domingo, 2 de febrero de 2014

De lo inevitable


Incapaces de pensar fuera de los límites de nuestra civilización, tendemos a juzgar como naturales e inevitables nuestras creencias.

Esto no es sorprendente: el universo humano, la cultura en la que nacimos, nos rodea fatalmente. La cultura no es para el que vive en ella ni una construcción hueca ni una idea del mundo ni una estructura vacía. Es el universo: tan real o más que el suelo que pisa pues merced a ella da sentido a todo lo que le rodea.

Los occidentales nos ufanamos de la "verdad" de nuestra ciencia y valores; del "progreso" frente a un mundo de mitos y miedos. Una idea más cándida que real: la vida fuera del mito, fuera del orden que éste da al mundo es imposible, tanto sería un mundo sin lenguaje. Nuestros mitos tienen nombres distintos: ciencia, política, verdad.

No es distinta la actitud de otras culturas: el hombre medieval sabía que la verdad había sido ya señalada y que ahondar el conocimiento de ella era la única libertad.
También es natural que nuestras certidumbres nos parezcan el pináculo de la condición humana (cuando no divina o natural). Es el mundo en el que nacimos, y nos es habitual considerarlo el único posible.

Frente a otras formas de concebir la realidad, reaccionamos con pesada indulgencia, disimulada repulsión o violencia franca. Aquellos otros son seres imperfectos, lisiados o, en el peor de los casos, antagonistas. No hay sociedad humana que desconozca estas actitudes. Occidente no inventó la exclusión de los otros, acaso le dio un rostro más grotesco y reconocible.

El monoteísmo y la idea de verdad única son posibles causas del rostro terrible con que Occidente se ha dado a conocer; un rostro que, hay que decirlo, es el nuestro. Todos, casi sin excepción, somos hijos de Occidente. Ni China ni la India ni Japón son hoy ya reconocibles sin la cultura que adoptaron de Europa sus élites.

Sin embargo, no hay que menospreciar a otras culturas: el verdugo ya los habitaba. La Verdad plural de la India no se opone a nada salvo a aquello que esté fuera de su visión del mundo. El mundo fuera del Imperio celeste no es propio de humanos. El nombre de "bárbaros" no lo inventó la modernidad. Tampoco el de chichimecas.

Lo que en verdad distingue a una cultura de otra es la forma del castigo a la diferencia. Las culturas mal llamadas "primitivas" en general adoptan el ostracismo; un mal muy menor si lo comparamos con las hogueras, los holocaustos, la segregación por clase, raza, "educación" o "ley kármica". Del ostracismo uno puede rehabilitarse; no de ser negro, de pertenecer a una cultura distinta o de ser un "fuera-casta". No del asesinato ni del crimen de estado.

De todas las culturas, ninguna mostró tal ferocidad contra los otros como la occidental. Heredera de un Imperio y de una religión de verdades únicas y universales, la modernidad perfeccionó la matanza.

El espectáculo de los dos últimos siglos habría de borrar el optimismo de los que todavía creen en progresos. Se pregona que hemos aprendido de nuestros errores, que si bien la modernidad trajo al imperialismo y al racismo más depurado, también permitió la crítica y el diálogo acerca de las verdades monolíticas de pasado.

Dos argumentos pueden oponerse a esa visión optimista.

Buda criticó a la sociedad hinduista hace más de dos mil años, creando una ética que nada tiene que envidiar (tal vez sí al contrario) a la del "moderno" más "progresista". San Francisco de Asís realizó una crítica política y social que cimbró a una Iglesia reacia a cualquier cambio. Akbar mostró que el Islam puede abrirse a otras visiones de mundo a pesar de su discurso integrista.

Para qué seguir: la crítica no nació con la modernidad. Ni Sócrates ni Lao-tse hablaron inglés.

Es posible argumentar que esas personalidades fueron excepciones: que hoy la discusión y la apertura son cosa común. La democracia alcanza, pues, a la crítica intelectual. Hoy todos analizamos y sopesamos todo.

A eso puedo contrastar el segundo argumento antes anunciado.

En efecto, la modernidad permitió la crítica de las verdades aceptadas como irrefutables. Pero su crítica se detiene ahí. Critica lo que está fuera de ella. No es algo distinto a lo que hace cualquier otra civilización: critica aquello en lo que no cree, lo cual no es sorprendente. Critica las verdades de una religión en la que ya no cree; de unas civilizaciones que no son las suyas; de un sistema político que ya está en decadencia.

¿Qué hubo y hay discusión en Occidente? No más que en el Medioevo, sólo que los términos y los motivos han cambiado. Se dirá que aquellas eran discusiones sin un fondo real; parloteo infructuoso sobre engaños. Tal vez, pero esas palabras fueron la sangre de una época, tan reales e importantes como las que nos obsesionan. Y la idea de discusiones más "reales" sólo nos revela qué tan encerrados estamos en nuestro mundo, del que nos es posible salir: para nosotros, sólo nuestros problemas son importantes, sólo ellos merecen ser atendidos.

No niego con esto que la modernidad se haya criticado a sí misma. Heidegger, Camus, Marx o Nietzsche son algunas de las personalidades que pusieron en crisis —siguen haciéndolo— los supuestos del mundo moderno. Sin embargo, no estoy seguro que estos heterodoxos sean relativamente muchos más que aquellos que llegaron a poner en duda las verdades de otras épocas. Tampoco es seguro que todos ellos hayan criticado los fundamentos mismos de todo el edificio de la modernidad. Marx, por poner un ejemplo, centró su feroz análisis en la economía y, supletoriamente, en la política, que él consideró el problema esencial de la humanidad. Sin embargo, dejó intactos los valores surgidos del Siglo de las luces: la adoración del poder, de la agresión, de la máquina y del llamado "progreso". Para él, como para todos los occidentales, el hombre es un ser que se apropia del medio por la violencia.

Ignoro si esa hambre de dominación es la condición humana original, o si tal condición siquiera existe; es indudable, en cambio, que es la civilización occidental la que no sólo ha sancionado, sino que ha endiosado como virtud al poder sobre los otros. Un ídolo a veces encubierto, otras expuesto en su rostro más aterrador.
Pero me salgo del propósito de este breve ensayo. Retomemos.

Es verdad que la civilización occidental generó a sus propios críticos, algunos más perspicaces que otros, empero ninguno de estos ha tenido apenas repercusión en la forma en que los hombres de estos siglos han vivido (lo que no puede decirse de, digamos, Buda o Lao-tse). Ni Kierkegaard ni Wittgenstein son apenas conocidos fuera de unos cuantos círculos. Y los escritos de aquellos otros que han conseguido un público más amplio han sido mutilados de todo aquello que no concuerde con la ideología moderna. Nietzsche ha sido usado para justificar una doctrina de la violencia racial y Marx como inspirador de una mascarada de represión apenas sin parangones en la historia universal.

A decir verdad, la discusión de las premisas básicas de todo el mundo occidental es apenas existente. El ciudadano común nunca se pregunta si lo que la sociedad sanciona como correcto es válido o no. Es el mundo en el que vive y eso le basta.
Con esto no quiero decir que para que un cuestionamiento sea válido es necesaria su popularidad. No es así, aunque las grandes convulsiones de la historia siempre han sido provocadas por el pueblo.

No me refiero con esto a que las ideas que las hicieron nacer fueran populares (algo que en ciertos casos, es imposible de saber), sino a que primero fueron interiorizadas por la población en general. La Revolución del neolítico no fue obra de un grupo de revolucionarios profesionales. La caída del mundo antiguo era un hecho consumado en el clima de la época.

No se trataron, por supuesto, de cambios armados ni de tiempos de proclamas populares. Los verdaderos grandes cambios no son precedidos de ese tipo de movimientos. Al decir que los grandes cambios fueron provocados por el pueblo me refiero a que hubo primero un cambio en la mentalidad de la mayoría de los individuos. Un verdadero cambio de época; el clima intelectual había sido transformado en la mente no de las élites, no de los intelectuales: en todos.

Tampoco quiero decir con esto que estos cambios no hayan tenido un origen. El advenimiento del cristianismo fue debido a varios factores, pero hubiera sido imposible sin la personalidad de Jesucristo (existiese o no, lo mismo da).

No importa si los cambios fueron espontáneos o inspirados (apenas si debo añadir que nunca o casi nunca dirigidos) por algún personaje o grupo. Lo que nos atañe es que la forma de ver el mundo ya era caduca en la época toda.

Hay signos en nuestra época de tal cansancio de los viejos modelos. Las pasiones que encendieron la vida de los dos pasados siglos están en crisis. Sobre todo, la política se encuentra desprestigiada. De la idea de Revolución como se concibió por la modernidad hemos pasado a reivindicaciones particulares o al acomodo dentro de la esfera burocrática.

Esos signos, empero, no anuncian algo nuevo. Hasta ahora no hay nada que suceda a los pasados mitos. Tampoco hay rebelión o desobediencia. Hay frustración y conformidad. El mundo ha perdido su brillo. O, mejor: a decir verdad, nunca lo tuvo. Esa es la verdad y hay que aceptarla.

Una parte —muy minoritaria— de la población ya no cree en los viejos mitos, pero los acepta como irrevocables. Ha perdido el ímpetu y la sangre.

Por otro lado, la inmensa mayoría de las personas simple y llanamente nunca han cuestionado los valores de la sociedad.

La televisión, el cine, la música popular, las instituciones estatales y académicas propagan esos valores. No hay espacio público, y apenas si privado, para la crítica de la ideología dominante. Atrévase alguno a ventilar esos temas en alguna discusión y lo tildarán de loco, si no lo mirarán con infinita deferencia.

Ni siquiera en los espacios académicos es frecuente el cuestionamiento a los valores surgidos de la modernidad. La mayoría de los universitarios da por hecho el mundo en que vivimos. La idea de que la imagen de lujo, poder y comodidad que aparece en los anuncios de televisión y en las películas de cine es deseable por sí misma es aceptada sin cuestionamientos.

Me refiero a los estudiantes y académicos de ingeniería, medicina, arquitectura, derecho, pero también los de filosofía, artes, ciencias, literatura.

De cualquier manera, la población universitaria frecuentemente se asume como crítica. Sale a las calles, opina en redes sociales, vota por el candidato de "izquierda", apoya la defensa del petróleo y de la soberanía nacional.

Es lo que se espera de ella, es su lugar en el orden del mundo.

Pocas veces, empero, se pregunta por qué es deseable el "desarrollo", la "modernización" que, piensa, se logrará con el petróleo. No le es posible mirar desde fuera del modelo que doscientos años han impuesto.

No es capaz de mirar fuera de los partidos políticos, de las coordenadas de izquierda, derecha, centro; presidentes, diputados, representantes.

Nunca cuestiona la idea de que poseer más es vivir mejor. Y que eso constituye la felicidad.

En fin, menos todavía cuestiona la idea de nación. Asume que el bien encarna en algo que es llamado "nuestro país".

O tal vez sí lo hace —no lo sé— pero en su vida diaria actúa como si no lo hiciera.
Gabriel Zaid escribió recientemente un artículo en donde hace una cronología de los hitos que han resultado "favorables a la vida humana" (que, apunta, es tal vez una manera de definir el progreso).

No discuto la existencia de tales hitos, tampoco soy el indicado para hacer correcciones cronológicas. Lo que sí apunto es que en primera instancia, la idea de "progreso" tiene una carga semántica que Zaid elude mentar directamente: la de perfeccionamiento.
La noción de un mundo que va mejorando y del cual somos el pináculo es quizás la más popular en la historia de la humanidad. Esto resulta natural, pues como he intentado mostrar, nos resulta increíble que nuestro mundo no sea sino uno entre muchas posibilidades. Menos todavía considerar que este universo que hemos creado no tenga alguna lógica secreta.

Anteriormente he escrito que hablar de progreso en el mundo natural es injusto, ya que si bien se puede señalar un innegable proceso de creciente complejidad, la existencia de éste no debería ser causa de sorpresa. Que lo complejo venga de lo simple resulta casi un axioma, aunque a veces un mecanismo (por llamarle de alguna manera) biológico precisa, por razones de adaptación, simplificarse.

La complejidad no es mejor: es más compleja. Ni lo más complejo es más eficiente ni se adapta necesariamente mejor. Tampoco es más bello ni más bueno ni más verdadero (recordando los clásicos griegos). Por otra parte, lo simple tampoco puede ser calificado con estos términos. Todo depende de un universo con múltiples y cambiantes situaciones.

Los mismos biólogos (y no entremos al terreno de la ontología: ¿por qué es mejor lo vivo que lo inerte?, ¿lo existente que lo inexistente?) aceptan hoy que la evolución, ese caballito de batalla de los creyentes en las sectas "científicas", no implica mejoramiento, sino cambio. Adaptación a unas condiciones que resultan completamente aleatorias y que no es posible calificar en forma ninguna. ¿Es mejor el mamut o el elefante? Ninguno: se adaptaron a distintos ambientes.

Tampoco el ser vivo más adaptable (el cual frecuentemente no es más, sino menos complejo) es mejor que los otros, pues en condiciones particulares, esa adaptabilidad supone una desventaja.

Las cucarachas, la hormiga de fuego, las ratas y los humanos somos actualmente las especies más exitosas (especies, no géneros ni familias) y pensar que el progreso del cosmos —que es adonde gran parte estos pensamientos se dirigen— lleva a nuestra existencia es una reducción un tanto cuanto irritante.

El antropocentrismo que conlleva esta idea puede llevar a las nefastas conclusiones que ya conocemos. Las religiones abrahámicas condenan al mundo o lo consideran parte de un camino que lleva al hombre, suma del cosmos. La segunda parte de esta noción no carece de belleza, pero con frecuencia va asociada a la primera: si somos la corona de la creación, somos sus dueños y amos. No la flor y el fruto, sino la bota y la cadena.

Por otra parte, hay una trampa de hecho en considerar el camino del cosmos como una línea que lleva al hombre. No sólo implica relegar todos los eventos que puedan parecer un "retroceso" o un aplazamiento de la meta a la que se supone va dirigido el tiempo, sino olvidar los innumerables accidentes que condujeron a nuestra existencia. Es olvidar la extinción del Pérmico, las sucesivas glaciaciones y eras volcánicas; la desaparición de organismos que habían prosperado y sido la "corona" de la creación por millones de años...

Que con pericia se puedan seleccionar momentos que lleven a hacer pensar que el cosmos mismo fue evolucionando para hacer posible nuestra existencia no resulta extraordinario. De la misma manera podríamos hacer converger la historia natural en el surgimiento del más pequeño artrópodo. Todo lo existente es la suma de todo lo que ha existido. Un milagro y al tiempo una nonada.

El destino es otro nombre del azar.

Más reciente e ignoro si más peligrosa es otra noción que surge cuando abandonamos el terreno natural y el ser humano, la Historia con mayúsculas, hace su aparición: la de que los valores y certezas de nuestra civilización moderna son mejores que cualesquiera otros.

Si en el campo de lo natural, la selección de "avances" resulta cuando menos caprichosa, esto se torna más deficiente y debatible cuando de la historia humana se trata.

En este caso no se puede hablar siquiera de una creciente complejidad. No queda ese recurso, pues todas las sociedades son tan complejas y simples como quiera verse, dado el caso. Ni en lenguaje ni en valores ni en materia artística hay apenas diferencia entre distintas civilizaciones en cuanto a grado de complejidad o en el más resbaloso asunto de la calidad, si es que se puede medir esto.

Los admiradores de la técnica (a la cual disfrazan del nombre equívoco de "ciencia", que no es lo mismo), gustan de contrastar los "logros" de nuestra época con otras y con los de otras civilizaciones. Señores del átomo, creadores de las computadoras, del chip y de las telecomunicaciones, sin duda hemos "avanzado".

No niego los descubrimientos de la ciencia. Al contrario, apunto que su método de observación junto con la enorme curiosidad que, dentro de su campo, poseen muchos científicos, ha ensanchado las posibilidades de la imaginación (y a pesar de lo abstracto de gran parte de su producción, también de los sentidos). Absurdo sería no reconocer que la ciencia médica ha conseguido ayudar a millones de personas en todo el mundo.

Lo que sí apunto es que esos conocimientos necesariamente son integrados dentro de una visión de mundo. En el caso de occidente, el de un universo inerte que es, de hecho, espacio para el uso humano, que carece de valor si no es el de explotación.

Un conocimiento objetivo es imposible porque inevitablemente traducimos el universo a términos humanos. Más todavía, a términos de nuestra cultura.

¿Por qué Occidente descubrió constantes naturales (llamémoslas así para simplificar) mientras otras civilizaciones no? Simplemente porque tales conocimientos resultaban significativos en su noción de mundo.

El método científico fue sistematizado por Occidente, pero miles de años de observación y experimentación dieron una gama muy amplia de conocimientos a las distintas culturas que ha creado el hombre. Unos conocimientos que, hay que subrayar, les eran significativos en su entorno y para su forma de concebir al universo.

¿Cómo hablar de progreso (como mejoramiento) después de los dos pasados siglos? Más eficiente se ha hecho la maquinaria de destrucción; han aparecido formas de alienación desconocidas en otras épocas (otras, no lo dudo, han desaparecido). Cada sociedad genera su propio infierno.

¿Y qué decir de la idea del progreso como la creación de "un espacio favorable a la vida humana"? Más adecuado sería quizá decir "favorable a la vida humana tal y como la concibe Occidente" porque en términos ecológicos no estamos precisamente en el mejor momento para el animal hombre. Eso para no entrar en victimismos sociales, políticos o culturales. Quizá en otras épocas vivían con temores iguales o más grandes que los que hoy nos aquejan, pero ello no implica que la soledad, el miedo o el malestar hayan desaparecido de nuestro horizonte. Tampoco que sean más llevaderos.

Occidente ya no vive bajo el temor de una conflagración de clanes rivales (o tal vez sí, sólo los llamamos de otra manera), pero la violencia desatada por el crimen organizado, por el Estado o por la simple incertidumbre de la soledad no son menores. En ese sentido poco o nada hemos avanzado… y dudo que siquiera sea deseable que progresemos.

El mundo de hoy indudablemente es más favorable que otros a nuestra forma de vida… Una verdad incuestionable por el simple hecho de que nuestro modo de vivir fue creado por el mundo que hemos construido.

¿Es concebible un mundo distinto incluyendo los conocimientos científicos que hoy tenemos? No veo por qué no. Se trata simplemente de una forma distinta de interpretar estos hechos.

Hace poco leí una entrevista en donde un neurólogo afirma con gran precisión que ninguno de los conocimientos de los mecanismos neuronales niega la noción de alma. No la niega porque en esta noción no hay nada que objete que ésta pueda manifestarse mediante determinado proceso biológico. Los mecanismos no explican al ser; describir no es descubrir lo que es de la misma forma que los mecanismos biológicos de un árbol no explican la belleza de este bosque ante mí. La realidad es en sí misma.

En este sentido es paradójico que uno de los pensadores que inauguró el pensamiento occidental, Kant, haya preludiado su evaluación. Todos hablan de él como del filósofo de la razón, pero olvidan que la Crítica es precisamente eso: una crítica. Kant afirma que todo conocimiento de la realidad será una reconstrucción humana. Y una, además, condicionada por nuestra cultura. Una sabia lección para aquellos que olvidan que las cosas en sí, nos son ininteligibles pues las hemos de ver en relación y desde nuestro mundo.


¿Ello implica que ningún conocimiento es real? No. Implica, en todo caso, que ese conocimiento siempre ha de ser reinterpretado y que nuestra interpretación no es superior a la de otras culturas. No se trata de negar al mundo; se trata de negar la presunción de que el universo gira en torno al hombre; a una forma de entender lo humano.


César Alain Cajero Sánchez

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