lunes, 21 de mayo de 2012


Visita a Robert Frost



Después de veinte minutos de caminar por la carretera, bajo el sol de las tres, llegué por final recodo, torcí hacia la derecha y empecé a trepar la cuesta. A trechos los árboles que bordeaban la senda daban un poco de frescura. El agua corría por una acequia, entre hierbas. Crujía la arena bajo mis zapatos. El sol estaba en todas partes. En el aire había un olor a hierba verde y caliente, con sed. No se movía un árbol ni una hoja. Una cuantas nubes descansaban pesadamente, ancladas en un golfo azul, sin olas. Cantó un pájaro. Me detuve: “¡cuánto mejor sería tenderme bajo este olmo! el sonido del agua vale más que todas las palabras de los poetas.” Y seguí caminando, por otros diez minutos. Cuando llegué a la granja unos niños rubios jugaban, en torno a un abedul. Les pregunte por el dueño; sin dejar de jugar me contestaron: “está arriba, en la cabaña” y me señalaron la punta de la colina. Eche a andar de nuevo. Caminaba ahora entre hierbas altas, que me daban a la rodilla. Cuando llegué a la cima pude ver todo el pequeño valle: las montañas azules, el arroyo, el llano de un verde luminoso y, al fondo, el bosque. El viento empezó a soplar; todo se mecía, casi alegremente- cantaban todas las hojas. Me dirigí hacia la cabaña. Era una casita de madera vieja y despintada, grisácea por los años. Las ventanas no tenían cortinas: me abrí paso entre la hierba y me asome. Adentro, sentado en un sillón, estaba el viejo. A su lado descansaba un perro lanudo. Al verme se levanto y me hizo señas para que diera la vuelta. Di un rodeo y lo encontré, en la puerta de la cabaña, esperándome. El perro me recibió saltando. Cruzamos un pasillo y entramos en una pequeña habitación. Piso sin pulir, dos sillas, un sillón azul otro rojizo, un escritorio con unos cuantos libros, una mesita con papeles y cartas. En las paredes tres o cuatro grabados, nada notables. Nos sentamos.

— Hace calor, eh. ¿le gustaría tomar una cerveza?

— Sí, creo que sí. He caminado media hora y me siento fatigado.

Bebimos la cerveza despacio. Mientras bebía mi vaso lo contemplaba. Con su camisa blanca abierta —¿hay algo más limpio que una camisa blanca limpia?—, sus ojos azules inocentes, e irónicos, su cabeza de filósofo y sus manos de campesino, parecía un viejo sabio, de esos que prefieren ver el mundo desde su retiro, pero no había nada ascético en su apariencia sino una sobriedad viril. Estaba allí, en su cabaña-retirado del mundo. No para renunciar a él si no para contemplarlo mejor. No era un ermitaño ni su colina era una roca en el desierto. El pan que comía no se lo habían llevado tres cuervos: él mismo lo había comprado en la tienda del pueblo.

— El sitio es realmente hermoso. Casi no me parece real. Este paisaje es muy distinto al nuestro, más para los ojos del hombre. Y las distancias y también están hechas para nuestras piernas.

— Mi hija me ha dicho que el paisaje de su país es muy dramático.

— La naturaleza es hostil allá abajo. Además somos pocos y débiles. Al hombre lo devora el paisaje y siempre hay el peligro de convertirse en cacto.

— Me han dicho que los hombres se quedan quieto por horas sin hacer nada.

— Por las tardes se les ve, inmóviles al borde de los caminos o a la entrada de los pueblos.

— ¿Así piensan?

— Es un país que un día se va a convertir en piedra. Los árboles y las plantas tienden a la piedra, lo mismo que los hombres. Y también los animales: perros, coyotes y serpientes. Hay pajaritos de barro cocido y es muy extraño verlos volar y oírlos cantar, porque uno se acaba de acostumbrar a la idea de que son de verdad.

— Le voy a contar algo. Cuando tenía quince años escribí un poema. ¿Y sabe usted cual era el tema? La noche triste. En ese tiempo leía a Prescott y quizá su lectura me hizo pensar en su país. ¿Ha leído a Prescott?

- Era una de las lecturas favoritas de mi abuelo, de modo que lo leí cuando era niño. Me gustaría volver a leerlo.

— A mí también me gusta releer los libros. Desconfío de la gente que no relee. Y de los que leen muchos libros. Me parece una locura esa manía moderna, que solo aumentará el número de los pedantes. Hay que leer bien y muchas veces unos cuantos libros.

— Una amiga me cuenta que han inventado un método para desarrollar la velocidad de la lectura. Creo que lo piensan imponer en las escuelas.

— Están locos. A lo que hay que enseñar a las gentes es a que lea despacio. Y a que no se muevan tanto. ¿Sabe usted porque inventan todas esas cosas? Por miedo. La gente tiene miedo a detenerse en las cosas, porque eso los compromete. Por eso huyen de la tierra y se van a las ciudades. Tienen miedo de quedarse solos.

— Si, el mundo está lleno de miedo.

— Y los poderosos se aprovechan de ese miedo. Nunca había sido tan despreciada la vida individual y tan reverenciada la autoridad.

— Claro, es más fácil que vivan por uno, que decidan por uno, hasta morir es más fácil, si se muere por cuenta de otro. Estamos invadidos por el miedo. Hay del miedo del hombre del común, que se entrega al fuerte. Pero hay también el miedo de los poderosos, que no se atreven a estar solos. Por miedo se aferra al poder.

— Aquí la gente abandona la tierra para ir a trabajar a las fábricas, y cuando regresan ya no les gusta el campo. El campo es difícil. Hay que estar siempre alerta y uno es el responsable de todo y no nada más de una parte, como en la fábrica.

— El campo es, además, la experiencia de la soledad. No se puede ir al cine, ni refugiarse en un bar.

— Exactamente. Es la experiencia de la libertad. Es como la poesía. La vida es como la poesía, cuando el poeta escribe un poema. Empieza por ser una invitación a lo desconocido: se escribe la primera línea y no se sabe lo que hay después. No se sabe si en el próximo verso no espera la poesía o si vamos a fracasar. Y esa sensación de peligro mortal acompaña al poeta en toda su aventura.

— En cada verso nos aguarda una decisión y no nos queda el recurso de cerrar los ojos y dejar que el instinto obre por sí solo. El instinto poético consiste en una tensión alerta.

— En cada línea, en cada frase está escondida la posibilidad de fracasar. De que fracase todo el poema, no únicamente ese verso aislado. Y así es la vida: en cada momento podemos perderla. En cada momento hay un riesgo mortal. Y cada instante es una elección.

— Tiene usted la razón. La poesía es la experiencia de la libertad. El poeta se arriesga, se juega el todo por el todo del poema en cada verso que escribe.

— Y no se puede arrepentir. Cada acto, cada verso, es irrevocable, para siempre. Pero ahora la gente se ha vuelto irresponsable. Nadie quiere decidir por si mismo. Como esos poetas que imitan a sus antecesores.

— ¿No cree usted en la tradición?

— Sí pero cada poeta ha nacido para expresar algo suyo. Y su primer deber es negar a sus antepasados, a la retórica de los anteriores. Cuando empecé a escribir me di cuenta de que no me servían las palabras de los antiguos; era necesario que yo mismo me creara mi propio lenguaje. Y ese lenguaje – que sorprendió y molestó a algunas personas – era el lenguaje de mi pueblo, el lenguaje que rodeó mi infancia y mi adolescencia. Tuve que esperar mucho tiempo para encontrar mis palabras. Hay que usar el lenguaje de todos los días…
 
— Pero sometido a esa presión distinta. Como si cada palabra hubiera sido creada solamente para expresar ese momento particular, porque hay una cierta fatalidad en las palabras; un escritor francés dice que las “imágenes no se buscan, se encuentran”. No creo que quiera decir que el azar preside a la creación sí que una fatal elección nos lleva a ciertas palabras.

— El poeta crea su propio lenguaje, y luego debe luchar contra esa retórica. Nunca debe abandonarse a su estilo.

— No hay estilos poéticos. Cuando se llega al estilo, la literatura sustituye a la poesía.

— Ésa era la situación de la poesía norteamericana cuando empecé a escribir. Allí empezaron todas mis dificultades y mis aciertos. Y ahora quizá sea necesario luchar contra la retórica que hemos creado. El mundo da vueltas y lo que ayer estaba arriba hoy está abajo. Hay que mofarse un poco de todo esto. No hay que tomar nada muy en serio, ni siquiera las ideas. O mejor dicho, precisamente porque somos muy serios y apasionados. Debemos reírnos un poco. Desconfíe de los que no se saben reír.

Y se reía con una risa de hombre que ha visto llover y, también, de hombre que se ha mojado. Nos levantamos y salimos a dar una vuelta. Bajamos por la colina. El perro saltaba delante de nosotros. Al salir me dijo:

— Y sobre todo, desconfíe de los que no saben reírse de sí mismos, poetas solemnes, profesores sin humor, profetas que solo saben aullar y discursear. Todos esos hombres son peligrosos.

— ¿Lee usted a los modernos?

— Leo siempre poesía. Me gusta leer poesía de los jóvenes. Y también de algunos filósofos. Pero no soporto las novelas. Creo que nunca he leído una.

Seguimos caminando. Al llegar a la granja nos rodearon los niños. Ahora el poeta me hablaba de su infancia, de los años de San Francisco y del regreso a Nueva Inglaterra.

— Ésta es mi tierra y creo que aquí está la raíz de nación. De aquí brotó todo. ¿Sabe usted que el estado de Vermont se negó a participar en la guerra contra México? Si, de aquí brotó todo. De aquí surgió el deseo de internarse en lo desconocido y el deseo de quedarse a solas con uno mismo. A eso debemos de volver si queremos preservar lo que somos.

— Me parece muy difícil. Son ustedes ahora muy ricos.

— Hace años pensé en irme a un pequeño país, adonde no llegue el ruido que hacen todos. Escogí Costa Rica; cuando preparaba mi viaje supe que allá también una compañía norte americana hacía de las suyas. Y desistí. Por eso estoy aquí, en Nueva Inglaterra.

Llegamos al recodo. Vi el reloj: había pasado más de dos horas.

— Creo que me debo ir. Me esperan allá abajo, en Bread Loaf.

Me tendió la mano:

— ¿Sabe el camino?

— Sí  —le contesté. Y le estreche la mano. Cuando me había alejado unos pasos, oí su voz:

— ¡Vuelva pronto! Y cuando vuelva a Nueva York, escríbame. No lo olvide.

Le contesté con la cabeza. Lo vi subir la senda jugando con su perro. ”Y tiene setenta años” pensé. Mientras caminaba. De regreso, me acordé de otro solitario, de otro visita. “creo que a Robert Frost le hubiera gustado conocer a Antonio Machado. Pero, ¿Cómo se hubieran entendido? El español no hablaba inglés y éste no conoce el castellano. No importa, hubieran sonreído. Estoy seguro de que se hubieran hecho amigos inmediatamente”. Me acorde de la casa Rocaford, en Valencia, del jardín salvaje y descuidado, de la sala y los muebles empolvados. Y Machado con el cigarro apagado en la boca. El español también era un viejo sabio retirado del mundo y también se sabía reír y también era distraído. Como al norteamericano le gustaba filosofar, no en los colegios sino al margen. Sabios de pueblo; el americano en su cabaña, el español en su café de provincia. Machado también profesaba horror a lo solemne y tenía la misma gravedad sonriente. “Sí, el sajón tiene la camisa más limpia y hay más árboles en su mirada. Pero la sonrisa del otro era más triste y fina. Hay mucha nieve en los poemas de éste, pero hay polvo, antigüedad, historia, en los del otro. Ese polvo de castilla, ese polvo de México, que apenas se toca se deshace entre las manos…”


Octavio Paz, en uno de tantos libros

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