El núcleo del cometa
(fragmento)
Todos los mitos reflejan la ambivalencia del hombre frente al
mundo y frente a sí mismo, ambivalencia que a su vez es resultante
del profundo sentimiento de disociación experimentado por el hombre
e inherente a su naturaleza. Se considera a sí mismo como débil,
desamparado, frente a las fuerzas naturales que lo dominan. Presiente que
podría llevar una existencia menos precaria, sentirse más
dichoso. Pero no puede discernir el camino de su bienestar bajo las condiciones
de vida que la naturaleza y la sociedad le imponen y se consuela con ubicarlo
en una edad de oro perimida o en un futuro extraterrestre. La importancia
de los mitos reside entonces en la aspiración a la felicidad que
contienen, en la percepción de su posibilidad, y en los obstáculos
que se interponen entre el hombre y su deseo. En suma, expresan el sentimiento
de una dualidad en la naturaleza de la que el hombre participa, y en la
que no ve una resolución posible a lo largo de su existencia.
Los mitos religiosos reflejan este proceso; pero en lugar de intentar
resolver esta dualidad inicial, se ocupan de acentuarla hasta el extremo.
Es por ello que su función consiste en proteger la estructura de
la sociedad de la que se reclaman o que las acepta. Los mitos primitivos
tienden a un mismo fin, pero, en menor medida en tanto su sociedad sea
más homogénea. Por ello, en compensación y en una
misma proporción, valorizan los elementos de exaltación inherentes
a esos mitos. Presentan, a títulos diversos, el aspecto dual referido
al consuelo y a la exaltación, depositando el acento, casi siempre,
sobre el primero de ellos. Expresan, por lo tanto, el deseo humano y el
sentimiento de los obstáculos que debe superar para alcanzar su
objeto.
Hasta aquí la humanidad no ha concebido más que un solo
mito de pura exaltación, el amor sublime, el cual, partiendo del
corazón mismo del deseo, aspira a su satisfacción total.
Es así el grito de la angustia humana metamorfoseado en canto de
alegría. Con el amor sublime lo maravilloso pierde igualmente su
carácter sobrenatural, extraterrestre o celeste, que hasta entonces
había tenido en todos los mitos. De alguna forma, regresa a su fuente
para descubrir su verdadera solución e inscribirse en los límites
de la existencia humana.
Partiendo de las aspiraciones primordiales más poderosas del
individuo, el amor sublime le ofrece una vía de transmutación
confluyente hacia un acuerdo entre la carne y el espíritu, tendiendo
a confundirlos en una unidad superior donde ya no pueden ser distinguidos
mutuamente, encargándose el deseo de operar esta fusión que
es su justificación última. Es el punto extremo al que la
humanidad actual pueda aspirar. En consecuencia, el amor sublime se opone
a la religión y especialmente al cristianismo, en tanto el cristiano
no puede sino reprobar el amor sublime, llamado a divinizar al ser humano.
Por vía de consecuencia, este amor no tiene lugar sino en sociedades
donde la divinidad aparecería como opuesta al hombre: el cristianismo
y el islamismo; por añadidura en este último caso, siendo
que, desde su nacimiento, el peso de la teología ha impedido que
pudiera integrarse al ser humano.
El amor sublime representa entonces en principio una revuelta del individuo
contra la religión y la sociedad, en tanto una se apoya sobre la
otra.
Es el «Gran Deseo aquél que une el Cuerpo y el Espíritu,
durante largo tiempo más allá de la unión con el cuerpo
en el pequeño deseo». El «Gran Deseo» enraizado
en la condición humana, expresa esa tensión del hombre orientada
hacia la felicidad total, que puede esperar de la supresión de su
desgarramiento, no siendo esta felicidad posible hasta tanto sus causas
no sean descubiertas. El amor sublime sólo podría satisfacer
este «Gran Deseo» en tanto que alimentado y acrecentado por
la satisfacción del «pequeño deseo» carnal. El
reconocimiento de la universalidad de este deseo, de su significación
cósmica y de sus manifestaciones en el hombre, reclama a la vez
su sublimación y la del objeto de ese deseo. Al mantenerse apartado
del amor sublime, el ser humano –el hombre, sobre todo– casi no se abandona
el deseo sino en la medida en que éste le conduzca a su estado más
primitivo. En el amor sublime, los seres atrapados por el vértigo,
no aspiran sino a dejarse llevar lo más lejos posible de ese estado.
El deseo, permaneciendo ligado a la sexualidad, se ve entonces transfigurado.
Frente a la perspectiva de la saciedad, tiene la posibilidad de incorporarse
todos los beneficios que su sublimación anterior, incluso la más
completa, le habían procurado, y que provocan su renovada exaltación.
Fuera del amor sublime, de algún modo, la sublimación del
deseo lleva impícita su desencarnación ya que, para obtener
satisfacción, debe perder de vista el objeto que la ha suscitado.
Por esta vía se mantiene en el hombre un estado de dualidad, en
favor de la cual la carne y el espíritu permanecen opuestos. Por
el contrario, en el amor sublime, esta sublimación no es posible
sino a partir de la intermediación con su objeto carnal, que tiende
a restablecer en el hombre una cohesión con anterioridad inexistente.
El deseo, en el amor sublime, lejos de perder de vista el ser carnal que
le ha dado nacimiento, tiende entonces, en definitiva, a sexualizar el
universo.
Benjamin Peret
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