotros está presente la cultura popular norteamericana: el rock, las caricaturas de Disney, los superhéroes… Y más todavía, como mexicano de mi edad tengo en la mente retazos de caricaturas japonesas, de películas chinas; de cintas francesas. Todas ellas le dan sentido a mi generación y otras muchas son válidas sólo para mí. Otra vez una relación semejante a lenguaje-lengua-dialecto-idiolecto.
Pero quiero señalar algo más vasto: no son estas las mitologías más profundas y determinantes en nosotros. Hay un sustrato más profundo, al que pocas veces se hace referencia, quizá porque está tan interiorizado que es casi imposible advertirlo.

A continuación hablaré específicamente de la mitología propia de un mexicano. No porque este ensayo haya sido pensado como otro estudio anacrónico del “ser” del mexicano, sino porque me servirá para llegar al punto que persigo. De cualquier manera apunto nuevamente que en nuestro país, como en todos, hay tanta pluralidad como individuos hay, sin que por ello me parezca imposible hablar de una cultura mexicana más o menos compartida.

Con esa porción más profunda de la mitología compartida no me refiero sólo al legado occidental mítico. No me refiero del todo, evidentemente, al cristianismo; a la Ilustración y a los mitos que Occidente ha creado en los últimos 2000 años. El Progreso, la Nación, la Ciencia, el tiempo lineal, la Moralidad, la Democracia, la Verdad. Esas palabras indudablemente han tocado a cada uno de nosotros, son parte de nuestro legado. Todos las tenemos en la mente: vivimos en esas mitologías que hablan de una verdad única; de un bien común; de la posibilidad de igualdad, fraternidad y libertad.

Son ideas, pero más que ideas se veneran como palabras talismán; y todavía más, como fetiches e imágenes que se pueden y deben invocar en momentos aciagos.

No señalo con esto que sean “falsas”. Ni siquiera que sean inútiles. Señalo que son imágenes que nos pertenecen a todos y que adoptamos como sustitutos de los antiguos mitos. Que invocamos su nombre como antes lo hacíamos con otros; y con la misma lógica. Le dan sentido al mundo; nos señalan una dirección para movernos, salvos, en él.


Tampoco me refiero a los mitos que hemos heredado del mundo indígena y que parecen menos manifiestos, pero que existen y que en gran parte son subconscientes (hablo en este caso de las sociedades mestizas; en el caso de los pueblos indígenas y de otras colectividades en  nuestros países, el proceso es el contrario).  La idea de la madre tierra, la sensibilidad estética casi manierista,  el terror y respeto a la autoridad; la formalidad en el trato diario, el gusto por el juego lingüístico y casi ritual; la visión religiosa dualista…

Este sustrato es el que más varía de región a región pues a diferencia de los otros, no es promovido (o no lo era, hasta hace muy poco, de manera caricaturesca) por Estado, televisora o Iglesia alguna. Es una cultura de las colonias, de los barrios, de las comunidades, pero sobre todo, de las casas; de las familias. Así, la forma de ser de los pueblos mesoamericanos, bien estratificada y por su número y alcances, es mucho más manifiesta en la sociedad ladina de sus áreas respectivas que la de los pueblos nómadas del norte. No es un juicio en detracción: es un hecho. Las sociedades del norte del país, con pequeñas excepciones, tienen poco influjo indígena pues estos fueron segregados con razón de su número y los juicios racistas y “civilizatorios” en boga durante el tiempo de la creación de las sociedades ladinas en esos lugares.

Otra fuente poco mencionada de nuestra forma de percibir la realidad es la cultura popular moderna. Desde hace muchos años en nuestro país como en el resto del mundo hemos asimilado (de una manera peculiar: toda asimilación verdadera es una recreación) mitos como el de los superhéroes, de Batman a Spiderman; los personajes inolvidables de la Warner brothers o de Disney. Las películas de Hollywood, la imagen de Vito Corleone; la figura de Chaplin; la sensualidad de Marilyn Monroe; el humor filosófico de Peanuts, las descargas de los mejores Simpsons... Todo ello inevitablemente es ya parte de nuestra forma de percibir el mundo lo mismo que para generaciones más recientes (de la anterior a la mía ya con Candy Candy a las más recientes con, por decir algo, Angry birds) lo son algunas series de televisión, anime japonés y celebridades del internet.

No me parece algo de lamentar. Lo lamentable sería, en todo caso, que estas mitologías sustituyeran las propias, algo que me parece difícil (aunque, lamentablemente, no imposible; pero no se debe tan sólo a estas imágenes, sino a algo mucho más terrible: la imposición ideológica) pues una verdadera asimilación es como ya se ha señalado, una recreación.

Recuerdo ahora cómo algunas comunidades tzotziles han incorporado a la Coca cola dentro de un esquema propio de creencias, de manera semejante a como otros pueblos recrearon las festividades católicas de acuerdo a un sistema mitológico prehispánico y otros más atrás reestablecieron la llegada de los españoles a la cuenta de los katunes o la existencia de los caballos a un modo de vida nómada. La historia de la princesa caballero, que atraviesa al mundo desde los romances medievales, pasando a las crónicas revolucionarias de los corridos donde una muchacha se viste de hombre para vengar a sus amores; de ahí a cierta cinta de Disney y todavía más allá: a animes japoneses. Las culturas siempre cambian, sin que esto signifique, necesariamente que desaparezcan sus rasgos ni que sus principios sean intercambiables[1].

Sin embargo no me quiero referir en este momento tampoco a estas imágenes pertenecientes a la cultura popular.

Cada vez que, por poner un ejemplo, nos enamoramos, estamos recreando una actitud inmemorial. Sin embargo, nuestra imagen moderna del amor no es en absoluto natural. Es una construcción social que se ha formado por generaciones. Y en ella, es necesario referirlo ahora, están presentes no sólo ni mucho menos preponderantemente las mitologías populares modernas; menos todavía las ideologías profesadas por el estado. Ni siquiera el sustrato dominante es perteneciente a las grandes religiones.

Cuando nos enamoramos repetimos, muchas veces de manera inconsciente, a Romeo y Julieta, a los versos de Neurda, a Calixto y Melibea, a los poemas de Petrarca. Todas esas imágenes del amor están ya en nosotros. Son el sustrato más profundo, tanto como el de nuestra “cultura nacional”. Es un fundamento mucho menos señalado por el aparato cultural estatal o por los antropólogos, quienes hablan mucho (y creo que con justicia) de la cultura popular. Se habla en otros lugares más de nuestros países vinculados por la cultura moderna de masas que de esta fuente de nuestra manera de concebir al mundo.


Lo sepan o no, los enamorados cada vez que se besan están repitiendo a Romeo y Julieta. Esa obra, esa imagen, creó la forma en que amamos actualmente. Ante la muerte, repetimos las Coplas de Manrique; al hablar del valor repetimos las palabras y frases de Homero. No tenemos que ser conscientes para hacerlo.

Para que un joven repita la actitud del Werther no tiene que haber conocido a Goethe. La fuerza de aquella imagen es tal que ya es inseparable de la imagen actual de la melancolía. Lo mismo puede decirse de la idea de la locura, que Van Gogh nos hizo ver.


En verdad la poesía como ya habían advertido los griegos no es sino la creación de la realidad: la instauración de la realidad en el mundo. El arte es la creación de mitologías.

Cuando digo esto no quiero decir que el arte sea el pilar de la civilización (ese crimen me parece tener otros orígenes), sino algo mucho más profundo, determinante y al tiempo velado: el arte es el que provee al ser humano de las imágenes que hacen posible su existencia.

Con esto no resto importancia ni a la religión ni a la ciencia ni a ninguna de todas las actividades del ser humano. Señalo, en cambio, que para que ellas existan en la mente del hombre; para que adquieran significación deben presentarse como imágenes. Deben hacerse visibles y, al hacerse visibles, adquirir significado en el tiempo, forma y sentido. Dar sentido y dirección al mundo.

La forma en que esto aparece en el mundo, en que se “descubre” es a través del arte. Es arte ya la representación física de un concepto cuando el matemático dibuja “1” y ello encierra un significado. Es arte el lenguaje, que modula la voz humana en sonidos armoniosos y los cubre de significación. Es arte, es decir imagen del mundo, el relato de una virgen que da a luz a un dios hecho carne lo mismo que es arte otro relato en que hay un punto que encierra a todo al espacio y que un disparo hace derivar el todo del caos. Son presentaciones sensibles, creaciones de imágenes. Son maneras de hacer visible al mundo.

Asimismo, la idea de nación para ser verdaderamente existente tuvo que cristalizar en una forma; en una imagen. Sin ella la nación no existe. No es de sorprender la existencia de imágenes, escudos e himnos: crean una realidad a partir de la nada, al igual que las palabras señalan una realidad a partir de lo informe.

¿Esto señala la irrealidad de todo? No: señala que la verdad se está creando, se está inventando; que el universo es continua posibilidad.

¿Hay un fondo detrás de esta creación? Por supuesto, y ese es un regalo precioso que hizo visible la ciencia: la experiencia sensible. Lo mismo habían señalado los poetas antes: el comienzo del arte no es más que ese: el de la sensación; el del conocimiento de algo que está allí y que debe ser dicho. Que debe ser revelado. Esa revelación, empero, a diferencia de lo que opina el occidente moderno (enamorado de una de sus imágenes más terribles: la de una verdad única[2]) no es objetiva; no será nunca lo mismo que lo que existe en aquella cosa tan misteriosa que llamamos realidad. Será una recreación. Un verdadero símbolo, en su acepción primigenia: puente. Al mismo tiempo será algo más; una creación. Arte.

Si tanto el Batman de la cultura de masas como la ecuación cuadrática como los poemas de Eluard como el Iluminado bajo el árbol Bodh gaya son imágenes, ¿son entonces intercambiables fantasmagorías?, ¿nada vale porque todo vale?

Esa es precisamente la gran pregunta que es necesario responder.

Personalmente, no creo en ese relativismo simple y esquemático.

La verdad se está creando todo el tiempo porque cada instante se nos revela distinto que el anterior y a cada hombre en cada momento de su vida le es necesaria una verdad. Una verdad que, en ese momento, es única y verdadera.

El poema, se señala, no existe sino cuando es leído. Por lo mismo, cada instante engendra su verdad. El arte no existe: se está haciendo y al hacerse, nos hace.

Los grandes poemas, las grandes creaciones, permanecerán. Permanecerán la Novena sinfonía y Hamlet; permanecerán las leyendas populares, las músicas tradicionales; permanecerán Residencia en la tierra y el Gilgamesh porque cada vez que hablan, le hablan a nuevos hombres. Encarnan en nuevas realidades.

Ello no nos debe hacer olvidar ni despreciar a los pequeños dioses que tal vez no nos sobrevivan, pero que hicieron —hacen— la historia de una vida.

¿Quién puede decir qué mitos sobrevivirán y cuáles no? El tiempo, posiblemente. Pero, como no somos dioses, no podemos saber lo que pasará en mil años. Los grandes mitos no se construyen por la fuerza ni por decreto: nacen y quedan en los hombres.

Ello no debe conducirnos a un mediocre relativismo. La mitología muere con la anemia. Es preciso defender las ideas, nuestros puntos de vista y creencias (todo es creencia y por ello mismo, creación), pero aprender a escuchar, a cambiar. A jugar temblando con los dioses.

Hace más de cien años un poeta francés lo escribió y hace más de cincuenta años otro poeta, esta vez uno mexicano escogiò sus palabras como epígrafe: “Oh soleil, c’est le temps du la raison ardente”.


 César Alain Cajero Sánchez





[1] El verdadero problema actualmente estriba a mi modo de ver que este intercambio es desigual. Los medios de comunicación sólo difunden una serie de imágenes pertenecientes a la órbita de la cultura occidental. La gran mayoría de las culturas actuales no tienen acceso real a los medios de comunicación. Esto no se debe, como alegan algunos que disfrazan su racismo con diversas máscaras, a una mayor “universalidad” de ciertas imágenes; tampoco a una superioridad estética, moral o ideológica. Se debe simplemente a motivos monetarios. Hoy que se habla de inclusión debería haber una producción mucho más diversa en los grandes medios. Hay, eso sí, un interés en algunos lugares por la diversidad, pero sigue siendo algo precario y casi siempre asociado al estado (quien como sabemos tiene el peculiar don de volver tedioso todo lo que toca). La creación de contenidos en los grandes medios con los mensajes de culturas diversas es posible: recordemos la impresionante acogida de una película como Kirikou o la inmensa popularidad de series de anime que tocan la mitología japonesa. Lamentablemente, inclusive en un medio tan aparentemente incluyente como internet, todos estos esfuerzos se diluyen. Internet es un escaparate, pero al mismo tiempo es un lugar donde esos contenidos quedan ocultos. Es importante señalar que la idea de que este medio es en verdad una forma de “conectar” al mundo es menos verdadero de lo que parece.

[2] Esto me recuerda especialmente una broma de Nietzsche: “Los dioses murieron de risa cuando uno de ellos les dijo que no había más Dios que él”.

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