jueves, 12 de julio de 2012

El abismo y el amanecer



Pero mirar en ese abismo que es lo desconocido lleva a conocer la muerte y la soledad.

Toda civilización ha buscado la manera de reconocer y aceptar ese abismo: saber que somos mortales y aceptar esa condena; saber que el tiempo no nos encontrará en el mismo lugar donde ahora estamos.

El ser humano, al ser consciente de sí, crea por vez primera la soledad; todo aquello que lo rodea es lo desconocido. El tiempo es su condena porque todo lo que construya en esta vida habrá de terminar en el polvo. La sociedad y sus instituciones son la creación de una máscara para ocultar ese abismo; para trascenderlo.

Para evitar la herida que el mundo provoca, debemos socializar la existencia; crear instituciones. La sensación es al mismo tiempo un albor y un asalto a lo que somos. No tenemos más que esa imagen, que ese conocimiento sensual, el dolor y la dicha de estar vivos. Al mismo tiempo, las sensaciones siempre se nos escapan; son inaprehensibles: su ser es ser el momento. Ellas nos revelan la vida y muestran a la muerte. Son lo que tenemos y que en un instante ya no será. Lo que no sabemos pues la muerte es el gran rostro de lo desconocido. No podemos afirmar nada de ella, como en realidad no podemos afirmar nada de la vida misma. Es el temor al caos; a la noche y a la soledad.

Para escapar de esa condena, de ese temor ante lo desconocido se han creado diversas instituciones. La Religión parte de la sensación de lo sagrado y lo convierte en ortodoxia; en reglas y en una moral que nos promete la eternidad; la Política parte del instinto gregario y de la pulsión de poder, es la institucionalización y socialización de la agresión. Asimismo, el matrimonio preserva al ser humano de la marea erótica; el gemido acorde a la sociedad y sus leyes.

Por siglos y en distintas sociedades la unión erótica a largo plazo, el matrimonio para decirlo en términos occidentales, fue establecida por reglas económicas, religiosas o por convenciones sociales. Esta unión fue una ceremonia en la que, por supuesto, no estuvo ausente el cariño o el deseo, pero éste no era el eje central de las relaciones.

Occidente a fines de la Edad Media crea el último de los grandes mitos: grupos de vagabundos, sin un verdadero estamento; moviéndose al margen de la sociedad, como los santos y los criminales, invirtieron la relación propia de su época y la pusieron al servicio del deseo. El amor cortés no fue la creación de un sentimiento pues se asienta en una realidad que ha existido desde el principio de la humanidad en relatos, leyendas, mitos: la atracción inevitable entre dos seres que los une más allá de la muerte. Lo que sí es innegable es que fue la primera vez que ese sentimiento tuvo repercusiones extensas dentro de la civilización occidental: fue un nuevo punto de partida que debía tanto a las nacientes ideas de libertad e individualidad como a la concepción cristiana del alma y el cuerpo sagrados. Una herejía y al mismo tiempo una nueva visión, una nueva forma cristalizada en la subversión de los valores de occidente.

El amor occidental nace como una subversión. Sin embargo, él mismo no tardó en ser cooptado por las instituciones sociales. El amor, nacido del deseo y de la sensación, no podía menos que enfrentar directamente al gran misterio de la muerte. El tiempo es la gran separación de los amantes; sabemos que amamos y que ese momento nunca volverá. Que el mundo continúa y que todo está condenado a abandonarnos y desmoronarse. Enfrentados a lo desconocido, lloramos siglos atrás una soledad imaginaria.

Hegel ha concebido la Historia como un proceso de negación y reapropiación de la realidad al sujeto. Conocer es dominar. Su idea es la culminación del Occidente moderno: la civilización que concibe al universo como materia que debe ser poseída.

El amor moderno ha dejado de ser una rebelión y una subversión. Si el erotismo se ha convertido en política y negocio; el amor (o lo que llamamos amor en nuestra sociedad) se ha convertido en un espejo de la dominación. No es sino por comodidad que llamamos de esa manera a aquello que une a las parejas en matrimonio y estabilidad. Es algo que movería a la risa tanto a los trovadores como a los románticos; a los surrealistas como a los místicos; a Orfeo y Eurídice como a la vaquera Radha y a Krishna. Una subversión y una pasión violenta, destructora, devoradora convertida en compromiso y contrato. Una subversión transformada en institución. Un destino tan triste o más que aquel sufrido por el sentimiento de lo sagrado que pasó a convertirse en fuente de ortodoxias.

No es de extrañar que un sentimiento —una sensación, una pasión— sea moldeado por la sociedad y que en la institución se busque su permanencia. Dominados por el miedo al cambio, a la fugacidad que somos, occidente ha negado al movimiento al sacralizar una Verdad única e inmutable. La modernidad cree en que esa Verdad es el propio conocimiento y que el poder que de ello deriva está al servicio de la sociedad: institución.

Si occidente es la sociedad que busca el poder sobre el universo y sobre el hombre mismo, no debemos sorprendernos que el amor se haya convertido en un espejo de ese esquema de dominación. Si el amor cortés medieval subvirtió la relación del amo y el siervo —el hombre se convierte en esclavo voluntario de la señora, esclavos de sus pasiones—, la modernidad volvió a establecer la antigua relación. El amante no sólo es señor, sino dueño.

Para evitar la angustia es necesaria la posesión; controlar el cuerpo y, más que ello, la consciencia de aquello que amamos. Escapamos al dolor y al miedo mediante la dominación completa de la voluntad. Nuestra idea parte de que aquel a quien hemos querido y que dice querernos ha dejado de existir: se ha convertido en un objeto. Necesidad de usar y ser usados: convertirse en objetos.

Bataille sostiene que el erotismo consiste en un movimiento de violencia contra la voluntad. La transgresión como un arma dolorosa; la transformación del cuerpo en un objeto. Masoquismo y sadismo como ansia de dominación. Tal visión se compagina perfectamente con la sociedad que establece toda relación humana, divina o material bajo un esquema de dominación. Bataille no se equivocó, pero su visión es una entre muchas otras. Para nosotros la sociedad establece leyes punitivas; un hombre o un grupo de hombres son aquellos que poseerán el poder, el mando; las armas para así poder castigarnos. La libertad es una condena y necesitamos un punto al que dirigir nuestras miradas y deseos. Las religiones occidentales conciben a un Dios personal, colérico y que nos da asimismo reglas. Un Dios que amenaza, que sabe su poder sobre nuestras vidas.

En una civilización que eleva al poder personal sobre todas las cosas, a la idea de dominio como una cura a la soledad y al tiempo, no es sorprendente que inclusive sus subversiones sean convertidas a una visión al mismo tiempo sombría y cobarde.

Si el amor cortés fue una subversión de los valores de occidente —cambiar la relación de dominio; poner a las pasiones por encima incluso del compromiso social—, pronto de esa nueva relación (que siguió siendo concebida como una supremacía) nació su contraparte. Tiro por la culata a los trovadores vagabundos, fuera de la sociedad: sus cantos se convirtieron en la edad moderna en la base para la institución burguesa por excelencia, la familia y con ella, la dominación económica, social y, sobre todo, anímica.

La paradoja del amante es que su amor, su razón de existir, es humano. Sabe que el tiempo y la distancia pasarán; que la muerte está siempre presente. El amor al mismo tiempo que es la exaltación de un cuerpo y un espíritu, lleva también a una condena. Aquello que conocimos por destino o libertad también tiene un alma; una conciencia. Amar es una apuesta sin sentido porque sabemos que no hay redención ni ley. Aquel a quien amamos es capaz de no amarnos. El miedo al amor es el mismo miedo que nos atormenta: la libertad implica sabernos mortales y solos. El abismo también y quizá con mayor fuerza que nunca muestra su rostro a los amantes. Estamos solos y vivir es una insensata apuesta por la nada; en la que nada está asegurado.

La respuesta a ese abismo que nos devora ha sido el espanto y para disfrazarlo creamos civilizaciones e instituciones. La respuesta de occidente está en el poder. Dominar el cuerpo amado, someterlo a todas las pruebas posibles; dictar un contrato donde se dice que sólo la muerte habrá de separarlo de nosotros. Miedo ante lo desconocido, el arma consiste en un grillete de palabras.

La miseria de nuestra sociedad es que es posible encadenar el cuerpo, sin embargo como ya Hegel lo había descrito: si convertimos al otro en esclavo, perdemos de inmediato interés en él. No queremos sólo poseer su cuerpo, sino que su alma sea nuestra por voluntad propia. Bajo la idea occidental, no es necesario amar su alma y su cuerpo, sino dominarlo. Sujetar voluntades; destruir aquello que amamos para que nunca desaparezca. Callejón sin salida pues si acabamos con esa voluntad, la soledad es la respuesta única.

La respuesta burguesa, el matrimonio, lleva a la esterilidad: un acuerdo formal y un pacto que si acaso nació de la pasión, la misma rutina y la sociedad lo convierten en apenas un disfraz cómodo; una adormecedora mentira para sortear al abismo. No escapar a él, pues todos habremos de morir, sino disfrazarlo de una felicidad tibia, aceptable.

Más ambiciosos, espíritus disidentes de la moral burguesa (pero encadenados a la ideología occidental y sus esquemas) pregonan el dominio progresivo o la sumisión total. De nuevo, Hegel nos brinda pistas para entender esta actitud. Si con el dominio de lo que amamos desaparece la sed y nos enfrentamos de nuevo a la angustia, la manera más obvia de actuar es imponer nuestro dominio sobre algo más. La ansiedad por el poder llevada al límite: una vez poseído un cuerpo es necesario devorar otro más y luego otro. Sólo en ese vértigo se puede olvidar el abismo. Un vértigo que nos consume y que a su paso devora todo lo que toca. Si usamos a los otros, ellos también nos usan. El universo es un objeto que ni siquiera tiene un motivo, sino ser una máscara de la nada.

El que obedece, el que es poseído a su vez escapa de la angustia al someter su voluntad a otra. Someterse es entregar la libertad a cambio de la seguridad. Ser piedra, útil, es poca cosa si podemos olvidar la soledad.

Obedecer y ser obedecido. Olvidar que existe el abismo. Tanto el sádico como el masoquista —el esclavo y el dueño; el objeto que domina y el objeto que se humilla— son sólo un engranaje más en la máquina. Usan para ser usados. No escapan de ese abismo que al final devorará a todos, pero lo disfrazan confortablemente. En eso ha terminado el amor en occidente.

Si la pasión, el deseo, la risa, el llanto… si las exaltaciones del cuerpo han sido humilladas es porque sabemos que acaban. Ese es el temor y la condena. Toda sensación trae dolor y alegría; dicha y abismo.
 
Hay otras imágenes del amor, a pesar de la manera en que occidente ha cooptado ese instante en pos de las instituciones, la imagen de los amantes suicidas continúa. Romeo y Julieta, Abelardo y Eloísa; los amores delirantes, aquel par de amantes devorados por el incendio y petrificados por el rayo. Hay otras imágenes del amor: la noche que cubre el universo y éste nace; el agua intensa que cubre eternidades. Hay otras imágenes del amor: el camino y la frente hacia el sol.

Tal vez exista una salida; no disfrazar el abismo sino verlo de frente. Saber nuestra soledad y nuestra finitud es al mismo tiempo aceptar la permanencia de aquello que nos sobrevive; aceptar su libertad y la nuestra. La vida, la existencia, es perpetuo cambio y perpetuo renacer; polvo serán más polvo enamorado. Y el amor sigue siendo una apuesta, noche y amanecer; una locura que sostiene al universo.



César Alain Cajero Sánchez

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