martes, 8 de enero de 2019


Arte, forma y sentido
(III)


El arte y el icono



Previamente he manifestado que la obra de arte es inseparable del objeto físico. Más todavía, que ese objeto físico es la obra de arte; que ésta sólo existe en su forma integral como nos ha llegado y como somos capaces de percibirla (porque en ese encuentro, en su percepción y reinterpretación, radica el arte).

En ello no se involucran de manera directa ni las lecturas ajenas ni las interpretaciones intelectuales ni las intenciones del creador. Todas esas variantes por supuesto pueden enriquecer la lectura, pero ni provocan una interpretación más intensa ni mucho menos la sustituyen. Para apreciar una obra artística sólo es necesario que haya dos factores en juego: un lector y la obra en su forma corpórea. Sólo con la presencia de ambos en la posibilidad física de apreciar y ser apreciado se cumple la experiencia estética.

Las características hasta aquí expresadas pueden hacer llegar a hacer concebir a la obra artística como una especie de epifanía de la realidad en el mundo humano (entendidas estas palabras en un sentido heideggeriano[i]). Es decir, como la aparición en la sociedad humana (social y construida de forma conceptual) de la forma física (aquello que no significa, sino que es) y, con ella, de lo que excede al hombre. Por ello, esta presencia no depende de un artista ni de una lectura racional. Es sensación y en ella se agota en tanto experiencia estética; es realidad física y sin ella tal sensación es imposible.




Todo ello remite a la tradición ortodoxa de los iconos, aunque sin involucrar el sentido religioso (al menos no aquel que la tradición occidental ha privilegiado). En la espiritualidad ortodoxa, las imágenes son la expresión del dogma de la encarnación: el verbo hecho carne, la espiritualidad hecha materia. La aparición de estas figuras, como la del Cristo, tiene algo de prodigioso. No pueden ser suplantadas ni explicadas.

La unión íntima entre la forma física, el objeto artístico y la experiencia estética hace dudar de una posibilidad que los seres humanos hemos anhelado desde que sabemos que existen diversas lenguas y culturas, desde que sabemos que existen otros hombres: la del diálogo. La facultad de que exista la comunión y, en mayor proporción, la posibilidad de diálogo y traducción entre distintas épocas y culturas. Entre distintas lenguas. Y lo hace dudar porque lo que puede traducirse de un texto de una lengua a otra es el concepto que sus palabras encierran, su significado. Sin embargo, la literatura no es concepto; o no lo es simplemente; siempre va más allá de él ya que, como todo arte, está intrínsecamente ligado a su forma.

Dejemos por el momento de lado las diferencias o similitudes que existen entre los seres humanos. Somos distintos, cada uno está encerrado en su propio ser, en su propio lenguaje. Pero hay algo que nos hermana. No importa cómo lo llamemos en este momento.

No es poca cosa que el problema de la traducción nazca en el mundo de las artes y de la religión —en un principio fueron inseparables—; estas experiencias son al tiempo aquello de lo que nace el mundo humano y aquello que lo trasciende. No es de sorprender tampoco que surja en el contexto del lenguaje hablado.

¿Es posible comunicar a otro lenguaje una obra artística? Tanto valdría preguntar si es posible glosar una pintura a un daltónico o una melodía a un sordo. ¿Podríamos traducir una pintura al lenguaje de la música?

Dolorosamente, una persona que no tenga la capacidad física de apreciar una obra artística, nunca podrá sufrir la experiencia estética que otras personas sienten con ella. No se trata de una cuestión de perfección o superioridad sino de simple diversidad. Así, los demás son incapaces, asimismo, de percibir el mundo a la manera de ese individuo.

Aun cuando se trate de un mismo lenguaje, dado que la obra artística es inseparable de su corporeidad, un cambio cualquiera en ella representa ya un cambio respecto a su significación y presencia total. Esto se puede entender claramente cuando nos referimos al arte pictórico.

Las Meninas, el cuadro de Velázquez, ha sido reelaborado por múltiples artistas y ha inspirado a muchos otros (hablando hasta aquí sólo del ámbito pictórico). Incluso cuando se trata en el primer caso de un ejercicio donde se retoma tanto el tema como los rasgos formales más manifiestos de la obra original, no podemos decir que estamos ante una misma obra o ante una puesta al día de la misma.



No se puede decir esto porque no es la obra la que se reactualiza, o no lo hace de esa manera: el diálogo entre la obra artística y el mundo se da cada que es reinterpretada, experimentada nuevamente. Y esa interpretación implica no una recreación física del objeto artístico, sino del mundo que la creó y del mundo desde el que se lo contempla. Es, también y quizá más decisivamente, una recreación de y desde el lector.

Las Meninas de Velázquez y Las Meninas de Picasso, por mencionar una de las recreaciones más conocidas, son dos obras distintas. Dicen cosas distintas y son padecidas de diferente manera. Esto no elude un innegable parentesco y una ascendencia clara. Una es un homenaje de la anterior. Sin embargo, no son la misma obra ni puede hablarse de un progreso o una renovación (si entendiéramos esto como un perfeccionamiento). Una no remplaza a la otra.



La lectura diferirá radicalmente porque la obra en sí misma es distinta: es otra. La obra artística es inseparable de su materialidad y cada trazo, cada sonido, cada palabra suya es irremplazable.

Es el caso también de obras incompletas o perdidas. ¿Cuál era la experiencia que tenían los antiguos frente a la Venus de Milo o a la Victoria de Samotracia? No lo sabemos. Tenemos aquello que nos queda y es de esa manera como la experimentamos. ¿Eran mejores estas obras cuando estaban completas? No lo sabemos y no importa: eran otras. La belleza del templo antiguo, dice María Zambrano, está en su condición de ruina. Es verdad, pero habría que agregar: la belleza que conocemos de ese templo antiguo está en su condición de ruina porque es de esta manera en que lo experimentamos actualmente: esa es para nosotros su fisicidad.

En ello no interesan ni las glosas ni las descripciones ni los análisis. Un análisis formal sin lugar a dudas puede decirnos mucho sobre cómo se forma la obra y sobre la manera en que ella, en su especificidad, crea su forma, aquella en la que nos ha estremecido. La palabra crear es, en este caso, de rigor pues cada pieza artística crea sus reglas y las agota. Sin embargo, ningún análisis ni la recreación más perfecta nos pueden decir estéticamente —no hablo de conceptos ni de análisis técnicos, lo cual desde cierto punto de vista resulta importante— nada de la obra que ella misma no nos comunique de manera directa. No pueden suplantarla.

En cualquier sentido, aquello que haya querido decir el autor no es importante estéticamente. De la misma forma que antes aludí respecto a las exégesis racionales, las ideas, opiniones e investigaciones alrededor de la figura del autor pueden ser significativas para un análisis formal, técnico, especializado o filológico. Puede darnos pistas de cómo se gestó la obra. Sin embargo, en tanto pieza artística, nada puede añadirle. Ésta siempre trasciende a su creador; dice otra cosa de la que él quiso decir. Tan es así que, si la obra se limitase a expresar una idea, sensación o emoción del creador, carecería totalmente de interés. Si la obra nos toca es porque expresa, alude, nos hace conscientes, de nuestro mundo, no aquel del creador. Pone en diálogo el mundo del lector con aquel otro, el de otro tiempo, cuando fue creada la obra, y el otro tiempo que reside en la obra misma y que no puede fecharse. Lo renueva.

¿Qué importancia pueden tener los propósitos del autor, por muy cercanos que sean a nuestra experiencia? Si logró acercarnos a su idea o no, no se trata de algo que le interese más que a él. Sus esfuerzos habrán sido (si ese era su propósito) ya un triunfo o un fracaso. Lo que importa es que la obra está ahí. Se ha convertido en algo más: siempre algo más que el autor, algo más inclusive que el lector, el cual se ve rebasado, pues la obra es piedra de toque. Necesita de su intérprete, pero queda abierta a otras reelaboraciones: provocará en otros lectores distintas recreaciones del mundo —pues dialogará a su vez con distintos mundos— a través de sus sonidos, imágenes, o palabras. Nuevas interpretaciones, siempre otras, necesariamente.



[i] Recordemos la diferencia entre “tierra” y “mundo” en Heidegger. Éste entiende por el segundo, aquel espacio que el ser humano hace habitable y entendible mediante el lenguaje y la cultura: todo aquello que es posible pensar. Por “tierra”, se refiere a ese espacio (si existe) incognoscible, físico, sensual: la realidad; lo que está fuera del ser humano. Lo terrenal, por supuesto, pero también lo divino, entendiendo esto no en el sentido judeocristiano (o no solamente en él).


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Sobre la forma en la literatura  César A. Cajero Podemos definir en este momento y provisionalmente a la literatura como aquella...