domingo, 2 de noviembre de 2014

El Estado somos nosotros

“Fue el Estado”
Mensaje en una esquina del Zócalo


Sí, fue el Estado.
 
Siglos atrás, fue el Estado el que dio inicio a la dominación de unos sobre otros, a la formación de jerarquías; a la guerra permanente entre “nosotros” y “ellos”.

Fue el Estado quien permitió la creación de “verdades únicas” que deben imponerse a los otros. El paso de las diversas celebraciones a lo sagrado a las religiones ortodoxas no fue posible sin él.

El Estado no puede existir sin una pérdida de la libertad que el ciudadano le otorga para que funcione. Esa pérdida de libertad entraña la idea de que este mecanismo proveerá de seguridad al poblador.

El Estado por las mismas razones debe formar una legislación y un cuerpo punitivo que vigile el cumplimiento de lo que considera lo mejor para el funcionamiento de la sociedad.

No resulta sorprendente, pues que un Estado fallido se considere aquel donde el monopolio de la violencia no es exclusivo de éste. Está en su esencia misma el uso de la violencia y de ser necesario, del terror. Y en su esencia está también el monopolio de ella.

¿Por qué los seres humanos permitimos la existencia de algo como el Estado? Las respuestas no están claras, sin embargo, todas las ensayadas llevan a la idea de que su presencia brinda seguridad a una mayoría que prefiere el confort a la libertad.

No es algo inusitado: la civilización sólo es posible si existe un control categórico tanto en la producción de alimentos como sobre las posibles amenazas que amenacen la vida de los ciudadanos. Siempre ha sido preferible para las grandes masas la pérdida de control sobre sus vidas en tanto haya espacio para una relativa libertad. El castigo sobre un enemigo real o imaginario, siempre que sea éste una minoría no sólo es visto como natural, sino como benéfico.

Mientras la violencia esté controlada, nos parece un mal mínimo.

No es sino hasta que el Estado pierde el monopolio sobre la violencia o que ésta se ejerce, al parecer de la mayoría, arbitrariamente que nos damos cuenta de que aquel poder otorgado es inmenso. Y criminal.

Mientras le sea permitido al ciudadano mantener una cuota de poder sobre los otros y sobre sí mismo; mientras pueda vivir del trabajo de los demás a gusto, poco dirá de cualquier situación. Mientras el Estado mantenga la violencia lejos de él, así sea una de las premisas de su existencia la intimidación “legítima”, nunca se quejará.

Hoy los crímenes de Ayotzinapa hacen que miles señalen al Estado con horror.

Fue el Estado, no hay vuelta de hoja. Fue el Estado porque nosotros se lo permitimos; porque desde el principio preferimos la comodidad que conlleva dejar las decisiones sobre otros a la responsabilidad ética e intelectual que es una decisión propia.

Siempre ha resultado más fácil obedecer una verdad, sea esta religiosa, moral, intelectual o política —toda verdad puede ser interpretada a la luz de nuestros prejuicios e intereses— que aceptar la responsabilidad por la libertad —pues ésta nos enfrenta al vacío. Al Estado hoy se le puede señalar por los crímenes cometidos. Nunca a la sociedad que lo creó: somos, convenientemente, herramientas en manos de los “poderosos”.

Una gran parte de la población ha adoptado hoy día una posición incrédula ante un Estado que no ejerce el monopolio de la violencia o que no lo hace por los canales tradicionales. Ante un gobierno que se ve infiltrado por las mafias del narcotráfico las cuales en los últimos años han perdido la lógica de terror que mantuvieron por décadas para pasar a una más terrible y abierta.

Sin embargo al parecer la gota que derramó el vaso, el crimen que inició la pérdida de confianza en los mecanismos del Estado proviene según todas las evidencias del uso por parte del Estado, en su tercer nivel de gobierno, del poder de las organizaciones del crimen organizado para deshacerse de algunos muchachos. La desproporción de tal acción destapó una cloaca donde se ven envueltos los tres niveles de gobierno (que si no directamente responsables, sí encubrieron dichas acciones).

Sólo un gobierno estúpido, corrupto y paranoico hasta la médula puede hacer algo semejante a unos muchachos que bien visto, no amenazaban a nadie en forma alguna. No hay que exagerar: los egresados de las normales por muy “combativos” que sean no pasan en su gran mayoría de defender su status quo y los privilegios obtenidos durante el tiempo del estado corporativo priista. Por ello resulta tan inexplicable la actuación de los poderes del Estado; por eso el horror ante el obsceno amasiato entre el crimen organizado y la persecución política.
 
En este escándalo se vieron envueltos no sólo, aunque lo pretendan, los políticos del PRI. Ni el PAN ni el PRD ni ninguna de las fuerzas políticas tienen las manos limpias. Esta descomposición alcanza a todos, aunque muchos se empeñen en cerrar los ojos y evitar la autocrítica.

Fue el Estado, sin duda. Pero el Estado dista de ser sólo un señor que —como no lo hacían los muchachos de antes— usa gomina. Imaginar a Peña Nieto conspirando secretamente la desaparición de algunos estudiantes de una normal es síntoma de una paranoia tan aguda como aquella que tuvo el edil directamente responsable.

El Estado lo integran los tres niveles de gobierno; los partidos políticos. El Estado fue responsable, sí. Pero el Estado es todos.

Los líderes mesiánicos que juran por el Pueblo y la Honestidad mientras arreglan y promueven campañas a favor de individuos de dudosa confianza; aquellos otros que desatan una guerra para las cámaras a fin de legitimarse en lugar de privilegiar el trabajo de inteligencia; la “izquierda” que adopta las mañas de la política más añeja; un gobierno federal indiferente y corrompido. Todos ellos forman el Estado y juegan sus juegos.

Es por ello que me dan miedo las demandas de un sector de la población en el sentido de fortalecer a un gobierno que se ha revelado corrupto e incompetente.

Sin embargo, este sector no es el mayoritario (la derecha en el país poca voz tiene desde hace años). Otra propuesta, esta vez desde la “izquierda” mexicana, propone la desaparición de poderes y el establecimiento de un gobierno honesto e incorruptible. La renovación moral del Estado desde el Estado mismo. La confianza en un partido o una figura supuestamente incólume que, no hay que pensarlo, recuerda demasiado los reclamos de las sociedades italiana y alemana antes del ascenso del fascismo.

El poder de violencia del Estado al servicio de la Nación, el Pueblo, la Clase o cualquier otra entelequia revela hasta qué punto estamos enamorados de la fuerza y de las jerarquías tradicionales. No piden estas personas la desaparición de la violencia institucional, sino su ejercicio severo en pos de la “justicia”. O lo que pase como tal.

Otro sector muy desacreditado como es natural por los poderes fácticos (frase que me parece en extremo desagradable, pero me es útil) recurre a una versión cándida del anarquismo que hace pensar en las falacias “anarquistas” que Hemingway describió en ¿Por quién doblan las campanas?

Ciertamente hay otras voces que piden una reforma que dé poder a los ciudadanos en sustitución de los poderes institucionales marcados por la tradición moderna. Un proyecto mucho más maduro que, ese sí, coincide así sea inconscientemente con los postulados de la tradición anarquista, de Proudhon a Tolstoi; de Bakunin a Fourier. Y que, sí, hay que decirlo, viene siendo ensayada por los zapatistas en Chiapas y por otros diversos proyectos autogestivos a lo largo del país.

Celebro la aparición de estos proyectos (así no esté de acuerdo con algunos de sus métodos), sin embargo, me parece que hay un error de fondo en su actitud. El mismo que se les puede reclamar a los pensadores anarquistas y que Gandhi percibió con lucidez.

El Estado no es una institución independiente del pueblo al que gobierna; no es del todo ese ogro filantrópico que cuida y castiga a un rebaño impotente. El Estado somos todos.

Fue un error de los anarquistas señalar al Estado como el monstruo origen de todos los pecados (aunque en esto fueron mucho más lúcidos que otros pensadores) e imaginar a una sociedad civil inerme e indefensa. Como si el Estado brotase de la nada; como si nada lo precediese.

El mito del “buen salvaje” que Rosseau propuso ha sido leído como el individuo inocente fuera del Estado y de la Civilización. Es un mito con tanta fuerza que ha conquistado la imaginación por generaciones.

Sin embargo, esa lectura no es la única, pues una imagen de trasfondos míticos como ella debe leerse precisamente como eso: un mito; esto es, un símbolo de la inocencia que late en todos los hombres. En tanto seres conscientes, somos seres caídos.

El mito del Edén es también una ilustración de esto. El fruto del conocimiento, de la consciencia nos arroja a la muerte; al trabajo y, sí, al conocimiento del mal. Al hambre del poder.

En anteriores escritos he ensayado una idea del origen de esto. No pretendo repetir estas ideas, sino señalar que el ser humano, en tanto consciente de sí (esto es: en tanto ser humano) ya tiene un hambre de poder. La primera violencia sobre la naturaleza, ya lo señala Rosseau, no fue cometida por el Estado: “El primero que habiendo cercado el terreno, se le ocurrió decir “esto es mío”, y encontró gentes lo bastante simples para creerlo, ese fue el verdadero fundador de la sociedad civil”.

La tan exaltada sociedad civil es, para Rosseau, ya el origen de las desigualdades. No se equivoca, pues en el ser humano (“lobo del hombre”) late desde el inicio la violencia sobre el mundo y sobre sus semejantes.

El pecado original es la consciencia. También, empero, es la única forma de enfrentar esa situación. Si no dioses (Rosseau concuerda con Nietzsche cuando dice que “la democracia sólo es posible en una sociedad de dioses”) ni bestias (Nietzche concuerda con Rosseau cuando dice que el fauno dionisiaco es una imagen de la naturaleza); la única manera de evitar la catástrofe es por la razón. O de una forma de la razón: la crítica.

Las sociedades, empero, han encontrado a lo largo de los siglos la forma de contener este instinto. Esta imaginación en movimiento, verdadero juego entre creación y crítica, creó las grandes sociedades del pasado y los mitos que le dieron forma.

Paradójicamente, la sociedad moderna entroniza la crítica y la razón para enamorarse luego de uno de sus frutos: la técnica.

Creyéndose dios; el animal hombre ha llevado su instinto depredador al último límite. Ese límite es el universo: ese límite es el mundo en que vivimos.

No, el Estado no creó la situación actual. Fue el endiosamiento de la criatura hombre. Nosotros somos los que valoramos sobre todas las cosas al poder sobre los otros. ¿Quién que lea este escrito no usaría los instrumentos a su alcance para mantener la pequeña o grande cuota de poder que posee?, ¿por qué las librerías están atestadas de tomos que prometen “influir en los demás”?, ¿por qué esa obsesión en los medios por el lujo —símbolo material del poder—, el dinero —abstracción del poder— y la fuerza?

El culpable fue el Estado, sí. Pero quien creó y quien ha formado al Estado somos nosotros. Gandhi no se equivocó: antes de cambiar al mundo hay que cambiar al hombre. Criticarse es mirarse al espejo para ver lo que hemos hecho; lo que creemos; lo que adoramos.

Todos caemos en la misma lógica; todos somos culpables. Los que en nombre de la verdad imponen sus razonamientos; los que en nombre de un Dios, desprecian a los otros; quienes venden su vida por un fajo de billetes y quienes creen comprar de esa manera la cura a su soledad.

Fue el Estado.

El Estado somos, también, nosotros.



César Alain Cajero Sánchez

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