domingo, 3 de agosto de 2014

Las dos soledades

Segunda soledad


En el primer ensayo de esta serie dedicada a quien es posiblemente el más grande poeta de la lengua castellana, no analicé las particularidades estilísticas de este autor ni cómo su influjo ha penetrado en autores muy disímbolos. Creo no equivocarme al decir que la huella gongorina es ya parte del acervo de la lengua. No hay mayor gloria para un poeta que esa. Lo que pretendí, en cambio, fue responder a una pregunta que Octavio Paz propuso en uno de sus ensayos. A saber: ¿hay una visión del hombre en Góngora?

Mi respuesta es que sí. No sólo en las Soledades existe una visión del hombre y del mundo, sino que esta visión, que prolonga y culmina a la de su época, presenta uno de los más turbadores enigmas de lo que llamamos realidad.

Debido a distintos factores históricos, el barroco es una época de crisis de valores. No hay un centro alrededor del cual construir una civilización pues aquél que ocupaba ese puesto fue destronado y el propuesto por el naciente mundo moderno no representa todavía a todos los hombres.

Ante esta falta de mitos, ante este vacío en el que camina el hombre; ante esa nada, un poeta como Góngora optó no por la crítica ni por la búsqueda de una verdad, sino por la re-creación verbal del universo. El vacío en Góngora es espacio de creación. Y la forma que ha de crear ese universo es la palabra. La palabra es la flor que llena el vacío y el protagonista sin nombre de su poesía es un ser errante que da forma al universo al cantarlo. Pasos de un peregrino son errante.

Después de la aparición y propagación de los ideales propios de la Ilustración a lo largo del mundo occidental, un nuevo mito se presentó. El que, de una manera u otra, rige a medias todavía nuestro mundo. El de un universo ordenado y que puede ser conocido por nuestra razón; el de unas leyes universales —naturales y sociales—mensurables y cognoscibles; el de un cosmos vacío de sentido que lo adquiere al ser conocido, controlado y dominado.

Tal es el mito del mundo moderno que fue consentido o negado por los pensadores de los siglos subsiguientes y que no sólo dio origen a la ciencia, política y técnica modernas, sino al arte y a la filosofía de aquellos años.

Tanto la poesía (primero y con más fuerza) como la Filosofía no se limitaron a asentir a los ideales del mundo moderno, sino que criticaron a este universo. Si tal crítica resultó de una reacción conservadora o de un querer ir más allá de los valores de la Ilustración, no es caso de discutir en este ensayo. Lo que importa es que el mundo moderno nació con un mito, con una razón de ser, bien establecida y que alrededor de ese mito se tejieron asentimientos u objeciones igualmente apasionados.

El ideal de ese mundo desde hace varios años toca a su fin.

Ya al final de la Primera guerra mundial el optimismo moderno entró en una crisis.

Los artistas y los pensadores de aquellos años se encontraron de repente lanzados al vacío. Las certezas que la ciencia y la filosofía ilustrada habían señalado resultaron no sólo erradas, sino en más de un sentido, falsas y peligrosas.

Por un lado, desde la Filosofía, múltiples pensadores, desde diversos ángulos releyeron a los filósofos que ya en el siglo XIX señalaron las omisiones y los peligros que comprendía la aceptación resignada o ciega de la ideología surgida con la Ilustración. Heidegger o Wittgenstein con todas las diferencias que tuviesen, analizaron la lógica moderna desde fuera de esa misma lógica, ya sea llevándola al extremo, ya señalando sus errores de principio.

Pensar en los errores de la modernidad desde la crítica, desde la modernidad misma, fue la respuesta ante el abismo. Una de las últimas tentativas de la razón por examinarse a sí misma.

Por los mismos años, una serie de poetas y artistas condujeron al romanticismo a la exasperación. Las vanguardias son a la vez negaciones de aquel movimiento con el que nació el arte moderno y al mismo tiempo, su corolario, su extremo.

La vocación programática de demolición del presente y posterior fundación de una nueva poética (de una nueva realidad) llevada a cabo por la mayor parte de estos movimientos es a la vez una negación del ideal ilustrado, como su imposible resultado.

Si nunca antes del romanticismo y señaladamente, de las vanguardias, los poetas habían actuado de manera consciente y militante frente a la sociedad en que se encontraban es porque su misma sociedad no disponía de las herramientas para esta situación[1]. La modernidad se presentó desde el principio como crítica y las vanguardias usaron primordialmente la crítica y el razonamiento —así sus razonamientos los llevasen a negar los límites de la razón humana— para el intento de derribar al mundo occidental e instaurar uno nuevo.

Aquella primera crisis que afectaba al centro mismo del mundo moderno, a su mitología (llamada para entonces, ideología, toda vez que carece, como señalaron los románticos, de una imagen) llevó a artistas y filósofos a la revisión de todos los principios que hasta entonces parecían ciertos. Por un lado, se recurrió al Kant menos leído: aquel que señala los límites de la razón; por otra, a Nietzsche y su señalamiento de que el mundo es sólo una forma de lenguaje… Fue una revisión crítica cuyos efectos todavía nos alcanzan y no alcanzamos a medir.

Sin embargo, toda esta febril actividad fue interrumpida por el fruto de aquella ruptura de todos los valores que significó la Primera guerra mundial, es decir, por el nazi-fascismo[2] y con él, la Segunda guerra mundial.

Durante el periodo que se abre con el fin de la Segunda guerra mundial, a pesar de todas las atrocidades cometidas durante esta contienda, no existieron revisiones semejantes a las del periodo de entreguerras. La actividad continuó, por supuesto, pero poco de ese pensamiento se abrió paso al mundo público. La actividad de las vanguardias y de sus continuadores se eclipsó por aquellos mismos años. Los poetas, aunque tocados todavía por el fuego romántico, vivieron desde entonces un crepúsculo que, me temo, llega hasta hoy. Las llamadas postvanguardias junto a todos los movimientos y figuras (algunas de innegable valía) son en definitiva algo muy distinto a aquellos herederos del romanticismo.

La mayor parte de los pensadores y artistas se vieron aliviados pues el enemigo había sido derrotado. El mundo respiraba tranquilo de nuevo y Occidente había sido depurado.

En efecto, el mundo propuesto por los nazi-fascistas era incompatible no sólo con los valores surgidos en la Ilustración, sino más allá, con aquellos que guiaron a occidente desde el comienzo de la Edad media[3]. Empero, el mundo surgido de aquella inmensa conflagración distaba mucho de ser “nuevo”. Gran parte de la humanidad imaginó aquella barbarie como una hoguera purificadora que libraría a la civilización de todas las taras que Europa arrastró consigo.

Ese fue el último canto de Occidente hacia sí mismo; el de una renovada confianza en la Historia como una narración unívoca donde al final el hombre aparece liberado de sí mismo. Esa narración, que pronto se revelaría como falsa, tuvo dos grandes polos. Por un lado, el socialismo científico: la prueba de que la Historia tiene una dirección y un destino. Por otro lado, el mundo “democrático” que pregona que la razón y la libertad se imponen a través del pueblo y de sus instituciones; del orden “natural” de la evolución del mundo. Uno y otro “mundo” (cuyas raíces son las mismas así como sus objetivos) se presentaron como los “verdaderos” y la mayor parte de los artistas e intelectuales se alinearon de uno o de otro lado. Lucharon por la última de las certezas ideológicas; por el último mito —trunco, pues carece de imagen— que ha producido occidente.

No sólo debido a la caída de la Unión soviética, sino mucho antes, esta visión mostraba una gran fragilidad. Por un lado, los desastres ecológicos, la miseria moral, estética y política de ambos polos políticos. Por otro, la legítima nostalgia no siempre bien formulada de un mundo al que las grandes potencias del siglo XX y sus ideologías desdeñaron (el mismo que mucho antes ya habían señalado los románticos como la insuficiencia de la razón occidental). El mundo del siglo XX no fue sino la prolongación del surgido en la Ilustración… Y su final no vino por la crítica, sino por la misma inercia que llevó no a la desaparición de sus taras expresas, sino a su multiplicación y a la desaparición casi total de aquello que lo frenaba: la crítica.

Hoy vivimos una época sin certezas. Con esto no me refiero a que la nostalgia y la pérdida del ser sean manifiestas. Me refiero a que no hay en sentido alguno un centro alrededor del cual se pueda construir una civilización. No hay imagen de mundo, no hay ideologías ni certezas de ningún tipo. No hay ya verdades ni estéticas ni éticas ni de ningún tipo. La confianza en la razón, seña del mundo moderno, ha sido sustituida por el uso indiscriminado de la tecnología. La razón derivada ya en técnica.

Pero la técnica no significa; no da razón de ser. Se usa.

Un signo de ese universo es la apuesta por la máscara, por la velocidad, por la in-significancia. Cuando no existe una verdad, entonces, todo se revela como falso. No hay nada cierto. Todo da igual. Si todo está permitido, nada lo está pues todo se revela como apariencia. Y entonces, se naufraga entre miles de opciones sin elegir ninguna… O eligiéndolas todas, atrapados en el vértigo del devenir. O de lo que parece devenir: la velocidad en que se acepta cualquier cosa para luego desecharla sin siquiera un momento de duda. El ansia por poseer y luego despreciar emociones, experiencias, objetos, vidas. De cualquier manera, el dolor, la responsabilidad o el compromiso son imposibles. No queremos dudas, buscamos la seguridad de la intrascendencia.

Esta pérdida de certezas, de razón de ser en el mundo también va aparejada a la búsqueda de respuestas simples. La razón no debe escapársenos: el mundo no se sostiene sin mitos. Y en un universo donde el gran mito de occidente se ha opacado, no queda sino buscar sucedáneos que parezcan seguros e inmutables, que tengan la facha de trascendencia. Es patente hoy que esta búsqueda de estabilidad aparece en gran parte de las personas. Y precisamente en aquellas más sensibles, sobre todo. Es comprensible: el mundo contemporáneo, con su amor por la velocidad y la trivialidad no ofrece consuelo a todos, mucho menos a aquellos que todavía suelen ejercitar ese prehistórico ejercicio que es el pensamiento. Pensar es enfrentarse a los demás, pero sobre todo a nosotros mismos. Al detenernos a buscar detrás de la fachada de este mundo, no queda sino el vacío. Una respuesta natural a este vacío es la búsqueda de certezas. Unas que no nos pidan meditar en su veracidad; que nos den órdenes explícitas, que forjen límites que parezcan ciertos y seguros. O que al menos, den a entender que así es.

Todo siempre que no implique un compromiso, siempre que detenga nuestras dudas, que nos consuele.

Así, el mundo moderno oscila entre la trivialidad del consumo y la formalidad con apariencia de trascendencia. Al final, ambas dirigen a la in-significancia pues se ha prescindido no sólo de la crítica, sino también de la posibilidad de imaginar otras posibilidades.

Hay más: la cultura de la imagen, del simulacro, ha impregnado todos los niveles de la vida. No importa tanto lo que se es, sino lo que se parece ser. Ya en la vida diaria (un ejemplo risible: la manía de muchos por mostrar su ropa interior de marca, aunque sea pirata, lo que recuerda el origen de la gorguera barroca[4]), ya en las relaciones interpersonales (por ejemplo, la manía por los títulos académicos, o por catalogar las relaciones amorosas con rótulos), ya, como no, en internet (donde la gente se desvive por ser aceptada, muchas veces en deterioro de su personalidad verdadera).

Al respecto, sería interesante asomarnos a lo que sucede en la creación poética.

Por un lado, se ha dado desde mediados del siglo pasado un abandono paulatino pero constante de los presupuestos de la poesía moderna desde las vanguardias. Las postvanguardias que surgieron durante los años cincuenta y sesenta ya son algo muy distinto a las vanguardias. Mantienen su lenguaje y su retórica, pero sus intereses son muy distintos. Pregonan no un cambio en el mundo, sino una renovación del lenguaje poético. Sus intereses resultan mucho más acotados. Más realistas, dirían algunos.

Al paso del tiempo, aquel afán de renovación quedó inclusive superado. La última década ha visto proliferar el “ejercicio” poético. No hay, sin embargo, un eje alrededor del cual se muevan estos poetas. No hay un estilo al que adherirse o al que negar pues se entiende que, mientras el poeta sienta que lo que escribe es poesía, así lo es y aquel que lo niegue es un residuo de épocas pasadas y superadas.

Se argumenta que esto es resultado de un proceso “liberador” que nos ha hecho contemporáneos de todos los hombres y que ha implicado un “ensanchamiento” de las posibilidades poéticas. Así, se justifica muchas veces la incompetencia lograda a través de la libertad y la “no-censura”.

Los enfrentamientos entre grupos subsisten, empero estos se dan más por la atención brindada por los medios culturales. O, mejor, por los abundantes premios y presupuesto que otorgan universidades, casas de cultura, editoriales y gobierno. Lo que importa no es la poesía, sino lo que parezca que lo es… y los beneficios económicos que genera.

Pocos, sin embargo, observan que al igual que con los valores éticos, cuando todo es igualmente válido, cuando no existe una mitología central, en realidad, nada vale. Signo de nuestra época: hay tantos poetas como poéticas y al mismo tiempo, en ningún momento se había leído menos poesía; nunca había tenido menos importancia no digamos entre el gran público y la sociedad, sino entre el mismo círculo “intelectual”. Sintomático que en los últimos ejercicios llevados a cabo en diversas revistas acerca de libros o lecturas influyentes, la poesía ocupe un lugar mínimo.

No hay responsabilidad en el ejercicio poético porque en realidad, no importa; la edición de un libro de poesía, la declaración de unos principios o de una poética son recibidas con silencio e indiferencia no sólo por los posibles lectores, sino que son proferidas de la misma manera por quien la expresa. Un día se puede ser neobarroco como otro día se puede adherir a esta otra corriente. Hoy se puede defender una cosa y al siguiente la contraria sin siquiera chistar, sin análisis ni crítica pues nada vale.

Al mismo tiempo y no es de sorprender, hay una creciente academización de los poetas. ¿A qué me refiero con esto? Hoy día, la gran mayoría de los poetas hacen gala de títulos universitarios, ya en creación, ya en literatura. Esto en sí no es de sorprender. Lo que me inquieta es que se usa el método interpretativo para justificar a la poesía misma.

Con esto sucede exactamente lo contrario que en otras épocas. Anteriormente, la teoría, el análisis y la conceptualización sucedían (acaso, sin que en realidad fuesen necesarios) al contacto estético. Hoy es lo contrario: primero se justifica el porqué un poema es admirable y después (lo que no es necesario y muchas veces resulta francamente impostado) deberemos sentir la experiencia estética[5]. Y lo que resulta más sugestivo: quien dictamina esas razones no es un académico (como sucedió en el neoclasicismo más odioso) sino el mismo artista. Y es que lo más interesante que producen hoy muchos poetas son las razones que dan de por qué su poema es admirable. Unas razones, o poéticas o como se les ocurra llamarlas esta semana, que ponderarán con pomposidad un día para desecharlas al siguiente sin apenas espacio para la duda. Algo semejante (nunca igual) al ingenio barroco, donde también la idea de inspiración se puso entre paréntesis; donde se le concibió como una figura del lenguaje.

Como se observa, hay un gran paralelismo entre la época barroca y la contemporánea; ambas fruto de una pérdida del mito central que les daba vida.

Empero, hay diferencias: el barroco fue el simulacro de la gloria medieval como la sociedad contemporánea es el simulacro de la modernidad. Coinciden en su condición, pero su modelo es infinitamente distinto.

El barroco respondió con la meditación y con el humor negro. La enfermedad de su siglo, la melancolía, está llena de matices.

Nuestra época responde con la velocidad; con la in-significancia llevada a lo grotesco. Una era más que post-moderna, hipermoderna pues ha llevado al extremo los aspectos más terribles de la modernidad ya libres del freno de la crítica y de la imaginación de otras posibilidades. No matices: sucesión incontrolada e indigesta. No tenemos ni un Quevedo ni una Sor Juana ni un Calderón.

Una respuesta a qué dice una sociedad cuyo fundamento ha sido vaciado es que no dice nada. Que el universo es una palabra que remite a otra palabra que no dice nada. Una respuesta es Góngora.

Otra respuesta posible al límite de sentido al que nos llevan tanto Góngora como Mallarmé es que si bien no hay una realidad tangible, sí hay una posibilidad del ser. Que el universo no parte de la nada, sino como pensaron los griegos, de lo informe. Que, como dijeron los románticos, el universo habla en versos oscuros de los que no somos sino parte e intérpretes a la vez. Que todo se comunica y que, como dirían los griegos, todo está por nacer. Que crear es develar.

Otra respuesta es la libertad de crear al universo de nuevo. Con la consciencia esta vez de que esa recreación será sólo un momento más de esa gran sinfonía. Una creación que es un juego, pero que por ello mismo vale toda una vida. Aprender a soñar con la seriedad de los niños… y con su consciencia.

Esa respuesta, sí, de nuevo: es Góngora.

Góngora: el más contemporáneo de los poetas. Y aquel que nos señala una salida.

No a través de la imitación de su estilo, no a través de la reproducción de sus admirables poemas, sino con su ejemplo. Un ejemplo que no debe ser simplemente imitado, sino recreado. La fuerza para aventurarse a lo desconocido. Para mirar ese abismo de frente y cantarlo.

Una invitación a cantarlo sin dejar cerrada esa puerta a la destrucción consciente que es la crítica.

A soñar con los ojos abiertos.


César Alain Cajero Sánchez





[1] Quevedo y, en sus escritos políticos, Dante, al igual que un puñado de otros poetas en diversas épocas, preludiaron esta situación, sin embargo, nunca fue tan generalizada. La modernidad es la época de la crítica e inclusive poetas tan, por decirlo de alguna manera, físicos como Neruda incursionaron de una manera u otra en la crítica.

[2] El nazi-fascismo, como ya lo he sugerido en otro ensayo, me parece al mismo tiempo, fruto de aquella revisión de los valores del periodo entreguerras (una lectura fácil y sesgada de los grandes pensadores vitalistas) así como el resultado natural de un elemento poco señalado de los valores de la Ilustración: aquel que ve al cosmos como una maquinaria y a la razón como un elemento para la creación de la técnica. No sólo ello: el nazi-fascismo, creo yo, es la culminación de toda la experiencia humana, de toda la civilización. Una culminación grosera, pero efectiva y que llevó a su límite todas las esperanzas del ser humano.

[3] Su terrible pecado: el antihumanismo. Para Occidente, desde el cristianismo, tratar al cuerpo y con él al mundo como simple materia sin sentido, que se usa o deshecha pues en ella habita la corrupción, es algo natural. Pero el nazi-fascismo, siguiendo los dictados de la “ciencia” determinista del siglo XIX, lleva naturalmente esta idea al mismo ser humano (como si no fuese suficiente pensar el mundo de esta manera). El hombre (y en esto fueron más consecuentes y menos hipócritas) es, por tanto, también algo que se usa. Un utensilio.

[4] Para quien no lo sepa, la gorguera se usó porque no todos podían usar ropa interior. Los que sí podían, empezaron a dejar ver un poco de esa ropa interior como seña de distinción. Poco a poco, ese pedazo que se dejaba ver se hizo más y más grande hasta que apareció la gorguera. Lo más curioso es que para entonces, muchas veces el que la usaba, ya no usaba ropa interior: lo importante era lo que se mostraba.

[5] Aquí, el verbo “deberemos” es de rigor. Parece que después de haberse justificado conceptualmente una “obra” es necesario que la apreciemos, so pena de ser tachados de censores, “reaccionarios” o simples idiotas.

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