¿Dejarías el auto a mitad del tráfico?
Nos han dicho que la única palabra
es una que no escogimos; que el único camino es uno que no recorreremos.
Todo lo que no esté dentro de ese
camino se trata de una equivocación, un error profundo; significa atraso y
miseria. No es necesario mirar esos horizontes, dialogar con esos pasados; con
esos futuros; con ese otro presente. Es
natural pensarlo: toda cultura se afirma exaltando sus diferencias y
presentándose como la única válida. La esclavitud y la matanza; las
evangelizaciones y las humillaciones nacen de sabernos poseedores de la Verdad.
Para sacar a las personas de la
miseria, del error, de la ignorancia, del hambre y del miedo hay que
convertirlos en hombres de verdad; despertarlos, sacudirlos. Convertirlos en lo
que somos nosotros. Para el salvo aquellos otros son ya enemigos de la palabra
verdadera, ya seres dignos de lástima que hay que redimir.
Los discursos oficiales de todos los
gobiernos no hacen sino repetir este pensamiento. Todo aquel que no haya conocido
la verdad es un obstáculo para el futuro, para el desarrollo. Así, se habla
constantemente de países avanzados; de personas desarrolladas y de economías
consolidadas.
Estar desarrollados significa vivir
tal y como una civilización a mediados del siglo XVIII creyó que debía ser el
mundo. Vivir significa conocer esa palabra.
Nada de esto es nuevo. Ya los
griegos miraron con desprecio en un gesto de orgullo a todos los otros pueblos;
los pueblos bíblicos hablan de la elección divina; las grandes teocracias de
América conocían su destino por el linaje de dioses. Los pueblos escriben su
nombre apartándose de los otros; escriben su nombre con el puño; con la sangre.
Sin embargo hay formas de que
aquellos otros, apenas si hombres, se conviertan a la verdadera humanidad. La
evangelización ya no pregona la victoria de una raza o de un pueblo, sino de un
mensaje. La transmisión de esta Verdad es la alegría de todo el universo.
No todos los pueblos han conocido el
mensaje evangelizador. Algunos han respondido simplemente con la soberbia;
otros, seguros de su espacio, han dejado que este mensaje fluyese naturalmente,
sin necesidad de imponerlo a la fuerza; otros sin tener apenas contacto con
otras culturas naturalmente crearon una cosmogonía completa. Pero todas, al
entrar en contacto con otros grupos humanos, han tenido que reafirmarse de
alguna manera en su diferencia. Benditos aquellos que no se han encontrado de
repente en el espejo vacío de los ojos desconocidos. Aún no se saben en
posesión de la Verdad.
La evangelización más brutal que ha
conocido el mundo es la surgida en el siglo XVII. Se ha insistido una y otra
vez en que ese momento significó la ruptura de las cadenas. La libertad y el
pensamiento libre sobre la mentira y la esclavitud. Resulta claro: ese mundo es perfecto porque es el nuestro: el que
consideramos real. Reemplazar las antiguas cadenas por otras; más férreas.
La evangelización más brutal que ha
conocido la humanidad no es menos ambiciosa que algunos anteriores intentos. El
ejemplo más conocido: el cristianismo. Una verdad completa; una verdad para
todos y que a todos ofrece romper las cadenas. Una alegría y una bendición para
liberar a los hombres y al mismo universo. El triunfo ante la muerte.
Menos ambiciosos, los romanos y los
griegos del imperio no pretendían iluminar las almas. Menos generosos, también.
Y es que la evangelización nace de
querer compartir ese principio que hemos encontrado. Por eso una religión o una
ideología que se pretenda absoluta no pueden reaccionar con la ironía o el estoicismo, sino con la gratitud hacia el
universo todo. Vemos la luz y queremos que todos la admiren. No procedieron de
otra manera los evangelistas cristianos. Algunos han denostado su falta de
principios y la manera en que retomaron tradiciones y creencias de otros
pueblos. Quizá demasiado ingenuos, les faltó, en parte por su contacto con las
grandes civilizaciones clásicas, furor y delirio. Yo celebro esa ingenuidad porque al
menos en gran parte evitó la destrucción de muchos mundos. La cristiandad es
tan diversa como los lugares en los que se implantó. Debilidad ante el mundo
del Islam, aislado en una Arabia que no conoció sino mucho después a Platón o a
Homero, pero no menor en ningún caso su generosidad y su gloria: querer brindar
la salvación a los infieles.
Brindar la salvación y la horca.
Pero la evangelización más brutal
que ha conocido esta era no es la de los cruzados musulmanes o cristianos.
Débiles; sus creencias conquistaron medio mundo; pero cedieron. La India
resistió el dominio musulmán; los pueblos indígenas crearon una nueva religión
y sus ritos persistieron; partes del mundo quedaron aisladas. Por su parte, el
budismo conquistó el extremo oriental, pero convivió con otras formas de
pensar; se nutrió de esas otras voces.
La evangelización completa tenía que
venir de occidente: la civilización de las verdades únicas. Europa y el siglo
XVII. La nueva Verdad es el progreso, la técnica, la eficiencia. Podemos
conocer al cosmos. Es verdad, los antiguos decían ya haber encontrado esa
llave; pero sus soluciones y sus ritos ofrecen un punto muerto; ofrecen
resistencia al análisis; ofrecen puerta a los dioses.
Matar a los dioses; robarles un
poder mediocre es la manera en que nació el nuevo evangelio. No la vida eterna,
sino el futuro. El futuro, el desarrollo; tener más cosas; poseer más
territorio; dominar más cuerpos. Es el pensamiento masculino llevado a la
máquina: ser es poseer; dominar otros cuerpos y en última instancia, el propio.
Es el pensamiento del piadoso y del
que desprecia al cuerpo. No más desperdicios en celebraciones; no más gloria
corporal. No más dejar residuos al intelecto.
Y nuestro mundo, nuestros gobiernos
han seguido esa orden.
Ningún lugar del mundo directa o
indirectamente escapó a ese pensamiento quizá porque no había habido nunca tanto
contacto entre culturas. Quizá un cristianismo o un Islam con 4000 millones de
seres humanos a su disposición hubieran podido alcanzar tal gloria. No fue esa
su suerte.
Los que no creen en ese mundo son
errores; son pobres almas que hay que convencer de nuestra Verdad; hacerles ver
la luz. Azotarlos en su búsqueda de la verdad; con sangre y fuego si es
necesario. Que dejen de ser; que sean como nosotros; que por fin sean
verdaderos seres humanos.
Pensar que somos más libres que hace
siglos es en verdad risible. Claro, no están los látigos y las excomuniones; sí
existe el ostracismo, la burla, la humillación y en el caso de los prostrados y
creyentes, el trabajo eterno y la sed.
¿Será más desgraciado un hombre
esclavizado a horas frente a un monitor para conseguir unas cuantas monedas que
un siervo medieval que debe dar la mitad de su cosecha a un noble? Tenemos más
cosas, cierto. Tenemos más cosas a las que aferrarnos porque ellas son ahora
nuestra alma. Y escapar es imposible porque tendríamos que dejar todas nuestras
pertenencias detrás. La libertad; en verdad, señores; el triunfo de la
libertad. Me pregunto si alguien se ha preguntado si somos más felices
ahora que en el despuntar de la consciencia; si es más feliz un hombre que
camina en el asfalto entre los rostros vacíos o el que se dirige a la cacería
en la sabana. ¿Y si no somos más felices, qué somos? Basta: tenemos más cosas y
la Verdad ha triunfado.
Pero no seamos dramáticos. Escapar
es infantil; seamos serios por una vez. ¿Escapar a dónde?
¿Quiénes viven de manera diferente?
El orden hay llegado a todas partes.
Hace unos días en la ciudad de
México se organizó un concierto para llamar la atención de los medios hacia
ciertos asuntos relacionados con la comunidad wirrárika. No creo necesario decir cuál es ese asunto; un problema
gravísimo que amenaza con acabar con su identidad y su forma de vida.
Resulta sintomático que ningún medio
haya tomado con apenas seriedad el asunto. Las consignas indígenas no están ya
en actualidad. Ya hay derechos para esos pueblos y leyes; que sigan ellos allá;
que sigan o que se integren a nosotros. Pero si tenemos elecciones, qué más dan
unos cuantos gritos y caminatas.
La educación intercultural fue una
respuesta si se quiere incompleta a aquel sacudimiento que significó la
aparición del EZLN. Pero esos ecos hoy ya son muy lejanos. Nadie piensa ya en
aquellos otros. Vi con desconfianza el movimiento, sobre todo por algunos de
sus líderes más visibles; su oportunismo. Lo peor: sus seguidores urbanos; quienes confundían el discurso de las comunidades con fantasías racistas. Sospechaba que en
cualquier momento irían con el nuevo líder en turno y que el discurso se
olvidaría.
Ya existen leyes. Leyes que en la
realidad nunca se practican: tres oficinas de asuntos interculturales y no
tenemos todavía un solo programa que llegue a todas las comunidades. Cientos de
miles de pesos para editar libros que se pudren en bodegas o que, de salir de
ellas, nunca se utilizan, ya porque el maestro mismo no sabe cómo usarlos o porque
no quiere perpetuar la ignorancia.
Hijo de nuestro tiempo: la ignorancia, los nuevos intocables; la ignorancia,
los leprosos; la ignorancia, hablar una lengua indígena, no ser moderno.
A estas alturas lo más valioso de
ese movimiento son las comunidades autónomas.
No se puede asegurar que las formas de vida de esos otros pueblos sean mejores que la nuestra. Sin embargo representan algo quizá tan o más importante: la pluralidad de voces; las diferentes perspectivas del mundo. Si el terror y la sangre nacen con el encuentro, también es verdad que sin ese descubrimiento tampoco puede existir el diálogo. No puede existir la tolerancia. No; no un mundo de cientos de culturas amalgamadas pero mucho menos un mundo donde una sola cultura haya destruido a todas las demás. Tolerancia en la diferencia; diálogo y respeto. Conocimiento pero también sensibilidad ante otras miradas.
No se puede asegurar que las formas de vida de esos otros pueblos sean mejores que la nuestra. Sin embargo representan algo quizá tan o más importante: la pluralidad de voces; las diferentes perspectivas del mundo. Si el terror y la sangre nacen con el encuentro, también es verdad que sin ese descubrimiento tampoco puede existir el diálogo. No puede existir la tolerancia. No; no un mundo de cientos de culturas amalgamadas pero mucho menos un mundo donde una sola cultura haya destruido a todas las demás. Tolerancia en la diferencia; diálogo y respeto. Conocimiento pero también sensibilidad ante otras miradas.
No hay que pensar que los indígenas
son víctimas. No es así. En realidad muchos de ellos gustosamente cambiarían
sus costumbres por las nuestras. Y lo están haciendo. No por inferioridad de su
cultura, sino porque lo que grita por todas partes nuestra cultura (la
dominante, al menos en cuanto a estructura política, a penetración en verdad mundial
y a dominación violenta) es que la suya es un error; que es un atraso. Si no
oficialmente, sí en la práctica. Contra eso ninguna ley puede hacer mucho.
Hay que verlo: seamos sinceros, ¿alguno dejaría su espacio por el de ellos?, ¿no es verdad que nuestra —nuestra— cultura nos ha convencido de que es la Verdadera? No son ellos las víctimas; en todo caso todos lo somos. Y somos nosotros los que forjamos nuestras cadenas; olvidamos lo que era un juego al principio y hoy es nuestra cárcel.
Wirikuta: un nombre que pronto olvidarán.
Los jóvenes, los rebeldes, los estudiantes; todos terminarán en la misma
cadena. Wirikuta, un nombre que sonó
en estos tiempos un poco más. Como no sonará el nombre de los awá, de los penans, de los runixa ngiigua
en comunidades sin agua. Todo porque ellos no son reconocibles para los amigos de la
tierra; para esa rebeldía de nombre. Los que van al desierto a “encontrarse a
sí mismos” y desacralizan lo que es el ritual central de una comunidad; igual
que los hongos en la sierra mazateca, la carne de dios convertida en una droga.
¿Qué hubieran hecho los católicos si
alguien actuara de esa manera con su divina hostia?
Pero no lo olviden, no hay que
preocuparse: ellos no saben nada. No saben que en Verdad los dioses no son sino
cristales de mezcalina (aunque podrían decirnos que nosotros no sabemos que
esos cristales son los dioses).
No dudo que en ese movimiento haya
personas que se unieron al discurso del pueblo wirrárika
en buena fe. No soy quien para juzgar a justos y pecadores. Ojalá me equivoque.
Ojalá en verdad quieran escuchar lo que ellos dicen.
Dejar por un momento nuestras
pertenencias. Despojarnos de nuestra Verdad. Desnudos sufrir al mundo.
César A. Cajero Sánchez