Los nombres de las cosas
A los 10 años iba en cuarto de primaria.
Un día de tantos me encontraba en el salón. Un grupo de jóvenes entusiastas —me encanta la palabra— entró en tropel al salón de clases.
Armados de diagramas, una varita de esas que se parecen a los directores de
concierto y de mucho ánimo, nos instruyeron en los “nombres verdaderos” de las
partes del cuerpo a los que antaño se les decía “nobles”.
De ese día en adelante tuvimos una clase semanal con este grupo de
muchachos cuya sonrisa eterna por alguna razón me ponía nervioso (todos los
promotores me recuerdan a cocainómanos o a pederastas). De esa experiencia saqué la conclusión de que
la mejor manera de lograr que a un muchacho quede vacunado contra el interés en
aspectos sexuales es dándole clases de Educación sexual.
En realidad no sé porqué les llamen de esa manera. Más bien son como clases de anatomía, algo de higiene (eso supongo es bueno, pero sigue siendo nada erótico) y mucho, mucho aburrimiento. En fin, peor son los libros de terapeutas que aseguran tener la llave del "exito erótico" y que te dan instrucciones con todo y dibujitos.
Saber que en el cuerpo hay algo que les ha dado por llamar “escroto”
realmente dudo que libere el libido de nadie y más bien es una muestra de lo
pésimos que son los investigadores en poner nombres. Tampoco creo que ayude
demasiado el que les describan el acto sexual (otra expresión desagradable)
como un proceso semejante a ajustar un perno de automóvil. La pieza A va en tal posición, la pieza B, en
tal otra y al final los espermatozoides se integran con el óvulo y eso es la
procreación.
El otro día vi en la televisión a una señora muy optimista que urgía a
los educadores y padres a enseñarles a sus hijos los nombres “verdaderos” de
las partes íntimas de su cuerpo.
Dejando de lado que me cuesta entender el uso de la expresión “partes
nobles” (sí son suavecitas en su mayoría, pero distan de tener título
nobiliario) y también el de “zonas íntimas” (éste uso me parece más concreto;
en efecto, dudo ver o querer ver algunos lugares de la mayor parte de las
personas), debo anotar que es muy simpática esa idea que nos asegura que saber
los nombres que algunos viejitos le pusieron a determinadas partes del cuerpo
nos hará más responsables, inteligentes, sensibles y avanzados. O, peor, que
hará que disfrutemos más nuestros cuerpos.
Aunque no coincido con aquellos persignados que aseguran que hay que
callar sobre estos temas y mantener en secreto absolutamente todo al respecto,
tampoco lo hago con quienes piensan que por saber que existe una cosa en el
cuerpo de las mujeres con el horrible nombre de “trompas de Falopio” son más
avanzados que los demás. En realidad mis preguntas no van hacia territorios
morales (soy inmoral, ni modo).
Mi primera pregunta es por qué los señores científicos, investigadores
o lo que fuesen no pudieron encontrar nombres más horribles para esas partes
del cuerpo. Ya es suficiente con tener partes llamadas “bazo”, “píloro” y “traquea”
para que además haya que lidiar con el “epidídimo”, la “próstata”, la “vulva”,
las “glándulas de bartolino” y el “glande”. De todos los bautizos no me puedo
imaginar unos más insensatos. Bueno, las enfermedades venéreas (excepción hecha
de la sífilis) y las figuras retóricas tienen nombres tanto o más horribles.
Me pregunto si en una manía higiénica y moral las nobles almas de
aquellos investigadores, apoyados por la horda de señoras y señores optimistas
y combativos, no habrán engendrado esos nombres para que siquiera pensar en las
realidades que tales encubren sea una tarea poco atractiva y así por los siglos
de los siglos amén. No me explico de
otra manera que aquellas carnosidades que hacen las delicias de los seres
humanos se llamen “labios menores y mayores”. No me imagino un momento de
pasión que inicie con “me encanta tu glande que grande es”.
En general todas las partes deleitables del ser humano (que bien pensado son todas) tienen nombres bastante
curiosos. Ahora, mientras pienso en el
cuerpo de una mujer —magnífica la lujuría, diría Rimbaud— advierto que mientras
“muslos” me hacen pensar en las ancas de una rana y “axila” tanto en un
desodorante como en un estrangulador, sólo encuentro dos palabras con
resonancias atractivas.
“Senos” me parece una bella palabra. La S tiene ya la redondez rotunda,
lúbrica y perezosa (fíjese cómo esta letra se desliza por la boca, casi sin
esfuerzo). Además la doble grafia recuerda al doble placer que dichas partes
engendran. Sin mencionar a la serpiente que se desliza para invitar al banquete
con este fruto gemelo que, diría Paz, es “dos iglesias en donde la sangre
oficia sus misterios paralelos”.
La letra “e” y la “n” dan un respiro, un lugar para detenerse y
contemplar los frutos; para ver la respiración contenida y luego liberada. El
jadeo y el fruto; la sangre que corre.
Finalmente la letra “o”, redonda y absoluta.
Sinónimos en nuestro idioma español mexicano hay muchos. “Pechos” es
otra bella palabra, aunque en realidad los hay también de hombre. De cualquier
manera la letra “ch” le da cierta picardía que senos no tiene. Digamos que los
pechos son senos que quieren ser mojados con vino.
“Chichis” no acaba de gustarme. La doble “ch” convierte la picardía en
cotorreo. La doble “i” me hace recordar la primaria. Me aseguran que viene de
la palabra náhuatl. Es probable, aunque en mis limitados conocimientos de ese
idioma sabía que “chichi” significa “perro”. De cualquier manera aunque es buen
término para vacilar, creo que al menos en mi caso la uso más para hablar de
esas partes del cuerpo cuando un niño tiene necesidades alimenticias.
“Teta” es una palabra estupenda. Simple, sonora y divertida. Sin
embargo por alguna razón no se usa tanto. Supongo es que teta viste al seno del
deseo de beberlo. No recomiendo el uso común de esta palabra, pero su uso en
privado o en la imaginación del momento es como la primera palabra de un niño con malas intenciones que en mi caso son muy buenas.
Por cierto, Gómez de la Serna tiene una serie estupenda de greguerías
sobre los senos. Mi favorito es aquel que dice que “Un lunar da a ciertos senos
un sabor picante, como una trufa”. Entiéndalo quien tenga oídos.
La otra palabra que me parece agradable, aunque por otros motivos, es “nalgas”.
A menos que se tenga mucha confianza, resulta poco excitante pues es como un
estallido de risa. Las letras “n”, “l” y “g” colocadas de esa manera hacen
pensar en resortes, en tirantes superficies que llevan a la carcajada y, en
este caso, al placer.
Las nalgas no tienen tantos sinónimos. En el castrado idioma de los
señores que gustan de los términos “científicos”, se llaman glúteos; termino
que aunque no llega a ser de los más horribles, hace pensar en inyecciones, gluten
de trigo y demás. Definitivamente no me gustan los glúteos de nadie. Ni lo
mande Dios.
Un término, aún peor que no sé de dónde proceda (aunque lo usaban mucho
en las películas dobladas y veo que se ha extendido) es “trasero”.
Definitivamente no es atractiva ni graciosa ni nada. Es gráfica en el sentido
que te indica en que parte de la persona se encuentran estas atractivas partes
(la posterior, fíjense), pero nada más. Usual entre las personas que gustan de
la autocensura.
Finalmente está la palabra “culo”, que en realidad no se refiere sólo a
las nalgas, sino a otra partes más “íntimas” como lo que los fanáticos de la
ciencia llaman “recto” (fíjense lo grotesco de la palabra). Es una palabra
coquetona; un cariñativo que ya ha perdido su sentido original. De cualquier
manera en el uso actual sólo se habla de “culo” o cuando se tiene un deseo
completamente físico o cuando se le alude de manera escatológica. Una lástima,
porque la derivación moderna “el chiquito” es un poco pedestre.
El problema que le encuentro a la palabra “nalgas” (ventaja en otros
sentidos) es que resulta tan sonora a carcajada y salto que resulta poco
apropiada en ciertos contextos.
En fin, que otra frase interesante es la del “monte de Venus” en donde
no sólo hay mitología sino que se hace una bella metáfora de tan atractiva
parte humana.
Lástima que los hombres tengamos sólo “pene”, “testículos” (la palabra
usual, “huevos” es mejor, pero no acaba de convencerme), “glande”, “prepucio”
y, lo peor, “escroto”.
Ni modo. Prefiero las maneras en que los poetas se refieren a dichas
intimidades. Debo ser anticientífico y reaccionario, pero sinceramente no me
prende que hablen del "pene".
Mi otro cuestionamiento gira en torno a la idea misma de los nombre “verdaderos”.
¿Pues quién dijo que ese era su nombre?, ¿según quién? Desconfío mucho de todo
aquel que pretende regir mi capacidad de nombrar al mundo de la manera que
quiera. Son los mismos que no conciben a la poesía y que se toman todo de
manera insoportablemente seria (recuerdo a un muchacho que, incapaz de entender
una metáfora, afirmo que llamar a una mujer “frutal” era una ofensa contra la
moral).
En fin, con pleno conocimiento que más de una señora armada de condones
de colores y sabores para mostrar que es muy “femenina” y “sexual” se enojará por lo que voy a decir, confieso
que prefiero mil veces rebautizar mi cuerpo que usar la palabra “escroto”. No me privaré de ese placer.
Dudo bastante que alguien disfrute más de una relación por saber que
está metiendo el pene entre los labios mayores, de la misma manera que saber
que en un beso mi lengua toca suavemente los incisivos y que más atrás está la
faringe no me hace sentir más.
En fin, que si les gustan esos nombres, bien. Con sus testículos se las coman.
Por cierto, ¿no es la palabra "coito" también de las más horribles que pueda concebir mente humana alguna?
César Alain Cajero Sánchez
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