lunes, 23 de abril de 2012

Habitaciones vacías



Envejecer es la lenta, minuciosa tarea de ir desencantando el mundo.

Cuando la mirada, ya libre de cualquier indicio de pueril sorpresa ante lo desconocido, llega al punto en que se ve libre de pasiones; cuando el hombre puede separarse del deseo y comenzar a pensar serenamente, entonces estamos un paso más cerca de la ecuanimidad. Y de la verdad. Y de la tumba.

Sólo cuando hemos llegado a ser anémicos espíritus –apenas si seres vivos; ángeles de la abulia- podemos alcanzar esa etapa tan amada por nuestra época. La madurez –para nosotros- es el entierro de la magia y el deseo. Es entonces cuando comprendemos la seriedad del mundo; cuando inventamos el más antiguo de todos los prejuicios: la Verdad.
Incapaces ya de aventurarnos a la magia de lo desconocido –esa dolorosa y dulce llaga que es la vida-, temblamos ante la apenas probabilidad del sufrimiento o del gozo. Es entonces cuando nace el cálculo, la objetividad. La supresión de las pasiones es la marca del hombre respetable, aquel que no apuesta; calcula. Preferible siempre un desastre tibio y premeditado a los peligros que entraña la existencia.

Sorprenderse es descubrir en cada instante la magia y los dioses; descubrir en cada rincón una cueva llena de misterios. Una mirada así no puede sino parecernos sinónimo de desastres; de inútil niñería. Dejar de ser simples niños parece el objetivo triunfal de cada hombre; dejar atrás la sorpresa para entrar a la metódica costumbre. Trazar planes; líneas rectas en un mapa, así éste no nos lleve a ninguna parte. El desierto anticipado.

Sólo en un mundo que ha sido conocido por la sensatez –esa fría llama que nos consume- es posible descubrir el método. Como los dioses y los impulsos a la aventura se han perdido, es posible conocer los mecanismos de la Realidad. Este conocimiento nos lleva al cálculo y a la indiferencia. Ser objetivo es despertar para corregir los sueños. Matemática de las epilepsias; ciencia del jadeo y del llanto.

La duda y el canto, el misterio y la alegría, son derroches de la pasión. Incomprensibles para una época cuya tara sea la madurez, las artes y los jadeos místicos se corresponden con el estudio y las teorías. Todo es mecanismo: aun nuestro universo entero puede explicarse. Así, si no podemos ya invocar la presencia de los dioses, sí podemos imitar metódicamente su presencia. Planear con precaución simulacros de mundos.

Vivir implica el peligro constante; lo imprevisto, el accidente feliz o aciago; las lágrimas y la risa. Ese derroche de lo inédito, ese desperdicio de energía en lo temporal, que es la vida de cada hombre tiene que ser el peor antagonista de los planes y los mecanismos. La libertad no puede preverse. Y por más mutilado que se encuentre un espíritu, su vida transcurre en el dominio insólito de las pasiones. Es tarea minuciosa –cada hora del paso del tiempo- despoblar una vida de su libertad y convertirla en un apocado plan cuyo siempre es cada día. Pan cotidiano del hombre es el hastío.

Es el miedo el padre de la rutina; toda aventura es naufragio y al mismo tiempo realización. Dolor y regocijo son inseparables y dan forma al vértigo que llamamos vida. Cuando el temor nos impide el movimiento, hemos llegado a la seriedad. Ya no es necesario lamentarnos ni buscar esperanza en el futuro ignoto. Ya no tenemos futuro ni pasado, ni presente.

El reino de la sensación es el presente; envejecer es ir despojándose del tiempo y dibujar en su lugar proyectos de ninguna parte. No hay instante ni relámpago; sólo el monótono correr del reloj hace pensar que alguna vez hubo alguien en esa habitación vacía.

La maravilla, el milagro, está en la mirada. Cuando nuestros ojos ya no descubren, sino que se limitan a comprobar, entonces ha llegado la estación de la rutina. Cesan la sorpresa y el terror; se olvida lo inesperado. El cuerpo y sus evidencias se ahogan; la seriedad y la costumbre no conocen del dolor y el goce. Nada útil ni razonable puede deducirse del gemido

Una vez que hemos dejado de sorprendernos, surge la objetividad y, con ella, la indiferencia. Rutinaria imagen de un universo que ya no significa nada para nadie es lo que entonces se llama Verdad.

Es entonces que la cena de gigantes se transforma en una pobre mesa; que las botas de siete leguas caen rendidas en el polvo. El mundo se ha desencantado, encarcelado en conceptos, en un universo verbal que suprime la maravilla. Se ha cambiado al cosmos por una habitación en sombras, sin tiempo.

Llega un momento en que la labor lenta y paciente de vacío ha terminado. Tomamos las llaves, abrimos una puerta, ya sin miedo ni ansia. Sabemos de antemano qué hay en esa casa. Una vez dentro, estamos y no estamos ahí.


 César Alain Cajero Sánchez

1 comentario:

  1. Ahh que cosas, a veces es mas fuerte ese sentimiento de vacio, depende del dia y dependen las caras, es casi imposible encontrar esa personita que se aferro a ser niño, que aun se sorprende de la funcion de las cosas , un helado, un raspon al caer del arbol, que dias añorados en los que eramos ingenuos.

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