jueves, 28 de marzo de 2013

Nosotros/Los otros



Nosotros/Los otros


El ser humano vive y muere siempre bajo una mirada; siempre de frente a un rostro.

Ese rostro sin nombre nos obsesiona; lo negamos, lo adulamos; lo buscamos y lo rehuimos. Al final es él y no nosotros el que da forma a nuestra existencia. Creemos ser libres, creemos actuar por nosotros mismos. No es verdad: todo lo que el ser humano hace está en relación y condicionado por él.

Su nombre es Legión; su nombre son los otros.

No nos engañemos, la libertad sólo existe hasta el punto en el que los otros la permiten. Si la sociedad establece que somos de una manera, eso es lo que seremos; si establece que debemos de comportarnos de aquella otra, eso haremos. El rebelde ha sido moldeado también por la sociedad y sus actos son espejos de ella.

Nunca dejaré de reír de aquellos que aseguran no ser parte de la sociedad por sus rebeliones de fin de semana; por no escuchar la música que escuchan todos; por leer libros que otros no… Existen siempre en referencia a aquellos a quienes niegan. Y, tragedia mayor, crean nuevas sociedades, pequeños cosmos donde encontrarán a sus semejantes. Una nueva sociedad y unas nuevas reglas.

La sociedad de los rebeldes, la de los magistrados, la de los intelectuales; la de los jefes y la de los cerdos. Todos están modelados por quienes los miran.

No, no es en la rebeldía donde existe la libertad, sino en la locura… y en la santidad.
Sólo ellos están más allá de los otros. Pero mientras el loco se ha separado de todo el resto de la humanidad, el santo regresa a ella. Los otros ya no lo modelan; los ha conciliado en sí. Es todos y es nadie. Es el sol que canta de frente; es el niño que juega con la pluma acerada que vuela en el viento.

¿Qué sociedad puede nacer de esta experiencia? Aquella que no tiene reglas. ¿Pero es posible una realidad sin reglas?

La respuesta es un rotundo no. Como hombres y más aún, como seres existentes, nos definimos por reglas: somos la suma de todo aquello que nunca seremos. Cada instante tiene su juego; su manera de ser, sus inevitables normas y leyes. Así hay un juego de ser hombre; otro de ser ave; otro de ser nube. Y dentro de esos juegos hay otros innumerables.

Lo que muestra el santo es que ese juego no es único: cada hombre es mujer, es tigre, es venado, es pez en la boca del río; es nube. El juego y sus reglas son sagrados durante el tiempo en que los jugamos, pero podemos de un momento a otro recrearnos. Ser otros en otros juegos. Vida es cambio; el santo es aquel que puede serlo todo y todo lo conoce.

Infinitas reglas; infinitos modos de ser. Pero, atención, ello no significa destrucción de las leyes de cada juego, sino atenta obediencia a ella mientras y sólo mientras dura esa recreación.

¿Quién es el que pone las reglas de ese juego? Como en la poesía, cada juego engendra sus leyes. El árbol no sabe lo que hace y por eso siempre es el mismo. El poema alcanza su forma en las sombras de la razón; creciendo sus cauces en silencio. Es el exceso de pensamiento el que convierte al juego en moral; a la libertad en servidumbre.

No, no es el hombre el que da esas reglas; el espíritu “rebelde” que cree que su pensamiento es el verdadero y que por tanto todo está permitido para mayor diversión es precisamente aquel que amenaza con crear una nueva institución. La de los esclavos de sí mismos; los que son incapaces de jugar a ser otros porque no conocen sino sus propios gemidos, sus propios placeres.

Las reglas, ¿quién las da? Los dioses hablan en el momento en que el corazón los llama. En silencio vienen ellos; en la gota de agua al amanecer; en la muerte en los ojos del águila. El ritmo del mar nació antes que los hombres; la armonía de esta canción no la hemos creado nosotros. El juego existe al jugarlo; los dioses vienen cuando los escuchamos; a cada instante.


 César Alain Cajero Sánchez

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