martes, 8 de mayo de 2012

Para celebrar una infancia II 

 

Y las sirvientas de mi madre, altas mozas lucientes… Y nuestros fabulosos párpados…
¡Oh
claridades, oh favores!
Nombrando cada cosa, yo recitaba que era grande, nombrando cada bestia, que era bella y buena.
¡Oh mis mayores
flores voraces, entre la roja hoja devorando mis más bellos insectos verdes! Los ramos en el jardín olían a cementerio de familia. Y una muy pequeña hermana había muerto: yo había tenido su ataúd de caoba, que olía bien, entre los espejos de tres estancias. Y no se debía matar un pájaro mosca de una pedrada… Pero la tierra se curvaba en nuestros juegos como hace la sirvienta, aquella que tiene derecho a una silla si nos quedamos en casa.


… Vegetales fervores, ¡oh claridades, ¡oh favores…!
¡Y luego esas moscas, esa especie de moscas, hacia el último cuadro del jardín, que era como si la luz cantase!


Me acuerdo de la sal, me acuerdo de la sal que la nodriza amarilla hubo de limpiar en el ángulo de mis ojos.
El hechicero negro sentenciaba en la despensa: “El mundo es como una piragua que, volteando y volteando, no sabe ya si el viento quiere reír o llorar…”
Y enseguida mis ojos trataban de pintar
un mundo balanceado entre brillantes aguas, y reconocían el mástil liso de los troncos,
la gavia bajo las hojas, y los botalones y las vergas, los obenques de liana,
en donde, demasiado largas, las flores
remataban en gritos de papagayos.
Un tal Saint John Perse

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