martes, 8 de mayo de 2012

Palabras y templos


Ni siquiera ángeles; ni siquiera bestias, los seres humanos estamos condenados al pensamiento. Y con ello a la más antigua de las violencias: la Verdad.

No hay pensamiento que no se dirija a la eternidad. Temerosos y apocados suspiramos por ella y buscamos una respuesta que dé fin a nuestros temores. Eso se llama pensar. Y toda forma de razonamiento no es sino una forma de poder; un intento de dominar nuestra vida al dominar otras vidas. Hipócrita enceguecido, el ser humano busca encontrar la clave del misterio que lo atormenta: el mundo y sus mil aspectos. Busca darle un rostro único para así dominarlo.

No es la aventura la que lo impulsa a esta esperanza: es el miedo.

Dar un nombre verdadero es limitar al mundo en su infinita pluralidad; es recrear al universo a nuestra medida para así poseerlo; para ensayar simulacros de comprensión. Sólo así podemos mutilar al mundo, convertirlo en objeto, en instrumento; despojarlo de su libertad. Hacer de ellos nuestras pertenencias: reducirlos a lo humano, a lo comprensible que aparentamos ser. Lo que está más allá nos resiste; nos aterra.

Siglos y siglos de Historia no son sino el teatro de las pasiones más penosas. A cada Iglesia, Idea o Inquisición sucede otra, tan perfecta y endeble como la anterior, pero también igual de feroz en sus pretensiones. Es igualmente risible el prejuicio que creo a la Historia como el que animó a la creación de la Máquina.

La evidencia de la soledad, pero también del gozo y del dolor siempre ha estado ahí. A pesar de todo, los cielos, el árbol y el agua siempre han eludido nuestras explicaciones. Llamemos al universo y pensémoslo como queramos; ese disfraz no evitará que triunfen sobre nuestras vidas. 

La explicación es la gran fuga del hombre en el cosmos. Quiere pensar que al iluminar lo desconocido, entonces dejará de temerlo y podrá dominarlo. 

No hemos dejado de llorar ante la noche y nos aferramos a una débil luz para de ella inventarnos seguridades. La imagen más poderosa de Platón —la Caverna y sus gesticuladores— puede ser el ejemplo más perfecto de este miedo. Pero lo cierto es que el teatro de sombras que es la Humanidad ha sido creada por esa otra luz que llamamos Conocer. Somos incapaces de ver de frente al abismo. La gran risotada es que no existe lugar de dónde escapar: la oscuridad no es el Gran Miedo, pues no hay salida a ella; no hay Caverna. O mejor; ese abismo es la vida. Y el mayor temor del hombre: sus instintos, su dolor, no debiese haber sido su castigo, sino su virtud, su milagro.  El milagro de estar vivos.

Lamentablemente hemos llegado tarde y el universo se ha llenado de palabras. Pequeñas seguridades que lo alejen de la soledad y del destino. Habrá que prender fuego a las almas antes de que sus débiles certezas desaparezcan.

¿A qué se le llama conocer?, ¿de qué están creadas nuestras verdades? Palabras es todo lo que hemos logrado articular; palabras sin savia que nada dicen y que nada representan frente a los elementos. La palabra toma una realidad vívida y la encajona en un concepto. Todo aquello que escape a su idea de mundo se proscribe pues hemos sido salvados por una frase. A los dioses se les responde: Historia, Filosofía; Lucha de clases; Mónadas; Inmortalidad, Ciencia; Unidad.

Unidad: algo que nos permita tener un apoyo frente al mundo que no sean nuestros sentidos; una meta a la cual dirigirse: la Verdad; la Sociedad, el Futuro. Un horizonte al cual dirigir nuestras acciones —sea real o no— es algo de lo que podemos sentirnos salvos. Mil veces más simple ser guiado por las palabras ya aceptadas por la multitud que enfrentar al mundo desde nuestros instintos. Podremos por fin culpar a alguien de nuestros yerros.

¿Qué es explicar? Tomamos del universo sus dolores que nos atormentan; la belleza que nos ilumina pero que tememos perder; para evitar el paso del tiempo, nada más seguro y nada más cobarde que brindar la eternidad. Esconder el dolor; preservar la belleza en palabras: darle un significado y una razón de ser.

Pero el amor no es ni el encuentro de las almas ni la instauración de la comunidad; tampoco es la interacción de impulsos eléctricos. No: nada puede explicarse ni nada puede definirse sino como una experiencia; el amor es eso que vivimos y que no tiende a ningún fin. Somos nosotros los que, aterrados por las heridas que nos provoca, buscamos perpetuar su existencia en una Idea; rehuir sus llagas con una simple palabra. Evitar el milagro por un puñado de cifras.

Platón temía que el ser amado desapareciese. El Gran cobarde había nacido: despojó al cuerpo de sus placeres en pos de una Idea: enamorado de una fantasmagoría que podía seguir sin peligro. En donde debió haber escrito jadeos; ensayó juegos de sombras. Gran onanismo gris.

Otras palabras han vestido al amor: matrimonio; seguridad; eternidad. Rehuimos al instante porque instante parece decirnos Cambio y Cambio parece decirnos Muerte. La Muerte, al fin, nos aterra.

Toda definición es cobardía; el miedo final ante lo desconocido; ante la muerte. Porque Caos tiene para las criaturas efímeras ese nombre.

Y también la muerte ha sido vestida de palabras. Disfrazada con los ropajes de la Idea creemos haber vencido su imperio. Desengaño fatal: habremos de morir. Habremos también de amar y, lo peor de todo, habremos de vivir.

No hay valor en escapar de la Vida. La paz y la tranquilidad —el sueño de la burguesía— es el equivalente apocado de la tumba. El erudito idea palabras y en ellas encuentra la paz; el creyente, en el fasto de una ceremonia ya vacía; el infame, en la Historia y la política; el inquieto, en las frías indagaciones de la materia. Finalmente, el burgués halla la paz y la tumba en la felicidad; el matrimonio y el éxito. Ahí encuentra una copia del alma y la gris llanura.

Pero nos engañamos: creemos que nuestras explicaciones son únicas; nuestra salvación. No, no hay salvación posible. De nuestras miserables explicaciones edificamos sistemas y en esos sistemas ya habita el germen de la Iglesia; del dogma, de la fatalidad. La sangre corre con cada Palabra, cada Idea, cada Verdad.

Al fin, despojados de nuestro mundo, hemos de decir que nada explica al universo: finito o infinito; alma o cuerpo. Que el universo sea inconmensurable o pueda medirse nunca será un alivio para nuestras soledades. Asimismo, las etiquetas de la realidad son intercambiables, como las ideas. No hay mayor diferencia entre ser fieles a un destino tocado por un Dios absoluto o a caer en la anemia de la Historia. No hay tampoco diferencias entre explicar nuestra angustia por un ángel caído o por un desarreglo de nuestra química cerebral. ¿Es lo uno o lo otro?, ¿es que no son más que nombres para un todo desconocido? Toda explicación es perfecta e inútil ante la experiencia de la nada. Ante los gemidos de placer y el instinto de la muerte, las explicaciones del universo palidecen.
Toda explicación es vana y reemplazable: no importa y no es posible comprobar que hay más verdad en la idea de un Dios omnipotente o en las fantasías de la Física. Palabras; etiquetas humanas para una realidad que nos excede. Todos conocemos la angustia y el júbilo; no importa explicar, sino sentir.

Descifrar es un vano intento de poder: vanamente alegamos dominio sobre la materia. Pero nuestras peroratas palidecen por la acción del mago o el chamán. En el fondo, la explicación no va encaminada al imperio sobre los elementos; sino para ser precisos, al poder mediante la humillación del cuerpo. Del cuerpo ajeno; del que amamos; del nuestro.
Los dioses no son explicables: el contacto con la tierra y con el mundo es un terror del que habríamos de salir jubilosos.

El universo no exige explicaciones, sino danzas. Puertas que se abran a la canción, al dolor y al placer.

No hay paz en un mundo vivo. No hay reglas fijas ni explicaciones ni ortodoxias.

Estamos condenados al pensamiento; a regresar de la tierra y vernos enfrentados con nuestra conciencia. La cobardía nos obliga a cerrar los ojos al mundo, cubrir nuestra desnudez. Remedio ilusorio pues en cualquier instante los dioses nos arrastrarán de nuevo al agua, el viento, el fuego, el agua, la tierra: los mismos elementos con los que se encontraron nuestros antepasados. Doloroso baile en la noche y frente al sol.

El canto propone ante esa angustia no cerrar los ojos, sino contemplar el abismo: la razón como imaginación, no como una cárcel de conceptos. Como ordenadora de nuevos mundos; no como juez de lo inexplicable.

Ni siquiera ángeles, ni siquiera bestias, los seres humanos estamos condenados al pensamiento: hagamos de esa condena un incendio de donde surjan las nuevas danzas. Hagamos de esa idea una imagen. Espacio; elementos.

No sin la razón, sino trascendiéndola. Mirar al abismo y apostar un lance de dados por el júbilo de la vida. Un grito y un canto.

Renunciemos a la eternidad.


César Alain Cajero Sánchez

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