El abismo y el amanecer
Pero
mirar en ese abismo que es lo desconocido lleva a conocer la muerte y la
soledad.
Toda
civilización ha buscado la manera de reconocer y aceptar ese abismo: saber que
somos mortales y aceptar esa condena; saber que el tiempo no nos encontrará en
el mismo lugar donde ahora estamos.
El
ser humano, al ser consciente de sí, crea
por vez primera la soledad; todo aquello que lo rodea es lo desconocido. El
tiempo es su condena porque todo lo que construya en esta vida habrá de
terminar en el polvo. La sociedad y sus instituciones son la creación de una
máscara para ocultar ese abismo; para trascenderlo.
Para
evitar la herida que el mundo provoca, debemos socializar la existencia; crear
instituciones. La sensación es al mismo tiempo un albor y un asalto a lo que
somos. No tenemos más que esa imagen, que ese conocimiento sensual, el dolor y
la dicha de estar vivos. Al mismo tiempo, las sensaciones siempre se nos
escapan; son inaprehensibles: su ser es ser el momento. Ellas nos revelan la
vida y muestran a la muerte. Son lo que tenemos y que en un instante ya no
será. Lo que no sabemos pues la muerte es el gran rostro de lo desconocido. No
podemos afirmar nada de ella, como en realidad no podemos afirmar nada de la
vida misma. Es el temor al caos; a la noche y a la soledad.
Para
escapar de esa condena, de ese temor ante lo desconocido se han creado diversas
instituciones. La Religión parte de la sensación de lo sagrado y lo convierte
en ortodoxia; en reglas y en una moral que nos promete la eternidad; la
Política parte del instinto gregario y de la pulsión de poder, es la
institucionalización y socialización de la agresión. Asimismo, el matrimonio
preserva al ser humano de la marea erótica; el gemido acorde a la sociedad y
sus leyes.
Por
siglos y en distintas sociedades la unión erótica a largo plazo, el matrimonio
para decirlo en términos occidentales, fue establecida por reglas económicas,
religiosas o por convenciones sociales. Esta unión fue una ceremonia en la
que, por supuesto, no estuvo ausente el cariño o el deseo, pero éste no era el
eje central de las relaciones.
Occidente
a fines de la Edad Media crea el último de los grandes mitos: grupos de
vagabundos, sin un verdadero estamento; moviéndose al margen de la sociedad,
como los santos y los criminales, invirtieron la relación propia de su época y
la pusieron al servicio del deseo. El amor cortés no fue la creación de un
sentimiento pues se asienta en una realidad que ha existido desde el principio
de la humanidad en relatos, leyendas, mitos: la atracción inevitable entre dos
seres que los une más allá de la muerte. Lo que sí es innegable es que fue la
primera vez que ese sentimiento tuvo repercusiones extensas dentro de la
civilización occidental: fue un nuevo punto de partida que debía tanto a las
nacientes ideas de libertad e individualidad como a la concepción cristiana del
alma y el cuerpo sagrados. Una herejía y al mismo tiempo una nueva visión, una
nueva forma cristalizada en la subversión de los valores de occidente.
El
amor occidental nace como una subversión. Sin embargo, él mismo no tardó en ser
cooptado por las instituciones sociales. El amor, nacido del deseo y de la
sensación, no podía menos que enfrentar directamente al gran misterio de la
muerte. El tiempo es la gran separación de los amantes; sabemos que amamos y
que ese momento nunca volverá. Que el mundo continúa y que todo está condenado
a abandonarnos y desmoronarse. Enfrentados a lo desconocido, lloramos siglos
atrás una soledad imaginaria.
Hegel
ha concebido la Historia como un proceso de negación y reapropiación de la
realidad al sujeto. Conocer es dominar. Su idea es la culminación del Occidente
moderno: la civilización que concibe al universo como materia que debe ser
poseída.
El
amor moderno ha dejado de ser una rebelión y una subversión. Si el erotismo se
ha convertido en política y negocio; el amor (o lo que llamamos amor en nuestra
sociedad) se ha convertido en un espejo de la dominación. No es sino por
comodidad que llamamos de esa manera a aquello que une a las parejas en
matrimonio y estabilidad. Es algo que movería a la risa tanto a los trovadores
como a los románticos; a los surrealistas como a los místicos; a Orfeo y
Eurídice como a la vaquera Radha y a Krishna. Una subversión y una pasión
violenta, destructora, devoradora convertida en compromiso y contrato. Una
subversión transformada en institución. Un destino tan triste o más que aquel
sufrido por el sentimiento de lo sagrado que pasó a convertirse en fuente de
ortodoxias.
No
es de extrañar que un sentimiento —una sensación, una pasión— sea moldeado por
la sociedad y que en la institución se busque su permanencia. Dominados por el
miedo al cambio, a la fugacidad que somos, occidente ha negado al movimiento al
sacralizar una Verdad única e inmutable. La modernidad cree en que esa Verdad
es el propio conocimiento y que el poder que de ello deriva está al servicio de
la sociedad: institución.
Si
occidente es la sociedad que busca el poder sobre el universo y sobre el hombre
mismo, no debemos sorprendernos que el amor se haya convertido en un espejo de
ese esquema de dominación. Si el amor cortés medieval subvirtió la relación del
amo y el siervo —el hombre se convierte en esclavo voluntario de la señora,
esclavos de sus pasiones—, la modernidad volvió a establecer la antigua relación.
El amante no sólo es señor, sino dueño.
Para
evitar la angustia es necesaria la posesión; controlar el cuerpo y, más que
ello, la consciencia de aquello que
amamos. Escapamos al dolor y al miedo mediante la dominación completa de la
voluntad. Nuestra idea parte de que aquel a quien hemos querido y que dice
querernos ha dejado de existir: se ha convertido en un objeto. Necesidad de
usar y ser usados: convertirse en objetos.
Bataille
sostiene que el erotismo consiste en un movimiento de violencia contra la voluntad.
La transgresión como un arma dolorosa; la transformación del cuerpo en un
objeto. Masoquismo y sadismo como ansia de dominación. Tal visión se compagina
perfectamente con la sociedad que establece toda relación humana, divina o
material bajo un esquema de dominación. Bataille no se equivocó, pero su visión
es una entre muchas otras. Para nosotros la sociedad establece leyes punitivas;
un hombre o un grupo de hombres son aquellos que poseerán el poder, el mando;
las armas para así poder castigarnos. La libertad es una condena y necesitamos
un punto al que dirigir nuestras miradas y deseos. Las religiones occidentales
conciben a un Dios personal, colérico y que nos da asimismo reglas. Un Dios que
amenaza, que sabe su poder sobre nuestras vidas.
En
una civilización que eleva al poder personal sobre todas las cosas, a la idea
de dominio como una cura a la soledad y al tiempo, no es sorprendente que
inclusive sus subversiones sean convertidas a una visión al mismo tiempo
sombría y cobarde.
Si
el amor cortés fue una subversión de los valores de occidente —cambiar la
relación de dominio; poner a las pasiones por encima incluso del compromiso
social—, pronto de esa nueva relación (que siguió siendo concebida como una supremacía)
nació su contraparte. Tiro por la culata a los trovadores vagabundos, fuera de
la sociedad: sus cantos se convirtieron en la edad moderna en la base para la
institución burguesa por excelencia, la familia y con ella, la dominación
económica, social y, sobre todo, anímica.
La
paradoja del amante es que su amor, su razón de existir, es humano. Sabe que el
tiempo y la distancia pasarán; que la muerte está siempre presente. El amor al
mismo tiempo que es la exaltación de un cuerpo y un espíritu, lleva también a
una condena. Aquello que conocimos por destino o libertad también tiene un
alma; una conciencia. Amar es una apuesta sin sentido porque sabemos que no hay
redención ni ley. Aquel a quien amamos es capaz de no amarnos. El miedo al amor
es el mismo miedo que nos atormenta: la libertad implica sabernos mortales y
solos. El abismo también y quizá con mayor fuerza que nunca muestra su rostro a
los amantes. Estamos solos y vivir es una insensata apuesta por la nada; en la
que nada está asegurado.
La
respuesta a ese abismo que nos devora ha sido el espanto y para disfrazarlo creamos
civilizaciones e instituciones. La respuesta de occidente está en el poder.
Dominar el cuerpo amado, someterlo a todas las pruebas posibles; dictar un
contrato donde se dice que sólo la muerte habrá de separarlo de nosotros. Miedo
ante lo desconocido, el arma consiste en un grillete de palabras.
La
miseria de nuestra sociedad es que es posible encadenar el cuerpo, sin embargo
como ya Hegel lo había descrito: si convertimos al otro en esclavo, perdemos de inmediato interés en él. No queremos
sólo poseer su cuerpo, sino que su alma sea nuestra por voluntad propia. Bajo
la idea occidental, no es necesario amar su alma y su cuerpo, sino dominarlo.
Sujetar voluntades; destruir aquello que amamos para que nunca desaparezca.
Callejón sin salida pues si acabamos con esa voluntad, la soledad es la
respuesta única.
La
respuesta burguesa, el matrimonio, lleva a la esterilidad: un acuerdo formal y
un pacto que si acaso nació de la pasión, la misma rutina y la sociedad lo
convierten en apenas un disfraz cómodo; una adormecedora mentira para sortear
al abismo. No escapar a él, pues todos habremos de morir, sino disfrazarlo de
una felicidad tibia, aceptable.
Más
ambiciosos, espíritus disidentes de la moral burguesa (pero encadenados a la
ideología occidental y sus esquemas) pregonan el dominio progresivo o la
sumisión total. De nuevo, Hegel nos brinda pistas para entender esta actitud.
Si con el dominio de lo que amamos desaparece la sed y nos enfrentamos de nuevo
a la angustia, la manera más obvia de actuar es imponer nuestro dominio sobre algo más. La ansiedad por el poder
llevada al límite: una vez poseído un cuerpo es necesario devorar otro más y
luego otro. Sólo en ese vértigo se puede olvidar el abismo. Un vértigo que nos
consume y que a su paso devora todo lo que toca. Si usamos a los otros, ellos
también nos usan. El universo es un objeto que ni siquiera tiene un motivo,
sino ser una máscara de la nada.
El
que obedece, el que es poseído a su
vez escapa de la angustia al someter su voluntad a otra. Someterse es entregar
la libertad a cambio de la seguridad. Ser piedra, útil, es poca cosa si podemos
olvidar la soledad.
Obedecer
y ser obedecido. Olvidar que existe el abismo. Tanto el sádico como el
masoquista —el esclavo y el dueño; el objeto que domina y el objeto que se
humilla— son sólo un engranaje más en la máquina. Usan para ser usados. No
escapan de ese abismo que al final devorará a todos, pero lo disfrazan confortablemente. En eso
ha terminado el amor en occidente.
Si
la pasión, el deseo, la risa, el llanto… si las exaltaciones del cuerpo han
sido humilladas es porque sabemos que acaban. Ese es el temor y la condena.
Toda sensación trae dolor y alegría; dicha y abismo.
Hay
otras imágenes del amor, a pesar de la manera en que occidente ha cooptado ese
instante en pos de las instituciones, la imagen de los amantes suicidas
continúa. Romeo y Julieta, Abelardo y Eloísa; los amores delirantes, aquel par
de amantes devorados por el incendio y petrificados por el rayo. Hay otras
imágenes del amor: la noche que cubre el universo y éste nace; el agua intensa
que cubre eternidades. Hay otras imágenes del amor: el camino y la frente hacia
el sol.
Tal
vez exista una salida; no disfrazar el abismo sino verlo de frente. Saber
nuestra soledad y nuestra finitud es al mismo tiempo aceptar la permanencia de
aquello que nos sobrevive; aceptar su libertad y la nuestra. La vida, la
existencia, es perpetuo cambio y perpetuo renacer; polvo serán más polvo enamorado. Y el amor sigue siendo una apuesta,
noche y amanecer; una locura que sostiene al universo.
César
Alain Cajero Sánchez
No hay comentarios:
Publicar un comentario