domingo, 13 de octubre de 2013

Teorías y academias


Hace unas semanas compré unas cervezas y unos cigarros. Quería ver una pelea de box, pero como no tenía televisión a la mano, decidí activar internet desde mi celular.

Nunca lo había hecho. A veces oprimía mal el botón e interesantes colores aparecían en la pantalla, junto a ofertas y felicidad a precio bajo. Pero como no quiero ir a la tierra maya por dos noches ida y vuelta, solía salir presuroso.

Bien, activé el dichoso internet a móviles. Olvidé salir de él, pues al otro día, mientras bebía mi café, me llegó un mensaje en donde alguien que no conozco me acusaba de ser un académico y no entender la pasión de los jóvenes. Sin entender de qué hablaba el susodicho, me enteré que todo se debía a un artículo donde criticaba esa confusión tan frecuente entre obra literaria y vida.

No me sorprende que alguien se sintiese aludido; tampoco que me diga que no comprendo la pasión de los jóvenes (si ni mis pasiones entiendo), pero que me digan académico, eso sí ya calienta.

Sin embargo, hoy en día, hay que decirlo, inclusive quienes pretender huir de la academia (y quizá ellos más que otros) están embebidos de su lenguaje, sus formas y sus prejuicios.

Seré sincero: de los poetas, cuentistas o novelistas que conozco no hay sino muy pocos que no sean a la vez teóricos, que no cuenten con credenciales académicas. Probablemente se trate de un problema mío, pues yo también entré a estudiar una licenciatura en letras. Pero fuera de ella, los que se pitorrean de los estudios en letras, están igual de obsesionados por no parecer inocentes, por saber más. Por vivir más.

El académico no goza: explica. No comparte sus gustos: pretende hacer de sus alegatos una ley.



Cuando un académico serio se encuentra ante un poema o un relato, lo primero que hará será tomarlo como un objeto de estudio. Lo diseccionará en palabras; lo comparará, lo pesará. Desnudo, puesto sobre una balanza; contará sus patas y dientes. Se asegurará de que haya una buena dosis de somníferos, no vaya a ser que se levante y muerda. No vaya a ser que asome un sentimiento, goce o disgusto.

Al académico le da miedo sentir. No le está permitido. Lo que debe hacer es jugar en gris con los conceptos. Se dice lúdico si Delés; se dice emancipado si Fucó; se dice intérprete si Gadamer. Pero ni interpreta ni juega ni es libre: está atado a sus palabras. Debe analizar y explicar.

Ni siquiera juzgar le es permitido, porque eso es coartar la libertad, dicen. Entonces no criticará ni juzgará. Analizará, que es lo que se debe de hacer en estos tiempos convulsos.

Pontifica sin juzgar, lo que es todavía más extraño: pontifica la libertad. La libertad de aburrirnos con lo que queramos. Pero siempre bajo un manto sagrado: el de la academia y sus instrucciones de cómo deletrear a la libertad.

No juzga a las obras; juzga a quienes lo escriben: los pesa y les pone una corona o un rótulo. Uno es el mejor escritor del siglo, por su polifonía en sus tópicos; otro es el exponente del sacrosimbolismo. Aquel otro es post-totalizante.

Hay que medírselas bien para ver quién es el que gana los laureles.
La Academia nació para dar reglas. Hoy lo sigue haciendo, pero ya no lo pone a la obra, sino a la Historia.

Dictamina. Pero lo hace de manera que nadie entienda.

Como no le importa el arte, no le interesa escribir bien ni que le entiendan. Es tan libre y tan lúdico que puede darse el lujo de escribir para nadie. Y sin leerlo, otros lo aplaudirán por su brío.

Léase a un académico: se notará de inmediato por su mania por acumular palabras inventadas, por parodiar grotescamente la jerga de los científicos; por buscar seriedad en donde no hay sino goce o dolor. El arte no es sino el mero pretexto para exponer  aquello que de verdad importa: las ideas. Así, hay análisis de género, de lucha de clases, económico, pansimbólico, indigenista, criollista, ecologista…

Lo importante es la Idea, y con las ideas, el poder.

Pero los que pretenden huir de la Academia juegan, muchas veces, sus mismos juegos. No les importa el goce, sino la política; las relaciones de poder. Sus luchas son por acomodarse mejor ante el poder.  No analizan, pero sí pontifican; no gozan con la obra: la toman como pretexto para dictar sus juicios a la realidad. Lloran y gritan porque no alcanzan la luna.

Y los teóricos que se disfrazan de rebeldes. Esos son quizá los más graciosos.

Gritan, pero usando los términos aprendidos en clase. Vociferan, pero sin hablar una sola vez de la obra. Igual la obra no importa: si critican algo es a la política intelectual; señalan, glorifican; alaban. No se cansan de decir que ellos quieren hablar de la obra. Pero ni una vez la mencionan. Sólo despotrican o alaban a los autores, a sus tendencias, con un lenguaje tramposo y pseudoerudito donde abundan los neologismos.

Pero que nadie entienda bien a bien de qué hablan no importa: no faltarán los que aplaudan su rebeldía, sus gritos, a la vez que admiren su academicismo, sus balbuceos disfrazados de palabras.

Espejos juntos.

¿Ya no es posible el puro placer?, ¿ya no es posible sentir simplemente una obra? El arte empezó con la fiesta pagana; con el grito en los árboles. ¿Ya se fue?

En fin, que la cosa es que perdió Márquez por decisión y ya desactivé internet de mi teléfono.



César Alain Cajero Sánchez

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