La balada del buen patriota
En los baños de la facultad de
Filosofía y letras (la facultad que insiste en estar a la vanguardia en cuanto
a mobiliario para hacer caca se refiere) hasta hace poco se veían interesantes
discusiones escritas en las puertas.
Atardecía; la fría luz de los
pasillos internos. Una propaganda pegada en el sitio donde merecía rezaba: “La
resurrección de la raza azteca; reunión de los guerreros águilas para acabar
con los pinches blancos”.
Los siglos de educación
patriótica han dado sus frutos. No hay país donde uno no encuentre a esos
muchachos, hombres y niños que gritan, golpean y matan por algo que no se puede
tocar con las manos. A veces hasta
resultan simpáticos.
Recuerdo ahora que a los nueve
años (¿o serían diez?) veía la bandera tricolor ondear en la mañana mientras me
sentía casi flotar y me imaginaba aventándome del castillo de Chapultepec.
No hay que disculparse: todos,
desde el vagabundo que duerme en las entradas del metro hasta el yuppie que
sale del banco; del joven con una playera de Crass hasta el profesor de Física en la universidad; todos sin excepción son creyentes fieles en la Patria. En el mundo moderno se puede criticar cualquier cosa
excepto a la bendita nación. Puedes cagarte en la religión; puedes vomitar en
la moral; pero nunca puedes meterte contra tu país. Es delito de lesa
humanidad.
Debo admitir que hicieron un buen
trabajo al cambiar el santoral por una celebración simpaticona y llena de
banderas. Se merecen un aplauso.
La primera vez que se me ocurrió
hablar —sin siquiera darme cuenta—en contra del patrioterismo fue en una mesa
de presentación de un libro. Rondaba los 18 o 19 años y llevaba pantalones
rotos, cabello largo y fumaba cigarros sin filtro de papel arroz (¿alguien sabe
dónde conseguir cigarros de papel arroz?). Un escritor famosón en el círculo roquero por ser muy cotorro departía muy a su gusto. Cuando en la sesión de preguntas
me atreví a criticar al sagrado rock mexicano y a decir que en realidad casi no
escuchaba al ritmo 4x4 en español se me echó medio auditorio encima. Que si era
un vendepatrias, que si era hijo de Santa Anna (ahorita que lo volvieron a poner
de moda); en fin, que si era un agente imperialista. Un individuo vestido de
negro, con un botón que decía “DADÁ” (en serio) y un bigote que me hacía recordar
al Inspector Closeau me fulminó con un índice de fuego al mismo tiempo que me
clasificaba: ¡traidor a la patria!
Tristan Tzara envuelto en la
bandera, definitivamente.
Desde entonces he escuchado en
infinidad de ocasiones el insulto. Lo extraño es que a mí no me parece un
insulto. Será que la verdad no le he visto diferencia a la tierra cuando paso a
otro país ni me he encontrado con extranjeros perniciosos y malvados; tampoco
me supieron más chidos los elotes de
México que los de Guatemala. Y como la verdad las divisiones que hacen los
políticos no me interesan ni me importan, pues eso del “país” me vale.
En otra ocasión, en una fiesta de
cumpleaños, un querido camarada me decía con incredulidad y desesperación que
las cadenas extranjeras nos estaban explotando. ¡Ni siquiera son mexicanos! No
entendí en qué me beneficia que aquellos que se quedan de manera poco honesta
(a su parecer) con mi dinero sean mexicanos y en qué me perjudica que no lo
sean.
Me imagino que es más padre que te explote quien nació en tu
mismo terruño.
Los enemigos principales para estos
amigos son, por supuesto, los pinches gringos (que nos quieren invadir, ¡por ésta!).
Después están los putos españoles (hijos de mala madre que nos vinieron a
conquistar, ¡chinguen a su madre!). Ya los otros enemigos son circunstanciales:
pasan de los rivales en turno de la selección hasta esos ojos rasgados que comen arroz con
palitos.
En varias ocasiones he sido
acusado de no ser uno de los soldados que en cada hijo le dio el cielo a la
Patria. La última ocasión fue especialmente graciosa. No entraré en detalles,
pero un historiador con hartas ganas de gritar y de acusarme por destruir a su
familia y a su moral entonó la cantaleta (esta vez acompañada de puñetazos) al
escucharme decir que no creía en la Historia. ¡Pinche puto vendepatrias!,
¡seguro quieres que esos pendejos gringos nos invadan!, ¡esos sí no tienen
Historia!
Yo pensaba hasta entonces que la
Guerra de Independencia norteamericana era un evento histórico (y además uno
que influyó en las independencias latinoamericanas), pero resulta que no. En
fin, de todas maneras la Historia me parece más un desfile de errores (algunos
divertidos) y nada más.
Resulta al menos notable que
mucha de esta variedad humana en su versión mexicana acude a las culturas prehispánicas
para legitimarse. Esto se entiende si reflexionamos que según su punto de
vista, todo aquello que no sea autóctono (incluyendo, claro está a los malditos
españoles) es nocivo. Supongo que en el viaje se les olvida que el hombre
tampoco es de América. Pero bueno, no es ideal meterlos en esos predicamentos.
Tampoco es la mejor estrategia recordarles que los pueblos prehispánicos no
poblaban exactamente lo que llamamos México y que sus descendientes en general
no tienen originalmente una noción de país como la nuestra, ya que la idea de
nación es moderna. Los indígenas en realidad se sienten más identificados con
su comunidad que con esa cosa que nosotros aclamamos como nuestra Patria.
Hace cosa de un año buscaba para
los alumnos de la secundaria indígena donde daba clases algunos videos sobre el
alzamiento zapatista. Independientemente de mi desconfianza por todo tipo de
líderes y por los seguidores del zapatismo de la ciudad, me pareció importante
darles a los muchachos un acercamiento a esto. Una de mis obsesiones: hacer de
la Historia, las historias. En fin, que en eso estaba cuando en uno de los
videos, el Sup (hoy olvidado) declaró que los indígenas eran los más patriotas
entre los patriotas. El nacionalismo como el mayor atributo que se puede
encontrar y además aplicado a personas cuyo modelo de mundo no tiene idea
precisa de nación. Meses después en un programa creado para la celebración del bicentenario tampoco una persona tan admirada por mí como Miguel León Portilla encontró una mejor manera de empezar su plática sobre los pueblos indígenas que señalando que son los más mexicanos entre los mexicanos. Entiendo de cualquier manera que con eso quería mostrar la contradicción de nuestra bella nación que venera a los pueblos originarios, mientras se quiere deshacer de sus descendientes y de todo rasgo indígena (fuchi).
No es que los indígenas hoy no
sepan de la mexicana alegría. De la educación nadie se salva.
En fin, recuerdo a un muchacho en
otra fiesta que me decía cómo su labor de evangelización para hacer a estos
pueblos avanzar consistía en
convencerlos de dejar sus milpas originales para que cosechasen legumbres. Yo
le señalé que eso era integrarlos en un proceso económico que los haría
dependientes de los precios que otros pongan a sus productos (perderían su
autonomía alimentaria y por otro lado, parte de sus tradiciones). Ya con copas
encima y mostrándome su celular me dijo que con eso les estaba negando el
derecho de estar comunicados. Le indiqué que dudaba necesitasen un celular en una comunidad donde vivían a unos cientos de metros unos de otros. Iba decir más cosas sobre la idea que tenemos de que somos más "avanzados", pero mejor me puse a bailar con una rola de The Jam que alguien tuvo a bien poner.
Una vez más la vieja historia: el
indígena es bueno si se hace como nosotros; si es mexicano. Y la nueva
historia: para ser buenos mexicanos (y amarnos con devoción) debemos ser
patriotas pero siempre y cuando eso quiera decir parecernos a los que
supuestamente odiamos.
El último encuentro que comentaré con quienes juran exhalar en tus aras su aliento (en realidad no hay día que no me los encuentre: hasta las pláticas familiares se distinguen por invocar a la Nación) fue en otra fiesta. Escuchábamos un son jarocho cuando un personaje de botas picudísimas (en todo sentido) dijo que quitaramos esa madre y que pusiéramos música de la "nuestra". Dado que no entendí lo que quería decir, lo invité a que pusiera lo que quería. De las bocinas salió una melodía que me informó se llama "tribal" seguida de otra que decía era "duranguense". Le pregunté por qué quería escuchar eso y me dijo que eso era mexicano. Le señalé que el son jarocho también es de México, pero el interpelado ya estaba en el cielo patriótico mientras gritaba a todo pulmón "¡Jajajajaaaay!" y simulaba montar a un becerro mientras agarraba con ambas manos la hebilla plateada de su cinturón.
En honor a la verdad no pude soportar la música mexicana y después de una hora y media de baile me fui. En el camino me puse los audífonos para escuchar algo de mambo del Carefoca seguido de varias canciones de los Rolling stones y "La rielera" para rematar. Ni modo, soy un traidor a la patria.
El último encuentro que comentaré con quienes juran exhalar en tus aras su aliento (en realidad no hay día que no me los encuentre: hasta las pláticas familiares se distinguen por invocar a la Nación) fue en otra fiesta. Escuchábamos un son jarocho cuando un personaje de botas picudísimas (en todo sentido) dijo que quitaramos esa madre y que pusiéramos música de la "nuestra". Dado que no entendí lo que quería decir, lo invité a que pusiera lo que quería. De las bocinas salió una melodía que me informó se llama "tribal" seguida de otra que decía era "duranguense". Le pregunté por qué quería escuchar eso y me dijo que eso era mexicano. Le señalé que el son jarocho también es de México, pero el interpelado ya estaba en el cielo patriótico mientras gritaba a todo pulmón "¡Jajajajaaaay!" y simulaba montar a un becerro mientras agarraba con ambas manos la hebilla plateada de su cinturón.
En honor a la verdad no pude soportar la música mexicana y después de una hora y media de baile me fui. En el camino me puse los audífonos para escuchar algo de mambo del Carefoca seguido de varias canciones de los Rolling stones y "La rielera" para rematar. Ni modo, soy un traidor a la patria.
A los nueve años soñaba con
aventarme del cerro de Chapultepec envuelto en la bandera. Mucho después recordé
que antes, a los cinco años y todavía alejado de la escuela, mis sueños eran volar y
ver abrirse una puerta en las nubes de donde salía una figura resplandeciente.
En otras palabras: cuando más pequeño no pensaba tantas pendejadas.
César Alain Cajero Sánchez
No hay comentarios:
Publicar un comentario