EL DECORADO DEL SABER
Nuestras
verdades no valen más que las de nuestros antepasados. Tras haber sustituido
sus mitos y sus símbolos por conceptos, nos creemos más «avanzados», pero esos
mitos y esos símbolos no expresan menos que nuestros conceptos. El Arbol de la
Vida, la Serpiente, Eva y el Paraíso, significan tanto como: Vida,
Conocimiento, Tentación, Incosciente. Las configuraciones concretas del mal y
del bien en la mitología van tan lejos como el Mal y el Bien de la ética. El
Saber -en lo que tiene de profundo no cambia nunca: sólo su decorado varía.
Prosigue el amor sin Venus, la guerra sin Marte, y, si los dioses no
intervienen ya en los acontecimientos, no por ello tales acontecimientos son
más explicables ni menos desconcertantes: solamente, una retahíla de fórmulas
reemplaza la pompa de las antiguas leyendas, sin que por ello las constantes de
la vida humana se encuentren modificadas, pues la ciencia no las capta más
íntimamente que los relatos poéticos.
La
suficiencia moderna no tiene límites: nos creemos más ilustrados y más
profundos que todos los siglos pasados, olvidando que la enseñanza de un Buda
puso a millares de seres ante el problema de la nada, problema que imaginamos
haber descubierto porque hemos cambiado sus términos e introducido un poquito
de erudición. Pero, ¿qué pensador occidental podría ser comparado con un monje
budista? Nos perdemos en textos y en terminologías: la meditación
es un dato desconocido para la filosofía moderna. Si queremos
conservar cierta decencia intelectual, el entusiasmo por la civilización debe
ser barrido, lo mismo que la superstición de la Historia. Por lo que respecta a
los grandes problemas, no tenemos ninguna ventaja sobre nuestros antepasados o
sobre nuestros predecesores más recientes: siempre se ha sabido todo, al
menos en lo que concierne a lo Esencial; la filosofía moderna no añade nada a
la filosofía china, hindú o griega. Por otra parte, no podría haber un problema
nuevo, pese a que nuestra ingenuidad o nuestra infatuación querrían
persuadirnos de lo contrario. En lo tocante a juego de las ideas,
¿quién igualó jamás a un sofista chino o griego, quién llevó más lejos que él
la osadía en la abstracción? Todos los extremos del pensamiento fueron
alcanzados desde siempre y en todas las civilizaciones. Seducidos por el
demonio de lo Inédito, olvidamos demasiado pronto que somos los epígonos del primer
pitecántropo que se puso a reflexionar.
Hegel
es el gran responsable del optimismo moderno. ¿Cómo no vio que la conciencia cambia
solamente de forma y de modalidades, pero que no progresa en nada? El devenir
excluye una realización absoluta, una meta: la aventura temporal se desarrolla sin
un objetivo exterior a ella, y acabará cuando sus posibilidades de caminar se
hayan agotado. El grado de conciencia varía con las épocas, sin que dicha
conciencia aumente con su sucesión. No somos más conscientes que el mundo
grecorromano, el Renacimiento o el siglo XVIII; cada época es perfecta en sí
misma, y perecedera. Hay momentos privilegiados en que la conciencia se
exaspera, pero jamás hubo eclipse de lucidez tal que el hombre fuera incapaz de
abordar los problemas esenciales, pues la historia no es más que una perpetua
crisis, una quiebra de la ingenuidad. Los estados negativos
-que son precisamente los que exasperan la conciencia- se distribuyen diversamente,
pero, sin embargo, están presentes en todos los períodos históricos; si son
equilibrados y felices, conocen el Hastío -término natural de la felicidad- si descentrados
y tumultuosos, sufren la desesperación, y las crisis religiosas que de ella se
derivan. La idea de Paraíso terrenal fue compuesta con todos los elementos incompatibles
con la Historia, con el espacio donde florecen los estados negativos.
Todas
las vías, todos los procedimientos de conocer son válidos: razonamiento, intuición,
repugnancia, entusiasmo, gemido. Una visión del mundo articulada en conceptos
no es más legítima que otra surgida de las lágrimas: argumentos y suspiros son
modalidades igualmente concluyentes e igualmente nulas. Construyo una forma
de universo: creo en ella, y es el universo, el cual se desploma
empero bajo el asalto de otra certeza o de otra duda. El último de los
iletrados y Aristóteles son igualmente irrefutables y frágiles. Lo absoluto y
la caducidad caracterizan la obra madurada durante años tanto como el poeta
surgido a favor del instante. ¿Acaso hay más verdad en la Fenomenología
del Espíritu que en el Epipsychidion? La
inspiración fulgurante, lo mismo que la profundización laboriosa, nos presentan
resultados definitivos e irrisorios. Hoy, prefiero tal escritor a tal otro;
mañana, le tocará la vez a una obra que antaño abominaba: Las creaciones del
espíritu -y los principios que las presiden- se resignan al destino de nuestros
humores, de nuestra edad, de nuestras fiebres y de nuestras decepciones.
Ponemos en tela de juicio todo lo que antaño amamos, y tenemos siempre razón y
siempre estamos equivocados; pues todo es válido y todo carece de importancia.
Sonrío: nace un mundo; me entristezco: desaparece, y ya se perfila otro. No hay
opinión, sistema o creencia que no sea justa y al mismo tiempo absurda, según
nos adhiramos o nos separemos de ella.
No se
encuentra más rigor en la filosofía que en la poesía, ni en el espíritu que en
el corazón; el rigor no existe más que en la medida que uno se identifica con
la cosa que se aborda o se sufre; desde el exterior, todo es arbitrario:
razones y sentimientos. Lo que llaman verdad es un error insuficientemente
vivido, aun no vaciado, pero que no podrá dejar de envejecer pronto, un error
nuevo, y que espera comprometer su novedad. El saber florece y se seca a la par
que nuestros sentimientos. Y si recorremos todas las verdades, es porque nos
hemos agotado juntos, y ya no hay más savia en nosotros que en ellas. La
Historia es inconcebible fuera de aquel a quien decepciona. De
este modo, se precisa el deseo de dejarnos arrastrar por la melancolía y de
morir de ella...
El
verdadero saber se reduce a las vigilias en las tinieblas: sólo el conjunto de nuestros
insomnios nos distingue de los animales y de nuestros semejantes. ¿Qué idea rica
o extraña fue nunca fruto de un durmiente? ¿Es bueno vuestro sueño? ¿Son apacibles
vuestros sueños?: engrosáis la turba anónima. El día es hostil a los pensamientos,
el sol los obscurece; sólo florecen en plena noche... Conclusión del saber
nocturno: quien llega a una conclusión tranquilizadora sobre lo que sea, da pruebas
de imbecilidad o de falsa caridad. ¿Quién halló jamás una sola verdad alegre que
fuera válida? ¿Quién salvó el honor del intelecto con propósitos diurnos? Afortunado
quien puede decir: «Tengo el saber triste».
La
historia es la ironía en marcha, la
risotada del espíritu a través de los hombres y los acontecimientos. Hoy
triunfa tal creencia; mañana, vencida, será maldita y reemplazada: los que la
creyeron la seguirán en su derrota. Después, viene otra generación: la antigua
creencia entra de nuevo en vigor; sus demolidos monumentos son reedificados de
nuevo..., en espera de que perezcan otra vez. Ningún principio inmutable regula
los favores y las severidades de la suerte: su sucesión participa en la inmensa
farsa del Espíritu, que confunde, en su juego, los impostores y los fervientes,
las astucias y los ardores. Contemplad las polémicas de cada siglo: no parecen motivadas
ni necesarias. Sin embargo, fueron la vida de ese siglo. Calvinismo, quietismo,
Port-Royal, la Enciclopedia, Revolución, positivismo, etc... ¡qué sarta de absurdos...
que debieron ser, qué derroche inútil, y sin embargo fatal!
Desde los concilios ecuménicos hasta las controversias políticas
contemporáneas, las ortodoxias y las herejías han asaltado la curiosidad del
hombre con su irresistible sinsentido. Bajo disfraces diversos, siempre habrá anti
y pro, sea a propósito del Cielo o del Burdel. Millares de hombres sufrirán
por sutilezas relativas a la Virgen y a su Hijo; otros miles se atormentarán
por dogmas menos gratuitos, pero igualmente improbables. Todas las verdades
constituyen sectas que acaban por tener un destino tipo Port-Royal, siendo perseguidas
y destruidas; después, sus ruinas llegan a ser veneradas, y aureoladas por la
iniquidad sufrida, se transforman en lugares de peregrinaje...
No es
más razonable conceder más interés a las discusiones sobre la democracia y sus formas,
que a las que tuvieron lugar, en la edad media, sobre el nominalismo y el realismo:
cada época se intoxica con un absoluto, menor y fastidioso, pero de apariencia
única; no puede evitarse el ser contemporáneo de una fe, de un sistema, de una
ideología, el ser, en resumen, de su tiempo. Para emanciparse, haría falta
tener la frialdad de un dios del desprecio...
Que la
Historia no tenga ningún sentido, es algo que debería alegrarnos. ¿Nos atormentaríamos
acaso por una solución feliz del porvenir, por una fiesta final en la que
nuestros sudores y desastres corriesen con todos los gastos? ¿A favor de
idiotas futuros, exultando sobre nuestras penas y bailoteando sobre nuestras
cenizas? La visión de un desenlace paradisíaco supera, por su absurdo, las
peores divagaciones de la esperanza. Todo lo que podríamos pretextar en excusa
del Tiempo, es que se hallan en él momentos más aprovechables que otros,
accidentes sin importancia en una Intolerable monotonía de perplejidades. El
universo comienza y acaba con cada individuo, sea Shakespeare o Don Nadie; pues
cada individuo vive en lo absoluto su mérito
o su nulidad...
¿Merced
a que truco lo que parece ser escapó al control de
lo que no es? Bastó un momento de inatención, de debilidad en el seno de la
Nada: las larvas se aprovecharon; una laguna en su vigilancia: y aquí estamos.
Igual que la vida suplantó a la nada, fue suplantada, a su vez, por la
historia: así la existencia emprendió un ciclo de herejías que minaron la
ortodoxia de la nada.
Retorno
a los elementos
Si la
filosofía no hubiera hecho ningún progreso desde los presocráticos, no habría
ninguna razón para quejarse. Hartos del fárrago de los conceptos, acabamos por
advertir que nuestra vida se agita siempre en los elementos con los que ellos
constituían el mundo, que son la tierra, el agua, el fuego y el aire los que
nos condicionan, que esta física rudimentaria delimita el marco de nuestras
pruebas y el principio de nuestros tormentos. Al haber complicado estos datos
elementales hemos perdido -fascinados por el decorado y el edificio de las
teorías- la comprensión del Destino, el cual, sin embargo, inmutable, es el
mismo que en los primeros días del mundo. Nuestra existencia, reducida a su
esencia, continúa siendo un combate contra los elementos de siempre, combate
que nuestro saber no suaviza de ninguna manera. Los héroes de cualquier época
no son menos desdichados que los de Homero y, si han llegado a ser personajes, es
que han disminuido de aliento y de grandeza. ¿Cómo podrían los resultados de la
ciencia cambiar la posición metafísica del hombre? Y ¿qué representan los
sondeos en la materia, los atisbos y los frutos del análisis junto a los himnos
védicos y a esas tristezas de la aurora histórica deslizadas en la poesía
anónima?
Mientras
que las decadencias más elocuentes no nos elevan más sobre la desdicha que los
balbuceos de un pastor, y que a fin de cuentas hay más sabiduría en la risotada
de un idiota que en la investigación de los laboratorios, ¿no es entonces
locura perseguir la verdad por los caminos del tiempo o en los libros? Lao-tse,
reducido a unas cuantas lecturas, no es más ingenuo que nosotros, que lo hemos
leído todo. La profundidad es independiente del saber. Traducimos a otros
planos las revelaciones de las edades pasadas, o explotamos las intuiciones
originales con las últimas adquisiciones del pensamiento. Así, Hegel es un
Heráclito que ha leído a Kant; y nuestro Hastío, un eleatismo afectivo, la
ficción de la diversidad desenmascarada y revelada al corazón...
Emil Michel Cioran
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