martes, 17 de julio de 2012


LA PROFECIA BURGUESA
(extracto de El hombre rebelde)


Marx es a la vez un profeta burgués y un profeta revolucionario. El segundo es más conocido que el primero. Pero el Primero explica muchas cosas del destino del segundo. Un mesianismo de origen cristiano y burgués, a la vez histórico y científico ha influido en su mesianismo revolucionario, nacido de la ideología alemana y las insurrecciones francesas.

En oposición al mundo antiguo, la unidad del mundo cristiano y el mundo marxista es sorprendente. Las dos doctrinas tienen en común una visión del mundo que las separa de la actitud griega. Jaspers la define muy bien: "Es un pensamiento cristiano considerar a la historia de los hombres como  estrictamente única”. Los cristianos fueron los primeros que consideraron la vida humana, y la serie de los acontecimientos, como una historia que se desarrolla partiendo de un origen hacia un fin y en el curso de la cual conquista su salvación o merece su castigo. La filosofía de la historia nace de una representación cristiana, sorprendente para un espíritu griego. La noción griega del devenir nada tiene en común con nuestra idea de la evolución histórica. La diferencia entre ambas es la que hay entre un círculo y una línea recta. Los griegos se representan al mundo como cíclico. Aristóteles, para dar un ejemplo preciso, no se creía posterior a la guerra de Troya. El cristianismo se vio obligado a helenizarse para extenderse por el mundo mediterráneo y con ello se ablandó su doctrina. Pero su originalidad consistió en introducir en el mundo antiguo dos nociones nunca ligadas hasta entonces: las de la historia y el castigo. Por la idea de mediación el cristianismo es griego. Por la noción de historicidad es judaico y se volverá a encontrar en la ideología alemana.

Se advierte mejor este corte si se destaca la hostilidad de los pensamientos históricos con respecto a la naturaleza, considerada por ellos como un objeto, no de contemplación, sino de transformación. Para los cristianos, lo mismo que para los marxistas, hay que dominar a la naturaleza. Los griegos opinan que es mejor obedecerla. El amor antiguo del cosmos es ignorado por los primeros cristianos, quienes, por lo demás, esperaban con impaciencia un fin del mundo inminente. El helenismo, asociado al cristianismo, producirá luego el admirable florecimiento albigense por una parte, y a San Francisco por la otra. Pero con la Inquisición y la destrucción de la herejía cátara, la Iglesia se separa nuevamente del mundo de la belleza y vuelve a dar a la historia su primacía sobre la naturaleza. Jaspers tiene -también razón cuando dice: "Es la actitud cristiana la que poco a poco vacía al mundo de su sustancia. . . pues la sustancia se apoya en un conjunto de símbolos". Estos símbolos son los del drama divino que se desarrolla a través de los tiempos.

La naturaleza no es ya sino la decoración de este drama. El bello equilibrio de lo humano y la naturaleza, el consentimiento del hombre en el mundo que inspira y hace resplandecer a todo el pensamiento antiguo, ha sido roto en provecho de la historia por el cristianismo ante todo. La entrada en esta historia de los pueblos nórdicos, que no tienen una tradición de amistad con el mundo, precipitó ese movimiento. Desde el momento en que es negada la divinidad de Cristo, o que, gracias a la solicitud de la ideología alemana, no simboliza ya sino el hombre-dios, la noción de mediación desaparece y resucita un mundo judaico. Vuelve a reinar el dios implacable de los ejércitos, toda belleza es insultada como fuente de goces ociosos y se esclaviza a la naturaleza misma. Desde este punto de vista, Marx es el Jeremías del dios histórico y el San Agustín de la revolución. Una simple comparación con el contemporáneo suyo que fue el doctrinario inteligente de la reacción bastará para hacer sentir que eso explica los aspectos propiamente reaccionarios de la doctrina de Marx.
Joseph de Maistre refuta el jacobinismo y el calvinismo, doctrinas que resumen para él "todo lo malo que se ha pensado durante tres siglos", en nombre de una filosofía cristiana de la historia. Contra los cismas y las herejías, quiere rehacer "la túnica sin costuras" de una Iglesia por fin católica. Su objetivo -se advierte en sus aventuras masónicas- es la ciudad cristiana universal. Maistre sueña con el Adán protoplástico, u Hombre universal, de Fabre de Olivet, que estaría al comienzo de las almas diferenciadas, y con el Adán Kadmon de los kabalistas, que precedió a la caída Y que ahora se desea rehacer. Cuando la Iglesia haya abarcado al mundo, dará su cuerpo a este Adán primero y último. En las Soirées de Saint-Pétersbourg se encuentra a este respecto una multitud de fórmulas que se parecen sorprendentemente a las fórmulas mesiánicas de Hegel y Marx. En la Jerusalén a la vez terrenal y celestial que se imagina Maistre.' "todos los habitantes empapados por el mismo espíritu se empaparán mutuamente y reflejarán su dicha". Maistre no llega a negar la personalidad después de la muerte; sueña únicamente con una misteriosa unidad reconquistada en la que "habiendo sido aniquilado el mal, ya no habrá pasiones ni intereses personales" y en la que ''el hombre se unirá a sí mismo cuando se borre su doble ley y se confundan sus dos centros''.

En la ciudad del saber absoluto, donde los ojos del espíritu se confunden con los del cuerpo, Hegel reconcilia también las contradicciones. Pero la visión de Maistre vuelve a encontrarse con la de Marx, quien anuncia "el fin de la querella entre esencia y existencia, entre la libertad y la necesidad". El mal, para Maistre, no es sino la ruptura de la unidad. Pero la humanidad debe volver a encontrar su unidad en la tierra y en el cielo. ¿Por qué medios? Maistre, reaccionario del antiguo régimen, es a este respecto menos explícito que Marx. Esperaba, sin embargo, una gran revolución religiosa, de la que 1789 no era sino "el prólogo espantoso". Cita a San Juan, quien pide que hagamos la verdad, lo que constituye propiamente el programa del espíritu revolucionario moderno, y a San Pablo, quien anuncia que "el último enemigo que debe ser destruido es la muerte". La humanidad marcha, a través de los crímenes, las violencias y la muerte, hacia esa consumación que justificará todo. La tierra no es para Maistre sino "un altar inmenso en el que todo lo que 'vive debe ser inmolado sin fe, sin medida, sin descanso, hasta la consumación de las cosas, hasta la extinción del mal, hasta la muerte de la muerte". Sin embargo, su fatalismo es activo. "El hombre debe obrar como si lo pudiera todo y resignarse como si no pudiera nada". Se encuentra en Marx la misma clase de fatalismo creador. Maistre justifica, sin duda, el orden establecido. Pero Marx justifica el orden que se establece en su época. El elogio más elocuente del capitalismo ha sido hecho por su mayor enemigo. Marx no es anticapitalista sino en la medida en que el capitalismo caduca. Se deberá establecer otro orden que reclamará, en nombre de la historia, un nuevo conformismo. En cuanto a los medios, son los mismos para Marx y para Maistre: el realismo político, la disciplina, la fuerza. Cuando Maistre vuelve a tomar el fuerte pensamiento de Bossuet: "El hereje es quien tiene ideas personales". O, dicho de otro modo, ideas sin referencia a una tradición, social o religiosa, da la fórmula del conformismo más antiguo y más nuevo. El abogado general, cantor pesimista del verdugo, anuncia entonces a nuestros fiscales diplomáticos.

No es necesario decir que estas semejanzas no hacen de Maistre un marxista ni de Marx un cristiano tradicional. El ateísmo marxista es absoluto. Pero, no obstante, vuelve a poner al ser supremo- al nivel del hombre. "La crítica de la religión lleva a la doctrina de que el hombre es el ser supremo para el hombre". Desde este punto de vista, el socialismo es una empresa de divinización del hombre y ha tomado algunas características de las religiones tradicionales. En todo caso, esta comparación es instructiva en cuanto a los orígenes cristianos de todo mesianismo histórico, aunque sea revolucionario. La única diferencia consiste en un cambio de indicio. En Maistre, como en Marx, el final de los tiempos satisface al gran sueño de Vigny, la reconciliación del lobo con la oveja, la marcha del criminal y de la víctima al mismo altar, la reapertura o la apertura de un paraíso terrestre. Para Marx, las leyes de la historia reflejan la realidad material; para Maistre, reflejan la realidad divina. Pero para el primero la materia es la sustancia; para el segundo, la sustancia de su dios ha encarnado aquí abajo. La eternidad los separa al principio, pero la historia los reúne al final en una conclusión realista.

 
Maistre odiaba a Grecia (que molestaba a Marx, ajeno a toda belleza solar), de la que decía que había podrido a Europa legándole su espíritu de división. Habría sido más justo decir que el pensamiento griego era el de la unidad, justamente porque no podía prescindir de intermediarios e ignoraba, por el contrario, el espíritu histórico de totalidad que el cristianismo ha inventado y que, separado de sus orígenes religiosos, amenaza al presente con matar a Europa. "¿Hay una fábula, una locura, un vicio que no tenga un nombre, un emblema, una máscara griega?" No tengamos en cuenta el furor del puritano. Esta aversión vehemente expresa, en realidad, el espíritu de la modernidad en ruptura con todo el mundo antiguo y en continuidad estrecha, por el contrario, con el socialismo autoritario, que va a desconsagrar al cristianismo y a incorporarlo a una Iglesia conquistadora.

El mesianismo científico de Marx es de origen burgués. El progreso, el porvenir de la ciencia, el culto de 1a técnica y la producción son mitos burgueses que se constituyeron en dogma en el siglo xx. Se advertirá que el Manifiesto comunista aparece el mismo año que L’Avenir de la science de Renan. Esta última profesión de fe, que consterna a un lector contemporáneo, da, no obstante, la idea más justa de las esperanzas casi místicas suscitadas en el Siglo XIX por el desarrollo de la industria y los progresos sorprendentes de la ciencia. Esta esperanza es la de la sociedad burguesa misma, beneficiaria del progreso técnico. La noción de progreso es contemporánea de la era de las luces y de la revolución burguesa. Se le puede encontrar, sin duda, inspiradores en el siglo XVII; la querella de los Antiguos y los Modernos introduce ya en la ideología europea la noción completamente absurda de un progreso artístico. De una manera más seria se puede sacar también del cartesianismo la idea de una ciencia que crece constantemente. Pero Turgot es el primero que hace, en 1750, definición clara de la nueva fe. Su discurso sobre el progreso del espíritu humano prosigue, en el fondo, la historia universal de Bossuet. Sólo que la voluntad divina es sustituida por la idea del progreso. "La masa total del género humano, mediante alternativas de calma y agitación, de bienes y de males, marcha siempre, aunque a paso lento, a una perfección mayor". Es un optimismo que proporcionará lo esencial de las consideraciones retóricas de Condorcet, doctrinario oficial del progreso, al que él ligaba con el progreso estatal y del que fue también la víctima oficiosa, pues el Estado de las luces le obligó a envenenarse. Sorel tenía completa razón al decir que la filosofía del progreso era precisamente la que convenía a una sociedad ávida de gozar de la prosperidad material debida a los progresos técnicos. Cuando se está seguro de que el mañana, dentro del orden mismo del mundo, será mejor que el hoy, es posible divertirse en paz. El progreso, paradójicamente, puede servir para justificar el espíritu conservador. Como una letra de confianza sobre el porvenir autoriza así la buena conciencia del amo. Al esclavo, a aquellos cuyo presente es miserable y no hallan consuelo en el cielo, se le asegura que el futuro, por lo menos, le pertenece. El porvenir es la única clase de propiedad que los amos conceden de buen grado a los esclavos.

Estas reflexiones no son, como se ve, inactuales. Pero no son inactuales porque el espíritu revolucionario ha retomado este tema ambiguo y cómodo del progreso. Ciertamente, no se trata de la misma clase de progreso; Marx no deja de burlarse del optimismo racional del burgués. Su razón, según veremos, es diferente. Pero la marcha difícil hacia un porvenir reconciliado define, no obstante, el pensamiento de Marx. Hegel y el marxismo han destruido los valores formales que iluminaban para los jacobinos el camino directo de esta historia feliz. Sin embargo han conservado la idea de esa marcha hacia adelante confundida simplemente por ellos con el progreso social y afirmada como necesaria. Continúan así el pensamiento burgués del siglo XIX. Tocqueville, entusiasmado con Pecqueur (quien influyó en Marx), había proclamado solemnemente, en efecto: "El desarrollo gradual y progresivo de la igualdad es a la vez el pasado y el porvenir de la historia de los hombres". Para obtener el marxismo hay que reemplazar igualdad por nivel de Producción e imaginar que en el último escalón de la producción se produce una transfiguración y se realiza la sociedad reconciliada.

En cuanto a la necesidad de la evolución, Auguste Comte hace de ella, con la ley de los tres estados, que formula en 1822, la definición más sistemática. Las conclusiones de Comte se parecen curiosamente a las que debía aceptar el socialismo científico. El positivismo muestra con mucha claridad las repercusiones de la revolución ideológica del siglo XIX, uno de cuyos representantes es Marx, y que ha consistido en poner al final de la historia el Jardín de la Revelación que la tradición ponía en el origen del mundo. La era positiva que sucedería necesariamente a la era metafísica y a la era teológica debía marcar el advenimiento de una religión de la humanidad. Henrl Gouhier define justamente la idea de Comte diciendo que se trataba de descubrir a un hombre sin rastros de Dios. El primer objetivo de Comte, que era sustituir en todas partes a lo absoluto por lo relativo, se transformará rápidamente, por la fuerza de las cosas, en divinización de ese relativo y en predicación de una religión a la vez universal y sin trascendencia. Comte veía en el culto jacobino de la Razón una anticipación del positivismo y se consideraba, con justicia, e1 verdadero sucesor de los revolucionarios de 1789. Continuaba y ampliaba esa revolución suprimiendo la trascendencia de los principios y fundando, sistemáticamente, la religión de la especie. Su fórmula, "descartar a Dios en nombre de la religión", no significaba otra cosa. Inaugurando una mania que luego ha hecho fortuna, quiso ser el San Pablo de esta nueva religión y sustituir el catolicismo de Roma por el catolicismo de París. Se sabe que esperaba ver en las catedrales "la estatua de la humanidad divinizada sobre el antiguo altar de Dios". Calculaba con precisión que tendría que predicar el positivismo en Notre-Dame antes del año 1860. Ese cálculo no era tan ridículo como parece. Notre-Dame sigue resistiendo a pesar de hallarse sitiada. Pero la religión de la humanidad fue predicada efectivamente hacia fines del siglo XIX y Marx, aunque sin duda no leyó a Comte fue uno de sus profetas. Sólo que Marx comprendió que una religión sin trascendencia, se llama propiamente Política. Comte lo sabía, por lo demás, o al menos comprendía que su religión era, ante todo, una sociolatría y suponía el realismo político, la negación del derecho individual Y el establecimiento del despotismo. Una sociedad cuyos sabios serían los sacerdotes, dos mil banqueros y técnicos reinando en una Europa de ciento veinte millones de habitantes donde la vida privada se identificarla absolutamente con la vida pública, donde una obediencia absoluta "de acción, de pensamiento y de corazón" se prestaría al gran sacerdote que reinaría sobre todo: tal es la utopía de Comte, que anuncia lo que puede llamarse las religiones horizontales de nuestra época. Es utópica, ciertamente, porque, convencido del poder iluminante de la ciencia, se ha olvidado de prever una policía. Otros serán más prácticos y se fundará, efectivamente, la religión de la humanidad, pero sobre la sangre y el dolor de los hombres.

Si se agrega, por fin, a estas observaciones que Marx debe a los economistas burgueses la idea exclusiva que se hace de la producción industrial en el desarrollo de la humanidad, que ha tomado lo esencial de su teoría del valor-trabajo en Ricardo, economista de la revolución burguesa e industrial, se nos reconocerá el derecho de hablar de su profecía burguesa. Estos cotejos aspiran únicamente a demostrar que Marx, en vez de ser, como quieren los marxistas desordenados de nuestro tiempo, el comienzo y el fin, participa, por el contrario, de la naturaleza humana; es heredero antes de ser precursor. Su doctrina, que él quería realista, lo era, en efecto, en la época de la religión de la ciencia, del evolucionismo darwinista, de la máquina de vapor y de la industria textil. Cien años después, la ciencia ha descubierto la relatividad, la incertidumbre y el azar; la economía debe tener en cuenta la electricidad, la siderurgia y la producción atómica. El fracaso del marxismo puro al no poder integrar estos descubrimientos sucesivos es también el del optimismo burgués de su época. Hace irrisoria la pretensión de los marxistas de mantener cuajadas, sin que dejen de ser científicas, verdades de cien años de antigüedad. El mesianismo del siglo XIX, sea revolucionario o burgués, no ha resistido a los desarrollos sucesivos de esta ciencia y de esta historia que habían divinizado en grados diferentes.


Albert Camus

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