jueves, 12 de julio de 2012

El núcleo del cometa 
(fragmento)


Todos los mitos reflejan la ambivalencia del hombre frente al mundo y frente a sí mismo, ambivalencia que a su vez es resultante del profundo sentimiento de disociación experimentado por el hombre e inherente a su naturaleza. Se considera a sí mismo como débil, desamparado, frente a las fuerzas naturales que lo dominan. Presiente que podría llevar una existencia menos precaria, sentirse más dichoso. Pero no puede discernir el camino de su bienestar bajo las condiciones de vida que la naturaleza y la sociedad le imponen y se consuela con ubicarlo en una edad de oro perimida o en un futuro extraterrestre. La importancia de los mitos reside entonces en la aspiración a la felicidad que contienen, en la percepción de su posibilidad, y en los obstáculos que se interponen entre el hombre y su deseo. En suma, expresan el sentimiento de una dualidad en la naturaleza de la que el hombre participa, y en la que no ve una resolución posible a lo largo de su existencia.

Los mitos religiosos reflejan este proceso; pero en lugar de intentar resolver esta dualidad inicial, se ocupan de acentuarla hasta el extremo. Es por ello que su función consiste en proteger la estructura de la sociedad de la que se reclaman o que las acepta. Los mitos primitivos tienden a un mismo fin, pero, en menor medida en tanto su sociedad sea más homogénea. Por ello, en compensación y en una misma proporción, valorizan los elementos de exaltación inherentes a esos mitos. Presentan, a títulos diversos, el aspecto dual referido al consuelo y a la exaltación, depositando el acento, casi siempre, sobre el primero de ellos. Expresan, por lo tanto, el deseo humano y el sentimiento de los obstáculos que debe superar para alcanzar su objeto. 

Hasta aquí la humanidad no ha concebido más que un solo mito de pura exaltación, el amor sublime, el cual, partiendo del corazón mismo del deseo, aspira a su satisfacción total. Es así el grito de la angustia humana metamorfoseado en canto de alegría. Con el amor sublime lo maravilloso pierde igualmente su carácter sobrenatural, extraterrestre o celeste, que hasta entonces había tenido en todos los mitos. De alguna forma, regresa a su fuente para descubrir su verdadera solución e inscribirse en los límites de la existencia humana.

Partiendo de las aspiraciones primordiales más poderosas del individuo, el amor sublime le ofrece una vía de transmutación confluyente hacia un acuerdo entre la carne y el espíritu, tendiendo a confundirlos en una unidad superior donde ya no pueden ser distinguidos mutuamente, encargándose el deseo de operar esta fusión que es su justificación última. Es el punto extremo al que la humanidad actual pueda aspirar. En consecuencia, el amor sublime se opone a la religión y especialmente al cristianismo, en tanto el cristiano no puede sino reprobar el amor sublime, llamado a divinizar al ser humano. Por vía de consecuencia, este amor no tiene lugar sino en sociedades donde la divinidad aparecería como opuesta al hombre: el cristianismo y el islamismo; por añadidura en este último caso, siendo que, desde su nacimiento, el peso de la teología ha impedido que pudiera integrarse al ser humano.

El amor sublime representa entonces en principio una revuelta del individuo contra la religión y la sociedad, en tanto una se apoya sobre la otra. 

Es el «Gran Deseo aquél que une el Cuerpo y el Espíritu, durante largo tiempo más allá de la unión con el cuerpo en el pequeño deseo». El «Gran Deseo» enraizado en la condición humana, expresa esa tensión del hombre orientada hacia la felicidad total, que puede esperar de la supresión de su desgarramiento, no siendo esta felicidad posible hasta tanto sus causas no sean descubiertas. El amor sublime sólo podría satisfacer este «Gran Deseo» en tanto que alimentado y acrecentado por la satisfacción del «pequeño deseo» carnal. El reconocimiento de la universalidad de este deseo, de su significación cósmica y de sus manifestaciones en el hombre, reclama a la vez su sublimación y la del objeto de ese deseo. Al mantenerse apartado del amor sublime, el ser humano –el hombre, sobre todo– casi no se abandona el deseo sino en la medida en que éste le conduzca a su estado más primitivo. En el amor sublime, los seres atrapados por el vértigo, no aspiran sino a dejarse llevar lo más lejos posible de ese estado. El deseo, permaneciendo ligado a la sexualidad, se ve entonces transfigurado. Frente a la perspectiva de la saciedad, tiene la posibilidad de incorporarse todos los beneficios que su sublimación anterior, incluso la más completa, le habían procurado, y que provocan su renovada exaltación. Fuera del amor sublime, de algún modo, la sublimación del deseo lleva impícita su desencarnación ya que, para obtener satisfacción, debe perder de vista el objeto que la ha suscitado. Por esta vía se mantiene en el hombre un estado de dualidad, en favor de la cual la carne y el espíritu permanecen opuestos. Por el contrario, en el amor sublime, esta sublimación no es posible sino a partir de la intermediación con su objeto carnal, que tiende a restablecer en el hombre una cohesión con anterioridad inexistente. El deseo, en el amor sublime, lejos de perder de vista el ser carnal que le ha dado nacimiento, tiende entonces, en definitiva, a sexualizar el universo.


Benjamin Peret

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